Prólogo
Al borde del lago
Sumergí un pie en el agua y la piel se me erizó a pesar de que el sol bañaba con fuerza el embarcadero. No escuché la algarabía de fondo, y eso que era notable. Hacía ya tiempo que se había instalado en mi interior un sonido extraño, un zumbido que se mimetizaba con el ruido del agua y con la ligera brisa que mecía mi pelo.
En ese momento deseé tirarme al lago, nadar hasta que las fuerzas me abandonasen y flotar bajo el cielo de este país tan diferente del mío. Imaginé que por un instante podía dejar de ser la mujer que era, en todos los roles que se me habían pegado a la piel: la madre, la hija, la esposa, la amiga, la hermana.
Podría convertirme solo en Victoria, esa que burbujeaba emociones que anticipaban un cataclismo inminente; emociones que hablaban de frustración, angustia, ilusión o anhelo y que rebotaban contra las paredes de mi cuerpo, desestabilizándolo por primera vez en la vida.
Mi pragmatismo habitual tomó las riendas, de nada me serviría hacerme la muerta en medio del lago; como mucho, mi familia, con lo exagerada que era, llamaría a los que patrullan las aguas y en vez de relajarme y tener una revelación, me caería la del pulpo. Sonreí de medio lado y hundí más el pie en el agua, hasta el tobillo. Me sobresalté y apreté los dientes.
«Nunca has sido cobarde, Vic, no lo seas ahora».
Me deslicé al lago por cabezonería, por demostrarme a mí misma que seguía siendo la de siempre y que saldría del atolladero en el que estaba metida. El agua me aguijoneó sin piedad y sentí que la pierna se me enredaba en los juncos de la orilla, pero emergí a la superficie con el cuerpo despierto y vivo, tanto que me hizo coger aire a bocanadas ansiosas y hambrientas. Nadé para entrar en calor, pero, al cabo de unos minutos, desistí y volví a mi sitio en la punta del embarcadero.
La piel se me estiró, tonificada y fresca, como si alguien le hubiese aplicado un ungüento de mentol. Y la sensación de bienestar fue tan sorprendente que me planteé repetirlo, previo paso por la sauna a ochenta grados. Creo que era la única de mis hermanos que no había cumplido el ritual y no iba a ser menos.
Mi vista se perdió en el lejano horizonte y logré no pensar en nada. No fue fácil, porque eran demasiadas las cosas que había intentado dejar en casa y que me habían seguido hasta Finlandia, el país en el que estaba de vacaciones. La discusión con mi marido justo antes de venir, mi propia incomodidad con la vida que llevaba, un instante robado bajo la sombra nocturna de los naranjos, mis secretos, que cada vez pesaban más…
Me distraje con el sonido de unas pisadas sobre la madera y pensé con fastidio que sería alguno de mis hermanos. No es que no quisiera hablar con ellos, sino que sabía que estaban esperando el instante exacto para abordarme e intentar averiguar qué me ocurría.
Era obvio que se habían dado cuenta de que no estaba como siempre. No hacía falta ser muy listo para percibirlo. Pero no quería hablar. Solo ansiaba tener en algún momento el suficiente tiempo y tranquilidad para entender todo lo que me estaba ocurriendo.
A veces deseaba poder desaparecer y refugiarme en un lugar donde nadie me hablase, me llamase o requiriese algo de mí. En mi imaginación recreaba una habitación con una cama enorme, de sábanas blancas y limpias, frente a la cual había una ventana con cortinas de lino que ondeaban con la brisa marina. Un libro, una botella de agua fresca y silencio, solo pedía eso.
Pero la realidad era que tenía tres hijos a los que me dedicaba a tiempo completo, porque ya ni siquiera era parte del tándem que había formado con Leo para conseguir más clientes para su estudio de arquitectura. Ahora se bastaba él solo y yo empleaba mi tiempo en vivir una vida que muchas querrían para sí.
El problema era que yo no me consideraba el resto del mundo. Sabía que eso sonaba muy pretencioso, pero era la realidad.
Alguien se sentó a mi lado y su calmada energía adolescente me llegó sin mirarla. Gala estaba disfrutando de las vacaciones, le encantaba estar en familia y sabía que los paisajes sobrecogedores de Finlandia la estaban inspirando para eso que escribía a escondidas y que creía que ignoraba. Le pasé un brazo por encima y dejó caer la cabeza sobre mi hombro: toda ella tan suave, todavía algo infantil, apasionada de los clubs de lectura y de no seguir moda alguna.
—Estoy enamorada de Mía —me dijo, refiriéndose a mi sobrinita, la hija de mi hermana Elisa y el motivo por el que todo el clan Olivares estaba en una diminuta isla en medio de un lago finlandés. Le di un beso en el pelo.
—Lo estamos todos, está para comérsela.
—La abuela no la deja ni a sol ni a sombra —se quejó con la boca pequeña, y sonreí.
—Es normal, tiene que aprovechar el tiempo. Ya sabes cómo se las gasta con sus nietos y a esta, que la tiene lejos, se le pega como una lapa. Pero tú haz codos, Gala, que eres la preferida de tu abuela y a ti no te va a poner caras raras.
—¿Cómo es eso de que Gala es la preferida de la abuela?
Escuché un bufido a mi lado y no pude sino reírme. Minerva era silenciosa como un gato y no había notado su presencia. La miré con amor, orgullosa de su pelo de leona y sus ojos oscuros y fieros, y la apreté contra mí. Mimi se quejó, fiel a su mala baba con el mundo y a sus trece años, pero, en el fondo, complacida.
—No te hagas la tonta ahora, sabes que Gala se gana mejor a la abuela que tú.
Minerva le echó un vistazo a su hermana y sus ojos se dulcificaron. No podían ser más distintas la una de la otra, pero se adoraban.
—Eso te crees tú, mamá.
Y puso esa cara de interesante que la hacía ser popular, líder y carismática. Nada que ver con Gala, que prefería pasar desapercibida, a pesar de ser mucho más fuerte. Mimi se parecía demasiado a mí para no saber de sus sombras.
—¿Qué haces aquí sentada tan aburrida? —Mimi no podía estar callada ni debajo del agua—. Te falta probar el paseíllo sauna-lago, ¿te animas con nosotras?
—Eh, conmigo no cuentes, que ahora que he entrado en calor paso de meterme otra vez en esa cubitera —soltó Gala, pero sabía que lo tenía perdido frente a Mimi. Presentí que mi rato de tranquilidad se había terminado y les dije que haría de tripas corazón si ellas me acompañaban.
El rol de madre se me deslizó por la piel con facilidad y disfruté del rato con mis niñas. En casa la rutina se comía los días, y ocasiones como esa no solían ser habituales, así que me convertí en una adolescente más y creé recuerdos para el futuro, de esos bonitos que atesorar y que iban más allá de unas imágenes de archivo en la mente.
Presentía que la vida de nuestra familia iba a cambiar, y quería crear colchones lo más gruesos posibles para que la caída fuese menos dura.
Reconozco que me cobijé en mis chicas más de lo normal, y lo hice plenamente consciente. No tenía ganas de que el resto me atosigase con preguntas e intuía que mis hermanos no me iban a dejar irme de rositas. Y más en este momento, en que todos vivían fuera y no estaban acostumbrados a verme, por lo que les habría chocado mi aspecto y lo que proyectaba.
Hasta yo misma sabía que me encontraba como en modo ahorro de batería. Además de demasiado delgada. Siempre me he cuidado, pero entonces era una flaca de esas sin jugo que dan grima solo de verlas.
Y eso que en Finlandia se me había abierto un poco el estómago. Quizá fuese porque Leo no había venido conmigo —el viaje coincidía con las pruebas de acceso a la universidad de David, mi hijo mayor, ya que este año se han retrasado por diversas huelgas en el sector educativo—, y me había sentido liberada. O porque aquí la materia prima era tan sabrosa que lo único que había hecho había sido comer fresas con nata y diferentes panes que me moría de ganas de emular en casa.
Ese día, como era la noche de San Juan, hicimos una barbacoa hasta las tantas e incluso disfrutamos de música improvisada gracias a la guitarra del novio de Alba, la sobrina de mi cuñado. Mi hermano Marcos me surtía de cerveza y salchichas con mostaza, Elisa cedió a Mía a los cuidados de Gala y se sentó a mi lado, y mi hermana pequeña, Nora, se puso a preparar unos crepes que tenían uno de esos nombres fineses impronunciables.
—Muurinpohjalettu —especificó Elisa cuando le pregunté cómo se llamaban—. Son muy típicos del verano.
—Vaya tela cómo has aprendido el idioma, Eli —comentó Marcos a la par que abría una botella—. No habría dado un duro por ti.
Ella se encogió de hombros y sonrió. Estaba más guapa que nunca, el ser madre y la felicidad que había vuelto a encontrar con el que había sido su marido, Mario, la hacían resplandecer.
—Ni yo. Pero entre este idioma y yo hay una historia de amor curiosa. Es el país, que se empleó a fondo para conquistarme.
—Igual que el padre de tu hija, no te digo. Todavía me acuerdo de la boda de Alberto cuando nos decías que no querías volver a tener nada con él…
Nos reímos y Elisa hizo un gesto gracioso.
—¿Quién soy yo para llevarle la contraria al destino?
Nora se arrodilló frente a nosotros con el enorme crepe en un plato de cerámica y nos dio unos tenedores a cada uno. Probé un trozo y la dulzura de las fresas, la nata y el helado de vainilla me hicieron gemir del gusto.
—Si quieres, te hago uno solo para ti —se ofreció Nora, pero sacudí la cabeza.
—Así está bien, no te preocupes.
Noté miradas entre ellos y resoplé.
—Ya sé que están[1] preocupados, lo entiendo. He bajado demasiado de peso, pero ya le estoy poniendo remedio.
Marcos me echó un vistazo con las cejas levantadas.
—Ya sé que lo harás, no eres tonta. De hecho, eres la más lista de todos nosotros. Lo que me preocupa es lo que hay detrás de eso.
Bajé la cabeza y la niebla se arremolinó en mi interior.
—Muchas cosas, Marcos, tantas que ni yo misma lo sé. Pero no quiero hablar de esto ahora. El viaje me está sirviendo para respirar mejor. No me hagas volver a lo que vivo todos los días.
Más miradas alarmadas entre ellos. Suspiré cansada.
—Vale, no ha sido la mejor la mejor manera de expresarlo. Aun así, no quiero ponerme esta noche en modo confesionario. Lo que me pasa son cosas mías, de preguntarme si esta es la vida que quiero seguir llevando. A casi todos ustedes les ha ocurrido antes o después, así que deberían estar curados de espanto. Solo pido un poco de espacio y tiempo para entenderme.
—Tiempo que no tienes de forma habitual —concluyó Elisa. Ella era la que mejor conocía mi vida, no en vano solo hacía un año que se había ido de Tenerife.
—Exacto.
—Entonces, hagamos que en estas vacaciones dispongas de unas horas extra —propuso Nora, y Marcos asintió.
—Nosotros encantados de ejercer de tíos con las niñas, sabes que las adoramos.
Parpadeé, repentinamente emocionada, y eso me sorprendió. De todos ellos, yo era de lejos la más fría y seca. No por nada en especial, era mi carácter. Me preocupaba por ellos igual, pero era menos efusiva al expresarlo.
—Gracias —dije en voz baja, y recibí muestras de cariño que no pasaron inadvertidas por mi madre. Evité sus ojos y me prometí que ya tendría tiempo de hablar con ella en casa.
Más tarde, la magia del sol de medianoche me permitió escaparme un rato a solas conmigo misma. Evité la zona de la hoguera, donde había visto desaparecer a Elisa y a Mario, que seguían de luna de miel, y me fui al otro lado de la isla, desde donde divisé otras hogueras en las orillas cercanas.
El lago parecía un espejo y la claridad de la noche sin noche resultaba reconfortante en su silencio casi sobrenatural. Replegué las manos en las mangas del suéter, con un escalofrío repentino, y me abracé las rodillas.
Solo ahí fui capaz de pensar en todo lo que tenía encima.
La caída en picado de mi matrimonio tras dos décadas de recorrido juntos.
Mis ganas de romper el molde que yo misma había creado.
La ansiedad por no saber si iba a ser capaz de volver a ser yo.
Mis secretos, que se revolvían en mi interior, pugnando por salir.
Y, por último, los ojos grises de Bastian Frey.
No logré sacudirme de encima el recuerdo vibrante de su piel rozando la mía, como si la hubiesen hecho para mí.
«Victoria Olivares, de esta no te salva ni MacGyver».
PRIMERA PARTE
La historia de los Beckham
2003-2023
1
Victoria
Cuando conseguí mi primer trabajo, justo después de terminar la carrera, mis padres me regalaron un maletín. En aquella época —principios del nuevo milenio—, todavía era un símbolo de seriedad y cierta clase, esa que los veinteañeros recién salidos del horno queríamos imprimir a nuestra inseguridad y escasa experiencia.
Mi maletín era de un lustroso cuero negro con unos cierres dorados que ocultaban diferentes compartimentos la mar de prácticos, e igual a otras decenas de maletines que se veían por la plaza de la Candelaria, en pleno centro de la capital isleña. O lo habría sido de no haberlo customizado con cintas de terciopelo en algunas costuras estratégicas, un parche que me había traído una amiga de Nueva York y un llavero lleno de bolas de colores que tintineaba gracias a un pequeño cascabel camuflado.
El maletín rezumaba estilo propio, y eso fue lo primero en lo que se fijó la mujer que luego me contrataría, la dueña de una de las tres agencias de publicidad y medios de la isla que protagonizaban encarnizadas luchas entre ellas desde hacía años. Supongo que entré en FaroA Publicidad en parte por lo que prometía ese maletín, pero también porque estaban buscando a alguien sin experiencia para cambiar un poco el perfil de ejecutivos de la agencia y, por supuesto, porque bordé las diferentes entrevistas que me hicieron.
Es cierto que ser la mayor de cuatro hermanos había desarrollado mis habilidades organizativas y de persuasión —gracias a Marcos y su mal comer de bebé—, pero siempre hubo algo en mí que me hizo destacar. No sé si se trataba de mi rapidez mental, el tener una respuesta preparada en cualquier momento y el ser capaz de ver el conjunto antes que lo individual —muy útil en resolución de problemas—, pero siempre fui de esas chicas que tenían opiniones firmes y una seguridad aplastante a la hora de defenderlas, aunque no tuviese ni idea de lo que estaba hablando.
Eso no me granjeó demasiada popularidad durante la adolescencia. Era lógico: si tu amiga adolescente lloraba como una magdalena porque fulanito la había dejado, y tu reacción consistía en decirle que el amor era una mierda y que sería tonta si sufría por él, estaba claro que buscaría consuelo en otro lugar más comprensivo.
Pero eso siempre me dio igual porque desde muy joven tuve a Jorge y a Arume y, con ellos, me sobraba el resto del mundo.
Jorge era un vecino de toda la vida de mi calle, una trasera de la zona de la iglesia de La Concepción, en La Laguna. Nos conocíamos de jugar desde pequeños con el resto del grupo, aunque, rápidamente, sus intereses viraron hacia el fútbol. Y yo, como no iba a ser menos, me convertí en la única de la calle que también metía goles y que escuchaba El Larguero todas las noches, aunque lo combinase con mi afición a leer la Ragazza y probar sus tips de maquillaje.
Entre Jorge y yo siempre hubo una sintonía especial, algo que jamás confundimos con sentimientos amorosos. Él era mi amigo, y yo, su compinche del alma, y a pesar de que se fue a jugar a primera división a la península y yo me quedé trabajando en la isla, nunca pasó una semana sin que hablásemos y nos pusiésemos al día. Jorge siempre fue casa, hogar, un hermano que sumar a mi extensa familia.
Arume llegó a nosotros como lo hacen muchos en nuestra ciudad natal. En el edificio de enfrente de mi casa había varios pisos de estudiantes y como ella venía de El Hierro para estudiar Enfermería, se había juntado en uno de ellos con varios jóvenes de su isla. La vi asomarse al balcón un par de días antes de que comenzasen las clases y me llamó la atención por su melena negra y rizada, con un estilo que ahora se admira pero que en aquel entonces resultaba un tanto extravagante.
La segunda vez que coincidí con ella, Jorge y yo volvíamos a casa con un par de cervezas de más encima —el presupuesto no nos daba para copas—. Nos la encontramos en el exterior de su edificio, rebuscando con poco tino en su pequeña bandolera. La oímos maldecir en voz alta y nos entró la risa. Ella nos escuchó y levantó la vista con una furia en sus ojos oscuros que a otros los habría amedrentado. Pero a mí me gustó lo que vi y a Jorge supe que también, porque noté cómo cambiaba su postura corporal de forma mecánica.
—¿Podemos ayudarte? —preguntó él, y tardó apenas unos minutos en acogerla en su casa hasta que sus compañeros de piso le abrieron la puerta ya bien entrado el día.
Esa madrugada forjamos las bases de nuestra amistad a tres, entre sándwiches americanos que preparamos para bajar la borrachera y con la libertad de disponer de la casa para nosotros solos hasta el día siguiente, cuando los padres de Jorge volvían de su apartamento del sur.
Desde ese momento, nos convertimos en inseparables y por eso, cuando conseguí mi primer trabajo en la agencia de publicidad, lo festejamos a lo grande. Jorge todavía jugaba en el primer equipo de la isla, aunque su representante le auguraba un contrato más importante para la siguiente temporada, y Arume trabajaba en el Hospital Universitario encadenando contratos eventuales hasta que saliesen plazas para poder opositar. Así que, al terminar ellos su jornada, nos reunimos en la zona de La Noria para cenar algo y tomarnos una copa a mi salud.
—¡Por Victoria Olivares, el futuro terror de los clientes! —pronunció Jorge entre sonrisas, y meneé la cabeza, divertida.
—Al contrario, George, necesito que mis futuros clientes me adoren para poder sacarles más servicios y hacerme imprescindible para Elvira y Álvaro —respondí mientras chocábamos las copas. Arume casi se atragantó de la risa y tuve que darle un par de golpes en la espalda.
—Coño, ¡que se me va por el camino viejo! A lo que voy, no sé yo cuál va a ser tu estrategia para hacerte adorar. Más bien te dirán que sí para no tener que escucharte todo el día dándoles la vara.
Me encogí de hombros.
—Aprenderé sobre la marcha, mujer de poca fe. Habrá clientes de todo tipo, unos más fáciles y otros más difíciles. Aunque, en realidad, lo complicado del trabajo será lidiar entre los dos frentes: el de los clientes y el de los creativos de la agencia.
—¿Con el Turu? —preguntó Jorge, poniendo los ojos en blanco. Todos conocíamos a uno de los creativos de FaroA y era un tipo difícil por su ego desorbitado.
—Entre otros.
—Ya los veo intentando torearte con eso de que eres jovencita, mujer y sin experiencia.
Fruncí el ceño.
—Lo sé.
—Y tirándote los tejos, también —añadió Jorge, guiñándome el ojo y arrancando miraditas al grupo de chicas que estaban en la mesa de al lado. Entre que era guapo y bastante conocido por jugar al fútbol, llamábamos la atención dondequiera que fuésemos.
—Cierto —se carcajeó Arume—. Pero vas a conocer a un montón de gente nueva, eso te encanta.
—Y que lo digas. No veo la hora de empezar y de dejar de ser la mantenida por el fútbol profesional y la sanidad pública.
Jorge y Arume protestaron con cariño, pero era verdad. Yo era la única que todavía no trabajaba y quería disponer ya de mi propio dinero para poder corresponder a mis amigos. Y, de paso, a mi familia, que, aunque no nos faltaba el dinero, tampoco nos sobraba, con cuatro hijos y una abuela en casa.
—Por cierto, Santi va a hacer una fiesta por su cumple el sábado dentro de dos semanas y me dijo que fuéramos —anunció Jorge.
Levanté las cejas sorprendida. Santi era un mero conocido, uno de tantos de la noche lagunera y que, de vez en cuando, nos regalaba su presencia en el amplio grupo que formábamos las noches de fiesta. A mí me parecía un pijo redomado, de esos de casa señorial en Las Mimosas y propiedades repartidas por toda la isla, de educación privada en Madrid y amigos un poco borjamaris, pero no tenía mal fondo. Aun así, me extrañaba que nos invitase a su cumple, no éramos tan cercanos. Pero luego caí: tener al defensa central del equipo capitalino en su sarao era una aportación más al famoseo local y al brillo de su evento.
—Es en la casa que tiene en Radazul —siguió informando Jorge.
Arume me miró y supe que le parecía un gran plan. Claudiqué; si íbamos los tres, qué más daba. Seguro que habría un catering espectacular y buena música.
—Vale, pero llevas tú el coche. ¿O tienes partido?
—Es en casa y, además, de tarde, por lo que me liberaré pronto.
Asentí. Jorge era nuestro valor seguro para el transporte, se tomaba muy en serio su carrera deportiva y no solía beber, a no ser que fuese una situación muy especial. En cambio, suplía ese vicio con el de ligar, y nos proporcionaba suficiente tema de conversación sobre sus conquistas para las siguientes décadas.
En cuanto a Arume y a mí, todavía no habíamos tenido un novio lo que se dice formal. Nos lo pasábamos demasiado bien con los miles de planes que aparecían de la nada y que traían a mi madre por el camino de la amargura. Solía protestar diciendo que si mi hermana Elisa, la siguiente en edad, salía igual que yo, tiraba la toalla y se iba a meditar al Tíbet. Su hija mayor era una adicta a la jiribilla,[2] la adrenalina, a entrar y salir y a enfrentarse a cosas nuevas para retarse sin cesar. Sabía que tenía muchísimas experiencias por vivir y por sentir en mi piel, por eso no podía contener un hambre desmedida por probarme en mil y una tesituras que, a priori, no controlaba. Y eso no incluía el encadenarme a una relación estable, y darle una oportunidad a cualquiera de esos chicos con los que había tonteado, me había acostado y que me habían resultado igual de interesantes que las desvencijadas revistas de patrones de mi abuela.
Arume no compartía mi visión, era una enamoradiza de campeonato que se emocionaba con cada ligue esporádico para luego caer en las garras de la desesperación al ver que la esperada llamada de teléfono o el mensaje no llegaba. Entonces volvía a resurgir como un precioso y oscuro ave fénix, jurando y perjurando que no la iban a pillar más en un renuncio, hasta el siguiente par de ojos bonitos y labios de palabras acarameladas. Ahí sacaba las cartas del tarot y me obligaba a presenciar tirada tras tirada hasta que se daba la respuesta que, en el fondo, ansiaba; ella tan piscis volátil y yo tan capricornio descreída.
Así vivíamos esa primavera del año 2003, dispuestos a comernos el mundo. Arume, saboreando los primeros años de su carrera vocacional y reinando en la noche metropolitana con su belleza salvaje de cejas marcadas y pómulos altos; Jorge, haciendo soñar a la afición del equipo local con la solidez y fantasía de su juego y rompiendo corazones con sus aires modernitos; y yo, con ganas de destruir creencias en mi primer trabajo como fichaje estrella, que era como quería que me considerasen.
No estaba preparada para el amor ni tampoco para que fuese tan diferente a como lo había imaginado. En el fondo, yo era hija de las pelis de los ochenta y los noventa, y algo de romanticismo se me había quedado hilado en mi corazón pragmático y libre. No esperaba que Richard Gere me trajese flores en su limusina blanca —el colmo de la cursilada, en mi opinión—, ni que Rose me dejase su sitio en la tabla de madera del Titanic; más bien me veía como la Julia que le hablaba claro a Hugh Grant en su librería de Notting Hill. Cogiendo el toro por los cuernos, sin miramientos.
La semana de la fiesta de Santi entré por primera vez en FaroA Publicidad con mi maletín bien agarrado, como si fuese un salvavidas ante la marea de excitación que me embargó al cruzar las altas puertas de cristal. Las oficinas estaban en pleno centro de Santa Cruz, en un edificio de reciente construcción que era una absoluta fantasía para alguien que había visto tropecientas veces Armas de mujer. Conjuntos vistosos de sofás y pufs para los clientes, las salas de reuniones como la del anuncio del Pronto y el paño, unos despachos grandes y cuadriculados donde las conversaciones telefónicas se unían a la algarabía general de los que fumaban en el rincón de la cafetera, y los cristales vigilantes de los despachos de los jefes: Elvira Faro, la dueña suprema, y su mano derecha, Álvaro Arocha, que aportaba la A al nombre de la empresa.
Fue Álvaro el que vino a darme la bienvenida y me presentó al equipo, tras lo cual me tendió una hoja con mi plan de inducción. Este trataba, básicamente, de ser la sombra de dos ejecutivos de cuentas del grupo al que me sumaba: Paco García, profesional de toda la vida que me miró con gesto paternal, y Sara Garrigues, unos años mayor que yo y que tenía pinta de afilarse las uñas con diamantes en bruto.
El tándem perfecto para hacerme ver la realidad de aquel trabajo en un tiempo récord.
A finales de semana ya tenía adjudicado un cliente menor en el que trabajaría con la supervisión de Sara. No era nuevo, el plan y el presupuesto ya estaban aprobados, pero me lo daban para que me familiarizase con los distintos proveedores y los procesos de ejecución. Organicé todas mis tareas y comencé a levantar el teléfono, consciente de que ignoraba muchas cosas pero que, con las preguntas oportunas, mis dudas se solucionarían. El viernes por la tarde ya me había enfrentado a mi primera propuesta de campaña de televisión y a la instalación de un circuito de mupis[3] en el sur de la isla, y el listado de términos que no controlaba iba llenando hojas y hojas de mi libreta.
El sábado sentía todavía la efervescencia de la semana corriendo por mis venas y decidí hacer algo productivo, porque no podía ir a la oficina aunque me muriese de ganas. Me levanté temprano y abrí las puertas del armario, dispuesta a echar una mirada crítica a mi ropa. Después de los primeros días en la agencia, me había dado cuenta de que necesitaba algunos básicos, como un traje de chaqueta para las reuniones, algún blazer para combinarlo con los vaqueros y unas cuantas blusas monas que me hicieran parecer confiable. Por lo demás, cada uno vestía a su estilo: desde las camisas floreadas de los creativos hasta la falda lápiz de la recepcionista y los vestidazos de boutique de Elvira, con telas y cortes que no había visto antes en mi vida.
Decidí que debía pedirle un préstamo a mi madre y salir de compras. La encontré en la cocina, preparando la comida para luego poder disfrutar con tranquilidad de la mañana del sábado. Elisa estaba con ella, menuda y curiosa; de todos nosotros, era la única que demostraba auténtica fascinación por los fogones.
—Buenos días, señorita ejecutiva —pronunció mi madre en un tono meloso, y me regaló un beso en el pelo—. Te has levantado pronto para ser fin de semana.
Cogí un trozo de bizcochón y me preparé un café con leche mientras le contaba mi problemática de vestuario. Y en lo que mi madre se apuntaba a la incursión de shopping, Elisa me miró con esperanza.
—¿Me dejarías hacerte una americana? Podemos ir a El Kilo a buscar una tela bonita, de esas que no dejen indiferente a nadie. He visto unos patrones nuevos con un corte que creo que te podría quedar muy bien.
Asentí sonriendo. Elisa estudiaba Bellas Artes, pero su gran pasión era la moda. Aprendió a coser a máquina muy joven y disfrutaba creando prendas curiosas y llamativas, de esas que denotaban un estilo y una personalidad inconfundibles.
—Ya que estamos, buscamos telas para el verano, para que nos surtas de vestidos fresquitos que no tenga nadie más.
Mi madre no dejaba pasar la oportunidad y Elisa se encogió de hombros. Diseñar y coser le encantaba, no le supondría un esfuerzo.
—¿Y papá y la abuela? —pregunté. Era raro que no anduviesen merodeando por la cocina cuando estábamos todos allí. Bueno, o casi todos, faltaban Nora y Marcos, que a saber por dónde andarían.
—Papá fue a lavar el coche y la abuela aprovechó para ir a hacerse las uñas, ya sabes que esta semana faltó a su cita semanal por lo del médico del corazón.
Mi abuela Carmen Delia era el sumun de la coquetería y no tener sus uñas perfectas le suponía un disgusto considerable. Engullí lo que me quedaba de desayuno y desaparecí para arreglarme y salir.
Por la tar