1
¿DE DÓNDE VINO ESO ?
El año pasado se casó nuestra hija mayor, Kate, y la verdad es que fue un día soñado: el clima era espléndido, el lugar era idílico y, mirara donde mirara, veía las caras de nuestros seres más queridos. Todo fue espectacular. Mi marido Zac y yo, adoramos a nuestro yerno, Charlie y aprobamos sin reservas esa unión. Tanta expectativa. Tanta gratitud. Tanta alegría.
Y entonces, pasada la boda, mi corazón naufragó rápidamente.
Con todo lo bueno que trae la boda de un hijo, hay algo malo que nadie te advierte. Porque en el instante en que Kate abandonó nuestro núcleo familiar —el formado por Zac y yo y sus hermanos y hermana—, ella y Charlie se convirtieron en su propia pequeña familia de dos.
La audacia.
Y se pone peor.
Kate y Charlie empezaron a hablarnos a Zac y a mí sobre unos ridículos sueños, como la mayoría de los veinteañeros, usando palabras como aventura, viajes y diversión (todas ellas palabras que usé con mis padres, lo que se siente como no hace mucho). Una noche durante la cena, mi hija tuvo el descaro de mirarnos a su padre y a mí y, con la mayor tranquilidad, nos dijo una frase tonta con un montón de palabras que realmente no escuché y otras tres frases que sí: “fuera del estado”, “quizá fuera del país”, “no para siempre, claro, pero sí por unos años”.
Un momento. ¿Cómo?
¿Una temporada de aventura?
¿Una temporada de aventura alejados de mí?
Las paredes de la estancia en la que estábamos comiendo empezaron a cerrarse. Mi pecho, que momentos antes se había sentido a la medida de mi cuerpo, era ahora dos tallas demasiado chico para que mi corazón pudiera latir. Mis vías respiratorias se estrecharon. ¿En qué nuevo infierno me había metido con la cabeza por delante? No era racional, lo sabía. Lo sabía en mi cabeza, pero me estaba pasando algo más grande que saber la respuesta correcta.
No mostré nada. Me pegué una sonrisa a la cara. Miré a mi hija a los ojos, “afable y serena, Jennie. Eso es, eso es” y me concentré en respirar con calma. No era asunto mío y lo sabía. Pero también era igual de cierto que: el asunto era totalmente mío.
Afortunadamente no hice erupción esa noche. No me derrumbé llorando a mares. No me desmayé ni me enfurecí, ni me desmoroné. Salí de aquello entera. Pero, a la semana siguiente y a la siguiente y a la siguiente, en conversaciones casuales con Kate, el tema continuaba saliendo. De nuevo mi pecho y mis vías respiratorias me decían que esto no era nada. No, no. Esto, lo sabía, era algo.
Cognitivamente entendía que quería que Kate y Charlie se fueran, crearan y vivieran su propia hermosa historia, fuera lo que fuera que eso significara. Entonces, ¿por qué mi cuerpo y mi corazón no se ponían de acuerdo?
NO PUEDO DEJAR DE SENTIRLO
Permítanme una pregunta: ¿Alguna vez han tenido una respuesta emocional desproporcionada ante una situación que no debía haberlos afectado de manera tan dramática?
Permítanme otra más: ¿Alguna vez se han detenido a pensar cuál podría ser la razón de esa respuesta desproporcionada?
Siempre hay cosas detrás de las cosas. No somos criaturas simples. Incluso los que nos empeñamos en llevar una vida estable y sin cargas emocionales, estamos moldeados por un millón de pequeños momentos que permanecen en nosotros. Esos momentos conforman quiénes somos, cómo pensamos y cómo reaccionamos —y, sí, cómo sentimos— en un momento determinado, ante una circunstancia determinada.
Una de las muchas cosas que he aprendido y que quiero compartir contigo en las próximas páginas, es que esas reacciones exaltadas cuentan un relato; una historia sobre algo que hemos vivido. Apuntan a algo profundamente arraigado que no ha sido abordado en nuestro corazón.
Experimentamos algo impactante. Reaccionamos a ello reprimiendo nuestros sentimientos, minimizándolos o ignorándolos por completo. Entonces se nos presenta otra situación, algo que ni siquiera es para tanto y perdemos los estribos. Nos descargamos con un ser querido. Nos ponemos catastrofistas. Lloramos hasta quedar sin aliento.
Y luego nos arrepentimos de lo que hicimos.
¿Por qué enloquecimos?
¿Por qué ofendimos a nuestro cónyuge?
¿Por qué hicimos sentir mal a nuestro hijo, o le gritamos a nuestro compañero de habitación?
¿Por qué hicimos esa suposición insensata, reprochamos, amenazamos y salimos dando un portazo?
¿De qué se trataba? ¿Qué había por debajo de todo eso?
Respuesta corta: MUCHO, como nos mostrarán la ciencia y la Biblia.
En algún momento, tal vez por cosas que oí en la iglesia o simplemente a medida que fui creciendo, aprendí que no estaba supuesta a estar triste, enfadada o asustada. Tenía que estar bien y por eso necesitaba que tú también lo estuvieras. O tal vez sea solo porque odio la sensación de estar fuera de control y creí que esos sentimientos eran demasiado aterradores y estar en una situación difícil… demasiado angustioso.
Cada vez que experimenté tristeza, miedo, ira —emociones que he sido condicionada a no querer sentir— mi cerebro se dedicó enseguida a rechazar el sentimiento como si fuera un virus. Mi cerebro ataca al sentimiento, lo somete a juicio, lo condena y me dice por qué no debería sentirlo del todo. Me dice cómo todo va a estar bien. Me ladra todas esas órdenes sobre lo que tengo que hacer para que pueda dejar finalmente de sentir lo que siento.
Peor aún, a veces cuando compartes conmigo tu tristeza, miedo o rabia, te hago a ti la misma estupidez.
Lo siento.
Está mal y lo siento. Tus sentimientos, mis sentimientos, no son cosas malas que haya que rechazar.1
Los sentimientos no se pueden rechazar, por cierto. Aunque seas el embutidor más efectivo que haya existido, la persona que mejor sumerge sus sentimientos en lo más profundo, tan hondo que piensas que nunca serán encontrados, estoy aquí para decirte que esos sentimientos no se marchan en silencio. La gente que te conoce sabe que están ahí. Y si eres sincero, también tú sabes que están.
Ese indicio de rabia que sentiste hacia tu padre, el miedo al rechazo que sentiste con tu familia, los esfuerzos que te agotaron en la escuela o en el trabajo, los celos que asoman cada vez que estás en casa de tal o cual amigo, la amargura que cintila cuando hablas de por qué no tienes hijos todavía, la desesperación que sientes en las entrañas cada vez que piensas en la persona que amas, enterrada. Sé que piensas haber empacado todas esas cosas bien seguras en una caja aparte para no tener que volverlas a ver.
Pero, inevitablemente saltarán en los momentos más inesperados, como durante una cena encantadora en la que tu hija está simplemente soñando cosas bonitas.
Cualquiera que haya sido la situación detonante, en algún instante que día o la semana siguientes o incluso más adelante, miras hacia atrás y ves al catalizador —y tu respuesta— pensando: “¿Por qué demonios dije (o hice) eso?”.
Te preguntas: “¿Cómo es posible que esos sentimientos se apoderaran de mí?”. Y te preguntas por qué no jugaron limpio.
¿Quieres saber la verdad? Estaban jugando limpio.
O, de cualquier manera, jugaron de forma previsible.
Porque esos sentimientos están ligados a algo muy real en tu pasado o presente, algo que ES absolutamente importante para ti, estés o no dispuesto a admitirlo.
Los sentimientos no se pueden rechazar.
No se pueden ignorar ni descartar.
Ellos intentan decirnos algo.
EL MIEDO DETRÁS DEL MIEDO
Quería mostrarme lo mejor posible ante Kate, de modo que, con eso en mente, salí disparada a ver con mi terapeuta qué estaba pasando en mi corazón y mi cuerpo cada vez que surgía el tema.
“Jennie”, me preguntó, “¿cuándo experimentaste por primera vez la sensación que tienes cada vez que Kate habla de mudarse?”.
Mi mente se disparó a una escena. ¿Te ha pasado alguna vez? No estaba buscando ese recuerdo en particular, pero en una milésima de segundo, allí estaba, exigiendo ser visto.
Estaba de pie en el largo y frío pasillo del hospital, justo fuera de la habitación de mi marido, suplicándole a Dios en silencio que le salvara la vida, a pesar de unos informes bastante graves.
“No es humano”, me había dicho el médico después de revisar los resultados de la presión sanguínea de Zac. “Los humanos no pueden conservar la vida con una presión arterial tan ridículamente alta”.
Había sufrido un ataque isquémico transitorio, un pequeño accidente cerebrovascular y no lograba pronunciar correctamente las palabras.
A pesar de que se habían reunido a su alrededor ocho médicos altamente calificados y de gran renombre, nadie lograba saber por qué su presión arterial seguía disparada.
“Por favor, recen”. Ese era el mensaje de texto que le enviaba a todos los que nos querían mientras recorría aquellos asépticos pasillos.
“Por favor, recen”.
“Por favor, recen”.
“Por favor, recen”.
Extrañamente, me mantuve emocionalmente entera mientras Zac yacía en la cama del hospital. ¿Has oído la teoría de que si entramos en estado de shock cuando estalla una crisis es para no derrumbarnos por completo?2 Es como si nuestro cerebro o nuestro cuerpo, o una combinación de nuestro cerebro y nuestro cuerpo, miraran nuestra situación y murmuraran: “Escuchen, si no la apagamos por completo, nunca saldrá viva de esto”.
A lo largo de los días que Zac estuvo atrapado en el hospital, mi mente estuvo despejada. Mi memoria era aguda. Mis reflejos eran rápidos. Y milagrosamente, no me desmoroné bajo mis temores.
Pero hay una segunda parte de esa teoría sobre el shock que nos protege al inicio del estallido de la crisis: al cabo de unas cuarenta y ocho horas, esa cubierta desaparece. Puedo dar fe de esa parte de la teoría, porque el tercer día, justo cuando Zac volvía a casa, perdí completamente la calma.
Los médicos de Zac le habían dado de alta, no porque estuviera recuperado, sino porque, salvo darle algunos medicamentos, no había nada que pudieran hacer. Su presión arterial aún no estaba ni siquiera cerca de los rangos normales, pero eso tomaría tiempo, dijeron y mucho descanso. “Es un infarto andante”, había dicho uno de los médicos sin la menor compasión. Tiene que descansar hasta que su presión sanguínea baje.
Zac lo sabía.
Yo lo sabía.
Aun así, no pudimos relajarnos.
¿Cómo se supone que alguien puede estar calmado después de recibir una noticia tan estresante?
“Descanse”.
“Relájese”.
“Mantenga la calma”.
Él lo intentaba y lo volvía a intentar.
Por mi parte, me sentía cada vez más consumida por la ansiedad.
“Él no puede descansar”.
“No puede relajarse”.
“No puede mantener la calma”.
Me acostaba todas las noches al lado de mi marido, despertando cuidadosamente cada una hora, para ponerle una mano en el pecho buscando unos latidos estables y comprobar si respiraba y exhalar con alivio cada vez que los sentía.
Aquella primera estadía en el hospital condujo a otras, todas conectadas por un triste hilo de citas médicas en las que a Zac le hacían pruebas, evaluaciones, consejería con sus consecuentes medicaciones. “Estoy bien”, insistía Zac cada vez que le preguntaban, aun cuando era evidente que no estaba bien.
En algún momento del angustioso proceso, mi marido me miró como si por fin cayera en la cuenta de todo y dijo: “Supongo que todo este asunto es bastante serio”.
“Um, SÍ”.
“¿Tú crees?”.
Mientras tanto, a pesar de mis mejores intentos por mantenerlo alejado, el miedo se apoderaba de mí.
“Se va a estresar”.
“Se va a estresar y va a tener un ataque al corazón”.
“Se va a estresar y le va a dar un infarto y me va a dejar sola”.
Y eso era: no me asustaba tan solo la condición médica de Zac.
Tenía miedo de perder a mi mejor amigo. De perder la vida que conocía. De perder al protector de todos nosotros.
Tenía miedo de que me dejaran… sola.
MI RESPUESTA A la pregunta de mi terapeuta: “¿Cuándo te sentiste por primera vez así ?” me ayudó a entender que, sin que yo fuera consciente de la conexión, cada vez que Kate hablaba de mudarse… de dejarme… mi cerebro, mi corazón, mi alma o cualquiera que sea la parte de nosotros que alberga nuestros sentimientos, volvía inconscientemente a aquella primera estadía en el hospital y a las semanas que la siguieron, hasta el momento en que estaba segura de que estaba perdiendo a Zac.
Por culpa de aquella temporada de aventuras de mi hija, iba a ser abandonada otra vez. Algo muy dentro de mí creía que no solo estaba destinada a perder a Zac muy pronto, ahora también perdería pronto a Kate y a Charlie, mi nuevo yerno. Probablemente también, a nuestros otros tres hijos: Conner, Caroline y Cooper. Si la edad adulta significaba que un hijo se iba, ¿no lo harían todos?
Mi imaginación inconsciente pasaba por todos esos lugares mientras estaba sentada frente a Kate en una simple cena placentera y por eso no podía respirar.
Sí, todos me iban a dejar.
Iba a vivir el resto de mi vida sola.
Dramático, lo sé. Si hubiera sido consciente de ello en ese momento, habría decidido racionalmente no entrar en pánico y me habría asegurado a mí misma que no estaba perdiendo a nadie.
Pero, a menudo, las emociones no juegan racionalmente. Aparecen en un resplandor de gloria pidiendo algo.
Estaba liada en un miedo que no había reconocido del todo y que no comprendía por completo.
El asunto era: ¿qué se supone que debo hacer con este sentimiento?
2
TODO ENMARAÑADO
Debo mencionar que el mero hecho de darme cuenta de que el sueño de aventuras de Kate me estaba provocando emociones incómodas y detenerme a examinar por qué, fue un pequeño descubrimiento para mí.
Si has leído alguno de mis libros anteriores, debes de estar acostumbrado a la tendencia arregladora que fluye a través de gran parte de mis escritos. Soy una arregladora de corazón. Amo resolver problemas, ya sean míos o de los demás. Me encanta hacer miles de preguntas para llegar al fondo de lo que está pasando en realidad, para luego ofrecer una solución provechosa —con suerte, no alarmante— e inspirada en la Biblia, y así poder ayudarles a salir del atasco. En serio, si la vida es como una escuela, ese proceso es para mí como un recreo.
Ayudar a la gente a solucionar sus problemas ha sido una motivación clave detrás de mis libros anteriores y por esa misma razón fundé y dirijo IF: Gathering, una organización sin fines de lucro comprometida a ayudar a la gente a crecer en su fe y su libertad.
A lo largo de gran parte de mi vida adulta me ha encantado ese aspecto de mi personalidad, de mi perspectiva. Me parecía increíble. Creo que estarás de acuerdo en que la vida está llena de problemas. ¿Quién no tiene problemas? Y si los problemas abundan, ¿qué mejor que estar cerca de una arregladora solícita?
Yo consideraba que mi naturaleza de arregladora era un don —un don espiritual, de hecho—, pero en los últimos años, en este proceso de desenmarañar mis emociones, empecé a ver las cosas bajo una luz muy diferente.
La verdad es que estuve tan ocupada arreglando cosas, que descuidé la parte sensible de mi ser. Cada vez que sentía tristeza, miedo, ira —en realidad, cualquier emoción indeseable—, mi mente se ponía enseguida en modo defensa, decidida a librarse del sentimiento de manera muy parecida a cómo mi sistema inmune se enfrenta a un virus. Desplegaba mis tropas de pensamientos para enfrentar al sentimiento y luego lo condenaba, explicándome a mí misma por qué no debía sentirlo en absoluto.
Era ágil y eficaz.
A decir verdad, ¿quién necesita sentimientos?
No me daba permiso para sentir lo que realmente sentía. No les daba permiso a las personas de mi vida para sentir lo que en verdad sentían. Resulta que no puedes sentir los sentimientos mientras estás ocupado en arreglarlos.
Reconocer esta verdad sobre mí misma me ha suscitado una serie de preguntas. Por ejemplo: ¿por qué me apresuro tanto a arreglar situaciones, ajustar circunstancias y cambiar mis reacciones habituales ante la vida, en lugar de sentir los sentimientos que estas dinámicas provocan? ¿Por qué salto constantemente de la evaluación a la actividad? ¿Por qué soy, al parecer, alérgica a la introspección? ¿Qué temo encontrar en ella?
¿Te sientes identificado?
Si me permites ser un poco presuntuosa, te lo voy a susurrar ahora: “Te sientes identificado, lo sé. Estoy segura de que también te cuesta examinar tus sentimientos”.
Parte de ser humano consiste en la búsqueda de la solución de los problemas en lugar de pasarse un rato con ellos —fue lo que nos mantuvo vivos en épocas pasadas—. Si un jabalí te pisa los talones, más vale que empieces a correr ¿no es así? No hay tiempo para considerar lo que ocurre en tu corazón y en tu mente mientras el miedo te llena el pecho. Así que aprendimos a correr. Aprendimos a huir y seguimos corriendo. No había tiempo para sacar en claro cómo nos sentíamos con las cosas, no fuera a ser que el jabalí nos alcanzara y nos pisoteara.
Como dije, valoraba profundamente mi propensión a arreglar las cosas, que veía como algo provechoso de mi parte, pero en los últimos años, a medida que he ido aprendiendo a escuchar lo que mis emociones intentan decirme, he descubierto una verdad que lo cambió todo para mí: los sentimientos no están hechos para que los arreglemos, sino para que los sintamos.
Durante mucho tiempo —demasiado, la verdad— no lo entendí. No me gustaba lo que me provocaban las emociones. Por ellas se me revolvía el estómago cuando estaba nerviosa o asustada. Por ellas se me oprimía el pecho cuando recordaba que el futuro escapaba a mi control. Por ellas se me saltaban las lágrimas cada vez que uno de mis hijos se ponía difícil conmigo. Y si ellas eran las culpables de tanto malestar y dolor, ¿por qué les daba licencia para entrar y hacer lo que les diera la gana?
Mis sentimientos intentaban decirme algo importante, pero yo creía que intentaban apoderarse de mí. Y no iba a dejar que tomaran el control.
Mi propensión a arreglar las cosas me mantenía a salvo, o eso creía yo. Esa propensión me permitía huir de mis sentimientos y ayudar a mis seres queridos a huir también de los suyos. Y durante bastante tiempo, esta estrategia funcionó. Aprendí a desviarme con los mejores. Aprendí a negar lo que sentía de verdad.
Si alguien en el trabajo decía algo que me dolía, fingía que no me pasaba nada y, sin embargo, me mortificaba por eso durante la noche mientras me quedaba dormida.
Al los niños volver a casa después de un día difícil en el colegio, trataba de que recordaran las cosas buenas que habían pasado en lugar de acompañarlos en el dolor que producen las heridas.
Cuando me molestaba con mi marido, fingía que todo estaba bien y seguía con mis asuntos de ese día, solo para perder la paciencia unas semanas después a propósito de una lista de ofensas acumuladas.
Incluso cuando vivía un día soñado con mi gente alrededor, si surgía alguna felicidad o alegría, sentía una punzada de culpa porque desatendía otras cosas que necesitaban mi atención.
Me decía todo el tiempo a mí misma por qué no debía sentirme de tal o cual manera, para luego reprimir todo y volver a mis ocupaciones de ese día.
¿El lado malo? Nadie sabía lo que me pasaba de verdad.
Nadie. Ni siquiera yo misma.
NO PODEMOS SEGUIR ASÍ
Hace tres años caí en un pozo emocional del que no sabía cómo salir. Esa temporada fue precisamente la catalizadora para que escribiera este libro. Como tanta gente, salí de la pandemia sin saber cómo seguir creciendo en un mundo tan caótico e impredecible. Una noche, recuerdo que miré a Zac y le dije: “Ya no puedo seguir haciendo esto. Algo va mal. Muy mal. Y aunque no tengo palabras para explicarlo, no puedo seguir así”.
Estaba entumecida.
El trabajo, los niños y la vida eran exigentes y sobrevivir a una pandemia con todas sus inseguridades e incógnitas nos había dejado a todos un poco abatidos. Estaba cansada, pero…
No estaba enloquecida.
No estaba triste.
No estaba furiosa.
No estaba fastidiada.
No estaba feliz.
No sentía nada. Eso era lo que estaba mal.
Recuerdo que pasaba casi todas las mañanas sentada en una silla, sola, con mi Biblia abierta en el regazo. Me encanta leer mi Biblia. Siempre me gustó la Palabra de Dios. Pero mientras estaba sentada esperando inspiración, mi corazón se sentía distante y frío. Sabía que algo no andaba bien y que tenía que averiguar qué era, pero la maraña parecía imposible de desenredar. Se me revolvía el estómago. Se me oprimía el pecho. Se me encorvaban los hombros. Y a menudo se podían oír mis suspiros. Todo eso eran señales de emociones no tratadas, pero yo eso no lo sabía. Lo que tampoco sabía entonces, pero empiezo a entender ahora, es que me encontraba en la mejor posición posible, que era allí en presencia de Dios, donde el único sentimiento del que parecía capaz era el simple deseo de sanar y crecer.
SI COLECTIVAMENTE estábamos tensos antes de la pandemia, entonces ahora ya pasamos de la crisis emocional. O quizá, nos hemos resignado a vivir entumecidos: “¿Cómo estoy? ¡Bien! ¡De verdad, muy bien, de lo mejor! ¡Estupendo! ¡Súper! ¿Y tú?”; o dejamos que nuestra vida la manejen nuestros sentimientos salvajes y, como resultado, nos estrellamos a cada rato. ¡Lo entiendo! De verdad, lo entiendo.
Quizá tú te cierras, como yo, cada vez que un sentimiento se te acerca. O tal vez estás en el otro extremo del espectro, sintiendo tantas cosas por minuto que no puedes imaginar cómo alguna vez en la vida le vas a encontrar sentido a todos esos sentimientos. Todos sentimos de manera diferente. Y déjame decirte que, dondequiera que caigas dentro de ese espectro, también tiene sentido y no somos tan distintos. Todos tenemos sentimientos y todos estamos intentando averiguar qué hacer con ellos.
Hace dos años, cuando sentí que mi corazón se había apagado, recuerdo pensar que daría cualquier cosa por volver a sentir, por experimentar emociones una vez más. No quería solamente sobrevivir. Quería sentir. Quería sentirme eufórica después de mantener una conversación animada con amigos a los que adoro. Quería llorar al oír en la iglesia los primeros compases del himno Cuán grande es Él. Quería sentir incluso emociones de frustración y dolor, si eso iba a hacer que me sintiera humana otra vez.
El entumecimiento sirve a un propósito por un tiempo, sí lo hace. Lo mismo que la conmoción transitoria que experimenté cuando Zac fue hospitalizado por primera vez, nos protege de sentir todo lo doloroso junto. Nos mantiene a flote cuando un tsunami de emociones se agolpa en nuestras vidas. Nos compra un poquito de tiempo cuando no es el momento de tomar grandes decisiones, cuando lo mejor que podemos hacer es esperar.
Es muy probable que por eso muchos sufrimos un entumecimiento emocional al salir del COVID. ¿Cómo íbamos a procesar todo lo sucedido a principios de 2020 sin perder totalmente la cabeza? Tanta confusión. Tanto temor. Tanta muerte. Fue demasiado. El entumecimiento fue nuestra red de seguridad colectiva, lo que evitó que todos cayéramos al suelo simultáneamente.
Como digo, ese entumecimiento fue un regalo; por un tiempo, en todo caso. Hasta que se convirtió en lo que nos mantenía cerrados a nosotros mismos y a nuestras emociones, aun después de que el mundo se volviera a abrir.
Hace unos años me encontré con los propósitos de vida personales de Jonathan Edwards, un predicador evangélico del siglo dieciocho. Del mismo modo que tú o yo podemos fijarnos un propósito para Año Nuevo que guiará nuestra conducta durante el año —o al menos hasta febrero, si somos como la mayoría de la gente—, Edwards escribió unos propósitos para toda su vida que revisaba una vez por semana; unos propósitos que le recordaban quién quería ser y de la existencia que quería llevar. Había setenta propósitos y el número seis era el siguiente: “Me propongo vivir con toda mi fuerza mientras viva”.3
Parece un objetivo muy obvio —vivir mientras vivimos— ¿no es así? Pero probablemente habrás notado que es muy, muy difícil vivir con toda tu fuerza cuando te conformas con estar apático y entumecido.
Vivir apático y entumecido no es para nada vivir.
Quédense en esa situación mucho tiempo y echarás de menos tu vida. Y nadie quiere hacer eso. Vivir es sentir y sentir es vivir.
Piensa en esto: ¿alguna vez has tenido la experiencia de que un familiar te haga un relato de algo que sucedió cuando tú tenías dos o tres años y, por más que lo intentes, no consigues recordarlo? Estabas vivo. Estabas presente. La situación fue impactante para otras personas que estaban allí. Pero no recuerdas lo que pasó ni por qué fue importante. ¿Por qué? Porque para ti ese recuerdo no está unido a ninguna emoción. La emoción es nuestra manera de experimentar la vida. La emoción es nuestra manera de recordar lo que pasó.
Los escáneres cerebra