Un tal González

Sergio del Molino

Fragmento

libro-4

Primera aproximación (2021)

Estudios El hormiguero, calle de Alcalá, 516, Madrid, 26 de mayo de 2021, 22.07. Comienza El hormiguero, el programa más visto de la televisión española, un espectáculo hiperactivo y estroboscópico al que los invitados van a divertirse. Es decir, van a bailar, saltar, ser manteados, regados, embreados, fumigados y chamuscados por una caterva de personajes anfetamínicos. Aguantan la humillación con sonrisas blanquísimas porque no hay mayor publicidad en España que salir unos minutos allí. Aunque a un observador desinformado le costaría mucho creerlo, los protagonistas están recibiendo un gran honor, pues al programa sólo acude la aristocracia de la fama. El invitado de esa noche es Felipe González. Hace muchos años que no aparece en la franja de máxima audiencia.

Algunos amigos intentaron disuadirle. Felipe, no vayas, le dijeron. La televisión ha cambiado mucho, no es un programa para ti, no te van a dejar hablar. Es mejor que acudas a otro sitio más serio. Eso no es periodismo, es circo. Felipe los apartó con un gesto de la mano. Deberían saber que sus decisiones son siempre definitivas.

Los políticos y los periodistas se maliciaban si esa reaparición sería el preludio de otro regreso. Una semana antes de la entrevista, en un reservado de un restaurante de Madrid, varios escritores de periódicos le preguntamos a un político del gobierno si temía el efecto de la reaparición de Felipe.

—Qué va —dijo—, al contrario: nos beneficia.

El político vino a decir —más con gestos y puntos suspensivos que con palabras— que el anciano Felipe, tan ajeno a los códigos del presente, haría el ridículo. Se pondría en escena la brecha entre su generación y la España contemporánea, y todo su prestigio rodaría por el suelo para no levantarse jamás.

A las diez y siete minutos de la noche, el presentador Pablo Motos anunció a Felipe González, que entró en la pista del circo cruzando una cortina, con paso calmo pero erguido, sonrisa amplia pero sin enseñar los dientes, y la mano derecha levantada en saludo al público, que aplaudía como en los viejos mítines. Vestía muy sencillo, una camisa azul claro y una chaqueta oscura de solapas estrechas, sin corbata. El pelo, totalmente blanco, enmarcaba una cara a la que la vejez sólo se asomaba en las bolsas de los ojos y en algunas arrugas del cuello. El cutis terso y moreno transmitía vigor. Ni la entrada ni la apariencia eran las de un anciano apabullado por los focos y la fanfarria.

No hubo tartazos, ni melodías de feria, ni bailes, ni parodias acrobáticas, ni chistes de guión. Durante cincuenta y siete minutos y quince segundos, el chamán amansó a la fiera de la tele. Unos restos de aquellos polvos mágicos que embrujaron a los españoles en 1982 flotaron en el plató y sometieron al presentador, a las cámaras, a los realizadores y a los tres millones y medio de espectadores, no todos ellos partidarios. Muchos, sin duda, eran hostiles. Al menos la mitad se asomó a la emisión por el morbo de ver a un monstruo. La otra mitad, quién sabe.

Fueron cincuenta y siete minutos y quince segundos sin interrupciones, sin publicidad y sin entrevista, porque aquello no fue tal. Felipe se entrevistaba a sí mismo. Se reclinaba en el asiento, cruzaba las piernas, contaba chistes y se dirigía al público, plebiscitario y verbenero. El presentador apenas le daba pie, aunque le tuteaba, lo que sonaba un poco raro a quienes habían olvidado que toda España le tuteaba. Sólo le llamaban por su apellido quienes querían faltarle al respeto.

Una entrevista a una figura histórica debe estar llena de pasado, pero González apenas lo visitó. Como el entrevistador no era capaz de guiar la conversación, el entrevistado se quedó en el presente y en el futuro, que eran los únicos tiempos verbales que le importaban, y diseminó unas gotas de pasado en forma de anécdotas, como un aliño. Estaba tan tranquilo que rompió la cuarta pared y aludió un par de veces a Rocío, señalando la grada:

—Me decía antes Rocío, hablando de su generación…

Como si el público supiera quién era Rocío, Rocío Martínez-Sampere, la directora de su fundación y su mano derecha, si es que los próceres tienen tales cosas. Aquí, más que mano, era muleta. No se apreciaba, porque los maestros de la escena disimulan muy bien, pero Felipe se apoyaba en sus ojos para no perder el paso. No se dirigía ni al presentador ni a la audiencia. Su interlocutora era Rocío. Por eso, a veces, se le escapaba su nombre.

Antes de entrar en el plató, Rocío le había recordado unas frases de Miguel Aguilar en un artículo dedicado a la memoria de Javier Pradera y Jorge Semprún y titulado «El sol de Biriatou». Aguilar hace allí un alegato hermoso de la herencia ética de aquella generación: «Debe ser curioso para el hispanista pelirrojo de Iowa la admiración que despierta la generación que hizo la guerra civil, cuyos errores, comprensibles o no, perdonables o no, evitables o no, condujeron al enfrentamiento descarnado y a una masacre horripilante. En cambio, la generación que hizo la transición, sin duda culpable de errores tan o más abundantes que la precedente, logró el entendimiento, la concordia y un periodo de paz y prosperidad sin igual. Para no cosechar en la actualidad más que un fuerte desdén y ser considerada la fuente de todos los males que en la actualidad padecemos. Quizá el péndulo esté por iniciar un recorrido de vuelta, y empecemos a apreciar ser hijos de la transición más que nietos de la guerra civil. Ojalá, porque el pacto mancha menos que la violencia aunque no tenga tanto prestigio, y a menudo es más noble y más valiente».

El artículo es de 2012. Han pasado casi diez años y el péndulo aún no ha empezado a volver, por eso Felipe lo citaba, aunque distanciándose un poco. No sería elegante lamentarse en primera persona. Su pudor le impedía presentarse como víctima:

—Recordando la frase de un amigo, Rocío se pregunta (habla de su generación) por qué nos quieren obligar a ser los nietos de la guerra civil en vez de los hijos de la democracia.

Rocío Martínez-Sampere nació en 1974. Miguel Aguilar, autor del artículo, en 1976. Yo, en 1979. Podemos considerarnos compañeros de generación, pero su forma de vindicarse como hijos de la democracia es mucho menos metafórica que la mía. Para Rocío es una cuestión de compromiso y militancia socialista, que la ha llevado a ser custodia de la herencia felipista después de una vida dedicada al PSOE en Cataluña. El legado que maneja en su despacho de la Fundación Felipe González es parte de su vida. Milita en el Partit dels Socialistes de Catalunya desde 1993, el año en que asistió por primera vez a un acto del jefe, entonces en horas bajísimas. En mitad del discurso, se volvió a su compañero José Montilla y le dijo:

—Pepe, este tío es la hostia. ¿Cómo no me lo habías dicho?

Montilla la miró desde el abismo generacional que los separaba, como quien mira a un extraterrestre: ¿quedaba alguien en España que no supiera que Felipe era el gran seductor, el encantador de todas las serpientes? Era una verdad elemental para cualquier socialista veterano, pero para una joven de veinte años que acababa de cometer la insensatez, contraria a toda razón y a todo su Zeitgeist, de ingresar en el partido caduco de un gobierno sin crédito, era un descubrimiento. Rocío ha sido

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