Solo un poco aquí

María Ospina Pizano

Fragmento

Solo un poco aquí

 

KATI

Kati inclina el cuello, alza las orejas y afina el oído, como siempre hace para descifrar los enigmas.

—¡Eche pa la casa, mi chanda hermosa! —le ordena él con ese amor recio con el que suele hablarle, mientras dos hombres uniformados lo alzan de los brazos y él patalea en el aire.

Ella dobla el pescuezo hacia el otro lado y vuelve a ladrar. Debe de saber que ya está en la casa, aunque tan solo hace unos días hayan llegado a vivir a aquel parque. Quizás se pregunte si él le está hablando del callejón de antes, en el que vivieron hasta hace poco, de donde los sacaron con muchos otros una madrugada reciente a punta de chorros de agua y gases lacrimógenos.

Parecen enfurecerla aún más los gritos que él lanza cuando los tipos lo arrastran hacia la camioneta. Entonces se une al alboroto con aullidos más roncos que le llenan de espuma la boca. Intenta lanzársele a uno de ellos, pero se refrena para esquivar la patada que recibe.

—Cuídese, mi Katica, y espéreme en la casa, que yo ya vuelvo —le ruega el cautivo mientras lo suben al baúl de la camioneta que chisporrotea luces azules sobre la calle—. Le prometo que ya casito, mi niña. Cuente con eso. ¡A la casa!

A lo mejor Kati deja de escucharlo cuando los hombres cierran la puerta. Corre hacia la máquina que arranca y lo destierra. La persigue por dos cuadras al galope, como queriendo hacerla frenar con su coraje, como si no tuviera duda de que sus ladridos pueden desguazarla. Parece no saber qué hacer con su furor cuando ve que ha perdido la carrera. Esquiva una motocicleta que por poco la arrolla en medio de la calle. Ladra más desde la acera solitaria. Tal vez sea rabia lo que dispara por los pelos erizados del lomo. Quizás en las muelas se le condensen las ansias de morder a alguien. Gruñe sin escucha. No queda nadie que la advierta a esa hora de la noche en que las calles del centro están casi desiertas.

Dejando escapar de vez en cuando alguno de los ladridos iracundos que aún le bullen por dentro, parece recordar la orden y la promesa que él le hizo, y regresa. A la casa de ahora, al pie del guayacán joven del parque, donde en la madrugada él aparca la carreta y tiende los plásticos y arma el cambuche de cartones, donde suelen enroscarse ambos entre las cobijas a batallar contra la fatiga y el helaje.

Encoje las patas y se enrolla en las mantas como buscando aferrarse al calor que él alcanzó a dejar untado allí antes de que se lo llevaran. Esta vez no duerme, aunque quizás esté cansada después del merodeo nocturno de siempre. Jadea, pero tal vez no de calor. Vigila la esquina por la que él se fue, como si no quisiera perderse el momento en que regrese. Algunos hombres vuelven de trabajar con sus carretas y las plantan cerca. Gente que también tuvo que salir corriendo la madrugada en que entraron los tanques y las mangueras del desalojo a destruir su refugio. Parece reconocerlos. También a la señora que llega a esas horas a instalar el carrito de arepas frente al motel que siempre está abierto. Tal vez desde allí Kati huela, y le guste, el aroma a mantequilla quemada y queso. Entre el polvero los buses anuncian la llegada de la madrugada con su ronquera de máquinas menguadas. Brota un olor a lluvia ligera, a nubes diáfanas que rozan el suelo, y ella se resguarda un poco más debajo de la carreta sin perder de vista la esquina por donde él desapareció con su promesa.

Desde pequeña sabe defender la casa de los ladrones. Sabe cuidar los cartones y las latas, las mantas, el radio, las bolsas de pan, las botellas de agua, la caja en que él guarda los sobrados para ella, las botas de caucho y el impermeable para los aguaceros, las herramientas y la cuerda, los costales con reciclaje y las lonas plásticas que hace poco les regalaron en una obra. Sabe erizar los pelos, encoger los labios bigotudos, destapar los colmillos y ladrar para amedrentar a quien sea. Pero esta vez no tiene que morder a nadie. Los dos tipos que rondan la carreta se alejan al notar su vigilia atenta. Después llega a saludarla el perro blanco que cojea. El amigo de tanto tiempo, el vecino que ahora también se ha mudado al parque como ella. Se huelen los pliegues con entusiasmo y se restriegan los pelos, como queriendo contar con piel y fibras las hazañas de una noche de peregrinar por el cemento. Parece que la consuela un poco verlo. Es posible que él alcance a percibir la sustancia y vibración que cimentan la zozobra de ella.

A media mañana, con el hocico urgido, Kati rasga la bolsa en la que el hombre guarda la comida que recoge para ella en restaurantes y tiendas. Se traga con velocidad el mazacote que encuentra. Como ya no hay agua en su vasija sale a buscarla en los charcos aledaños. Bebe de un pozo que se forma en el tobogán del parque infantil y regresa al trote a la carreta para no apartarse por mucho tiempo de ella. En las calles las tiendas ya están abiertas. El rumor de los carros se confunde con el pregón de los parlantes de los vendedores ambulantes que se instalan en los andenes del parque a rogar que alguien les compre aguacates, chontaduros, candados, cargadores de teléfono y pantuflas en descuento.

Al atardecer, cuando deja de pasar por ahí tanta gente y la montaña se ennegrece, los hombres del parque comienzan a partir con sus carretas. Kati se encarama en la suya, que a esa hora debería estar jalando él, a hurgar entre las bolsas en las que encuentra unos panes tajados que quizás reconozca que no son para ella. Tal vez le extrañe la quietud de ese final del día, que antes solía anunciar el inicio de sus andanzas. De vuelta en la cobija se adormila, entreabriendo los ojos cada vez que alguna disonancia interrumpe el rumor mecánico de metales y pitos y la música que aún irradia de algunas puertas. De vez en cuando arrastra los ojos hasta la esquina donde él desapareció, quizás con la ilusión de que esté por llegar. Pero en toda la noche solo detecta allí un perro que busca entre la basura regada en la acera, a cuatro hombres que regresan a estacionar sus carretas llenas y a unas cuantas personas que entran y salen del motel. A lo mejor extrañe el trajín de calle que suelen amortiguar sus patas o la alegría de husmear las basuritas que ofrece en cada borde la ciudad al anochecer. O de pronto sea algo muy distinto lo que le hace falta.

Cuando ya la mañana se decanta, Kati se sacude y sale a dar una vuelta, tal vez hambreada, pues ya no encuentra nada que comer en la carreta. Si él la viera sabría que se han mermado su trote resuelto y su audacia, que una reticencia se le ha ido filtrando entre las costillas y comienza a entorpecer su cadencia. Si él la viera notaría su nariz tensa, que con la enfermedad y el infortunio se pone árida y seca.

Kati se gana dos huesos de pollo cuando se asoma a la cafetería frente al parque donde él suele pedir sobrados para ella. En otro momento habría esperado a volver a la carreta para tallarlos con calma, pero esta vez los despedaza en el andén con el afán de las muelas. Luego dobla la esquina en la dirección de siempre, hacia las montañas que interrumpen el enredo de calles y muros por los que ambos trasiegan. Ya no se detiene a rascarse el lomo con placer como suele hacer en alguna esquina cuando callejea con él. Busca las sobras que quedan en los andenes tras el paso del camión de la basura, pero otros ya se le han adelantado a comerlas.

—¡Kati!

Corre animada a donde la mujer que barre la esquina y se agacha a olisquear la bolsa que esta le pone en el suelo. Con entusiasmo voraz se traga los huesos y el arroz que ella le ha traído de su casa. Cuando termina, vuelve a husmear la bolsa como implorando que se llene de nuevo.

—¿Tan hambrienta está hoy que me quitó el saludo? Venga, quihubo, salude a ver, que usted es una perra decente.

La barrendera le rasca el lomo brillante y ella le lame el guante trajinado.

—Usted cómo anda de patialegre y paseadora últimamente, ¿no?

Kati bate la cola y se incrusta entre las piernas de la mujer que la mima.

—Sí, tan guapa que está la perrita, tan linda como siempre. ¿Y esta vez dónde me dejó a su papito? ¡Dígale a Luis que deje de ser tan perezoso, que hace días que no lo veo!

Algo parecen aliviarla esas caricias.

Kati sigue su camino hacia la plaza a donde suele ir con él cada tarde. Sabe quedarse en la esquina del Palacio de Justicia donde él le ha enseñado a sentarse y esperar desde pequeña, mientras él se adentra por las calles que bordean la catedral, con la certeza de que le cumplirá su ya vuelvo. Sabe acomodarse detrás del letrero que él pone en el andén, vigilar el plato donde va cayendo la limosna y aguardar a que él regrese con la carreta llena de latas y cartones a felicitarla por un trabajo bien hecho. Pero esta vez una algarabía interrumpe la combustión de siempre. Una muralla de gente que salta, chifla y grita frena su paso habitual hasta el otro lado de la plaza.

—¡Soy estudiante, sooooy! ¡Yo quiero estudiar! ¡Plata para clases y no para guerrear!

Quizás entre las almohadas de las patas Kati perciba la vibración de los tambores que retumban con fuerza. Parece confundida con los silbidos y pitazos que emanan de cientos de bocas. Tal vez por un momento se ilusione con que él esté allí también haciendo alboroto, pero es posible que ignore dónde empezar a buscarlo. Entonces se cuela por entre las piernas de la multitud intentando esquivar las pisadas y los saltos, rastreando con urgencia una salida de ese bosque de extremidades ardientes. Su hocico trabaja incansable, oliendo cada pierna con la que se cruza, acaso con la esperanza de reconocerlo a él en alguno de los cuerpos insurrectos que hacen temblar la plaza.

—¡La educación es un derecho, no una mercancía! ¡No somos terroristas, señores policías!

En la estatua cagada de Bolívar no están las palomas que tanto le gusta azuzar sino varios cuerpos que se han trepado allí a ondular banderas. Sorteando pisotones y empujones Kati logra cruzar hasta salir a un claro en la esquina de la catedral. Se topa con una fila de policías antimotines hinchados entre el plástico y el metal oscuro que los forra. Quién sabe si a Kati le sorprenda que en vez de rostros haya unos cascos enormes reflejando la muchedumbre alborotada y los nubarrones. Quizás perciba la arrogancia que emana por los resquicios de sus uniformes. A lo mejor recuerda que fueron hombres así quienes los echaron de la calle de toda la vida. Parece maldecirlos con cada ladrido. Hasta que una patada por detrás la empuja lejos. Nadie oye su chillido breve. Nadie nota que corre amedrentada por la carrera Séptima, en contra de la multitud, esquivando a la gente que se ha lanzado con otras furias a llenar la plaza, a pesar de los gases lacrimógenos.

Se roza contra los muros, como suplicando guarida, hasta que logra escapar por la primera calle donde él siempre recoge costalados de cartón y papel que echa en la carreta. La calle que suelen tomar para regresar a la casa —a la antigua, a la nueva, a cualquiera de las dos, pues ambas quedan cerca—. Se sacude varias veces, como queriendo quitarse la grasa humana que le quedó untada en el abrigo. Retorna a su andar decidido y ligero, como si no tuviera tiempo para encogerse con el golpe del policía. Endereza la cola. Cuando para frente al edificio que está ocupado por las familias emberá desde hace meses no encuentra los sobrados que siempre le dejan allí alrededor del caucho que rompe el cemento.

Con maña esquiva los buses y carros atascados en la primera avenida que delimita el parque. Es posible que alcance a detectar su carreta vacía. Pero esta vez sigue de largo y cruza la siguiente calle, quizás porque intuya que él la espera en la morada de antes, donde vivieron desde siempre hasta el día del destierro. Debe de extrañarle la nueva soledad de la cuadra cuando se acerca a los callejones que rodean su antigua casa. Tal vez la sorprenda el olor a polvo rancio que ahora brota allí con más fuerza. Se detiene y orina al lado de una enorme valla que reza:

AQUÍ SE CONSTRUYE
EL NUEVO DISTRITO CREATIVO DE LAS ARTES
¡BOGOTÁ MEJOR PARA TI!

Trota por debajo de las cintas amarillas que prohíben el paso a los transeúntes y se escabulle por un hueco pequeño que encuentra en el muro de lonas azules que ahora oculta el callejón donde creció. Afila la mirada y rastrea con el hocico los montones de tierra ocre y el polvero de máquinas que rasguñan los pocos edificios destartalados que quedan. Busca dónde resguardarse de las dragas y las grúas que empujan con diligencia la materia, raspan muros y ventanas que nadie reclama y demuelen con entusiasmo los techos. Cruza al trote ese campo condenado a ser vacío hacia unos escombros que se apilan en la que antes fue su casa. Para dos veces a lamerse una almohadilla herida por un pedazo de lata. Se trepa con dificultad por las ruinas hasta acostarse sobre unas tablas desde las que se contempla el despojo extenso. Si él la viera entendería que en su parpadeo desafiante también parece alojarse el desconsuelo.

Es demasiado tarde cuando gira la cabeza, afanada, para descubrir quién la acecha por detrás. Dos hombres enmascarados le enredan en el cuello una cuerda. Gruñe y se corcovea para intentar atajar el tirón, pero ellos ganan el duelo.

—Es una hembra. Tranquila, tranquila la perra, que nadie le va a hacer daño.

Afanada, se dobla a buscarse la nuca para intentar deshacer el lazo que la atrapa. Los colchones de sus pies se raspan contra las esquirlas de vidrio y madera cuando ella resiste el jalonazo que la tira hacia un camión. A pesar de que la cuerda le aprieta el cuello y la hace toser, alcanza a escupir un par de gruñidos furibundos que deben de revelar la cólera que lleva fermentando por días. Quién sabe si la suya sea la última rabia que retumbe en ese desecho. (Tiempo después y muy lejos de allí expulsará otras furias y buscará otras guaridas, pero aún lo ignora). En el camión, tres gatos enjaulados se unen con maullidos cuando los hombres eluden los mordiscos de Kati, la amordazan con un bozal, la suben al remolque a pesar de sus corcoveos y cierran la puerta.

MONA

—Aquí se me queda, juiciosa, que va a ver que alguien se la lleva.

Mona intenta zafarse de la correa que la ata a la reja cuando ve que la mujer que siempre le ha dado órdenes se monta en el carro y cierra la puerta. La cuerda frena su impulso cuando la perra insiste en salir tras ella. Revienta en ladridos al perder de vista el auto en el tráfico, pero su clamor se diluye en esa tarde de fiesta. Dos mujeres que comen en la terraza del café aledaño se impacientan y se mudan a otra mesa. En el parque florido, al otro lado de la calle, las voces de unos parlantes retumban con fuerza y una multitud se congrega a ver fútbol frente a una pantalla enorme.

De pie, con la correa tensa, Mona a veces gime y otras veces resuella. Parece crispada, como si la atoraran las preguntas. Olisquea cada cuerpo que le pasa al lado en la acera, pendiente de la gente que sale del café, y atiende cada carro que se detiene cerca. Acaso cultiva la ilusión de que regresarán por ella. Cuando arrecian los gritos de la gente que mira el partido en el parque, sus aullidos parecen revelar que se le desmoronan las últimas certezas.

Cuando la gente comienza a irse y el frío resbala montaña abajo, Mona por fin se acuesta. Quién sabe si su jadeo acelerado revela que se le está agotando la paciencia, aunque ella esté acostumbrada a esperar desde que nació, como buena perra de apartamento. Vigila el lento oscurecer de las cosas. Detecta el momento en que las luces de los cafés y restaurantes se apagan y la terraza a su lado se desocupa. Observa a unos hombres desmontar y llevarse la pantalla del parque. No parece importarle el rumor de los carros que ha ido aligerándose un poco. A veces entona un chillido delgado, inquisitivo quizás, y es como si ya no estuviera segura de que alguien pudiera oírlo, como si comenzara a resignarse a cierta ausencia.

La última persona que sale del café se le acerca.

—¿Y usted qué hace aquí a estas horas? ¿A dónde se fue su dueño?

Mona se para veloz y ausculta con desconfianza a la mujer que cierra con llave la puerta del café y revisa la calle en busca de alguien que no encuentra. La perra huele con timidez la mano que esta le acerca al hocico para tantear su mansedumbre y retrocede.

—¿Y eso quién la dejó aquí? ¿Lleva mucho tiempo?

Mona mira a la mujer alejarse y luego detenerse por un momento.

—Tranquila, que ahora seguro vienen por usted.

La ve caminar calle abajo, darse la vuelta dos veces más y desaparecer en la esquina. Entonces vuelve a acostarse junto al muro. Recoge su cuerpo y dobla las patas delanteras hacia adentro para enfrentar la frigidez de la noche que comienza a lamerle el abrigo con empeño.

Desde su estación de espera, alcanza a detectar entre los árboles a dos recicladoras que hurgan las bolsas de basura y recogen las latas que la gente dejó tiradas en el parque. Nota a tres hombres entrar a los edificios aledaños a cumplir sus turnos de vigilancia y a los que ya terminaron el trabajo y se alejan. De vez en cuando cierra los ojos, pero quién sabe si descansa. Parece que la preocupación le interrumpe las siestas. Quizás nunca haya escuchado la bulla de los gorriones y las mirlas como en esa madrugada, pues desde que nació está acostumbrada a amanecer en el encierro acolchonado de una casa con tapetes y puerta. Cuando empieza a clarear se pone a mordisquear la correa que la ata a la reja con la misma entrega que mostraba cuando era cachorra y quería rebelarse de la atadura. Mastica por largo rato con sus colmillos robustos la cuerda de plástico hasta que logra romperla.

En libertad sacude el lomo, zarandea el rocío de su pelambre y cruza la calle para adentrarse en el parque, que a esas horas aún no atraviesa nadie. Orina en los surcos de agapantos en flor. Busca agua en los vasos que la gente dejó en el prado. Lame las migajas de un paquete de comida que encuentra debajo de los columpios. Camina por entre los árboles olisqueando rastros, pero esta vez no carga sobre el lomo la emoción curiosa de antaño, el deseo implacable de quedarse por horas descifrando los anales de la tierra. Esta vez no la embiste la exaltación que le daba cuando la sacaban a pasear por el parque de su barrio, aunque es la primera vez que está suelta en un prado. Al poco rato regresa a la reja en que la correa rasgada la espera.

—¿Usted qué hace aquí callejeando todavía?

La mujer de la noche anterior vuelve cuando ya se ha asentado la bulla de la mañana y la gente se ha olvidado del sereno del monte. Mona debe de reconocerla porque esta vez se le acerca con la cola menos tiesa, como en señal de acogida.

—Pobrecita. No hay derecho que me le hayan hecho esto.

Mona se deja palmear las costillas y quitar el pedazo de correa que le cuelga, marcando su orfandad. Quién sabe si alcance a tantear el dolor y la culpa que le trenzan el pecho a la mujer desde que tuvo que abandonar a su perro, catorce años atrás, cuando llegaron las amenazas de muerte y ella huyó del pueblo a Bogotá. La ve entrar al local, abrir las ventanas que dan a la calle, barrer y ordenar las mesas de la terraza. Le recibe con avidez dos pandeyucas duros y bebe del platón de agua que ella le lleva afuera.

A veces Mona se sienta. A veces se acuesta. Escudriña a cada persona que la ignora al entrar al café. De vez en cuando interrumpe su pesquisa para estudiar a algún perro satisfecho que pasa con alguien por la acera atado con una correa. Quizás reconozca el peso de su estómago vacío cuando se le cuelan por la nariz los olores de panes y carnes que la gente engulle en las terrazas de los restaurantes. Acaso también se le mezclen entre el hocico con el aroma de jabones y perfumes que irradian algunos transeúntes. Quién sabe si alguno de esos vahos florales le recuerde a los que se untaba cada mañana la mujer que la abandonó. Un par de veces cruza de nuevo la calle taponada de carros para olisquear rastros recientes en el parque. Caga al lado de un caucho recién sembrado. Ignora a los perros ociosos que pasean por allí con sus dueños, que huelen el mundo con el sosiego de la barriga llena y la compañía plena, como antes hacía ella. Esquiva los coqueteos que le hace un niño pequeño que la persigue tras escapar de la banca en que lo quiere sentar su niñera. En otro momento le habría ofrecido su lomo marrón, pero ya no parece estar dispuesta a esas entregas. Se traga con afán los huesos de pollo que han dejado tirados unos obreros de

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