La ley del padre

Carlos Augusto Casas

Fragmento

Los negros ojos de la noche te miran, reclamándote. La oscuridad abre sus aterciopelados brazos para que desde la cornisa caigas en ellos. Y tú quieres caer, deseas caer, necesitas caer. Dejar que la negrura te devore, como brea caliente, hasta desaparecer engullido en ella. Hasta que todo se vuelva negro. Hasta que tú también seas solo oscuridad. Es el día del fin del mundo. Del fin de tu mundo. La punta de tus pies ya acaricia el vacío mientras le das un beso de despedida al dry martini que tienes en la mano. Tu último y desesperado gran amor. Encaramado en el saledizo, eres un tentetieso al que la duda y el miedo hacen oscilar entre la vida y la muerte. Entre el dolor y la paz, entre el autorrencor y el descanso, entre lo que no tiene solución y la disolución. A tu espalda, las voces vuelven a sonar, apremiantes.

—¡Ese tío se quiere tirar! ¡Llamad a la policía! ¡Está loco! ¡Te dije que no debíamos invitarlo!

Pero la noche impide que las escuches, tarareándote al oído la canción favorita de la mujer. Aquella melodía tan triste de Erik Satie que tantas veces escuchasteis juntos y que ahora te desportilla el alma. Y sientes como la caricia fría de la oscuridad limpia las lágrimas de tu rostro. Está más hermosa que nunca, como si la ciudad, a tus pies, fuese un provocativo vestido de lamé que la noche se ha puesto solo para ti. Porque quiere que vayas con ella. Porque quiere que saltes.

—¡Ya está aquí la policía! ¡Se va a tirar, se va a tirar!

—Caballero, ¿me oye? Quédese conmigo, no haga una tontería. Todo va a salir bien...

Alzas una pierna hacia la nada, como un funambulista cansado de caminar por la cuerda floja para divertir a los demás. Errores, pecados, preocupaciones, remordimientos, daños, sufrimientos... Llegar por fin al punto final, liberarse de las cadenas invisibles, deshacerse de los cerrojos mentales... Y sientes el vértigo al comenzar el descenso a la nada, arrojándote a los brazos de la bella noche eterna, a la paz de dejar de ser, al descanso de la no existencia, al placer de la inconsciencia sin fin. El estado ideal del ser humano es la muerte. El más estable, el más duradero. De pronto, una fuerza atroz te retiene. Manos como cepos agarran tus brazos y tiran de ti manteniéndote sin remedio en ese doloroso error que es la vida. Esa insufrible mezcla de vanidad, idiotez y azar. Tratas de luchar para que no te alejen de la noche, para alcanzar la verdadera libertad. Pero no puedes nada contra toda esa fuerza que arroja tu cuerpo al suelo mientras sueltan sus estúpidas mentiras.

—Tranquilo, amigo, ya pasó. Todo se va a arreglar, las cosas tienen solución...

Y gritas desesperado por tener que volver a tu sombría prisión vital. Y odias a todos esos buenos samaritanos que prolongan tu agonía existencial. Y lloras al percibir la aplastante amargura de estar vivo.

Capítulo 1

1

La casa olía a cera de pulir madera. Melinda seguía a la mujer mayor por los interminables pasillos de la vivienda entre desconcertada y expectante. Sus ojos opacados por el temor recorrían las diferentes estancias repletas de lujosos muebles, sofisticados cuadros y enormes estanterías pobladas de figuras de porcelana, jarrones, relojes y todo tipo de objetos de aspecto caro que evidenciaban esa clara tendencia de las cosas frágiles a romperse. De los techos pendían gigantescas lámparas como cascadas de lágrimas cristalizadas y un piano negro descansaba como una bestia dormida al fondo de uno de los salones. No había admiración en la mirada de Melinda, sino preocupación, porque ella estaba allí para limpiar.

—Habíamos solicitado a la agencia que nos enviara una interna filipina —dijo la mujer mayor sin volverse—.Y tú muy oriental no pareces...

—Soy dominicana. ¿Eso supone algún problema? —En el tono de Melinda había más miedo que orgullo. Necesitaba ese empleo para enviar dinero a su hijo de tres años que permanecía en su país. Para salir del piso de Tetuán, de cuarenta y cinco metros cuadrados y compartido con otras dos familias de inmigrantes. Para que su vida volviera a merecer llamarse así.

—Tu nombre era Melinda, ¿no? —preguntó la mujer mayor sin esperar respuesta—. Has tenido suerte, Melinda. Hoy es el cumpleaños del señor Gómez-Arjona y lo celebra aquí, en la casa, con su familia. Así que un par de manos más nos vendrán muy bien. Creo que ya tienes listo tu uniforme.

Las mujeres siguieron avanzando por el suelo ajedrezado de mármol. Las suelas de goma de sus zapatos baratos daban ligeros chillidos, escandalizados por pisar aquella suntuosa superficie. A Melinda, el inmenso piso, a pesar de su ostentosa exhibición de opulencia, le daba frío. Parecía más el expositor de una tienda de lujo que un hogar.

—Este será tu cuarto —dijo la mujer, abriendo la puerta de una habitación con vistas a un patio interior. La decoración la componían una cama estrecha, un armario de un cuerpo y una mesa con aspecto de pupitre. Ninguno de ellos combinaba entre sí, como si hubieran tenido otro uso en la vivienda y hubiesen acabado allí, en un paso previo a la definitiva jubilación. Aun así, las ilusiones de Melinda fruto del sueño de una vida nueva iluminaron aquellas cuatro paredes hasta convertirlas en una promesa de independencia, de autosuficiencia, de felicidad.

—Bienvenida —continuó la mujer mayor—. Cuando estés instalada me ayudarás a montar la mesa del salón principal. No tenemos mucho tiempo, pronto llegarán los invitados y todo debe estar listo para entonces.

Melinda posó su mano sobre el codo de la mujer antes de entrar en la que sería su habitación.

—Muchas gracias por ayudarme. Es la primera vez que trabajo para una familia tan tan... importante. Gente bien, ya me entiende, y me gustaría no cometer ningún fallo. ¿Me daría algún consejo? Usted debe de saber lo que les gusta y lo que no.

La mujer mayor suspiró pesadamente antes de responder.

—Hablar poco, trabajar duro y decir a todo que sí. Llevo más de cuarenta años en esta casa, y si algo he aprendido es que para ellos solo eres un electrodoméstico. Nada más. Y a una lavadora no se le piden las cosas por favor. No lo olvides nunca.

—Los cubiertos tienen su propio lenguaje y es indispensable que lo domines.

Melinda escuchaba a la mujer mayor mientras abrillantaba y colocaba cucharas, tenedores y cuchillos de plata por tamaños s

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