La isla del doctor Schubert

Karina Sainz Borgo

Fragmento

cap-1

Anochece en el Savöy

El doctor Schubert atravesó el vestíbulo del Savöy con la lentitud de los hombres que capitanean barcos de plata. Se deshizo de su abrigo y ordenó servir una copa de tequila con pólvora a sus invitados. Ante un patio de sillas blancas, el berlinés se abrió paso entre los corrillos. En algunos se detuvo a saludar, en otros relató detalles sobre sus excursiones para sembrar la paz ajena, un tema al que dedica casi toda la jornada y que los cronistas insulares describen como asuntos de expedicionarios.

A las siete de una tarde sin campanas, reunidos en aquel local de expendio de libros con nombre de hotel literario, los nobles, rentistas y aristócratas del archipiélago celebraron las historias de su anfitrión. Las gestas del doctor Schubert los diluyeron como a un terrón de azúcar al entrar en contacto con el agua caliente. Se olieron y se buscaron. Enhebrados por la saliva de sus palabras, escucharon hasta hervir. Acabaron besándose de un arponazo.

Recién llegada desde el puerto de San Marcos, la intérprete y copista de los cantos de sirena permaneció ajena a los disparos de deseo de los comensales. Ese apetito a quemarropa le resultó magnético, primitivo, delicioso, paralizante. El Adriático no arde, el mar de Schubert sí. Es la hornilla que dibuja una llama azul alrededor de cada isla. Es el deseo que sobrepasa a la desesperación y el fuego que prende en quien lo evoca.

Dos noches en la isla eran pocas aún para entender los accidentes que sufren la piel y la razón cuando la brisa sacude los estambres de las flores y las lagartijas se rozan contra el tronco de los árboles. Ante el ojo humano parecen solo sargantanas enredadas unas con otras, pero dentro de sus cuerpos late una bomba de llanto atrasado. En los jardines del doctor Schubert, en las cuevas y arrecifes de su mar balear, lo vivo desea y despedaza. Arrastra e incendia la hebra de cada olivo y el último poro de la piel de los forasteros.

A la manera de la leyenda del gigante que llegó desde Argelia para fundar la isla con una cesta de tierra apoyada sobre su cabeza, la intérprete y copista atravesó el vestíbulo del Savöy calzada sobre barcas. Tropezó con el doctor Schubert, que encendía un cigarrillo ayudándose con una carta náutica prendida en fuego. Enceguecida por el resplandor, la intérprete perdió el equilibrio y dejó caer su bolso al suelo.

Cincuenta aljófares se esparcieron por las baldosas del Savöy de la misma forma en que la tierra del gigante lo hizo sobre el mar en la vieja leyenda argelina. El berlinés cogió una perla junto a la punta de su zapato y la saboreó para comprobar si la falsa era la joya o la intérprete. Tenían razón los patrones de los pesqueros de San Marcos: su parecido con el capitán Trotta era asombroso. La copista miró las perlas dispersas sobre el suelo. Como si ella misma fuese el hilo del collar, las vio unirse de nuevo a sus pies hasta formar un montículo que Schubert recogió haciendo un cuenco con sus manos.

La copista abandonó el Savöy sin despedirse. Buscó un alojamiento con ventanas y pagó por adelantado nueve semanas de estancia. Desplegó un atlas para recomponer los vientos que cruzan el archipiélago, estudió a fondo la vida de Hércules, el soportador de trabajos, y contactó a las ninfas de los ríos y las fuentes que un argentino ciego describió en manuales fantásticos. Quiso saberlo todo de Schubert, la isla y sus náufragos.

La primera de sus cuarenta noches de vigilia, una lagartija negra amaneció a los pies de la cama. La guardó en un bote de cristal y la alimentó con sus pestañas. Las arrancó todas para hacerlas crecer con sus insomnios. Desde entonces hasta la primera batalla abisal, no cejó en su intento de contar cuanto habría de ocurrir. En la libreta que sobrevivió a la tormenta final, pueden leerse aún las primeras notas de esos días.

«El doctor Schubert desconcierta como una mujer que cruza las piernas vestida con una falda tejida con serpientes». El agua desdibujó algunas letras, pero aún se distinguen las palabras de la frase original. Al leerla, los filólogos de todos los puertos la acusaron de plagio. Insistieron en que la había robado de los recuerdos de las sirenas a las que tradujo durante siglos. Solo las cetáceas que dan la vuelta al globo terráqueo son capaces de atar víboras y hombres a su cintura.

El tribunal balear acabó pronunciándose a su favor: las mujeres de mar, incluidas las hijas de los ahogados, sueñan con escamas. Aportaron como prueba los grabados de la guardiana del paso de Mesina, un ser de seis cabezas con doce perros salvajes amarrados alrededor del talle. La metamorfosis, ocasionada por una venganza de desamor, la convirtió en el monstruo más temido de las Rocas Errantes, una amante sepultada bajo siglos de múrices.

Absuelta de cualquier difamación, la intérprete y copista escondió sus dietarios. Rehízo el mapa que cruzan los navegantes, violagambistas y demás criaturas en trance de crucifixión. Para vencer en su intento de contarlo todo, la intérprete pidió a los abisales la verdad sobre la tumba de un marino y el secreto bajo la piel de Schubert, el hombre más vivo que alguien haya visto jamás.

Así escribió la historia de la isla y su dueño, el capitán que cruza un mar sin viento y colecciona luciérnagas sujetándolas con chinchetas por el solo placer de verlas apagarse. Guiada por las voces de las sirenas, ondinas y lamias a las que el mar apartó por haber perdido la razón, la copista recompuso la vida de un hombre que, en ocasiones, se repliega al contacto con otro ser vivo, alguien que es soñado varias veces por el mismo soldado que no desea acudir a la batalla.

La intérprete dejó por escrito la vida del navegante educado por un centauro, el último secesionista berlinés, expedicionario y cirujano que zarpó sin argonautas de un portal de la calle Lagasca. Encuadernada en silencio, La isla del doctor Schubert es la bitácora de un paraíso... para quienes consiguen soportarlo. Sus páginas están escritas contra el viento, y si los renglones a veces se quiebran es porque la prosa se marea cuando alguien la recita en tacones.

La amanuense llegó a la isla buscando a un náufrago, pero encontró al húsar que vino del invierno. Viajó atando los cabos de un padre muerto. En su lugar, halló a Schubert: una criatura pintada en óleo sobre cobre, un hombre que despierta la sed en quienes lo miran, un personaje de cuyo pecho parte el kilómetro cero de una isla que la intérprete se propuso contar, aunque del intento quedara, apenas, este puñado de sal.

 

Bienvenidos a la isla del doctor Schubert.

cap-2

Schubert
(La posibilidad de una isla,
mientras llega la guerra)

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