Ese día cayó en domingo

Sergio Ramírez

Fragmento

libro-3

Hola, soledad

Canto que emiten los pájaros: trino. Encadenamiento fatal de sucesos: destino. En la noche calurosa, su mano humedecía de sudor la página del Libro de oro de los crucigramas, y, como siempre, se llevaba el lapicero a la boca para morderlo mientras buscaba las palabras. Su cabeza vivía llena de palabras horizontales y de palabras verticales. Y de letras de boleros de antes del diluvio universal, aquellos que interpretaba el vocalista de la orquesta de los hermanos Cortés imitando a Rolando Laserie en las tertulias dominicales del Club Social donde una aprendía a bailar con los primos o con los noviecitos. Canción bailable de ritmo lento: bolero.

Vuela mariposa del amor, juguete del destino, un tocadiscos automático su cabeza tocando boleros, como el que Eduardo le había comprado recién pasada la boda, para que no te aburrás cuando estés sola, Soledad. Como entonces, cada long play de la pila cae sobre la tornamesa y da vueltas raspando la aguja en su cráneo, yo soy un pájaro herido que llora solo en su nido porque no puede volar.

La colmaba un desasosiego que la hacía impulsarse en la mecedora buscando que el vaivén fuera a calmarla, un ave de alas que el vendaval rompió, sola, sin hijos, sin padres, sin amigas. Y encima se llamaba Soledad. María Soledad. Dejó de mecerse, y los balancines se quedaron quietos bajo su peso.

Las nueve de la noche. Había resuelto permanecer en la salita de estar donde veía televisión, hacía crucigramas y a veces bordaba en punta de cruz. Medias de seda, zapatos de charol negro de medio tacón, una falda negra y una blusa blanca planchadas a la carrera. Seguía lloviendo en ráfagas que soplaban contra la casa de corredores abiertos, anegándolos.

En la cocina continuaba el ajetreo. Los meseros de la funeraria habían traído bandejas de madera, una jaba con tazas y escudillas suficientes, y una percoladora con capacidad de cincuenta tazas. En la sala de visitas, una vez desalojados los muebles, toda la vida cubiertos con sus fundas plásticas porque nadie se sentaba allí, los operarios claveteaban para instalar el catafalco, colocaban la peaña, el cortinaje, el cristo crucificado de yeso. El cadáver llegaría a las diez.

Te seguiré hasta el fin de este mundo, te adoraré con este amor profundo. Que tiene el fondo muy distante de la boca o cavidad: profundo. Deja atrás ya los sesenta, pasada de peso, nada de pilates, nada de salones de belleza, nada de cremas rejuvenecedoras, abandonada de sí misma en el encierro de la casa que desde fuera parece deshabitada, salvo esta noche cuando se halla llena de extraños. Asida a los brazos de la mecedora ahora quieta retrocede con cautela hacia la neblina del ayer perdido y se ve en su dormitorio de la casa paterna, un caserón de tres patios en el barrio San Juan:

Van a ser las dos de la madrugada, tiene diecisiete años y está a punto de tomar la decisión de su vida. Siente un pálpito en el estómago y de pronto unas ganas de vomitar provocadas por el miedo, que se aplacan solas. El dormitorio huele a Flit porque cada noche una empleada va de cuarto en cuarto fumigando los rincones con una bomba manual. El mosquitero de la cama de dosel se halla recogido con sus lazos de organdí en cada uno de los cuatro pilares. Su camisón está tendido sobre el cobertor rosado.

En la mesa de noche, en el bolso de piel de lagarto el pasaje de la KLM Managua-Panamá-Willemstad-Ámsterdam-Ginebra, la libreta de cheques del viajero que se cierra con un broche, el pasaporte nuevo con sus páginas limpias salvo la que tiene estampada la visa suiza, y sobre el tocador el neceser donde van la vanidad de concha nácar, el lápiz labial rosa tenue, el lápiz de cejas, las pastillas de Gravol para el mareo en precaución de las bolsas de aire. Junto a la puerta las valijas de color celeste. El neceser, también de color celeste, se refleja en el espejo ovalado.

La salida rumbo a Managua su papá la ha fijado para las cinco de la mañana porque hay más de una hora por carretera desde León y a las ocho sale el vuelo del aeropuerto Las Mercedes. Tíos, primos, compañeras de colegio van a ir a despedirla en comitiva. Me voy, no me voy, me quedo, no me quedo.

Eduardo andaba por los treinta años, un hombre hecho y derecho. Se quedó huérfano a los quince, porque sus padres habían muerto en un accidente de tráfico cuando un camión se les vino encima una medianoche que volvían de una fiesta en Chinandega, y el señor, con tragos, no pudo maniobrar. A esa edad, siendo hijo único, se hizo cargo de la finca de trescientas manzanas en Telica que le quedó en herencia. Fue para los tiempos en que entró en Nicaragua la fiebre del algodón, el oro blanco, como lo llamaban, y él convirtió los pastos en algodonales. El papá de ella, dueño de la desmotadora más grande de León, le recibía el algodón en rama. Parece mentira que a edad tan tierna pudo con toda esa carga de responsabilidades, la vida le enseñó y ha sido un buen alumno de la vida, se hizo solo, decía de él, admirado, cada vez que llegaba a la casa en días sábado a liquidar cuentas y a recibir los cheques de pago a la oficina contigua a la sala; y así fue como ella lo conoció, y viéndose de largo, se enamoraron.

Muy correcto, muy esforzado, pero lo que no tenía era apellido. ¿Por qué, Señor, los seres no son de igual valor? Al darse cuenta del noviazgo, su papá acabó con el trato del algodón, nunca más vuelve a poner los pies en mi casa, pedazo de mierda igualado, qué sé yo qué pata puso ese huevo, y a ella la había recluido interna en el colegio de las monjas de La Asunción, pero Eduardo le hacía llegar sus cartas clandestinas a través de la maestra de dibujo y perspectiva, a la que él volvió su cómplice.

Eran cartas rudas pero súper amorosas, y en ellas echaba mano sin ningún recato de los cancioneros y de las poesías del Tesoro del declamador, siempre escritas con tinta verde —nunca se detuvo ella a averiguar por qué escribía con tinta verde—; y ya fuera del internado, después de bachillerarse, le siguió escribiendo a través de la misma maestra de dibujo que tenía vía franca en la casa, y en la última carta, la antevíspera del viaje, le decía amor te venís nada más con lo que andés puesto, dejás todo, ropa, lo que sea, no se te ocurra traer ni un centavo y menos los cheques de viajero que me dijiste que fue tu papá a comprarte al banco, esos rompelos en pedacitos porque no quiero que nadie diga que a mí lo que me interesa es su dinero, ese señor igual que te puso interna como una prisionera por el solo delito de amarme te quiere separar de mí solo que ahora mandándote bien lejos, no sé nada de Suiza más que es el país donde hacen los relojes de pulsera, tu papá podrá tener millones pero yo te tengo a ti, es cierto que vas a causarles un dolor y lo mismo a tu mamá que es igual de orgullosa y también me ve de menos, pero más me lo han causado ellos a mí con su rechazo porque yo tengo mi dignidad y tampoco soy ningún mendigo ya que puedo darte una vida holgada y decente, voy a estar esperándote en la esquina del billar que está a dos cuadras de tu casa a las dos de la mañana en punto, hubiera querido llevarte al altar en la capilla del colegio y que dejaras tu ramo de novia al pie de la Virgen como vos decís que es tu ilusión pero no todo lo que uno quiere en la vida se puede y de todos modos nos va a casar el cura en Telica que fue amigo de mi papá y si no aparecés

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