Bones and All. Hasta los huesos

Camille DeAngelis

Fragmento

Capítulo 1

1

Penny Wilson se moría por tener un bebé para ella sola. Eso es lo que me imagino, ya que se suponía que solo iba a cuidarme durante una hora y media, y era evidente que me quería más de lo recomendable. Debió de tararearme una nana, juguetear con cada dedito de las manos y los pies, besarme las mejillas y acariciarme la cabeza, soplándome el pelo como si le pidiese un deseo a un diente de león a punto de soltar los vilanos. Yo ya tenía dientes, pero era demasiado pequeña para tragarme los huesos, así que cuando mi madre llegó a casa se los encontró amontonados sobre la moqueta del cuarto de estar.

La última vez que mi madre había visto a Penny Wilson, esta aún tenía cara. Sé que mamá chilló, porque cualquiera lo habría hecho. Cuando crecí me contó que creyó que la canguro había sido víctima de una secta satánica. Cosas más extrañas se había encontrado en las afueras.

No fue una secta. Si lo hubiera sido, me habrían raptado y me habrían hecho cosas inimaginables. Pero allí estaba yo, dormida en el suelo junto al montón de huesos, con las lágrimas secándose todavía en mis mejillas y la sangre húmeda alrededor de mi boca. Incluso entonces me odié. No recuerdo nada de aquello, pero lo sé.

Aun cuando mi madre notó la sangre coagulada sobre mi peto de OshKosh, aun cuando advirtió la sangre en mi cara, no lo vio de verdad. Cuando me separó los labios y metió el dedo dentro —las madres son las criaturas más valientes, y la mía es la más valiente de todas—, encontró algo duro entre mis encías. Lo sacó y se quedó mirándolo. Era el martillo del oído de Penny Wilson.

Penny Wilson residía en nuestro complejo de apartamentos, al otro lado del patio. Vivía sola y hacía pequeños trabajos esporádicos, por lo que nadie la echaría de menos durante días. Aquella fue la primera vez que tuvimos que recoger y trasladarnos a toda prisa, y a menudo me pregunto si mi madre se llegó a imaginar lo eficiente que se volvería con el tiempo. La última vez que nos mudamos hizo las maletas en doce minutos contados.

No hace tanto, le pregunté por Penny Wilson: «¿Cómo era su aspecto? ¿Dónde había nacido? ¿Cuántos años tenía? ¿Leía muchos libros? ¿Era simpática?». Íbamos en el coche, pero no de camino a una nueva ciudad. Nunca hablábamos de lo que había hecho justo después de hacerlo.

—¿Para qué quieres saber todo eso, Maren? —me preguntó con un suspiro, frotándose los ojos con el pulgar y el índice.

—Para saberlo, sin más.

—Era rubia. Tenía el pelo rubio y largo, y siempre lo llevaba suelto. Aún era joven, más joven que yo, pero no creo que tuviera muchos amigos. Era muy callada. —Entonces la voz de mamá se quedó enredada en un recuerdo que no habría querido encontrar—. Me acuerdo de cómo se le iluminó la cara cuando le pregunté si podía cuidar de ti aquel día. —Se la veía enfadada mientras se limpiaba las lágrimas con el dorso de la mano—. ¿Ves? No sirve de nada pensar en estas cosas cuando ya no se pueden cambiar. Lo hecho, hecho está.

Me quedé pensando un minuto.

—¿Mamá?

—¿Sí?

—¿Qué hiciste con los huesos?

Tardó tanto en contestar que empecé a temerme su respuesta. Después de todo, había una maleta que siempre venía con nosotras y nunca le había visto abrir. Finalmente dijo:

—Hay ciertas cosas que jamás voy a contarte por mucho que me lo pidas.

Mi madre era amable conmigo. Nunca decía cosas como «lo que has hecho» o «lo que eres».

Mamá se había marchado. Se había levantado cuando todavía era de noche, había recogido un par de cosas y se había ido con el coche. Mamá ya no me quería. ¿Cómo culparla si jamás lo hubiera hecho?

Ciertas mañanas, una vez que llevábamos en un lugar el tiempo suficiente como para empezar a olvidar, me despertaba con aquella canción de Cantando bajo la lluvia.

Good morning, good moooooooorning! We’ve talked the whole night through...[1]

Pero, cuando la cantaba, siempre sonaba algo triste.

El 30 de mayo, el día en que cumplí los dieciséis, entró cantando. Era sábado y había planeado todo un día de diversión. Abracé la almohada y le pregunté:

—¿Por qué la cantas así siempre?

Abrió las cortinas de par en par. Vi cómo cerraba los ojos y sonreía a la luz del sol.

—¿Así, cómo?

—Como si hubieras preferido irte a la cama a una hora razonable.

Se rio, se sentó de golpe a los pies de mi cama y me acarició la rodilla a través de la colcha.

—Feliz cumpleaños, Maren.

Hacía mucho que no la veía tan feliz.

Mientras comíamos tortitas con pepitas de chocolate, metí la mano en una bolsa de papel con un grueso libro en el interior —El señor de los anillos, los tres volúmenes en uno— y una tarjeta regalo de Barnes & Noble. Pasamos la mayor parte del día en la librería. Por la noche me llevó a un restaurante italiano, uno de verdad, en el que los camareros y el chef hablaban entre sí en su idioma, las paredes estaban cubiertas de viejas fotografías familiares en blanco y negro, y la sopa minestrone te dejaba saciada durante días.

En el interior estaba oscuro y apuesto a que siempre recordaré cómo la luz del portavelas de cristal rojo se reflejaba titilante en la cara de mamá al llevarse la cuchara a los labios. Hablamos de cómo iban las cosas en el instituto y cómo iban las cosas en el trabajo. Hablamos de mi marcha a la universidad: qué me gustaría estudiar, en qué me gustaría convertirme. Llegó un esponjoso cuadrado de tiramisú con una vela clavada en lo alto y los camareros me cantaron, pero en italiano: Buon compleanno a te.

Después me llevó a ver Titanic a un cineclub y durante tres horas me sumergí en la historia igual que hacía en mis libros favoritos. Fui bella y valiente, alguien destinado a amar y sobrevivir, a ser feliz y a recordar. La vida real no me deparaba nada de aquello, pero, en la agradable oscuridad de aquel viejo teatro deslucido, olvidé que jamás lo haría.

Caí a plomo en la cama, agotada y satisfecha, porque a la mañana siguiente disfrutaría de las sobras de la cena y leería mi libro nuevo. Pero, al despertar, había demasiado silencio en el apartamento y no se olía el café. Algo no iba bien.

Enfilé el pasillo y encontré una nota en la mesa de la cocina.

Soy tu madre y te quiero, pero ya no aguanto más.

No podía haberse ido. Imposible. ¿Cómo iba a hacer algo así?

Me miré las manos, palmas arriba, palmas abajo, como si no me pertenecieran. Tampoco me pertenecía lo demás: ni la silla en la que me hundía, ni la mesa en la que apoyaba la frente, ni la ventana por la que miraba. Ni siquiera mi propia madre.

No lo entendía. Llevaba más de seis meses sin hacer lo malo. Mamá estaba perfectamente integrada en su nuevo trabajo y nos gustaba el apartamento.

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