La felicidad cabe en una taza de café (Antes de que se enfríe el café 2)

Fragmento

Gohtaro Chiba llevaba veintidós años mintiendo a su hija.

El novelista Fiódor Dostoyevski escribió una vez: «Lo más difícil de la vida es vivir y no mentir».

Las personas mienten por distintos motivos. Algunas mentiras se dicen para presentarte de una forma más interesante o favorable; otras, para engañar a la gente. Las mentiras pueden hacer daño, pero también pueden salvarte el pellejo. No obstante, con independencia del motivo por el que se digan, la mayoría de las veces llevan al arrepentimiento.

Ese era el tipo de aprieto en el que se encontraba Gohtaro. La mentira que había dicho lo atormentaba. Mientras murmuraba para sí cosas como «Nunca fue mi intención mentir al respecto», caminaba de un lado a otro delante de la cafetería que les ofrecía a sus clientes la posibilidad de viajar al pasado.

El establecimiento estaba a pocos minutos a pie de la parada de metro de Jimbocho, en el centro de Tokio. Situada en una callejuela estrecha en una zona donde casi todo eran edificios de oficinas, exhibía un pequeño cartel con su nombre, «Funikuri Funikura». La cafetería se encontraba en un sótano, por lo que, sin el cartel, la gente habría pasado de largo sin fijarse en ella.

Tras bajar las escaleras, Gohtaro llegó a una puerta decorada con tallas. Sin dejar de murmurar, negó con la cabeza, dio media vuelta y empezó a subir de nuevo. Pero de pronto se detuvo, con una expresión pensativa en el rostro. Se pasó un rato yendo de un lado a otro, subiendo y bajando los peldaños.

—¿Por qué no sigue rumiándolo dentro? —dijo de repente una voz.

Al volverse, sorprendido, Gohtaro vio a una mujer menuda plantada ante él. Llevaba una camisa blanca debajo de un chaleco negro y un delantal de sumiller. Se dio cuenta enseguida de que era la camarera de la cafetería.

—Ah, sí, bueno...

Mientras Gohtaro comenzaba a lidiar con su respuesta, la mujer pasó a su lado y bajó las escaleras a toda prisa.

¡Tolón, tolón!

El sonido del cencerro quedó suspendido en el aire cuando ella entró en la cafetería. No podía decirse que lo hubiera presionado, pero Gohtaro descendió una vez más. Sintió que una calma extraña lo recorría de arriba abajo, como si el contenido de su corazón hubiera salido a la luz.

Llevaba todo ese rato caminando de un lado a otro porque no tenía forma de asegurarse de que esa cafetería era en verdad la cafetería «donde se podía viajar al pasado». Había llegado hasta allí creyéndose la historia, pero, si el rumor que su viejo amigo le había contado era una invención, no tardaría en convertirse en un cliente absolutamente avergonzado.

Si lo de viajar al pasado era real, tenía entendido que había que seguir unas cuantas reglas bastante engorrosas. Una de ellas era que nada de lo que hicieras en el pasado cambiaría el presente, por mucho que te esforzases.

Cuando Gohtaro oyó esa regla por primera vez, se dijo: «Si no se puede cambiar nada, ¿por qué quiere volver la gente?».

Sin embargo, allí estaba, en la puerta de la cafetería, pensando: «Aun así, quiero volver».

¿Acaso la camarera acababa de leerle la mente? Sin duda, en una situación así sería más normal que le hubiera dicho: «¿Le apetece entrar? Adelante, por favor».

Pero le había dicho: «¿Por qué no sigue rumiándolo dentro?».

A lo mejor eso significaba: sí, puede volver al pasado, pero ¿por qué no entra primero y luego ya decide si va o no?

El mayor misterio era cómo era posible que la mujer supiera por qué había ido hasta allí. Fuera como fuese, sintió un destello de esperanza. El breve comentario de la camarera fue el detonante para que se decidiese. Estiró la mano, giró el pomo y abrió la puerta.

¡Tolón, tolón!

Entró en la cafetería donde, en teoría, se podía viajar al pasado.

Gohtaro Chiba, de cincuenta y un años, era de complexión robusta, lo cual quizá guardara cierta relación con su pertenencia al equipo de rugby tanto en el instituto como en la universidad. Todavía hoy llevaba un traje de la talla XXL.

Vivía con su hija Haruka, que este año cumpliría los veintitrés. La había criado solo, con las dificultades que supone ser padre soltero. Ella había crecido oyendo: «Tu madre murió de una enfermedad cuando eras pequeña». Gohtaro regentaba el Kamiya Diner, un modesto restaurante en la ciudad de Hachiōji, en el área metropolitana de Tokio. Servía platos con arroz, sopa y guarniciones y su hija le echaba una mano.

Después de entrar en la cafetería por una puerta de madera de dos metros de altura, todavía tuvo que recorrer un pasillo pequeño. Justo enfrente estaba el baño; en el centro de la pared de la derecha se encontraba la entrada a la cafetería. Cuando accedió al establecimiento propiamente dicho, vio a una mujer sentada en uno de los asientos de la barra. Al instante, la desconocida gritó:

—¡Kazu..., cliente!

Sentado a su lado había un niño que aún debía de ir a primaria. La mesa del fondo estaba ocupada por una mujer con un vestido blanco de manga corta. Tenía la tez pálida y mostraba una total falta de interés por el mundo que la rodeaba; estaba leyendo un libro, tan tranquila.

—La camarera acaba de volver de hacer la compra, así que ¿por qué no te sientas? Saldrá enseguida.

Estaba claro que a la mujer de la barra le importaban poco las formalidades con los desconocidos, pues se dirigió a Gohtaro de manera despreocupada, como si su cara le sonara de algo. Daba la sensación de ser una habitual de la cafetería. En lugar de responderle, él se limitó a darle las gracias con una ligera reverencia. Tuvo la impresión de que ella lo miraba con una expresión que decía: «Puedes preguntarme lo que quieras sobre este sitio». Pero él decidió fingir que no se había dado cuenta y se sentó a la mesa más cercana a la entrada. Miró a su alrededor. Había enormes relojes de pared antiguos que iban desde el suelo hasta el techo. Un ventilador que giraba despacio colgaba del punto en el que se cruzaban dos vigas de madera silvestre. Las paredes de yeso eran de un tenue color bronceado, muy parecido al de la kinako, la harina de soja tostada, y una brumosa pátina de antigüedad —la cafetería parecía muy antigua— se extendía sobre todas las superficies. El sótano sin ventanas, iluminado solo por las lámparas con pantalla que colgaban del techo, era bastante oscuro. Toda la iluminación estaba claramente teñida de un tono sepia.

—¡Hola, bienvenido!

La mujer que le había hablado en las escaleras salió del cuarto trasero y le puso un vaso de agua delante.

Se llamaba Kazu Tokita. Llevaba la media melena recogida en la nuca y, sobre la camisa blanca con pajarita negra, lucía un chaleco negro y un delantal de sumiller. Kazu era la camarera de Funikuri Funikura. Tenía una cara bonita, con los ojos finos y almendrados, pero ningún rasgo llamativo que dejara huella. Si después de conocerla uno cerrara los ojos e intentase recordar lo que ha visto, no le vendría nada a la mente. Era una de esas personas a las que les resultaba fácil camuflarse entre la multitud. Este año cumpliría los veintinueve.

—Eh..., hum... ¿Es este el sitio... que..., eh...?

Gohtaro estaba absolutamente perdido en cuanto a cómo abordar el tema de volver al pasado. Kazu lo observó con calma mientras él se azoraba. Luego se volvió hacia la cocina y preguntó:

—¿A cuándo quiere volver?

El sonido del café gorgoteando en el sifón les llegó desde la cocina.

«Esta camarera tiene que saber leer la mente...».

El leve aroma a café que empezaba a flotar en el ambiente le refrescó a Gohtaro la memoria de aquel día.

Fue justo delante de esta cafetería donde Gohtaro se encontró con Shuichi Kamiya después de siete años sin verse. Los dos habían sido compañeros del equipo de rugby en la universidad.

En aquel momento, Gohtaro no tenía ni casa ni dinero, pues se había visto obligado a entregar todos sus bienes; había sido el cofirmante de un préstamo para la empresa de un amigo que al final había quebrado. Llevaba la ropa sucia y apestaba.

Sin embargo, en lugar de sentir asco por su aspecto, Shuichi pareció alegrarse sinceramente de verlo de nuevo. Invitó a Gohtaro a entrar en la cafetería y, tras enterarse de lo sucedido, le propuso:

—Vente a trabajar a mi restaurante.

Después de graduarse, una empresa de la liga corporativa de Osaka había fichado a Shuichi por su talento para el rugby, pero no había llegado a jugar ni un año antes de que una lesión truncara su carrera. Entonces se incorporó a una compañía que dirigía una cadena de restaurantes. Shuichi, como el eterno optimista que era, vio este revés como una oportunidad y, trabajando el doble o el triple que los demás, ascendió hasta convertirse en director de zona y tener a su cargo siete establecimientos. Cuando se casó, decidió emprender por su cuenta. Montó un pequeño restaurante japonés en el que trabajar con su mujer. Ahora, le dijo a Gohtaro, el negocio daba bastante trabajo y no les iría nada mal contar con una ayuda extra.

—Si aceptaras mi oferta, estarías ayudándome a mí también.

Hundido por la pobreza y despojado de toda esperanza, Gohtaro rompió a llorar de gratitud. Asintió con la cabeza.

—¡De acuerdo! Iré.

La silla chirrió cuando Shuichi se levantó de golpe. Sonriendo con alegría, añadió:

—¡Ah, y espera a conocer a mi hija!

Gohtaro aún no estaba casado y se sorprendió un poco al saber que Shuichi tenía una niña.

—¿Tienes una hija? —respondió con los ojos abiertos como platos.

—¡Sí! Acaba de nacer. Es tan... ¡guapa!

Shuichi parecía satisfecho con la respuesta de Gohtaro. Cogió la cuenta y se acercó a la caja.

—Perdona, ¿me cobras?

De pie junto a la caja registradora había un chico que aún debía de ir al instituto. Era muy alto, rozaba los dos metros de altura, y tenía unos ojos finos, almendrados y distantes.

—Son setecientos sesenta yenes.

—Cóbrate de aquí, por favor.

Gohtaro y Shuichi eran jugadores de rugby y más corpulentos que la mayoría, pero ambos levantaron la vista hacia el joven, se miraron entre sí y se echaron a reír, seguro que porque estaban pensando lo mismo: «Este chaval está hecho para el rugby».

—Aquí tiene el cambio.

Shuichi lo cogió y se encaminó hacia la salida.

Antes de quedarse sin casa, Gohtaro gozaba de una posición bastante acomodada gracias a que había heredado la empresa de su padre, que tenía unos beneficios de más de cien millones de yenes al año. Gohtaro era un tipo honesto, pero el dinero cambia a la gente. Lo ponía de buen humor y empezó a despilfarrarlo. Hubo una época de su vida en la que pensaba que, si eras rico, podías hacer todo lo que quisieras. Pero la empresa de su amigo, a la que había servido como avalista, quebró y, después de recibir el impacto de aquella enorme deuda, la empresa del propio Gohtaro también se hundió. En cuanto perdió su posición, todos los que lo rodeaban empezaron a tratarlo como a un paria. Él siempre había creído que sus allegados eran sus amigos, pero lo abandonaron, y uno de ellos incluso le dijo directamente a la cara: «¿De qué vales sin dinero?».

Pero Shuichi era distinto; él trataba a Gohtaro, que lo había perdido todo, como a una persona importante. La gente que está dispuesta a ayudar a alguien que lo está pasando mal, sin esperar nada a cambio, escasea muchísimo. Pero Shuichi Kamiya era una de esas personas. Mientras seguía a su amigo hacia el exterior de la cafetería, Gohtaro se hizo un propósito firme: «¡Le devolveré este favor!».

¡Tolón, tolón!

—Eso fue hace veintidós años.

Gohtaro Chiba cogió el vaso que tenía delante. Tras refrescarse la garganta reseca, suspiró. Aparentaba menos de cincuenta y un años, pero, aquí y allá, habían empezado a salirle algunas canas.

—Y entonces empecé a trabajar para Shuichi. Agaché la cabeza e intenté aprender el oficio lo más rápido que pude. Sin embargo, un año más tarde, hubo un accidente de tráfico. Shuichi y su mujer...

Había ocurrido hacía más de veinte años, pero la conmoción que le había provocado jamás lo había abandonado. Se le enrojecieron los ojos y empezó a atragantarse con sus palabras.

¡Sluuup!

El niño sentado a la barra empezó a sorber ruidosamente las últimas gotas de su zumo de naranja con la pajita.

—¿Y qué pasó entonces? —preguntó Kazu en tono neutro, sin parar de trabajar.

Nunca cambiaba la cadencia de su voz, por muy seria que fuera la conversación. Esa era su actitud; su forma de mantenerse a cierta distancia de la gente, tal vez.

—La hija de Shuichi sobrevivió y decidí criarla yo.

Gohtaro habló con la mirada baja, como si mascullara para sí. Luego se puso en pie despacio.

—Te lo ruego —añadió—. Por favor, déjame volver a ese día de hace veintidós años.

Hizo una reverencia larga y profunda: colocó las caderas casi en ángulo recto y agachó aún más la cabeza.

Estaba en Funikuri Funikura, la cafetería que, haría unos diez años, se había convertido en el centro de una leyenda urbana por ser el sitio desde el que se podía volver al pasado. Las leyendas urbanas son inventadas, pero se decía que era cierto que allí se podía viajar en el tiempo.

Se cuentan todo tipo de historias sobre ella, todavía hoy, como la de la mujer que volvió para ver al novio del que se había separado o la de otra que regresó para visitar a su hermana pequeña, que había muerto en un accidente de tráfico, y la de la esposa que viajó para ver a su marido, que había perdido la memoria.

Sin embargo, para volver al pasado había que obedecer unas cuantas reglas muy frustrantes.

La primera: las únicas personas con las que puedes reunirte mientras estás en el pasado son aquellas que también han visitado la cafetería. Si la persona a la que quieres ver no ha estado allí en su vida, puedes volver al pasado, pero no la verás. En otras palabras, si llegaran visitantes desde todos los rincones de Japón, el viaje resultaría inútil para casi todos ellos.

La segunda regla: nada de lo que hagas mientras estés en el pasado cambiará el presente. Enterarse de esta regla supone una verdadera decepción para la mayoría de la gente, que, por lo general, se marcha desencantada. Esto se debe a que casi todos los clientes que quieren volver desean reparar acciones pasadas. Muy pocos siguen queriendo viajar al pasado una vez que se dan cuenta de que no pueden cambiar la realidad.

La tercera regla: solo un asiento permite retroceder en el tiempo. Pero hay otra clienta sentada en él. El único momento en el que puedes ocuparlo es cuando ella va al baño, cosa que hace siempre una vez al día, pero nadie es capaz de predecir en qué instante lo hará.

La cuarta regla: mientras estás en el pasado, no puedes moverte del asiento. Si te levantas, te arrastrarán de vuelta al presente por la fuerza. Esto significa que, si estás en el pasado, no hay manera de salir de la cafetería.

La quinta regla: tu estancia en el pasado comienza cuando se sirve el café y debe terminar antes de que este se enfríe. Además, no puede servírtelo cualquiera; tiene que hacerlo Kazu Tokita.

A pesar de estas reglas tan frustrantes, había clientes que oían la leyenda y acudían a la cafetería pidiendo retroceder en el tiempo.

Gohtaro era uno de ellos.

—Supongamos que al final viajas al pasado, ¿qué piensas hacer? —le preguntó la mujer que le había dicho que se sentara al entrar. Se llamaba Kyoko Kijima. Era esposa y madre a tiempo completo y clienta habitual de la cafetería. Había sido pura coincidencia que se encontrara allí, pero miraba a Gohtaro con una curiosidad intensa; a lo mejor era el primer cliente que quería volver al pasado al que conocía—. Perdona que te lo pregunte, pero ¿qué edad tienes?

—Cincuenta y uno.

Gohtaro pareció tomarse la pregunta como una crítica, como si en realidad Kyoko le hubiera dicho algo así: «¿Qué hace un hombre de tu edad parloteando sin parar sobre volver al pasado?». Se encorvó sobre la mesa y bajó la mirada hacia sus manos entrelazadas.

—Perdona, pero ¿no crees que sería un poco raro? Shuichi, o como se llame, está totalmente desprevenido y, de pronto, se encuentra cara a cara con una versión tuya veintidós años mayor.

Gohtaro no levantó la cabeza.

Kyoko continuó:

—¿No crees que sería un poco extraño?

La mujer miró por encima de la barra a Kazu en busca de apoyo.

—Bueno, puede ser —respondió Kazu en un tono que dejaba entrever que no estaba del todo de acuerdo.

—Oye, mamá, ¿no se te va a enfriar el café? —murmuró el niño, que empezaba a inquietarse ahora que su vaso de zumo de naranja estaba vacío.

Se llamaba Yohsuke Kijima. Era hijo de Kyoko y en primavera empezaría cuarto de primaria. Tenía el pelo bastante largo y despeinado y la cara quemada por el sol; llevaba una camiseta deportiva que rezaba MEITOKU FC y que tenía el número 9 impreso en la espalda. Era un fanático del fútbol.

Se refería al café para llevar que había sobre la barra, metido en una bolsa de papel, junto a Kyoko.

—Ah, no importa. De todas formas, a la abuela no le gustan nada las bebidas calientes —contestó ella mientras acercaba la cara al oído de Yohsuke y le susurraba—: Aguanta solo un ratito más y nos vamos, ¿vale?

Después, miró de nuevo a Gohtaro, a la espera de algún tipo de respuesta.

El hombre se había enderezado de nuevo en su asiento, parecía haber recuperado la compostura.

—Sí, supongo que se llevaría un buen susto —reconoció.

—Ajá —respondió Kyoko, que asintió con un gesto deliberado.

Mientras escuchaba este intercambio, Kazu le pasó a Yohsuke otro zumo de naranja. El muchacho lo aceptó en silencio, con una breve reverencia para darle las gracias.

—Si es cierto lo de que se puede retroceder en el tiempo, hay una cosa que tengo muchas ganas de decirle a Shuichi.

Aunque había sido Kyoko quien le había hecho la pregunta, Gohtaro había respondido mirando a Kazu. Sus palabras no tuvieron ningún efecto sobre la expresión de la camarera.

Con el mismo aspecto indiferente de siempre, Kazu salió de detrás de la barra y se plantó delante de él.

De vez en cuando, algún cliente como Gohtaro acudía a la cafetería tras oír el rumor de que allí se podía viajar al pasado, y la forma en que Kazu reaccionaba ante todos ellos no cambiaba jamás.

—¿Conoce las reglas? —preguntó sin más rodeos; había clientes que se presentaban en la cafetería sin tener ni la menor idea de en qué consistían.

—Más o menos... —contestó Gohtaro, titubeante.

—¿Más o menos? —gritó Kyoko.

De todas las personas que había en la cafetería en ese preciso instante, ella era la única que parecía emocionada. Kazu la miró sin hacer ningún comentario y luego se volvió de nuevo hacia Gohtaro y clavó la mirada en él. «Responde a la pregunta».

Gohtaro se encogió de hombros, como disculpándose.

—Te sientas en una silla, alguien te prepara un café y vuelves al pasado... No me han contado nada más —contestó con torpeza.

El nerviosismo debía de haberle dejado la boca seca, porque cogió el vaso de agua que tenía delante.

—Eso es un poco simplista... ¿Quién te ha dicho esas cosas? —le preguntó Kyoko.

—Shuichi.

—Si te lo ha dicho Shuichi..., eh, ¿quieres decir que te lo contaron hace veintidós años?

—Sí, la primera vez que vinimos a esta cafetería, me lo contó él. Debía de conocer la leyenda.

—Entiendo...

—Así que, aunque una versión mucho más vieja de mí se le apareciera de repente, quitando el susto, creo que a Shuichi no le pasaría nada —dijo para retomar la pregunta de Kyoko.

—¿Qué opinas, Kazu?

Kyoko habló como si el derecho a decidir sobre el regreso al pasado les correspondiera solo a Kazu y a ella. Pero la camarera no hizo ningún comentario al respecto. Se limitó a hablar con frialdad y severidad:

—Aunque vuelva al pasado, la realidad no cambiará, lo sabe, ¿no?

Lo que en verdad quería decir: «¡Ya sabe que no puede impedir que su amigo muera!».

Muchísimos clientes llegaban a la cafetería con la esperanza de volver y evitar que alguien muriera. Kazu les explicaba esta regla cada vez que ocurría.

No es que fuera inmune al dolor que la gente experimentaba al perder a un ser querido. Simplemente no había forma de saltarse esta norma: daba igual quién fueras o el motivo que tuvieses.

Tras escuchar las palabras de Kazu, Gohtaro no mostró ningún signo de agitación.

—Soy consciente de ello —contestó con voz suave y serena.

¡Tolón, tolón!

Sonó el cencerro. Era una niña. Cuando Kazu la vio, en lugar de decir: «Hola, bienvenida», exclamó:

—¡Bienvenida a casa!

La niña se llamaba Miki Tokita y era la hija del dueño de la cafetería, Nagare Tokita. Lucía con orgullo un randoseru, la mochila de color rojo vivo que se llevaba al colegio en la etapa de primaria.

—¡Moi ha vuelto, queridos! —anunció Miki con una voz que resonó con fuerza por toda la cafetería.

—¡Hola, Miki, cariño! ¿De dónde has sacado ese maravilloso randoseru?

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