Libre de culpa

Charlotte Link

Fragmento

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West Bromwich,
viernes, 3 de noviembre de 2006

La agente que atendió la llamada de emergencia a las 17.02 horas tuvo que hacer un gran esfuerzo para entender qué decía la voz que estaba al teléfono. Era una mujer y jadeaba de tal modo que apenas si lograba pronunciar palabra. O había corrido muy rápido o se hallaba en un estado de extrema agitación; o ambas cosas. Lo más probable era lo último.

—Tranquila —dijo la policía calmándola—. Respire hondo. Trate de serenarse, por favor.

La mujer al otro extremo de la línea intentaba recuperar el aliento, pero sin éxito. Parecía hallarse al límite de sus fuerzas.

—Tiene… tiene a una niña… tiene a una niña con él —soltó por fin.

—¿Quién? ¿Y desde dónde llama?

—West Bromwich. Shaw Street. Pero la policía tiene que ir a Harvills Hawthorne. Al final del todo… en el polígono industrial… —Tomó aire.

—Tranquila, tranquila —volvió a apaciguarla la agente, aunque en su interior ya se habían encendido todas las luces de alarma. Era evidente que una niña corría peligro. Sin embargo, no tenía ningún sentido empezar a agobiarla con un aluvión de preguntas. No debía desquiciar a su interlocutora, de lo contrario acabaría colgando. Aunque al menos ya le había proporcionado una vaga descripción del lugar.

—Hay unos garajes. La mayoría vacíos. Él está en uno de ellos. Tiene a una niña.

—¿Qué edad tiene la niña?

—No sé… tres o cuatro años…

—¿Y él no es su padre?

—No. No, no tiene hijos, todavía es un niño. Pero está enfermo. Es un perturbado. Peligroso. Se habrá llevado a la niña de algún sitio. Por favor, dense prisa.

—Sí, enviaré de inmediato a una patrulla —respondió la agente. Levantó la vista.

Otra policía que también estaba a la escucha le susurró:

—Hace media hora nos han avisado de una desaparición. Una niña de tres años se ha esfumado del jardín delantero de la casa de sus padres. En West Bromwich.

La agente que atendía la llamada hizo una señal con la mano y su compañera asintió. Iba a mandar al instante a la patrulla que estuviera más cerca del lugar.

—¿Sabe el nombre del secuestrador?

—Ian Slade.

—¿Y cómo se llama usted?

En lugar de dar su nombre, la mujer soltó una breve y angustiada risa.

—No se lo puedo decir. Nadie debe enterarse. O me matará.

—Haremos todo lo que podamos por protegerla.

—No pueden.

—Parece usted muy joven. ¿Cuántos años tiene?

—Da igual.

—¿Está llamando desde una cabina telefónica? —Todavía quedaba por allí alguna de esas reliquias. Y acababa de oírse con toda claridad el sonido de una moneda al caer.

—Sí.

—Mire, puedo enviarle a alguien que hable con usted y…

—No.

—Creo que tiene miedo, tal voz podríamos…

—¿Miedo? —añadió ahora con un sollozo—. ¿Miedo? Estoy aterrada. A lo mejor me ha visto y me ha reconocido.

—Solo podremos protegerla si nos…

Se oyó el sonido que se producía al colgar el auricular en la horquilla.

La llamada había terminado.

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Primera parte

Trece años más tarde

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Viernes, 19 de julio de 2019

La inquilina de uno de los apartamentos de vacaciones había avisado a la policía.

—Se oyen disparos en el edificio. Creo que es en el piso de al lado. ¡Por favor, dense prisa!

Según informaron otros residentes a los agentes de la patrulla, justo después de la llamada telefónica se había oído otro disparo. Un señor que respondía al nombre de Jayden White había alquilado por dos semanas el apartamento donde se habían producido los disparos, uno que daba directamente a la playa de la bahía norte de Scarborough.

Los agentes desalojaron a todos los veraneantes del edificio, desocuparon las tiendas y los cafés de la planta baja del complejo y acordonaron el paseo marítimo, así como el área de la playa que se encontraba delante del edificio en cuestión. Puesto que ese día hacía mucho calor y además habían empezado las vacaciones, estaba a rebosar de bañistas pese a ser las once de la mañana. Actuaron con rapidez para garantizar la seguridad de todos, aunque un hombre armado, y posiblemente dispuesto a todo, en medio de un recinto vacacional junto a la playa, suponía una auténtica pesadilla para los agentes. Se informó por precaución al departamento de investigación criminal. Nadie sabía cómo iba a evolucionar el caso. Nadie quería cargar con la culpa si se cometía una negligencia.

El comisario jefe Caleb Hale llegó acompañado de su más estrecho colaborador, Robert Stewart, quien hacía solo dos semanas había sido ascendido al puesto de comisario y desde entonces adoptaba una actitud bastante arrogante. Caleb pensaba que, desde ese salto en su carrera, se había vuelto de repente más soberbio, aunque otros habrían dicho que se sentía más seguro de sí mismo. En cualquier caso, Caleb tenía la impresión de que entre ellos se había producido un cambio, ligero y difícil de verbalizar. En los próximos días le gustaría encontrar un momento para hablar de ello con Robert. Pero, sin duda, ese no era el más adecuado.

Deslizó la vista hacia arriba por la fachada del inmueble. El complejo constaba de dos grandes edificios, el primero semicircular. Allí había apartamentos vacacionales de los más diversos tamaños y modelos, pisos de una, dos o tres habitaciones, con vistas al mar y otros más económicos en la parte trasera. Un balcón se sucedía al otro. Desde ellos se divisaban el mar y el castillo de Scarborough, que dominaba majestuoso la lengua de tierra que separaba la ciudad en la bahía norte y la bahía sur. Pese a ello, estaba situado justo encima de un sinnúmero de tiendas, cafés, un restaurante y una heladería. Y sobre la muchedumbre ondulante de bañistas. Al menos en verano. En invierno todo estaba desierto. Uno de los policías, presente desde un principio en el lugar de los hechos, se hallaba junto a Caleb y Robert y les informaba de lo sucedido.

—Según las declaraciones unánimes de los testigos, los disparos se han producido en una vivienda del tercer piso. Es la que vemos directamente desde aquí, sobre el Fish and Chips. —Señaló hacia arriba.

Caleb siguió el dedo índice extendido. Un apartamento como cualquier otro, un balcón como todos los demás. No obstante, las persianas estaban bajadas. No se movía nada. No había nadie en el balcón. Caleb entrecerró los ojos. Solo una mesa y tres sillas.

—El hombre que ha alquilado el apartamento se llama Jay­den White —prosiguió el agente—. Ha viajado con su esposa Yasmin y sus dos hijas pequeña

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