Un ballet de leprosos. Una novela y relatos inéditos

Leonard Cohen

Fragmento

cap-1

I

¿Acaso me contradigo?

WALT WHITMAN

 

Mi abuelo se vino a vivir conmigo. No tenía adónde ir. ¿Qué había sido de todos sus hijos? Muerte, decadencia, exilio… Vete tú a saber. Mis propios padres murieron de pena. Pero no debo ponerme demasiado triste al principio, o dejarán ustedes de leer y eso, supongo, es lo que más temo. ¿Quién empezaría un relato si supiese que iba a acabar cargando un carro o una cruz? La casera encontró una cama supletoria en alguna parte y la puso en mi cuarto. Subió el alquiler de nueve a once dólares. Al fin y al cabo, dijo, habrá una persona más usando el baño. Tenía razón. El pobre hombre tenía mal la vejiga y también necesitaba escupir con frecuencia. Me sorprendió lo bien que hablaba inglés. No recuerdo que mis padres lo hablasen tan bien. Cuando llegaron, se prometieron no volver a pronunciar ni una palabra más en su lengua materna. «Empezamos de nuevo, en todo», decía mi padre a menudo. Recuerdo su manera de hablar, lenta y esforzada, cuando intentaban contarse cualquier minucia el uno al otro. No creo que rompieran su promesa, ni siquiera en la intimidad de la cama. Según me voy haciendo mayor, me doy cuenta de lo gigantesco que era su aislamiento. Se negaron incluso a crear un vocabulario propio de expresiones faciales. Cada vez que mi madre intentaba usar sus preciosos ojos y las manos para describir algo, mi padre repetía: «No, no, empieza otra vez, en inglés». Ni sutilezas, ni intimidad, ni secretos: estoy seguro de que murieron de soledad. Nunca oí hablar mucho de mi abuelo. De hecho, pensaba que había muerto. Creo que mis padres le enviaban algo de dinero al mes, pero no estoy seguro. En nuestra casa nada estaba muy claro y, además, a ellos no les gustaba involucrarme en nada que tuviese que ver con el pasado.

A finales de la semana anterior, recibí una llamada telefónica. La puerta de mi cuarto estaba cerrada, claro, y yo estaba en la única silla de la habitación contemplando Stanley Street. La noche, cada vez más oscura, empezaba a ocultar la fealdad de la calle. Incluso el torrente de automóviles enormes y absurdos se estaba difuminando en un movimiento bello y no podía distinguir las caras de los conductores al pasar. Al fondo del pasillo, sonó el teléfono. Me concentré en una pareja que había justo debajo de mi ventana. Estaba cerrada, o más bien atascada, por lo que no podía abrirla y oír lo que se decían. Era evidente que discutían. Ella se había apoyado en uno de los coches aparcados, con las manos en las caderas, inamovible. Él se plantó delante, un poco inclinado, subía y bajaba las manos abiertas con tanta frecuencia que parecía estar haciendo malabares con unas naranjas invisibles. Su movimiento empezaba a irritarme y justo en ese momento, cuando reparé en mi irritación, la joven le cogió las dos manos y se las bajó. Supongo que le gritó, como me habría gustado hacer a mí: «¡Deja de mover las puñeteras manos delante de mi cara!». Estaba abstraído en esta deliciosa observación cuando oí pasos en el pasillo y reconocí el grueso puño de mi casera llamando a la puerta. Me puse furioso. Vivir en una pensión de Stanley Street no es algo que conlleve muchos privilegios, pero siempre he intentado preservar mi intimidad allí donde voy. Lo único que pido es que me dejen en paz cuando necesito estar solo. No, por favor, no se vayan, no me refiero a ustedes. Le había dejado claro a la casera que no quería que me molestasen por las tardes. En primer lugar, porque, como acabo de decir, necesito intimidad, y, en segundo, porque siempre me ha aterrorizado que me interrumpan cuando estoy haciendo el amor con Marylin. Su llamada me puso furioso porque me había sacado de aquel drama callejero y porque había invadido mi espacio.

Aunque pueda dar estas razones, y espero no aburrirles demasiado, nunca he entendido del todo mi rabia. De hecho, a veces me asusta. Es más odio que rabia. En ocasiones como la que les cuento, me abruma, me domina, me saca de mis casillas, o tal vez sea más bien lo contrario porque, como he dicho, en esos momentos es como si me arrancaran la carne y los órganos y dejaran al descubierto mi verdadero corazón de odio y violencia. En fin, ya sé que esto tal vez no sea muy interesante, pero debo contarlo todo de mí. Quiero decir que ¿para qué estamos aquí si no? Cuando llamó, y me consumió ese odio repentino, quise gritarle, cualquier cosa, un reproche, una obscenidad, lo que fuera con tal de expresar el poder de mis sentimientos, pero tensé el cuerpo, cerré los ojos y le pregunté con voz ronca qué quería.

—Teléfono, siento molestarle, larga distancia, Nueva York, Estados Unidos —explicó—. He supuesto que querría usted hablar.

Sentí un alivio inmediato. A pesar de lo deprisa que me había consumido el odio, su explicación lo disipó. Por un instante, me regodeé en esa sensación de alivio. Observé cómo se relajaba mi cuerpo, mis ojos volvieron a abrirse y se concentraron en la pareja que discutía. Seguían en la misma postura, pero él tenía las manos en los bolsillos. Mi corazón pasó de timbal a tamtam. Una vez más, la casera me recordó lo de la llamada. Le di las gracias y me recosté en el asiento. Hace mucho que sé que estamos ciegos en mitad de un acto. La sabiduría radica en la anticipación. Especulé sobre quién podría ser y sobre cuál podía ser la naturaleza de la llamada. Me imaginé levantando el auricular, noté la forma de baquelita negra en la mano, imaginé el olor de la casera en él. Oí la voz lejana, la digerí. Una vez agotadas las imágenes en mi cabeza, me puse en pie y fui hacia la puerta. Ya me había cansado. Era como si ya hubiese ocurrido. Ahora solo faltaba un tiempo simbólico que tenía que pasar con el instrumento negro para comprobar mi deliciosa especulación. No me apetecía apretar el duro círculo contra el oído. Oiría una sola voz y antes había oído y diseccionado un coro. Recibiría solo un mensaje y antes había recibido noticias, veredictos, leyes, prohibiciones y secretos. Dije mi nombre en el auricular perforado.

—¡Ah! —exclamó una voz, con un marcado acento extranjero—, qué alegría haberle encontrado por fin.

—¿Encontrado?

—Sí, sabíamos que tenía un nieto, un nieto en Montreal. ¿Su padre se llamaba Frederik?

—Sí, así se llamaba.

—No puede quedarse más tiempo con nosotros. De verdad. Si tuviésemos el dinero…, pero no lo tenemos y además ni siquiera somos familia. Cuando su padre enviaba el dinero, era distinto. Le tenemos afecto, se lo aseguro, es un anciano muy agradable. Pero ahora es demasiado trabajo para mi mujer, ya no puede cuidar de él.

—Un momento. ¿Me está diciendo que mi abuelo está viviendo con ustedes?

—Sí, sí, ya se lo he dicho. Incluso cuando dejaron de pagar, le dejamos quedarse. Le tenemos afecto, pero es demasiado trabajo. Está enfermo, necesita cuidados.

—Sí, sí, claro. ¿Cómo han sabido de mí?

—El viejo nos dijo que tenía familia en Montreal. Recordó su nombre, lo había escrito en algún sitio, estaba en una carta que debió de enviar su padre, vimos su no

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