Tiempos críticos

George Orwell

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Orwell como crítico

Recordado sobre todo como novelista, George Orwell cultivó con especial asiduidad el arte del ensayo. Su primer libro fue una crónica autobiográfica de largo aliento, y hasta el final de su vida siguió preparando artículos y reseñas. Dueño de un estilo claro y directo, era un observador nato, capaz de traducir casi cualquier realidad compleja a argumentos inteligibles. Redactó numerosos textos por encargo, según imperativos circunstanciales y a veces apremiado por los plazos, y quizá por ello no se vanagloriaba del resultado. «En una época de paz, podría haberme dedicado a escribir libros recargados o meramente descriptivos», anotó. «Pero tal como están las cosas, me he visto obligado a convertirme en una especie de panfletista». A estas alturas, el supuesto panfletista se ha convertido en otra cosa, por cuanto sigue deparando lecturas insoslayables más de setenta años después de su muerte.

Articulista todoterreno, Orwell fue también un literato interesado en las condiciones de su oficio, siempre atento a la relación entre arte y sociedad y muy comprometido con el ejercicio de la opinión como parte necesaria del ecosistema intelectual. En esa veta, firmó una obra crítica de primer nivel compuesta por reseñas, polémicas, perfiles y hasta piezas memorísticas sobre asuntos poco tratados en el periodismo cultural de entonces, como la precariedad en que vivían los escritores o las desventuras de los libreros de lance. El presente volumen recoge lo mejor de esos textos, redactados en la larga década que va de 1936 a 1947, mientras aparecía también el grueso de sus celebrados comentarios de actualidad. Las críticas sobre arte y literatura, pues, pueden leerse como un complemento de los escritos centrados en la política compilados en nuestra antología anterior, Opresión y resistencia, con los que guardan un evidente parentesco de estilo y cosmovisión. En un sentido importante, no podía ser de otra manera.

Orwell tenía claro que la separación entre arte y política era en gran medida ficticia o, como mucho, cuestión de énfasis. «No hay un solo libro que sea ajeno al sesgo político», apuntó, y tampoco se le escapó que pretender lo contrario, como algunos belletristas de la generación anterior a la suya, era «en sí misma una actitud política». Su impulso natural era vincular las dos esferas, y la lucidez con que abordaba sus temas bastaba para establecer el nexo. El texto de 1936 con el que se abre esta antología, «En defensa de la novela», es un buen ejemplo. Orwell no pone a desfilar ante los lectores tópicos fáciles sobre la libertad creativa del género o su infinita maleabilidad formal, sino que enfoca la mirada en la circulación de la literatura. Al cabo, la defensa comporta un ataque contra los discursos publicitarios que anuncian cada novedad en términos de «obra maestra inolvidable», así como contra el reseñismo que trata de genialidad cualquier título solo aceptable. De ello se desprende una apreciación artística y sociológica: para que la novela conserve su relevancia entre el público, se necesitan críticos independientes que contribuyan a definir una jerarquía del talento, no recomendadores al servicio de intereses monetarios.

El típico ensayo literario de Orwell procede de un modo similar al anterior: plantea un asunto en apariencia consabido, busca sus implicaciones en ámbitos distantes del punto de partida y acaba llevando a los lectores a una consecuencia insospechada. A veces, el efecto se consigue en solo un par de oraciones. A muchos críticos, por ejemplo, se les ocurría decir que Kipling era «un patriotero imperialista», «moralmente insensible y estéticamente repugnante», como hace Orwell al comenzar su valoración del escritor; pero pocos añadirían a renglón seguido que más vale «empezar por reconocerlo, y ver después, si acaso, por qué sobrevive su obra mientras que las personas más refinadas, que se han burlado de él y lo han despreciado, aguantan tan mal el paso del tiempo». De la condena política se pasa así a una pregunta por el valor simbólico de una obra incómoda. Bajo esa óptica, Kipling cifra un problema que pertenece a toda una cultura, y su permanencia en el imaginario británico exige un estudio que vaya más allá de la imagen arraigada en las mentes de sus detractores o defensores.

Que Orwell comentase con ecuanimidad a un escritor tan alejado de sus simpatías políticas puede llamar la atención, pero demuestra su honestidad intelectual. Como buen crítico, entendía que la relación entre ideología y expresión literaria era compleja, y sabía que no podía descalificarse a un creador solo sobre la base de sus ideas. Así, cuando le toca el turno al maduro T. S. Eliot en un ensayo de 1942, no le echa en cara su afianzado posicionamiento clasicista, anglicano y monárquico, sino el hecho de que eso no se traduzca en versos memorables como los que había escrito en otra época. «Ni el feudalismo ni el fascismo son necesariamente letales para los poetas», escribe Orwell, con notable sangre fría. «Lo que es verdaderamente letal […] es el conservadurismo tibio de los tiempos que corren». Dicho de otro modo, el problema con la poesía tardía de Eliot es su decaimiento retórico, que no por casualidad coincide con una flojedad política inexcusable por entonces. Se sigue que el credo de un escritor puede y quizá debe someterse a examen cuando repercute en la obra misma. Unos meses después, Orwell lo deja claro en una reseña sobre la filosofía de William Butler Yeats, cuyas tendencias fascistas no duda en vincular con la «escritura caprichosa y retorcida» del poeta.

Muchos ensayos de Orwell acerca de escritores —y hay que señalar, por el lado negativo, que rara vez se ocupaba de escritoras, o aludía a ellas con frecuencia— se han convertido en textos de referencia por derecho propio, con interpretaciones pioneras en el ámbito literario y el sociológico. Por seguir con los ejemplos, su examen de la obra de Henry Miller, «En el vientre de la ballena», arroja luz sobre el modo en que la literatura de los años veinte y treinta reaccionó a una época convulsa, y su casi omnisciente estudio de Dickens, un escritor por el que sentía una admiración evidente, impugna lugares comunes sobre la supuesta veta contestataria de las novelas. Orwell nota que «Dickens parece haber conseguido atacar a todo el mundo sin enemistarse con nadie». Y remata: «Eso hace que uno se pregunte si no habría algo irreal en su ataque contra la sociedad». Por esa vía, el crítico acaba desvelando justo lo contrario de lo que suele reconocérsele al novelista: una actitud complaciente, sin duda de signo político opuesto a la de Eliot, pero igual de tibia y falta de trascendencia. Nadie vuelve a leer a Dickens como antes tras sopesar los argumentos de Orwell, y un efecto similar tienen sus consideraciones sobre George Gissing, P. G. Wodehouse, Yevgueni Zamiatin o Salvador Dalí.

Lo dicho bastaría para que nuestro autor mereciera figurar entre los críticos más destacados de la primera mitad del siglo XX. Pero su singularidad aflora también en

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