Larga distancia

Martín Caparrós

Fragmento

Apogeo de un género

APOGEO DE UN GÉNERO

La crónica es, tal vez, el género central de la literatura argentina. La tradición literaria parte de una crónica magistral, el Facundo. Otros libros capitales como Una excursión a los indios ranqueles, de Mansilla; Martín Fierro, de Hernández; En viaje, de Cané; La Australia argentina, de Payró; las Aguafuertes de Arlt; Historia universal de la infamia y Otras inquisiciones, de Borges; los dos volúmenes misceláneos de Cortázar (La vuelta al día… y Último round); y los documentos de Rodolfo Walsh son variaciones de un género que, como el país, es híbrido y fronterizo.

Larga distancia ahonda esa tradición y la renueva. Aunque el eje sobre el que se articulan los dieciocho textos (¿o capítulos de novela, o fragmentos de autobiografía?) son los viajes, en cada movimiento hay núcleos de ficción, estaciones del pensamiento donde Caparrós entra en conflicto con los azares de su propia mirada y establece con el lector una relación cómplice, una especie de diálogo subterráneo en el que se juegan cartas como los mitos cinematográficos, el cine norteamericano de los cincuenta, las iconografías argentinas, el Quijote, el Che, los sueños de la historia.

Tres cualidades saltan a la primera lectura: la belleza de una escritura que desconfía de la belleza, la ternura con que el autor se relaciona con sus personajes, la ironía con que se distancia de ellos para no falsear el retrato. Aunque los textos de Larga distancia fueron en una primera versión artículos periodísticos, la inmediatez —que es una de las condiciones madres del periodismo— se ha esfumado del libro. En cada línea hay, ahora, el tatuaje de lo permanente.

Ciertas imágenes están construidas para perdurar, aunque sean (¿cómo saberlo?) copias perfectas de la realidad: el señor Feng tocando “Cielito lindo” en su violín de Hong Kong, las excursiones fotográficas de Anatolyi Saderman por la ciudad vieja de Montevideo, las reflexiones de Mijaíl Nicolaievich frente a las tumbas de la familia Stalin, las galleras, las canciones de odio y las profecías del padre Aristide en Haití, el viacrucis del Che en La Higuera contado por los campesinos que no quisieron ayudarlo, el perro que el cronista nunca llega a comer en un hotel de Pekín, las estadísticas que entran como súbitos latigazos en las historias: “La sede central de la Federación Especial de Trabajadores Campesinos del Trópico de Cochabamba, que agrupa a 280 sindicatos cocaleros, es una habitación de cuatro por cuatro en el segundo piso de una casa ruinosa”. La irrupción de esos datos secos en un texto de alta densidad narrativa, construido con frases suntuosas, duplican la eficacia de lo real, convierten lo perecedero en inolvidable.

Lo mejor de Larga distancia está, sin embargo, en esa zona equívoca donde las crónicas se entretejen con la historia y la historia con la ficción: relatos como el del coronel José Caparrós, que desaparece en la noche de la batalla; o el de Malcolm Lowry, que se confiesa con el autor en la funeraria Quo Vadis; o el de un viejo manco que en la Valladolid de 1604 lucha contra las deudas, acosado por los tumultos de una novela genial, mientras su hija Isabel vende el cuerpo a un caballero envarado que se llama don Alonso (¿Quijano?).

Quien haya leído las cuatro ficciones anteriores de Martín Caparrós descubrirá tal vez que en este libro escrito casi por azar, el autor ha encontrado por fin su voz. Una voz conmovedora, memorable, que no se parece a ninguna otra.

TOMÁS ELOY MARTÍNEZ

Buenos Aires, junio de 1992

Ya nadie pide larga distancia. Hubo tiempos en que ésa era la fórmula para hablarse de lejos. Esas llamadas tenían sus ritos, su tiempo de demora: se pedían, se esperaban, se celebraban como un momento casi mágico. Ahora —todo tan inmediato— nadie recuerda aquellos nervios, la sensación de urgencia, las voces de esas mujeres que, desde algún más allá, armaban el encuentro.

Viajar para contarlo tiene, también, en estos tiempos de aviones y pantallas, algo arcaico. Como son arcaicos tantos otros placeres. El placer de dejarse contar, de dejarse llevar, de acompañar una mirada claramente arbitraria: el relato de un viaje, el ínfimo fragmento de una vida.

Y el placer, para mí, de hacer de la mirada pretendidamente neutra del reportero un ojo caprichoso. Esconderse en un cruce: deslizarse más acá del periodismo, más allá de la literatura, para ocupar un lugar sin espacio: escribir crónicas.

Retratos del tiempo.

Hong Kong. El espíritu del capital

Hong Kong

EL ESPÍRITU DEL CAPITAL

Los periodistas solían hablar del Rolls Royce rosa de la señora Chan, que hacía juego con su armiño rosáceo y su perrito de aguas sonrosadas, o del edificio más alto y bamboleante del planeta o de los siete mil cristales de Murano de la araña de aquel centro comercial —y no terminaban de darse cuenta de que el monumento estaba en otra parte. Lo tenían mucho más cerca, bajo sus narices embebidas en cerveza. Aquí, en el aeropuerto de Hong Kong, los altoparlantes no anuncian los vuelos porque salen tantos que la polución auditiva mataría a los más débiles; cada día, cincuenta mil valientes cruzan el aeropuerto con un dramamine en cada mano antes de despegar rozando las terrazas llenas de ropa de colores. En el bar del aeropuerto de Hong Kong, a la entrada, a mano derecha según se llega de la revisación, hay un menú de bronce: allí, los precios de las cocacolas y sándwiches del bar grabados en el bronce, inscriptos en el bronce por desafiar al tiempo, son un monumento discreto y orgulloso al triunfo del capitalismo más salvaje.

El señor Feng es viejísimo y toca el violín en una explanada de cemento frente a la bahía y las enormes torres. Estamos en la punta de Kowloon, en el extremo del territorio continental de la colonia, frente a la isla de Hong Kong. Son las siete de la mañana, estamos solos, y el señor está rodeado de piedras y de agua, como en la versión hipermoderna de un jardín chino. Los chinos, para parecer más chinos, utilizan los árboles como piedras —para completar sus monumentos— y las piedras como árboles —para adornar jardines.

Pero al señor Feng ya no le importa parecer nada, así que ahora está tocando “Cielito lindo”, y los dedos se le escurren de las cuerdas chillonas: el señor Feng toca el violín

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