Narrativa

José Félix Fuenmayor

Fragmento

Narrativa

José Félix Fuenmayor, el escritor más joven de Colombia
PEDRO BADRÁN

Solo en una ciudad como la Barranquilla de los años veinte del siglo pasado podía aparecer un personaje tan singular como José Félix Fuenmayor. Las diversas imágenes que de este escritor nos ofrecen los archivos fotográficos lo muestran como un hombre atildado, ligeramente anacrónico, todavía con rasgos y vestuarios decimonónicos. Por allí están sus retratos: los ojos vivaces, ligeramente despoblado el cráneo, una mirada cálida de pariente lejano. Se diría un costeño calmado, tal vez melancólico, con esa sonrisa que apenas se insinúa; un hombre que en sus últimos días se resigna a una condecoración municipal, otorgada por sus méritos culturales, y asiste a dicha ceremonia con unas gafas oscuras de músico probablemente invidente.

Uno de sus contemporáneos, en clave humorística, intentó compilar algunas de sus virtudes: «Ni el alcohol, ni la morfina, ni el descuido de la higiene personal y roperil ni otras inmoralidades que constituyen la industria de la bohemia oficial, tienen fecundación en su sistema nervioso». Y Álvaro Cepeda Samudio, que lo conocía muy bien, en una de sus columnas periodísticas nos dejó este maravilloso retrato: «Al principio fastidiaba un poco el salir a las cuatro y media del Colegio Americano, bajar hasta la calle San Blas, tirar los textos de literatura en una mesa del Café Colombia, ver llegar a don José Félix con su papelera negra y su sombrero blando y descubrir, otra vez asombrado, otra vez desconcertado, que el viejo sabía más que yo, que era más liberal que yo, que sus ideas iban mucho más lejos que las mías y, sobre todo, que resultaba siempre más joven que yo».

De outsider o precursor lo calificó Ángel Rama y lo situó al lado de esos «raros» que hubieran llamado la atención de Rubén Darío: Roberto Arlt, Julio Torri, Pablo Palacio, Felisberto Hernández, entre otros escritores que todavía no terminan de ser leídos y redescubiertos.

Ignorada por la crítica y por algunos manuales oficiales de literatura, la obra del viejo Fuenmayor empezó a ser apenas entrevista luego de la aparición póstuma de sus cuentos. El reconocimiento, sin embargo, ya se lo habían prodigado los escritores del llamado Grupo de Barranquilla y algunos críticos que lo calificaron como el gran renovador del cuento colombiano. Fuenmayor, menos publicitado que el sabio catalán, es un escritor de quilates, un precursor de la novela latinoamericana, uno de los padres de la ciencia ficción colombiana y el gran renovador del cuento nacional.

En 1970, quizás un poco tarde, Ernesto Volkening escribió:

«Todos salimos del gabán de Gogol, dijo Dostoievski al pronunciar su oración fúnebre en honor al autor de Las almas muertas y no se concibe un homenaje póstumo más caballeresco que el reconocimiento de una influencia, un lazo de vasallaje, una gratitud contraída. De igual manera, no pocos de los prosistas colombianos de la costa, Gabriel García Márquez y Álvaro Cepeda Samudio entre ellos, podrían decir sin ninguna mengua de su propio mérito (y que yo sepa lo han dicho más de una vez) cuánto le deben a José Félix Fuenmayor, el gran viejo barranquillero, autor de los magistrales cuentos reunidos bajo el título La muerte en la calle (1967)».

Pero más allá de esos cuentos que marcan la modernidad literaria en Colombia, la obra de Fuenmayor ya se había desplegado con la publicación de textos vanguardistas como la novela Cosme (1927) y el relato Una triste aventura de catorce sabios (1928), este último calificado como pionero de la ciencia ficción latinoamericana.

Casi cien años después hay que sopesar la apuesta de Fuenmayor y situarla en su contexto y en su verdadera dimensión anticipatoria.

En los años veinte del siglo pasado, la novela latinoamericana parecía haber encontrado sus temas y sus medios de expresión. El escritor ya podía nombrar sin ningún complejo las duras geografías del ser latinoamericano. Más que paisajes románticos, la selva, la pampa y el llano encarnaban realidades a las que el hombre debía enfrentarse en titánicos combates de los que casi siempre salía derrotado. Baste recordar que en esta década se publican novelas tan esenciales y criollas como La vorágine (1924) de José Eustasio Rivera; Don Segundo Sombra (1926) de Ricardo Guiraldes y Doña Bárbara (1929) de Rómulo Gallegos, celebradas por la crítica y el incipiente público lector. De alguna manera, el continente empezó a perfilarse a través de tales documentos y los latinoamericanos pudieron reconocerse en esa galería de símbolos.

No obstante, de manera más secreta, por esa misma época se publican obras de marcado carácter disruptivo, sintonizadas con otras dimensiones de la expresión. En el tiempo de entreguerras y de la irrupción de sucesivas vanguardias europeas, con el fantasma del comunismo al fondo, un grupo de escritores palpó nuevas sensibilidades que permitieron el abordaje de otras parcelas de la realidad, no menos enigmáticas que las trabajadas por sus coetáneos telúricos. En la lista de «rarezas» que los críticos han inventariado se incluyen los siguientes textos: Un hombre muerto a puntapiés (1927) y Débora (1929) del ecuatoriano Pablo Palacio; El juguete rabioso (1926) del argentino Roberto Arlt; La tienda de muñecos del venezolano Julio Garmendia; Novela como nube del mexicano Gilberto Owen (1928) y, por supuesto, la novela Cosme (1927) y el relato pionero de la ciencia ficción latinoamericana Una triste aventura de catorce sabios (1928) de nuestro José Félix Fuenmayor. En Colombia habría que agregar el poemario Suenan timbres (1926) de Luis Vidales y las estupendas Crónicas (1924) de Luis Tejada.

¿Qué estaba pasando, se pregunta Ángel Rama, en la cultura latinoamericana que exigiera ese drástico relevo? «Es como preguntar: ¿qué se había producido en el seno de las sociedades del continente que demandara tales modificaciones? Se puede contestar en una sola palabra: la modernidad».

Por entonces, con luces y sombras en su desarrollo, Barranquilla emergía como la ciudad moderna de Colombia. En el villorrio del siglo XIX la actividad comercial era notoria, dada su envidiable condición de puerto marítimo y fluvial. Sin embargo, en términos administrativos, la ciudad dependía de la provincia de Bolívar y muchos empresarios luchaban por crear su propio departamento. En 1905, el general Rafael Reyes los complació e hizo nacer el departamento de Barranquilla que fue suprimido en 1909, luego de la caída del dictador. Un año después, el presidente Carlos E. Restrepo creó el departamento del Atlántico, separándolo ya de Bolívar.

El paso del cometa Halley, en 1910, llenó de nerviosismo a los barranquilleros, tal como lo comenta el mismo Fuenmayor en una de sus incursiones periodísticas. Pero en realidad, el fenómeno celeste no anunciaba desastres. Por el contrario, la actividad comercial y urbanística se incrementó notoria

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