Una novela negra es aquella que tiene en su corazón un hecho criminal que genera una investigación. Lo que ocurre es que una buena novela negra investiga algo más que quién mató o quién cometió el delito, investiga a la sociedad en la que los hechos se producen. Empieza contando un crimen, y termina contando cómo es esa sociedad.
PACO IGNACIO TAIBO II
We wonder what a hedgehog
Has to hide, why it so distrusts.
We forget the god
Under this Crown of thorns.
We forget that never again
Will a god trust in the world.
Nosotros nos preguntamos qué es lo que el erizo
Tiene que esconder, por qué desconfía así.
Olvidamos el dios
Bajo esta corona de espinas.
Olvidamos que ya nunca más
Un dios confiará en el mundo.
PAUL MULDOON, Hedgehog
Operación Solitario
Rumió juramentos, masticó maldiciones, mezcló con café, aliento y niebla toda aquella metralla y la escupió en el suelo.
—¡Es el clima del país! —dijo el doctor.
—Esto no es clima. ¡Es mal tiempo! Una mierda de tiempo.
La mirada inspectora de Estanis recorrió lo impenetrable. Un cielo caído en la cuenca del río. Si yo fuese la niebla, me retiraría.
—En la previsión no daban esta putada.
Pegó una bofetada al aire.
—Mirad, puede recogerse a puñados. ¡Fardos de niebla!
En la espesura, aboyaron dos cuervos. Un volar de borrones, desaliñado, rayando el horizonte. Pero parecía que también eran ellos quienes tiraban de una brisa del sur.
—¿Cuándo va a levantar, Dombo?
Los dos cuervos se posaron en el chamizo, aquella ruina de árbol quemado por el rayo. Reconocía las voces. Un graznar que sonaba a campanadas roncas.
—No hace frío y el sol viene limpio. Con un soplo del sur, en hora y pico levanta.
Me acarició la nuca. A su manera.
—¡Este sabe cosas que nadie sabe!
Me quería mucho, Estanis. Me quería como a un perro.
—Él graba todo. Y le queda todo aquí —dijo repicando con dos dedos en la frente—. Cuando lo parió, la madre tenía una llave debajo de la almohada. ¡Y funcionó!
Le hacía gracia lo de la llave. Desde que se lo contaron en la casa de Chorima, era el gran asunto de mi biografía.
—El único de nosotros que puede contar las hojas de un roble y no falla una.
—Eso lo hace un pasmarote cualquiera con una aplicación en el móvil —dijo Meco.
—¡Qué carajo va a hacer! ¿Cuántos huesos tiene el cuerpo humano, Dombo?
—El cuerpo, doscientos seis; y el puerco, doscientos veintitrés.
—¡Esa es buena! —dijo el doctor.
Lo sabía por el Otro, mi padrino y tío Antón. Humorista, cantante y vendedor de enciclopedias. ¡Ah, y ciclista! Toda la vida queriendo saber. Toda la vida haciendo reír. Pobre.
—Voy a probar el nuevo visor —advertí.
A Estanis le enojaba mucho que anduviéramos maniobrando con las armas antes de tiempo. Así que anuncié: «Zoom variable de doce aumentos. Oferta en la tienda virtual El Disparo Perfecto».
De espaldas al Refugio, apunté ladera arriba. El alba iba exhumando los cachopos, aquellos huesos de árbol en el alto del pastizal.
—¿Qué miras?
Lo tenía en el visor. Como un velo gris plata deshilachado y desprendido del gran empaque de la niebla.
No corría. Tenía un andar desgarbado. Ascendía por la ladera con la pereza de quien viene de una larga noche.
Más que mirar atrás, ladeaba la cabeza como quien escucha y desmiente lo que dicen a sus espaldas. Ese a quien miraba por el visor me recordaba a alguien. Me recordaba a mí. Estoy seguro de que sabía que lo tenía en el punto de mira. Estoy seguro de que sabía también que no iba a disparar.
—Hasta que empiece la batida, nada de tonterías —advirtió Estanis—. ¡Las manos, en los cojones! Es el mejor sitio. Hoy traje la navaja de capar.
Tal como estaban las cosas, no parecía una broma. En la última cacería, a uno al que se le escapó, o no se le escapó, un tiro al cielo le dijo: «¿Sabes lo que es el disparo vertical? Ahora deberías quedarte ahí, clavado, hasta que viniese la bala de vuelta».
—¿Qué carajo miras? —insistió Meco.
—Es el Divagante —le dije.
No me caía bien Meco. Tenía un taxi y ni que fuese una limusina con piscina dentro. Todos hacíamos bromas, pero a mí él me trataba como a un pagano. Esas cosas: Le llueve en el tejado, Tiene el casco averiado, Le falta un riego, Le anda el viento en las ramas, Juega con los suplentes, Le falta un hervor, No se aparta bien de los coches, Está a menos cuarto, Le falta una patata para el kilo, No lleva los patitos en fila. Y así todo. De esos que se ríen de sus chistes antes de contarlos. Quizás porque yo era el más joven, o porque en la cuadrilla era el único natural de Tras do Ceo, el mozo del lugar, y me tocaba cargar con la basura. O porque me consideraba un papanatas. No es el único imbécil que me considera un imbécil.
—¿El qué?
—El Divagante. Es un lobo, un macho joven que dejó la manada y va por libre. No se aleja del todo, pero anda a su aire.
—¡Hombre! ¡Como ese jabalí que venimos a cazar! Aquí, todo dios va por libre.
—Sí, pero el Solitario no siempre anduvo solo. En las piaras, quienes mandan son las hembras. Y él era bien recibido. Es lo que cuentan.
—¿Y tú lo viste alguna vez? —preguntó Meco.
Podía mentirle o no. O las dos cosas.
—Creo que sí. Era de noche. En una baña. Los jabalíes son muy limpios.
—El Divagante, el Solitario, un lobo chiflado, un macareno asesino... ¡Esta montaña parece un circo, carajo!
Meco tenía una voz chillona. Cuando hablaba me dolía detrás del ojo. A mí no me gustaba. Creo que a Estanis tampoco. Al menos, en el tiempo de caza. Lo irritaba. Eso parecía. Por lo demás, eran muy colegas. Ellos dos. Amadeo, el constructor. El cabo Bruno. El Piloto. Y el doctor Muriel.
—Si gritas así, te va a oír.
—¿Quién?
—El loco ese, el verraco. Oye andar a un sapo y nadar a una rana.
—¿Comen sapos?
—Comen de todo —masculló Estanis.
—¡Hasta comen taxistas! —dijo el doctor.
Muriel consiguió unas risas. Desde que llegamos al Refugio, era el único que mantenía el buen humor. De vez en cuando, preparaba y ofrecía café. Los demás, impacientes, esperábamos que abriese la niebla. Que empezara a verse algo. Pero lo único que salía de la niebla, desde lo invisible, era el ladrar de los perros y alguna orden de los batidores. Ladridos intermitentes que perforaban galerías en la espesura de la boira. Contrariados. Malhumorados. Encrespados. Como nosotros. Habíamos venido en busca de un prófugo. Pero era la montaña entera la que se escondía.
Para Estanis, en la explanada, con el rifle colgado al hombro, remangado y de brazos cruzados, ceñudo como un instructor militar harto de su tropa, parecía una cuestión muy personal. Una rebelión, un desorden de la naturaleza.
—¡Espesa como bosta! Dombo, ¿abre o no abre?
—¡Tranquilo! Nunca llovió que no escampara —exclamó el doctor a su manera distendida.
Estanis se volvió hacia él como un cañón giratorio.
—Al que inventó eso habría que colgarlo de los pies.
Si las cosas se torcían, era un problema de las cosas. Pero él no pararía hasta ponerlas en su sitio. Fuese una persona o una niebla imprevista.
Lo conozco desde hace tiempo, desde chaval. Acompañé a mi padre a la ciudad, a la notaría donde él ya trabajaba y donde ahora ejercía de Oficial Mayor. Ya entonces decía Eutel, mi padre, que quien hacía las escrituras, el verdadero notario, era Estanislao. Que el alto jefe, el señor notario, más que leer, anda a pillar erratas como quien busca piojos, ordena corregirlas, firma y cobra. Te da la mano, si te la da, y adiós muy buenas. La relación, al principio, vino por ser parientes lejanos. El padre de Estanis era tío de mi padre. Había trabajado en el Matadero de Orzán. En sus buenos tiempos de matachín, decía Eutel, él, por su mano, liquidaba cada mes sesenta vacas, mil becerros, ochenta carneros y trescientos cincuenta cerdos. Un torrente de sangre y despojos que iban a parar directamente al mar. Cuando íbamos a aquella playa tenía miedo a bañarme por si volvían las olas con tantos años de muerte. Imaginaba al padre de Estanis como un gigante cubierto de pieles de animales sacrificados. Cuando me lo presentaron, la única vez que lo vi, resultó ser un hombre flaco, encorvado y más bien menudo. Como la mitad de su mujer. Me dio un caramelo con sabor a café. No hablaba nada y parecía estar ausente. La mujer, tía Fina, debió de notar mi inquietud al mirarlo, porque me contó en tono confidencial: «Él siempre fue muy callado y oír nunca oyó bien. Por no decir que era sordo. Disimulaba, y cuando se dieron cuenta en el Matadero, ya habían pasado meses o años. Fue una suerte para él. No oír los gemidos de los animales cuando los mataba. Vivíamos cerca, y aquel llanto entraba y recorría la casa como si el mar levantara el tejado». Me di cuenta de que la mujer tenía un manojo de nervios en la mirada: «¡Qué martirio! Pero solo yo lo oía».
Estanis estudió algo de Derecho. Mi padre siempre dice que era brillante, de matrícula, pero no llegó a terminar la carrera y entró en la notaría. Quería trabajar. Comerse el mundo. Y nosotros éramos parte de ese gran pastel. Siempre fue nuestro hombre en la ciudad. Cualquier gestión, con papeles o sin papeles de por medio, pasaba por sus manos. No se daba un paso sin tener su bendición.
Mi padre y Estanis se entendían de maravilla, sí. Eran dos gruñones ambiciosos. Para ellos, el mundo iba estupendamente mal. Era un valle de lágrimas. Y ese lugar, en parte, era de nuestra propiedad. El valle de Tras do Ceo. Estanis convenció a mi padre. El valle de lágrimas podía ser un gran negocio.
La estrategia del silencio
Meco apuntó con el rifle a la cabeza del doctor Muriel. Fue solo un instante, cosa de un segundo, y la mayoría ni se enteró.
Muriel sí. Y respondió a su vez apuntando con el dedo índice como si fuera el cañón de un revólver imaginario.
—¡Has estado a punto de perder el desequilibrio, forastero! —dijo con una sonrisa.
Pero Estanis también se había dado cuenta. Y fue de golpe hacia Meco, echando humo. Pensé que lo iba a agarrar por aquel cuello grueso como el fuste de una columna.
Se encaró.
—¿Estás loco? ¡No vuelvas a hacer eso!
—¡El seguro puesto, mi capitán! —dijo Meco en voz alta, poniéndose firmes, imitando el ademán marcial. Añadió, bromista—: ¡Solo le quería dar en la pluma del sombrero tirolés!
Muriel llevaba un sombrero, pero no era tirolés ni tenía pluma ninguna. Un panamá. Como siempre, su vestimenta era diferente de la del resto. La mayoría llevaba chalecos y pantalones de camuflaje estilo militar. Él vestía una chaqueta de caza austríaca, camel y verde, un pantalón Muflón de cazador de ciervos y botas Beretta. Lo sé porque lo primero que hice fue fotografiarlo con el Chisme y luego frotar en el buscador. Era información. Quizás algún día... ¿Por qué no?
—Mira, Meco. El monstruo que todos llevamos dentro, tú lo llevas por fuera.
—¡Ya empezamos con las indirectas!
Estanis sonrió por vez primera. Me fastidiaba, pero yo sabía que, en el fondo, se llevaba muy bien con Meco. Mofarse de Muriel, cuando estaban en confianza, era una de sus diversiones. Me gustaba hurgar en los canales, así que no era la primera vez que los escuchaba por el walkie-talkie. Hablaba Estanis: «Desde lo de la puta del Edén, el doctor anda con pies de plomo. Ya sabes lo de la niña. Si se entera su mujer, lo hunde en la miseria». Hablaba Meco: «Pero ¿sigue pagando?». Hablaba Estanis: «Afirmativo, afirmativo. Duroc está en prisión, pero él sigue apoquinando. Tiene que pagar el silencio». Y esto y lo otro, hasta que Estanis decía: «¡Cambio y fuera!».
Todos amigos. Todo listo.
—Hoy no podemos fallar, Meco —dijo Estanis—. No te olvides de que hay un asesino en el monte. Tú eres nuestro Marksman. ¡El infalible!
—¡A sus órdenes, mi capitán!
El Oficial Mayor había leído la noticia del suceso en la Gazeta y me llamó de inmediato. Sí, yo conocía a Roi Vello y le conté lo que sabía de él. Con la mediación y la compañía del cabo Bruno, pudimos visitar en el hospital al veterano cazador de Tras do Ceo. Ya había pasado lo peor. Era su primer día fuera de la Unidad de Cuidados Intensivos y hablaba como un resucitado.
—El hospital es un mal sitio para morir —dijo—, pero muy bueno para recordar.
Roi Vello nos contó con todo detalle cómo había sido aquella jornada, hacía quince días, en que fue a dar con el Solitario. Llevaba mucho tiempo pensando en cazarlo. Había participado en monterías y batidas. Iba también con algún compañero, con los que tenían los mejores perros, como lo era su gascón Cambre, recorriendo el mapa secreto del