Las siete

Fragmento

cap-1

1

31 de diciembre de 1999

Los fuegos artificiales estallan y chisporrotean sobre la ciudad e iluminan el firmamento nocturno horas antes del nuevo milenio. Maureen los contempla unos instantes antes de cerrar la ventana y correr las cortinas. Sarah ya ha encendido las velas y le tiende una mientras vuelve a su asiento.

Ocho rostros, de aspecto cadavérico y con las cuencas hundidas bajo la luz parpadeante. Siete mujeres sentadas en semicírculo, vueltas hacia una especie de altar situado en mitad de la habitación. Todas lo miran, algunas con disimulo, otras fijamente. Solo una sabía que él estaría allí, las demás experimentan distintos grados de conmoción, provocada por la visión de aquella imagen. Incluso la que lo ha llevado está horrorizada, tal vez más que las otras.

Una mujer llamada Ana se levanta y se arrodilla delante de él. Hace años que no reza, desde que salió de Brasil, pero las palabras abandonan sus labios como si hubieran estado esperándola, en un portugués veloz e impecable, apenas audible por encima del bullicio de la fiesta que se celebra abajo. Sarah se enciende un cigarrillo con la llama de su vela.

—Creo que ya es un poco tarde para eso —le dice a Ana, pero no obtiene respuesta.

Se recuesta en la silla y cruza las piernas mirando a las mujeres que la rodean, aunque nadie le presta la menor atención.

Kaysha Jackson, la periodista, se levanta tambaleándose y se dirige al cuarto de baño contiguo, donde todas oyen una arcada y salpicaduras. Regresa al cabo de unos minutos, blanca como la pared, con el jersey manchado de vómito. Sarah le toma la mano y entrelazan los dedos; la piel morena y la clara apenas se distinguen la una de la otra en la penumbra anaranjada.

Josie, la más joven de todas, la embarazada, llora. Además de pálida, tiene la cara hinchada y llena de manchas.

—¿Dónde está el resto? —pregunta con voz quebrada.

—No lo sabemos, cariño —dice Maureen, tocándole el brazo para consolarla.

—Alguien sí —apunta Sarah, lanzando la colilla al suelo y aplastándola contra la alfombra con la bota. Vuelve a mirarlo, a los ojos. Hacía mucho desde la última vez que lo vio, y aún más desde la última vez que estuvieron en esa habitación. Está cambiado, igual que ha cambiado lo que sentía por él. Entonces lo quería.

Lleva el pelo más largo, y lo tiene de punta, como si lo hubieran arrastrado hasta allí tirando de él; de hecho, Sarah supone que es lo que debe de haber sucedido. Tiene la cara más chupada, la nariz aplastada y rota, y la mitad inferior del rostro manchado de sangre reseca. Se la imagina saliéndole a chorro por la boca, tal vez mientras trataba de hacer un último comentario ingenioso. Siempre iba bien afeitado cuando ella lo conoció, pero ahora luce una barba corta, más espesa alrededor de la boca y la barbilla, que desciende por el cuello hasta que se interrumpe de manera abrupta donde lo hace la garganta.

Falta el resto del cuerpo.

Las mujeres se han reunido en una suite de la última planta de un hotel barato de las afueras de la ciudad. En otros tiempos, fue una de las mejores habitaciones del establecimiento, pero ahora ha quedado relegada a almacén de trastos viejos e inservibles. Cajas de efectos personales largamente olvidados acumulan polvo debajo de la ventana y hay un colchón apoyado con desgana contra una pared.

—¿Alguna va a confesar? —pregunta Sarah.

Nadie dice nada.

—No estábamos listas —insiste.

—¿Listas? —repite Kaysha—. Ni siquiera lo habíamos decidido.

—Yo nunca hubiera aprobado algo semejante —asegura Olive con sequedad. Es una mujer blanca que ronda los cincuenta. Lleva una melena cortita, canosa, que se alisa y se recoge detrás de las orejas cada pocos minutos. Se persigna con la punta de los dedos y cierra los ojos un segundo.

—Lo sabemos, Olive —dice Sarah.

Sarah se acerca a la treintena. De una blancura inusual y melena oscura y rebelde. Lleva una rosa tatuada en el cuello y viste una chaqueta de cuero. Tiene acento del lugar, aunque quizá no tan marcado como el de alguna de las otras; pronuncia las vocales con claridad, como si quisiera disimular de dónde es.

—Bueno, creo que todas sabemos de quién sospechamos —dice Olive, sosteniéndole la mirada.

—Tú lo propusiste —interviene Maureen, dirigiéndose a Sarah, mientras se seca los ojos llorosos dándose unos golpecitos con el pañuelo.

—Ya sé lo que dije —contesta Sarah. Se saca una petaca de la bota y bebe un trago.

Olive señala la petaca de Sarah con un gesto de cabeza.

—Puede que lo hicieras estando borracha. A lo mejor no te acuerdas.

Sarah abre la boca para responderle.

—Basta —la interrumpe Sadia—. Lo último que necesitamos es tirarnos los trastos a la cabeza. Tenemos suerte de que nadie entrara aquí antes que nosotras.

Un cuarto de hora antes, a su llegada, una funda de almohada cubría la cabeza. Todas habían ocupado sus asientos habituales, todas habían fruncido el ceño, extrañadas ante el altar casero erigido en mitad de la habitación; todas habían arrugado la nariz ante el olor pútrido y metálico. Habían dejado a un lado la charla intrascendente, hasta que Josie preguntó qué había debajo de la funda de almohada. Al ver que nadie respondía, Sarah se levantó y la retiró con ademán teatral y gesto exasperado, que se tornó en auténtica estupefacción cuando destapó lo que ocultaba. Algunas gritaron.

—Tienes que haber sido tú —dice Sadia, señalando a Kaysha con la cabeza. Sadia lleva en la mano un monitor de bebé y tamborilea los dedos contra el plástico, una expresión de rabia e impaciencia con que disimular el horror que la embarga. Es de piel muy morena y facciones regulares, dentadura perfecta y largas pestañas. En otra vida habría sido modelo o estrella de la televisión, no la viuda de un científico—. Tú lo has organizado todo. Eres la única que tiene el teléfono de las demás.

—Sé lo que parece —dice Kaysha—, pero no he sido yo.

Esa misma noche, un poco antes, cada una de ellas había recibido un mensaje de un número desconocido: «Reunión donde siempre, esta noche, 19:00 horas. Urgente». Tenía el formato habitual de los mensajes de Kaysha, aunque ella nunca había convocado una reunión de urgencia.

—Entonces ¿cómo es posible que otra persona tenga todos nuestros teléfonos? Alguien más sabe que existimos —dice Maureen, abanicándose con un folleto que llevaba en el bolso.

—Dijiste que nuestros datos estaban muy bien protegidos contigo —protesta Sadia, mirando a Kaysha, quien frunce el ceño.

—Y lo están, mira —responde esta al tiempo que abre la cremallera del bolsillo interior de la chaqueta y busca el papel donde anotó los teléfonos de todas ellas unos meses antes. La lista ha desaparecido y Kaysha es incapaz de disimular su confusión.

Mira a Sarah de reojo, con quien vive. Sarah se encoge de hombros.

—¿Los has perdido? —pregunta Olive.

Ana, que seguía arrodillada, se persigna y se levanta. Es alta, de una belleza clásica, pelo oscuro y piel dorada.

—Hay maneras de averiguar los números de teléfono de la gente —comenta, dejándose caer en un sillón que hay junto a Sadia.

Todas guardan silencio. El monitor de bebés crepita.

—No puedo creer que te hayas traído a la cría —le dice Sarah a Sadia, apurando lo que contuviera la petaca y devolviéndola al interior de la bota. Se enciende otro cigarrillo.

—No sabía que iba a encontrarme este panorama.

—¿Dónde está?

—En la habitación de al lado. Llevaba levantada desde las cuatro de la mañana, todavía dormirá un rato.

—Eso es una madre.

—No empieces, Sarah —le advierte Kaysha. Tiene treinta y pocos años, aunque parece más joven, y viste un traje de chaqueta negro. Kaysha recorre la habitación con la mirada en busca de algo en lo que concentrarse que no sea la cabeza.

—¿Podríamos taparlo, por favor? —pide Josie, con los ojos clavados en el suelo. El vestido de lentejuelas se estira sobre la barriga redonda, y la purpurina de las mejillas centellea a la luz de las velas. Iba de camino a una fiesta con unos amigos cuando recibió el mensaje.

Sarah recoge la funda de almohada del suelo y vuelve a cubrir la cabeza con ella. No la tapa por completo, pero se asegura de que al menos no quede a la vista de Josie. Cuando Sarah se sienta de nuevo, un ojo la contempla a través de un agujero de la tela.

—¿Alguien más cree que ya es hora de que llamemos a la policía? —pregunta Olive, alzando la barbilla y mirando a las demás.

Un suave susurro recorre toda la habitación ante la palabra «policía».

—Si fuerais a llamar a la poli, ya lo habríais hecho —dice Sarah.

—Yo también creo que deberíamos llamar —dice Maureen. Una gota de sudor le resbala por la sien desde el nacimiento del pelo y se le desliza por la mejilla hasta desaparecer bajo la delicada línea de la mandíbula.

—¿Y acabar en el trullo por conspiración para cometer asesinato? —pregunta Sarah—. Buen plan, sí.

Kaysha se frota la frente con la punta de los dedos.

—Nos encargaremos nosotras, solo hay que asegurarse de hacerlo bien.

—Vale, entonces ¿qué propones? —pregunta Sarah.

—Para empezar, recoger eso —dice Ana señalando las colillas que hay junto a los pies de Sarah—. Pruebas.

—¿Cómo coño van a relacionarlas conmigo?

—No podemos permitirnos correr riesgos —responde Ana—. Necesitamos lejía.

2

Kaysha

31 de diciembre de 1999

La casa de Sarah Smith queda bastante alejada de la ciudad, más allá de los barrios residenciales de las afueras, de los pueblos y las aldeas, una casa solitaria en mitad de la nada que separa un lugar de otro. Cuando cae la noche, allí lo hace de manera repentina y contundente, y se aferra como melaza a la hierba y a los árboles para dejar paso a la luna, que está en un deslumbrante cuarto creciente cuando Kaysha aparca delante de la puerta principal, a escasos minutos de despedir el milenio.

Continúan dentro del coche un buen rato, contemplando las estrellas. Sarah traza constelaciones con la punta del dedo en el parabrisas empañado. Kaysha sigue la uña de su novia, pensando en la sangre reseca que se acumula debajo.

—Es como si todo esto no tuviera la menor importancia, ¿verdad?, cuando uno piensa en la inmensidad del universo.

—Ya —contesta Kaysha.

—¿Quién crees que lo ha hecho? —pregunta Sarah. Kaysha se la queda mirando largo rato, hasta que Sarah ladea la cabeza—. No he sido yo.

—No lo sé aún.

—Me juego lo que quieras a que ha sido su mujer. Siempre es la mujer.

—Puede —dice Kaysha. Sadia habría tenido motivos de sobra para matarlo, aunque lo mismo les ocurría a las demás.

—Si ha sido ella, ¿qué le pasará a la niña? —pregunta Sarah.

Kaysha no responde. Alarga la mano y le da un apretón en el brazo. Sarah se vuelve para contemplar las estrellas.

—Espero que no haya sido Sadia —murmura Sarah, y luego se quita las botas y entra en la casa para regresar minutos después con una botella de whisky y una manta.

Ambas se desnudan y apilan la ropa en la parrilla de la barbacoa que lleva delante de la puerta de la casa desde la primera semana que pasaron allí juntas. La grasa quemada y endurecida sigue adherida al metal. Está empezando a oxidarse. Sarah vierte whisky sobre la ropa manchada de lejía y le prende fuego. Las mujeres se apretujan debajo de la manta, pegadas la una a la otra, pasándose la botella mientras las llamas les calientan las manos. La fría noche les entumece el cuerpo, pero no hacen nada por remediarlo.

Los fuegos artificiales estallan en el horizonte cuando suena el teléfono de Kaysha. Su madre le desea un feliz Año Nuevo y, a pesar de que su hija trata de parecer animada, intuye por la voz que algo no va bien. Kaysha le dice que se lo contará cuando la vea y le desea buenas noches antes de entrar en casa, donde Sarah continúa bebiendo mientras ella empieza a pensar en una cronología.

3

Nova

3 de enero de 2000

Es lunes, pero la ciudad continúa sumida en el silencio cuando empieza a amanecer. Los adultos se arrebujan en las mantas gruesas, disfrutando de la última oportunidad de dormir hasta tarde que tendrán esas Navidades mientras los niños se terminan las cajas de caramelos durante el desayuno. La luz invade un cielo de piel de melocotón y se refleja en el río, cuyas aguas de un rojo amarillento lamen las orillas enlodadas. Los seis puentes icónicos se encienden, uno detrás de otro, y sus sombras se perfilan y se alargan sobre las aguas. La escarcha que se ha acumulado por la noche centellea y empieza a derretirse sobre los bloques de hormigón y las grúas abandonadas en las obras que se extienden a lo largo del embarcadero, donde están preparando la llegada del séptimo puente.

Una llamada avisando del hallazgo de un cadáver despierta a la inspectora de policía Nova Stokoe, quien deja su Ford Escort en un aparcamiento cerca de los muelles media hora más tarde. Las tres plantas de ladrillo del edificio de mediados de los sesenta contrastan con los almacenes que han crecido a su alrededor. Copetes de hierba asoman entre las grietas del asfalto, y unas cestas para flores vacías cuelgan en el porche techado que recorre la fachada del establecimiento. En un cartel desvaído se lee:

HOTEL TOWNELEY ARMS

Ya han llegado dos coches patrulla y una furgoneta del CSI, por lo que Nova se echa un vistazo en el espejo retrovisor. Unos rizos pelirrojos le enmarcan la mandíbula, enmarañados tras las horas de sueño, y dedica unos segundos a tratar de arreglarse antes de renunciar al intento. Las pecas destacan más de lo habitual sobre su piel blanca. Ha pasado la noche anterior en uno de esos pubs alternativos alejados del circuito habitual y no ha llegado a casa hasta las cuatro, por lo que definitivamente no tendría que haber cogido el coche esa mañana. Se traga dos paracetamoles para mantener la resaca a raya y sale del Escort.

Un hombre que empuja un carrito de servicio traqueteante y cargado de cajas apiladas atraviesa el aparcamiento al tiempo que ella se acerca al hotel. El hombre sonríe y un diente de oro lanza un destello a la luz del sol.

—¿Entra? —pregunta ella, sujetándole la puerta, y el hombre le guiña un ojo al pasar.

—Buenas —saluda el del carrito al anciano que hay en recepción y desaparece por el arco del fondo sin esperar respuesta.

Nova le enseña brevemente su identificación al recepcionista, quien se toma un momento para aderezar el café con un poco de whisky antes de atenderla. Le tiemblan las manos.

—Arriba, guapa —dice, indicándole la escalera de la derecha con un gesto de cabeza—. Última planta. Revuelve el estómago, se lo advierto.

—El mío es a prueba de bombas, amigo —responde Nova, y sube.

La última planta está acordonada con cinta policial y huele a descomposición desde el fondo del pasillo. Se pregunta cuánto tiempo llevará allí el cadáver.

La agente Ella McDonald se encuentra junto a la puerta abierta, con la gorra en las manos y una expresión que Nova conoce muy bien.

—Qué detalle que te presentaras anoche —dice Ella en voz baja, aunque no lo suficiente.

Nova echa un vistazo por encima del hombro de Ella.

—¿Le has tomado declaración al personal?

—¿Saliste con alguien?

—¿Y a los huéspedes? ¿Tienes sus declaraciones?

—¡Gilipollas! —susurra Ella, rozándola al pasar.

Nova la sigue con la mirada mientras baja la escalera, demasiado cansada para sentirse culpable.

Hay adornos navideños repartidos por el pasillo y tiene que apartar un par de ellos con el pie al entrar en la habitación. Tres tipos vestidos de blanco de arriba abajo se pasean por el lugar espolvoreándolo todo para levantar huellas. Un foco ilumina el espacio de trabajo. Hay una cabeza de hombre sobre una mesa. Nova no ve el resto del cuerpo por ninguna parte. La habitación apesta a lejía y a descomposición, y se pone un dedo debajo de la nariz antes de acercarse.

—¿Ya se han llevado el cadáver? —pregunta a uno de los policías de la Científica, mirando a su alrededor en busca de un contorno dibujado con tiza.

—Por lo que parece, nunca ha estado aquí —contesta este encogiéndose de hombros.

La cabeza está colocada encima de un libro abierto que corona una pila de biblias de hotel, sobre una mesa auxiliar situada en medio de la habitación. Los fluidos del cuello han calado el libro, de manera que Nova solo distingue algunas palabras que flanquean los márgenes de la página, aunque por la cubierta de cuero marrón ve que también se trata de una biblia.

—Cuando os la llevéis, ¿podéis anotar el número de página?

—Sí, lo pondré en el informe —responde el agente—. Aunque le he echado un vistazo y diría... Basándome en el lugar por el que está abierto y en las pocas palabras que se leen, diría que se trata del Levítico 24,19.

Nova se encoge de hombros y el hombre se sonríe.

—No fuiste a una escuela católica, ¿verdad? —dice, aunque no se trata de una pregunta. Nova niega con la cabeza—. El pasaje lo conocerás seguro, el Levítico 24,19 es lo del ojo por ojo. Lo comprobaré cuando lo trasladen, pero estoy bastante seguro. A mi padre le gustaba especialmente.

—Venganza —murmura Nova.

Cabe la posibilidad de que eligieran la página al azar, pero le parece poco probable. Tiene toda la pinta de tratarse de un asesinato por venganza. Se pregunta qué haría el tipo para merecerse algo así.

—Eso diría —comenta el agente.

—Mira que das grima, cabrón —le espeta Nova a la cabeza, volviéndose hacia ella.

Ha visto cadáveres más descompuestos, pero nunca uno tan interesante como ese. Tiene la boca entreabierta, por la que culebrean unos gusanos. Le ha empezado a rezumar una espumilla parduzca de los ojos y la nariz, pero por lo demás tiene la piel grisácea, como si el color se hubiera filtrado. Ningún rasgo particularmente distintivo: hombre blanco, pelo rubio oscuro, barba corta, sin tatuajes ni cicatrices. Ni siquiera agujeros en las orejas. Da la impresión de que tiene la nariz rota, pero aparte de eso, no parece que le hayan dado una paliza antes de decapitarlo. Se agacha y examina el cuello. Unos jirones de piel reseca y retorcida se descomponen sobre las páginas del libro. Desde luego el corte dista mucho de ser limpio.

—¿Cuánto tiempo creéis que lleva aquí?

El agente se encoge de hombros.

—Es difícil de determinar. La ventana estaba abierta y ha hecho bastante frío, así que es probable que eso lo haya ralentizado todo un poco. Unas cuarenta y ocho horas, por decir algo.

—Mmm... Supongo que no habéis encontrado su carnet de conducir, ¿no?

El agente resopla burlón.

—¿Y dónde lo llevaba? ¿Metido en la nariz?

—Me temo que habrá que esperar la ficha dental.

Nova se levanta y dirige su atención a la pared de detrás de la cabeza. Un fotógrafo está sacando fotos de un sello redondo y de grandes dimensiones que hay dibujado encima del papel pintado. Mide unos sesenta centímetros de diámetro y el diseño representa una serpiente enroscada y rodeada de símbolos dibujados con tosquedad. Nova lleva semanas atascada con el caso de la secta, un castigo de la inspectora jefa después del asunto de las mujeres de Gosforth. El sello se ha extendido por toda la región, lo han encontrado tanto en callejones del centro de la ciudad como en paredes de casas de campo adosadas, y siempre ha ido acompañado de un sacrificio de sangre. Solían utilizar animales de granja —una cabra o una gallina—, pero la última vez habían usado una serpiente.

Gracias a un soplo que le habían dado justo antes de Navidad, Nova se había encaramado al monumento Penshaw —una réplica de la Acrópolis en el nordeste de Inglaterra— para ver la pintada en la piedra. Lo mismo de siempre: restos de velas derretidas alrededor del símbolo, aunque la serpiente del interior del sello era inquietantemente real. El cadáver de lo que resultó ser una pitón de Birmania estaba enroscado sobre sí mismo, y habían trazado las runas que lo rodeaban con la sangre del animal.

Nova se acerca un poco más al símbolo mágico. Lo ha estudiado a fondo durante su investigación, por eso, cuando lo ve en la pared del Towneley Arms, sabe de inmediato que no es auténtico. Una imitación burda dibujada con pintura azul en lugar de sangre. Está muy bien hecho, lo bastante para engañar a alguien que no esté familiarizado con los símbolos, incluso, como había ocurrido, a los agentes de policía que lo han reconocido, pero no a Nova. Las runas no tienen sentido y la serpiente mira hacia el lado equivocado. Es obra de alguien que lo ha visto en el periódico o por la calle y ha querido reproducirlo de memoria con la intención de desviar la investigación hacia un derrotero equivocado.

Nova se pregunta quién querría cargarle un asesinato a la secta; tal vez otro grupo ocultista o una banda de delincuentes locales. O un sicario un pelín histriónico. En cualquier caso, no tiene la menor intención de informar a nadie de que el sello no es auténtico porque, en esos momentos, ese asesinato tiene pinta de ser mucho más interesante que unos cuantos animales de granja sacrificados. Podría significar su billete de vuelta al redil de la inspectora jefa.

Cuando Nova baja, el anciano sigue sentado detrás del mostrador de recepción, bebiendo café y haciendo un crucigrama. El hombre levanta la vista un momento para echarle un vistazo por encima de las gafas.

—¿Todo bien, guapa? —pregunta con su acusado acento norteño, colocándose el bolígrafo detrás de la oreja.

—¿Ya le han tomado declaración?

—Sí, esto... hará unos cinco minutos. Mi señora está ahí dentro ahora con la muchacha.

—¿Es usted quien ha encontrado los restos?

—Nah, no he sido yo —responde soltando una risita—. Ha sido Jeffa, el camarero. Gary Jeffries. Subió a quitar el árbol de Navidad o no sé qué. El grito se oyó desde aquí.

—¿Dónde está el señor Jeffries en estos momentos?

—Lo he mandado a la cocina con una botella de jerez. Se asusta con facilidad, nuestro Gary —dice, señalando el arco del fondo. El cartel de encima rezaba: SALÓN/COMEDOR—. Por ahí y luego por las puertas metálicas, guapa.

—Gracias. ¿Podría darme una copia de su registro de clientes de las últimas dos semanas?

—Claro, ningún problema —dice el hombre—. Están con lo de las declaraciones en el despacho, así que no podré hasta después.

—Perfecto —dice Nova, y se encamina a la cocina.

Hay un puñado de huéspedes repartidos por el comedor, hablando en susurros.

—Disculpe —la llama un hombre mientras chasquea los dedos al ver que Nova se acerca a la cocina—. ¿Trabaja aquí? ¿Le queda mucho al desayuno?

Nova no le hace el menor caso y atraviesa las puertas metálicas. Con diecisiete años, la despidieron de un restaurante italiano por echarle un plato de carbonara por encima a un cliente que había reclamado su atención chasqueando los dedos como si fuera un perro.

Hay un hombre alto y delgado sentado en un taburete frente a la isla de acero inoxidable que ocupa la mayor parte de la cocina. Frigoríficos y estanterías repletos de recipientes de plástico donde se guardan los ingredientes se distribuyen por el resto del espacio. El hombre, con los ojos enrojecidos y los dedos alrededor de una botella de jerez, levanta la vista cuando entra Nova. Tiene hipo.

—No creo que hoy haya desayuno, cielo.

Nova le enseña su identificación.

—¿Señor Jeffries? Soy la inspectora Nova Stokoe —se presenta—. ¿Cómo se encuentra?

—Ah —musita él, con un temblor en los labios. Las lágrimas le resbalan por las mejillas y se tapa la cara con las manos.

Nova mira a su alrededor buscando un hervidor.

—¿Le apetece un té?

—Estoy bien, gracias —dice él, y se sirve un dedo de jerez en la taza de motivos florales que tiene delante. Las lágrimas se aferran a sus pestañas.

—¿A qué hora encontró los restos, señor Jeffries?

Gary se sorbe la nariz.

—Aún no había amanecido. Al principio todo estaba demasiado oscuro para verla. En esa habitación no hay luz.

Nova espera a que siga.

—Pero el olor, cuando entré... De no ser por ese olor, habría tropezado con ella. Nunca, nunca jamás había olido nada igual. Nauseabundo. Pensé que sería un pájaro muerto, que se habría colado. La verdad es que nadie sube nunca allí arriba. No quería pisarlo. Al pájaro muerto. Así que volví a salir, dejé la puerta abierta y encendí la luz del pasillo —dice. Lanza un profundo suspiro antes de proseguir—. Y allí estaba. Pegué un grito.

—Una reacción la mar de normal —lo consuela Nova—. ¿Entró en la habitación?

—¡Qué mierda iba a entrar! —responde con un resoplido burlón que se convierte en un sollozo. Se seca los ojos—. Cerré la puerta y bajé.

—En estos últimos días, ¿ha visto algo fuera de lo normal que le llamara la atención?

El hombre niega con la cabeza y frunce los labios en un gesto pensativo.

—Creo que no. No ha habido nada raro.

—¿Ningún huésped que se comportara de manera sospechosa?

—Todos los huéspedes se comportan así, inspectora.

—Muy bien, señor Jeffries. Gracias por su tiempo —dice Nova, levantándose y estirándose la chaqueta. Le entrega una tarjeta de visita—. Si recuerda algo más, llámeme.

Ha llegado a la puerta cuando el hombre la llama.

—Sí que vi a una mujer actuando, no sé, de una manera un poco extraña. Como si quisiera pasar desapercibida.

—¿Qué mujer?

Las puertas se abren y el maleducado del comedor irrumpe en la cocina, colorado.

—¿Dónde cojones está el desayuno? —le espeta a Nova.

—Señor, como bien sabe, se está investigando un crimen. La policía está tomando declaración al personal y a los huéspedes, por lo que le agradeceríamos un poco de paciencia y colaboración —dice Nova con voz tranquila.

—A ver, que tampoco hay que matarse mucho para sacar unos cereales, ¿no? —dice—. ¿Cómo se llama?

Nova sonríe y saca su identificación del bolsillo.

—Inspectora Nova Stokoe.

El hombre palidece y regresa al comedor chascando la lengua con gesto contrariado. Nova se vuelve hacia Gary, quien tiene los ojos clavados en las puertas, con la mirada perdida.

—¿De qué mujer me estaba hablando? —le pregunta Nova.

El hombre parpadea y sacude la cabeza.

—No sé.

—Hace un minuto lo sabía.

—Se me ha ido por completo... No sé qué iba a decir.

Nova frunce el ceño.

—Ya le volverá, estoy segura. Si recuerda algo, lo que sea, anótelo.

Al anciano del mostrador de recepción se le ha unido una mujer de cabello canoso y Nova supone que se trata de su esposa. Lleva el flequillo, muy corto, pegado a la frente por el sudor, y un cigarrillo se consume entre unos dedos de puntas amarillentas.

La mujer le tiende varias hojas fotocopiadas.

—El registro de clientes, cielo.

—Gracias. ¿Tienen cámaras de seguridad en alguna parte? —pregunta Nova echando un vistazo al vestíbulo, que tiene el mismo aspecto decadente que el resto del establecimiento.

La mujer niega con la cabeza.

—No, no tenemos tanta categoría. ¿Qué van a querer robar aquí?

—Igual deberían plantearse instalar alguna.

—Sí, bueno, supongo que ahora sí —contesta la mujer.

Cuando Nova sale a la calle, ya ha amanecido por completo. Tiene que inspeccionar los alrededores y sabe que la prensa no tardará mucho en aparecer por allí, así que debe darse prisa. Rodea el edificio hasta el pequeño y abarrotado aparcamiento de la parte de atrás, que no se ve desde la carretera. Hay más coches que en la zona delantera. Nova supone que el Towneley Arms es de esos hoteles al que los hombres de negocios llevan a sus amantes, por lo que no querrán que nadie vea sus coches. Se pregunta si el anciano también alquilará las habitaciones por horas. Si es así, en el registro faltarán nombres. Necesita una cámara de videovigilancia.

En la parte trasera del hotel no hay mucho más que una puerta contraincendios y una trampilla de sótano cerrada con candado, así que Nova se dispone a echar un vistazo a los edificios aledaños. Frente al establecimiento hay un concesionario de coches usados con un montón de cámaras aparatosas, pero todas apuntan hacia el interior, hacia el edificio y la zona de aparcamiento delantera. Cruza la carretera que pasa por delante del hotel y estudia el edificio contiguo al concesionario. Es una especie de almacén, pero no hay cámaras a la vista. Ocurre lo mismo con los demás edificios circundantes, naves destartaladas, algunas con aspecto de estar abandonadas y otras en uso, pero ninguna con cámaras susceptibles de recoger las entradas y salidas del hotel.

Justo acaba de darse la vuelta para irse cuando ve que un hombre la observa entre los edificios. Es el repartidor del hotel. Está fumando, pero cuando se da cuenta de que Nova lo ha visto, tira el cigarrillo al suelo y se escabulle en el edificio que tiene detrás. Nova se dirige al almacén. Queda tapado por el concesionario, pero una esquina sobresale lo suficiente para ser visible desde el aparcamiento del hotel. Al acercarse, el sol se refleja en un disco de vidrio en lo alto de la pared de chapa ondulada, casi oculto en la sombra de una tubería. Una cámara. Apunta directamente al Towneley Arms, de una manera que no puede ser fortuita.

Nova llama a la puerta, sobre la que cuelga un cartel donde se lee CARNES R. J. La puerta se abre casi de inmediato y aparece el repartidor.

—¿Sí? —pregunta.

—Hola, esta mañana le he visto en el hotel —dice Nova mostrándole un segundo su identificación— y me gustaría hablar con usted.

—No trabajo aquí, solo hago las entregas.

El hombre se apoya en el marco de la puerta y se enciende otro cigarrillo.

—¿Es usted el dueño de esta... fábrica?

Él ladea la cabeza.

—Tengo acciones.

—Me he fijado en que tienen una cámara apuntando al hotel.

—Mmm.

—¿Por qué?

El hombre se encoge de hombros.

—Por seguridad.

—¿Es que ellos no pueden instalar sus propias cámaras de vigilancia?

—Desde aquí se tiene un ángulo mejor.

—¿Podría ver las grabaciones?

El tipo la mira de arriba abajo, apaga el cigarrillo en la pared y se lo coloca detrás de la oreja antes de entrar en el almacén e indicarle a Nova que lo siga con una seña.

Las luces que penden del techo alumbran ciertas zonas con una luz cruda y dejan el resto entre sombras. La pared del fondo está recorrida por ganchos de los que cuelgan cadáveres de cerdo. Un puñado de personas vestidas con petos de plástico trabajan alrededor de una cinta transportadora, algunas embutiendo trozos de carne —huesos incluidos— en la boca de una máquina, otras recogiendo y empaquetando la carne picada y la masa rosácea que sale por el otro lado. La nave huele casi peor que el cadáver.

El hombre conduce a Nova a un despacho diminuto pero ordenado. Varios archivadores ocupan las paredes, en las que también hay adosados tres monitores sobre una mesa. Cada pantalla muestra la imagen de una cámara. La de la derecha graba la puerta principal del Towneley Arms. Es evidente que está enfocada al máximo, y aunque la calidad deja bastante que desear, es pasable.

—Ahí lo tiene —dice el hombre, señalando la pantalla.

—Quisiera las cintas de los últimos quince días.

Él se la queda mirando hasta que Nova se percata de que ha alargado la mano y está frotando el pulgar en círculos sobre los dedos índice y corazón. Nova se echa a reír.

—Muy bien, en ese caso... —dice el hombre, encogiéndose de hombros y apretando el botón del monitor—. Parece ser que no tenemos las grabaciones. Hemos debido de perderlas.

—También puede darme las cintas y ahorrarse que le pregunte qué hace grabando el hotel —repone ella.

Él la mira como si no comprendiera.

—Y también fingiré que no he visto eso —prosigue Nova, indicando con la cabeza la bolsita de polvo blanco que hay en la mesa.

—Me parece bien —dice el hombre, y se da la vuelta hacia el estante de cintas etiquetadas, buscando las que le han pedido.

Nova echa un vistazo a su alrededor. En una pared cuelga el calendario del año anterior de Page Three, vuelto en el mes de junio. Una rubia en topless está tumbada en un banco de jardín rodeada de flores y pájaros. Alguien ha escrito BONITAS TETAS en un bocadillo junto a la boca.

Nova se estira y pausa la cinta. Hasta el momento ha visto las grabaciones de los tres días anteriores a Año Nuevo y aún no ha encontrado nada que valga la pena anotar. La cámara de videovigilancia solo recoge a empleados saliendo a hurtadillas para fumarse un cigarrillo y alguna que otra parejita de amantes de los atardeceres aparcando en la parte trasera y entrando con disimulo por la puerta principal. Se levanta en busca de un vaso de agua y regresa a la mesa, sobre la que descansa los pies, apoyándolos en una esquina. Hay ocho mesas apiñadas en el ático reacondicionado de la comisaría, después de que la inundación de tres años atrás dejara la segunda planta inutilizable. La superintendente siempre parece quedarse sin fondos cuando toca renovar las oficinas, así que los inspectores tienen que encorvarse sobre sus mesas entre la penumbra de las vigas, como murciélagos.

—¿Café? —le pregunta Paul Cleary cuando se levanta.

A Paul lo ascendieron a inspector en septiembre y Nova lleva sufriéndolo desde entonces. Entraron en el cuerpo al mismo tiempo, pero Nova había subido escalafones más rápido que él y sabía que Paul le guardaba rencor por superarlo promoción tras promoción y por resolver los casos que le asignaban. Una vez lo oyó cuchichear con un compañero que solo la promocionaban porque era mujer y que a saber cómo salía el invento. Nova se echó a reír. Si continuaban ascendiéndola, era porque hacía su trabajo de puta madre, al menos hasta la fecha.

—Dos azucarillos —dice Nova, sin apartar los ojos de la pantalla.

Al cabo de unos minutos, Paul le deja una taza delante. Nova nota que está mirando algo por encima de su hombro.

—Vaya, ¿hoy no haces el crucigrama? —comenta Paul con su voz nasal.

Nova se pone tensa.

—Mi caso ha tomado un rumbo interesante —contesta ella.

—Eso he oído, sí —dice Paul. Se inclina y baja la voz—. Entre tú y yo, colega, me sorprende que la inspectora jefa no te lo haya quitado.

Nova se da la vuelta y lo mira, resentida. Todo el mundo está al tanto de su último gran caso. Paul sonríe y regresa a su mesa mientras Nova reprime las ganas de mandarlo a la mierda. En esos momentos, lo mejor es llamar la atención lo menos posible.

Va por las 19:03 del día de Nochevieja. Ha ido llegando gente para la fiesta que se celebrará por la noche, pero no ha visto a nadie particularmente sospechoso, nadie con una bolsa lo bastante grande. Nova bebe un trago de café justo cuando una mujer cruza la pantalla con prisa. La mujer mira atrás un instante antes de atravesar las puertas del hotel. Nova rebobina la cinta y la mujer vuelve a cruzar la pantalla. La imagen es demasiado granulada para distinguir sus facciones con claridad, pero Nova conoce esos andares, esas hechuras. Acerca tanto la cara a la pantalla para tratar de distinguir las facciones de la mujer que la electricidad estática le hace cosquillas en la nariz, pero está completamente segura. Reconocería a Kaysha Jackson en cualquier sitio.

4

Kaysha

3 de enero de 2000

Kaysha se sienta en un sillón y mira a Sarah mientras duerme. Unos minutos antes, al llegar a casa, Sarah respiraba de manera tan leve que le había puesto una mano delante de la boca para asegurarse de que estaba viva. Es la primera vez que Sarah duerme como es debido desde Nochevieja, así que Kaysha no se plantea despertarla, ni siquiera para decirle que el plan ha funcionado, que ha visto llegar al hotel a la policía, al forense y a los investigadores antes del amanecer, desde el coche, y que luego, finalmente, ha aparecido Nova Stokoe.

En Nochevieja, le costó convencer al grupo de que dejaran la cabeza de Jamie donde la habían encontrado. Prácticamente todas querían llevarla a algún lugar apartado y enterrarla, quemarla, tirarla a un lago o alquilar un barco y lanzarla al mar, eliminar cualquier prueba de la habitación y rezar para que no hallaran el resto del cuerpo, dondequiera que estuviera. Creían que en las noticias se hablaría de la desaparición de Jamie durante un par de semanas y luego lo olvidarían, que quizá se sospecharía de Sadia, porque la esposa siempre es la primera sospechosa, pero que la gente le diría a la policía que eran muy felices, que estaban locamente enamorados, que eran la pareja perfecta y, con suerte, ella no iría a la cárcel. Kaysha se preguntó si habría sido ella, aunque parecía poco probable, porque Sadia daba la impresión de ser una persona muy equilibrada, pero si alguien era capaz de enfurecer a otro hasta el punto de desear matarlo ese era Jamie Spellman.

Kaysha las escuchó mientras cuchicheaban acerca de cómo deshacerse de la cabeza, pero tenía que impedírselo. Era demasiado arriesgado dejar cualquier cosa al azar. Tuvo que ingeniar algo a todo correr, unir los puntos por las demás, explicarles el plan a medida que lo iba elaborando.

Como periodista, el trabajo de Kaysha consiste en observar a otros sin que se den cuenta, armar la información y tejer un relato, y se le da bien. Cuando no está trabajando, suele observar a gente a la que no debería observar. Estuvo vigilando a Jamie Spellman durante más tiempo del que nunca le había dedicado a nadie. Siguió a todas las mujeres antes de abordarlas. Desde que rompieron, había estado observando a Nova, y por eso mismo sabe que en esos momentos está investigando la plaga de sacrificios de animales que asola la ciudad, acompañados del dibujo de un sello rodeado de runas que representa una serpiente enroscada. Kaysha también ha estado encima del caso y sabe que las culpables son un grupo de chicas adolescentes. Se lo habría contado a Nova si se hablaran, pero como no es el caso, se lo ha pasado bien viendo cómo las chicas daban esquinazo una y otra vez a la inspectora.

Las mujeres de la habitación del hotel confían en Kaysha más que en las otras porque fue ella quien las reunió en un principio. Por lo que ha podido averiguar, son las mujeres a las que Jamie ha hecho más daño.

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