Lo que tarde la justicia

Sofía Prats Cuthbert

Fragmento

PRÓLOGO: NUESTRA PROMESA

Prólogo: nuestra promesa

Han pasado cincuenta años. Algunos detalles los hemos olvidado, pero otros, los más impactantes, están frescos en nuestra memoria.

Ocurrió en la casa mortuoria de calle Cangallo 3200, Buenos Aires, República Argentina, un 1 de octubre de 1974, en un salón inmenso y atiborrado en el que entramos las tres, lenta y silenciosamente.

Los ataúdes estaban en un lugar privado. Uno junto al otro. El de nuestra madre coronado por un gran ramo de flores rosadas.

Delante y a los lados había numerosas coronas de flores, el doble de grandes de las que se hacían en Chile, cada una cruzada por una cinta de satín con el nombre de la persona o de la institución que la enviaba.

Víctor se puso a llorar y Sofía le pidió que mantuviera la serenidad. Él se enojó y con razón. Tenía todo el derecho de llorar por sus suegros. Sofía se disculpó y se abrazaron largamente.

Sofía no lloró esa vez. No lloró nunca. Se sentía responsable de cada decisión. Además, desconfiábamos de todo el mundo, en especial de los funcionarios que nos susurraban recomendaciones al oído. Chilenos, argentinos, daba lo mismo, ocultaban algo o tenían segundas intenciones.

En un momento apareció el cónsul de Chile en Buenos Aires y Sofía salió a reprocharle su responsabilidad en la tragedia. Se lo lanzó directo y sin rodeos: nuestros padres, Carlos y Sofía, no estarían muertos si él hubiese emitido sus pasaportes cuando se lo pidieron. Se llamaba Droguett, Álvaro Droguett del Fierro, y empalideció ante el crudo emplazamiento. Tartamudeó una respuesta: dijo que tenía un documento con la orden de la cancillería de no otorgar los pasaportes. Sofía exigió que se lo mostrara y él se comprometió a hacerlo.

Ni una sola corona de flores de la embajada de Chile ni del Ejército, y ante nosotras un cónsul balbuceando una respuesta para proteger su conciencia. Amigos argentinos de Carlos y Sofía, amigos chilenos. Caras largas, severas. Y nosotras tres en silencio.

Todo ocurrió en una época oscura, un año después del golpe de Estado en Chile; año y medio antes del golpe de Estado en Argentina. Nuestros padres quedaron atrapados entre ambos procesos. Fueron asesinados en las secuelas primero y en la antesala del segundo. Han pasado cincuenta años y tenemos la certeza y la comprobación jurídica de que Carlos y Sofía fueron una de las primeras víctimas de un engranaje siniestro en el que participó un jefe de Estado, funcionarios diplomáticos, oficiales de ejército, terroristas de extrema derecha y un sinnúmero de personas fanáticas.

Nosotras no teníamos cómo saberlo en ese momento. Éramos tres mujeres jóvenes, de diecinueve, veinticinco y veintiocho años, que estábamos de duelo. Golpeadas, incrédulas, frente a los féretros de Carlos y Sofía.

¿Cómo llegamos a esto?

Nuestras vidas nunca fueron las mismas desde que nuestro padre asumió la Comandancia en Jefe del Ejército después de que su antecesor, el general René Schneider Chereau, muriese asesinado. Los criminales buscaban evitar que Salvador Allende asumiera la Presidencia de la República. Siguieron tres años durante los cuales nuestro padre fue blanco de una campaña feroz en su contra, llena de falsedades e insidias. Una campaña que recurrió al montaje y a la guerra psicológica, y de la que hablaremos más adelante en este libro.

Pese a todo, ninguna de las situaciones angustiosas que vivimos nos preparó para algo tan terrible como lo que estábamos viviendo en ese momento en Buenos Aires.

Permanecimos las tres hermanas largo rato junto a los féretros de nuestros padres Carlos Prats González y Sofía Cuthbert Chiarleoni, unidos para siempre más allá de la muerte. En un momento se nos unieron Víctor e Isidoro. Nos abrazamos y surgió una promesa: no descansaríamos hasta saber la verdad y obtener justicia.

Intuimos que la búsqueda de justicia tendría para largo. Nos iba a costar muchísimo, partiendo por hace

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