El hijo del tiempo (El descubrimiento de las brujas 4)

Deborah Harkness

Fragmento

1. Nada

1

Nada

12 DE MAYO

En su última noche como ser de sangre caliente, Phoebe Taylor había sido una buena hija. Freyja había insistido en ello.

—Tampoco hay que hacer una montaña de la cuestión —había protestado Phoebe, como si tan solo fuera a marcharse unos días de vacaciones, con la esperanza de que bastase una despedida informal en el hotel en el que estaba alojada su familia.

—En absoluto —respondió Freyja, observándola desde lo alto de su larga nariz—. Los De Clermont no eluden sus responsabilidades; a menos que se trate de Matthew, claro está. Lo haremos como mandan los cánones. Durante la cena. Es tu deber.

La velada que Freyja había organizado para los Taylor era sencilla, elegante y perfecta: desde el tiempo (una noche de mayo sin tacha), la música (¿es que todos los vampiros de París sabían tocar el chelo?) o las flores (se habían subido del jardín suficientes rosas Madame Hardy como para perfumar la ciudad entera), hasta el vino (Freyja adoraba el champán Cristal).

El padre, la madre y la hermana de Phoebe aparecieron a las ocho y media, como se les había pedido. Él vestía de etiqueta, la madre llevaba un lehenga choli turquesa y oro, Stella iba de Chanel de la cabeza a los pies. Phoebe, como siempre, de negro, con los pendientes de esmeraldas que Marcus le había regalado antes de dejar París y unos zapatos de tacón vertiginoso que le gustaban especialmente, y a Marcus también.

La concurrencia formada por seres de sangre caliente y vampiros comenzó por los aperitivos en el jardín que había tras la suntuosa vivienda de Freyja en el distrito 8, un edén privado como no había vuelto a verse desde hacía un siglo en un París donde el espacio escaseaba cada vez más. La familia Taylor estaba acostumbrada a los entornos palaciegos —el padre de Phoebe era diplomático de carrera y la madre provenía del tipo de familia india que llevaba casándose con funcionarios británicos desde los tiempos del Raj—, pero el privilegio del que disfrutaban los De Clermont estaba a otro nivel.

Se sentaron a cenar a una mesa repleta de cristal y porcelana, en un salón de ventanas altas que daban a un jardín y dejaban entrar el sol estival. A Charles, el lacónico chef que empleaban los De Clermont en sus viviendas parisinas cuando invitaban a cenar a seres de sangre caliente, le caía bien Phoebe, por lo que no había escatimado esfuerzos ni reparado en gastos.

—Las ostras crudas son señal de que Dios ama a los vampiros y quiere que sean felices —anunció Freyja, alzando la copa al principio de la cena. Phoebe se fijó en que usaba la palabra «vampiro» con suma frecuencia, como si su mera repetición normalizase lo que la joven estaba a punto de hacer—. Por Phoebe. Felicidad y larga vida.

Tras semejante brindis, la familia mostró poco apetito. Aun consciente de que aquella sería su última comida como tal, Phoebe tuvo problemas para tragar bocado. Se obligó a tomar las ostras y el champán que las acompañaba; apenas picoteó el resto del festín. Freyja animó la conversación durante los entremeses, la sopa, el pescado, el pato y los postres («¡Tu última oportunidad, Phoebe querida!»), pasando del francés al inglés y al hindi entre sorbitos de vino.

—No, Edward, no creo que exista un solo lugar que no haya visitado. ¿Sabes? Diría que mi padre bien pudo ser el primer diplomático. —Freyja aprovechó aquella declaración sorprendente para invitar al padre de Phoebe, circunspecto, a hablar de sus comienzos al servicio de la reina. Fueran o no correctas las nociones de historia de la vampira, era evidente que Philippe de Clermont había enseñado a su hija algún que otro truco para limar asperezas durante cualquier conversación—. ¿Richard Mayhew, dices? Creo que lo conocí. Françoise, ¿no conocí a un Richard Mayhew cuando estuvimos en la India?

La sirvienta, ojo avizor, había aparecido misteriosamente en el momento en que su señora la necesitaba, capaz de captar alguna frecuencia vampírica inaudible para los simples mortales.

—Probablemente. —Françoise era mujer de pocas palabras, pero cada una de ellas estaba repleta de significado.

—Sí, creo que lo conocí. ¿Alto? ¿Cabello pajizo? ¿Atractivo, con cierto aire de colegial? —Freyja no se dejó cohibir por la respuesta glacial de Françoise ni por estar describiendo más o menos a la mitad del cuerpo diplomático británico.

Phoebe aún no había descubierto nada que empañara la jovial resolución de la vampira.

—Adiós, por el momento —se despidió alegre la anfitriona al terminar la velada, besando a cada uno de los Taylor con sus fríos labios en una mejilla y luego en la otra—. Padma, siempre serás bienvenida. Avísame cuando vuelvas a pasarte por París. Stella, quédate a dormir aquí durante los desfiles de invierno. Está a un paso de las casas de modas y Françoise y Charles cuidarán estupendamente de ti. El George V es excelente, por supuesto, pero es tan popular entre los turistas... Edward, seguiremos en contacto.

La madre, como de costumbre, se había mostrado estoica y serena, aunque abrazó a Phoebe un poco más fuerte de lo habitual al despedirse.

—Has tomado la decisión correcta —susurró Padma Taylor al oído de su hija antes de soltarla. Entendía lo que significaba amar a alguien tanto como para renunciar a la vida propia a cambio de la promesa de lo que estaba por venir.

—Asegúrate de que el contrato prenupcial sea tan generoso como afirman —le murmuró Stella a Phoebe al atravesar el umbral—. Nunca se sabe. Esta casa vale una puñetera fortuna.

Stella no era capaz de contemplar la decisión de Phoebe sino según su propio marco de referencia, que en ese momento se limitaba al glamour, el estilo y el corte irreprochable del vestido vintage rojo de Freyja.

—¿Esto? —Freyja se había reído cuando Stella había mostrado su admiración, posando un instante y ladeando el moño rubio para lucir mejor el vestido y su propia figura—. Balenciaga. Lo tengo desde hace una eternidad. ¡Ese hombre sí que sabía cómo construir una silueta!

Fue su padre, normalmente tan reservado, quien lo pasó mal durante la despedida, cuando sus ojos anegados de lágrimas buscaron en los de su hija (tan parecidos a los suyos, Freyja había advertido ya durante la velada) señales de que su resolución se tambaleaba. Una vez que su madre y Stella estuvieron fuera, el señor Taylor alejó a Phoebe de los escalones delanteros en los que esperaba Freyja.

—No será por mucho tiempo, papá —trató de reconfortarlo Phoebe, aunque ambos sabían que pasarían meses antes de que le dieran permiso para volver a ver a su familia: por su protección y por la de ella.

—¿Estás segura, Phoebe? ¿De verdad? —le preguntó—. Aún estás a tiempo de pensártelo mejor.

—Estoy segura.

—Sé razonable por un momento —insistió Edward Taylor, con una nota de súplica en su voz

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