la irrupción
—¡Ha llegado un correo, mi comandante!
—Ya.
Si insisto en que precisamente ese día, 11 de junio, cayeron sobre Mendoza los primeros copos del invierno no es por capricho ni cromatismo narrativo; más adelante, el desarrollo de esta historia de sombras hará evidente la pertinencia del citado trastorno.
—¡Ha llegado un correo, mi comandante!
—Ya.
El soldado hace sonar los tacos de sus botas y se retira, sin mirar atrás. Él se ha quedado pensativo, impávido. Sólo tras un momento acierta a pensar que debería interesarse por el mensaje de la capital, pero su movimiento se congela. Si esa mañana el cadáver no se hubiese cruzado en su camino, todo sería diferente. Todo.
maldito zambo no tenía por qué morirse justo cuando cae la primera nieve, no tenía por qué morirse pobre y solo y dejar su cuerpo su cadáver como herencia maldita como reproche, mudo, con los ojos que nadie va a cerrar y no tenía por qué mirarme así desde tan lejos no, con su cabeza tinta colgando sobre el hombro negrido no tenía, nunca tuvo, si no tenía y nunca tuvo y está muerto ahora por qué mirarme así desde tan lejos, la cabeza retinta colgajeando contra el muro de cal, esta mañana, y en el barro el platillo, con las cuatro miradas como monedas de plata o ni siquiera, de cobre o de verdín, veneno, mancha y la nieve al lado que caía pero el negro más negro, más muerto, más muerto todavía y todavía pidiendo, todavía implorando todavía insultando yo nunca me engañé no me dejé engañar siempre fueron insultos aunque él dijera que era mi fortuna, zambo roñoso, mi fortuna, no tenías por qué morirte así y todavía estar muerto y muerto todavía seguir odiando, muerto todavía, con tus ojos que nadie va a cerrar.
—¡Ha llegado un correo, mi comandante!
—Ya.
El comandante don Faustino Ansay se levanta todos los días a las seis en punto de la mañana, llueva o truene, porque es un hombre metódico. Carmela ya sabe que tomará unos mates por todo desayuno y le tendrá dispuestos los enseres, aunque antes deberá servirle el aguamanil y la toalla de hilo para las abluciones. Sospecha también que su amo no pensará en nada mientras cumpla con el rito del agua, ni tampoco unos minutos más tarde, cuando enfunde su uniforme de entorchados raídos, que ella ha remendado más de una vez a hurtadillas con inesperada sapiencia. Y, sobre todo, que posiblemente no le dirija ni una palabra ni una mirada en todo ese tiempo. Incluso, si eso sucediera, tal ruptura del ritmo la desasosegaría, sin mucho fundamento, sin saber por qué.
bajo un presente infinito hecho de restregar interminablemente las mismas manos, de sumergirlas en aguas siempre limpias e iguales e inasibles que se teñirán rápidamente de un color impuro, de sacudir de ese agua las últimas gotas de las manos sobre la superficie calma del líquido de la jofaina para ver formarse los círculos concéntricos y breves y no pensar, de olvidarlas en la reciedumbre áspera del tejido de hilo de la toalla que ella ha calentado en las mañanas de invierno ante el brasero, un presente lleno de pasar eterna revista descuidada al avance moroso de las canas, de repasarlas con el mismo peine de carey ante el espejo enturbiado por las manchas, de examinar en el azogue una a una las mismas arrugas con ojo compasivo pero experto y darse dos golpecitos apenas cariñosos en la mejilla izquierda con la mano diestra, sonreír tristemente y como sin querer. Un presente colmado también y casi sin resquicios para otros por los estudiados movimientos tendientes a enfundar el otrora anhelado uniforme de sargento mayor graduado de teniente coronel, la camisa de batista blanca casi transparente ya por lo gastada y atar la cinta de seda negra que la cierra al cuello, pasar una tras otra en equilibrio delicado las piernas musculosas todavía por los tubos estrechos de los pantalones azules, con la raya de lienzo rojo a veces renovada en los costados, ajustar la cintura que desborda, cerrar el cinturón de cuero recio, sin pensar, repitiendo invariablemente los mismos pensamientos, la conciencia de la repetición, un día más un día que se escapa, y proceder finalmente a endosar la chaqueta roja de franela pesada todavía aunque raída, alisar maquinalmente las charreteras que cuelgan faltas de algunos bastoncillos dorados sobre los hombros anchos y ver cómo Carmela en un movimiento que en realidad es casi propio, parte también de la ceremonia y producto así del mismo impulso y de la misma mente acerca respetuosamente las botas de cuero negro que relucen invariablemente en la semipenumbra, pulidas por el tesón nocturno de Bartolo. Un presente en el que casi sobran aunque sean fracción constituyente los instantes siguientes, cuando Carmela traiga en la bandeja de alpaca el mate altoperuano de plata repujada y la bombilla y el cuenco con el agua bullente y transcurran en silencio los sorbos en cuyo número se podría sospechar una constancia siempre respetada, porque sí, sin explicación alguna, innecesaria, porque así es el presente que ha abolido los tiempos.
Todo se desarrolla normalmente, y a las seis y veinte de la mañana fría don Faustino mira su reloj de plata en el umbral de su casa, se arreboza el capote, sale a la calle irregularmente blanqueada por la nieve, empieza a caminar hacia el cuartel y piensa que cuando pase al lado del zambo que parece no haberse movido nunca de su rincón bajo la pequeña recova de la plaza posiblemente le tire alguna calderilla, sin saber por qué.
—Ya.

el desengaño
Un hombre puede suponerse una talla de hombre, puede vivir una vida deseando que le llegue el momento de probársela. Un hombre puede, llegado el momento, descubrir que no era quien pensaba.
—Lo que parece asegurado es que Ansay recibe órdenes de Córdoba, de Gutiérrez de la Concha.
—¿Y rechaza las de la Junta?
—Eso dicen...
—¿Pero no irá a llevarle milicianos de acá para pelearlos a los de Buenos Aires?
—Quién sabe...
Como el gobierno revolucionario ordenase se celebrara una junta para escudriñar los sentimientos del pueblo, y nombrar diputado para que marchara a la capital, el 23 de junio a las dos de la tarde nos reunimos en consejo todas las autoridades con el ayuntamiento y los vecinos más pudiente