La guardiana de todos los secretos

Andrea Milano

Fragmento

La guardiana de todos los secretos

TORMENTA

La sangre estaba por todas partes. En sus manos, en la ropa y en el pelo. Dejó caer la estatua al suelo cuando comprendió lo que acababa de hacer. Trató de incorporarse, pero sus pies desnudos se resbalaban en aquel charco de color rojo que iba cubriéndolo todo a su alrededor. Apartó la mirada del hombre que yacía a su lado, con un agujero en la cabeza. Se quitó un mechón de cabello del rostro y pudo sentir cómo la sangre tibia de él se deslizaba por una de sus mejillas y se depositaba en su boca. El sabor metalizado le provocó náuseas y se retorció hacia un costado hasta que su estómago quedó vacío. Llovía con intensidad. El ventanal que daba a la terraza estaba abierto y las cortinas cedían a la fuerza del viento que las arrastraba hacia adentro sin piedad.

Un aire helado inundó la habitación; sin embargo, ella no tenía frío. Se sujetó del borde de la cama y consiguió ponerse de pie. Él continuaba sin moverse. Cerró los ojos, pero sabía que cuando los volviera a abrir, él seguiría allí. En su mente, aquella escena dantesca no iba a desaparecer nunca.

Esa noche, por primera vez en mucho tiempo, había reunido el valor suficiente para enfrentarse a sus maltratos.

No quería matarlo.

Tampoco morir en sus manos.

Tan solo deseaba escapar del infierno.

*

Esa tarde de fines de noviembre, la primavera comenzaba a despedirse de Buenos Aires con lluvia. El viento rugía impetuoso, doblegando las altas copas de los pinos que rodeaban la mansión de la familia Navarro Soler. En la cocina, Emilce, el ama de llaves de la familia, leía ensimismada un nuevo capítulo de su novela favorita. Atenta a las vicisitudes de los personajes que la acompañaban todas las tardes, no se percató de que alguien la estaba espiando.

Francisco, el mayor de los hijos varones de don Álvaro y doña Irene, se encontraba en casa, recuperándose de unas fiebres que lo habían aquejado durante casi una semana y le impidieron asistir a la escuela. A los diez años, un niño inquieto como él se aburría con demasiada facilidad. Santiago no había vuelto del colegio aún y Pedrito dormía la siesta. Observó con atención cómo Emilce suspiraba cada vez que daba vuelta una página del libro. Francisco se cubrió la boca con la mano manchada de tinta azul para reírse sin que el ama de llaves se diera cuenta de su presencia. Cerró la puerta despacio y se alejó de la cocina. Subió las escaleras, saltando los peldaños de dos en dos. Un relámpago estalló en el cielo y Francisco dio un respingo. No les temía a las tormentas, pero los fuertes ruidos le provocaban ansiedad. Cruzó el pasillo y se detuvo frente a la ventana. Corrió el cortinado y miró. Los pinos se movían a merced del viento mientras enormes charcos de lluvia se formaban al pie. Las flores que su madre cuidaba con tanto esmero estaban cabizbajas, sometidas a la fuerza de la naturaleza. Un nuevo relámpago iluminó la mansión y Francisco se apresuró a cerrar la cortina. Con la respiración agitada corrió hacia el rellano de las escaleras. Estaba a punto de bajar, pero al mirar hacia atrás por encima del hombro descubrió que la puerta de la habitación de sus padres permanecía entreabierta.

Una mezcla de curiosidad y miedo lo retuvo en el lugar. Siempre le habían dicho que no molestara a su madre cuando padecía una de sus famosas jaquecas. No había almorzado con ellos y llevaba encerrada desde la mañana. Se aproximó sin importarle que su hermana Rosario lo regañase por desobedecer sus órdenes. Entró a la habitación. La cama matrimonial estaba vacía. Las sábanas de seda arrugadas eran la única señal de que alguien acababa de dormir allí.

—Mamá… —Francisco buscó a su madre en la penumbra de la habitación. Miró debajo de la cama y detrás de las cortinas. En su inocencia, pensaba que se había escondido para jugar con él. De repente, mientras la lluvia golpeaba contra la ventana, oyó un sonido que provenía del baño. Atravesó los pocos metros que lo separaban de la puerta y entró con la ilusión de sorprender a su madre.

El pequeño Fran se detuvo en seco. Frente a él, en una tina en donde el agua se había teñido de rojo, yacía el cuerpo desnudo de su amada madre. De su mano pálida e inerte caían gruesas gotas de sangre. Francisco se cubrió el rostro. No quería mirarla. Tal vez cuando abriera de nuevo los ojos aquella terrible escena desaparecería para siempre. Estaba temblando; la orina tibia se deslizó por el interior de sus piernas, manchando la alfombra. Rosario se iba a enojar con él. Hacía mucho tiempo que no se orinaba.

—Mamá… —suplicó en un hilo de voz. Deseaba gritar, pero el llanto acumulado en su garganta no se lo permitió. Movió el pie derecho; luego el izquierdo hasta que la punta de sus zapatos negros rozó el borde de la tina de mármol.

Tenía apenas diez años; aun así, Francisco Navarro Soler supo que su madre ya no volvería a abrazarlo. Que no correría a su lado cuando despertara en medio de la noche por culpa de una pesadilla. ¿Quién velaría su sueño a partir de ahora? Se arrodilló junto a ella. La sangre que brotaba de las venas cortadas de la mujer se mezcló con los restos de su propia orina. Acarició la mano fría. Ya no podía hacer nada por traerla de regreso. Cuando por fin las lágrimas contenidas bañaron su rostro, el niño pudo gritar.

Los alaridos desgarradores de Fran llamando a su madre retumbaron por encima de los relámpagos y la lluvia. Aquella desapacible tarde de noviembre, la mansión de los Navarro Soler se teñía de tragedia.

*

Francisco se despertó agitado, con el corazón en la garganta y el pecho sudado. La tenebrosa oscuridad de su celda se iluminó cuando un refucilo estalló en el cielo. Tuvo que abrir y cerrar los ojos varias veces para asegurarse de que no continuaba atrapado en su pesadilla. Le costaba respirar, y la humedad que lo rodeaba parecía estar impregnada con el nauseabundo olor oxidado de la sangre. Se sentó en el catre. La camiseta pegajosa era demasiado incómoda y se deshizo de ella, arrojándola al suelo. No importaba el tiempo que hubiera transcurrido desde aquella fatídica tarde de noviembre en la que le tocó descubrir a su madre muerta en la bañera. La imagen perturbadora de sus muñecas cortadas y sus ojos abiertos, ya sin vida, no dejaban de acecharlo. Desde que se encontraba en prisión, las pesadillas se habían vuelto más recurrentes y sentía que terminaría perdiendo la cordura. La única salida que existía de aquel laberinto plagado con recuerdos oscuros era encontrar la verdad. Se miró las manos. Un intenso temblor comenzó a recorrer su cuerpo. Estaban limpias, humedecidas por el sudor; sin embargo, él las veía completamente cubiertas de sangre.

PARLAMI D’AMORE, LEONÓ

Sorrento, provincia de Nápoles, Italia, marzo de 1950

—¡No te muevas!

La mano de Michele, dispuesta a espantar el mosquito que sobrevolaba a su alrededor, se detuvo en el aire cuando el grito de Eleonora quebró el silencio de aquella cálida noche de primavera.

Ella arrugó el entrecejo.

—¿Qué ocurre? —inquirió, molesta porque no lograba trasladar al papel la expresión de fastidio que reinaba en el rostro de su modelo de turno.

Michele suavizó su semblante con una sonrisa seductora. Tenía parte del cuerpo entumecido después de permanecer tanto tiempo en la misma posición. Encima, desde allí, disfrutaba de una visión privilegiada de los muslos de Eleonora, que se asomaban por debajo de la falda del vestido, y le costaba mantener la distancia.

—Estoy cansado, Leonó —protestó el muchacho, moviendo un poco el brazo que tenía apoyado sobre el fardo de heno—. Cuando dijiste que nos veríamos esta noche, no pensé que terminaría con el cuello duro y las piernas dormidas.

Eleonora se contuvo para no reírse al ver la mirada de cordero degollado de Michele. Lo ignoró y trató de enfocarse en su dibujo. Cuando él comenzó a entonar el estribillo de “Parlami d’amore, Mariù”, no tardó en desistir de su intención de retratar al joven que le había robado el corazón.

—¡Qué linda estás, aún más linda esta noche, Leonó! ¡Brilla una sonrisa de estrella en tus ojos azules! —Michele se puso de pie y con pasos torpes se acercó a ella—. Dime que no es una ilusión, dime que eres toda para mí.

Eleonora cerró el cuaderno de bocetos y metió el carboncillo en el ruedo del vestido. El joven la sujetó de la cintura y no le dio tiempo a reaccionar. Danzaron en la penumbra de aquel cobertizo que los protegía de miradas indiscretas, mientras Michele seguía cantando para ella.

—¡Háblame de amor, Leonó! ¡Toda mi vida eres tú!

Aunque la voz de él no se parecía en nada a la de su admirado Achille Togliani, le ponía tanto sentimiento a su interpretación que Eleonora se sintió profundamente conmovida.

—Eres hermosa, mi Leonó —le susurró al oído—. Te amo tanto que me duele el pecho cuando te alejas de mí.

Ella suspiró. Cada vez se hacía más difícil verse a escondidas. Llevaban casi dos meses encontrándose en aquel viejo cobertizo, y el temor a ser descubiertos los acompañaba desde el momento en que llegaban hasta que se despedían para regresar a hurtadillas a sus hogares. Eleonora recostó la cabeza en el hombro de Michele y cerró los ojos para detener las lágrimas que pugnaban por salir.

Él se dio cuenta, entonces tomó el rostro de Eleonora entre las manos y la miró.

—Lo que nos pasa es demasiado bonito para ocultarlo al mundo —dijo, antes de sembrar de besos las mejillas sonrojadas de su amada.

Eleonora guardó silencio. Se sentía culpable; después de todo, si no podían gritar a todo el mundo que se querían era por causa de su hermano mayor. Domenico Ferrara, un hombre rudo y de pocas palabras, que se había convertido en un padre para Eleonora después de que perdieran a sus progenitores cuando ella apenas tenía seis años. La madre había fallecido por complicaciones en un parto prematuro, que también se llevó a la criatura que cargaba en su vientre. Un año después, cuando aún no se habían recuperado de la muerte de su madre, don Carmine, agobiado por la tristeza y embotado con alcohol, murió al caer de su caballo una fría noche de febrero. Aunque todos aseguraban que se había tratado de un accidente, Eleonora y Domenico sabían que Carmine Ferrara había encontrado lo que tanto buscaba desde el día que perdió a su esposa.

Michele le enjugó las lágrimas que comenzaron a rodar por las mejillas y sonrió.

—No me gusta verte triste. —Le rozó la boca con la punta del dedo y ella reaccionó, atrapándolo entre sus labios.

La respuesta de Eleonora fue la señal que él estaba esperando para dar el siguiente paso. Tomó su mano y la llevó hacia un rincón. Tuvo que soltarla un momento para quitarse la camisa y cubrir el heno con ella. Le indicó a la joven que se arrodillara. Eleonora obedeció sin decir nada. Sobraban las palabras. Los dos estaban plenamente conscientes de lo que deseaban y esa noche no había espacio para las dudas.

Ella se reclinó muy despacio mientras que con dedos temblorosos comenzaba a desabrocharse los botones del vestido. Michele, a tan solo unos pocos centímetros de distancia, no dejaba de mirarla. Deslizó hacia abajo los tirantes del pantalón y se recostó a su lado, con la cabeza apoyada en su brazo.

Colocó una mano sobre la de Eleonora y la detuvo.

—Necesito que estés segura de lo que vas a hacer —le dijo, a sabiendas de que era su primera vez.

Ella sonrió.

—Quiero ser tuya, Michele.

El joven desabrochó el resto de los botones hasta que el vestido de Eleonora quedó tendido a un lado de su cuerpo. La ropa interior blanca resaltaba ante su piel tostada por el sol. Michele descubrió que las diminutas pecas que la muchacha tenía en el rostro se replicaban alrededor de sus pechos. Aunque llevaban un par de meses encontrándose a escondidas, él jamás se había aprovechado de ella. Se besaban, se prodigaban algunas caricias y él dejaba que Eleonora lo dibujara. Por las noches, en la soledad de su cama, soñaba con aquel cuerpo desnudo… y ahora ella estaba ahí, tendida a su lado, dispuesta a entregarse a él sin reservas.

Le acarició el vientre y lo sintió palpitar contra su piel. Cuando su mano descendió hasta alcanzar la zona de la entrepierna, Eleonora gimió. Besó su hombro mientras ella le acariciaba el pecho. Michele terminó de desnudarla y después se despojó de su propia ropa. Desprovistos de cualquier pudor y embriagados de placer, se exploraron mutuamente sin prisa alguna, deleitándose con cada rincón que sus manos y sus bocas iban descubriendo. Se amaron en silencio, con miradas inocentes y caricias torpes. En aquel viejo cobertizo, el sonido de sus jadeos solo era acompañado por el canto nocturno de las cigarras.

Eleonora se ruborizó cuando Michele se apartó para contemplar su cuerpo desnudo.

—Ahora eres absolutamente mía, Leonó. —Tomó su mano y besó la punta de sus dedos—. No importa lo que suceda mañana. Nuestras almas permanecerán siempre unidas por un lazo invisible que nada ni nadie romperá… ni siquiera el paso del tiempo… ni siquiera la muerte.

Un escalofrío recorrió la espalda de Eleonora. No quería pensar en la muerte cuando acababa de sentirse tan viva. Esbozó una sonrisa.

—Nunca imaginé ser tan feliz —manifestó ella, extasiada. Su cuerpo perlado por el sudor todavía temblaba. Después de hacer el amor con Michele, el mundo que seguía girando fuera de aquellas cuatro paredes no podía perturbarlos. Lo abrazó con fuerza, consciente de que pronto tendrían que separarse.

Michele la acunó contra su pecho mientras le repetía una y otra vez lo mucho que la amaba.

Les costó soltarse. Ninguno de los dos quería tomar la iniciativa. Finalmente, fue Eleonora quien dio el primer paso. Comenzó a vestirse mientras Michele la observaba, sumido en el silencio. Cuando ella terminó de abrocharse el vestido y se giró sobre sus talones, descubrió que el muchacho apenas estaba subiéndose los pantalones.

—Debemos darnos prisa. —Eleonora se aproximó para alcanzarle la camisa—. Mi hermano duerme como un lirón, pero no podemos fiarnos.

Michele no dijo nada. Cada vez era más difícil para Eleonora escaparse de su casa para encontrarse con él. No se conformaba con aquella situación que ponía en riesgo la libertad de su amada Leonó. Ambos estaban convencidos de que el día que Domenico Ferrara descubriera la verdad, era capaz de recluir a la joven en un claustro de monjas y enviarlo a él al cementerio.

Eleonora lo ayudó a vestirse y luego barrió el suelo con los pies, buscando su cuaderno de dibujo. No podía irse sin él. Fue Michele quien lo encontró, y aun sabiendo que ella se enfadaría, quiso espiar el boceto que había empezado esa noche.

Eleonora alcanzó a quitárselo de las manos antes de que lograra su objetivo.

—¡Hasta que no esté terminado no puedes verlo! —le advirtió, molesta.

Él soltó un suspiro de resignación. La paciencia no era lo suyo, pero estaba dispuesto a esperar. Apagó el farol y lo ocultó detrás de un cajón de madera. Aunque el lugar estaba abandonado hacía tiempo, era frecuentado por los vagabundos, sobre todo durante las noches más frías.

Se marcharon por la parte de atrás, y tomados del brazo recorrieron el sendero que llevaba a la finca de los Ferrara. Como cada vez que se encontraban, Michele la acompañaba hasta la plantación de limones y aguardaba allí, amparado en la oscuridad, mientras ella se alejaba a toda prisa rumbo a la casa. Eleonora siempre encendía la luz de la habitación para hacerle saber que se encontraba a salvo, entonces él se marchaba con la tranquilidad de que todo estaba bien.

Trepar la ventana para regresar a su cuarto era la parte más difícil de su plan de fuga. Un movimiento en falso y todo acabaría. Eleonora saltó del alféizar con cuidado para no despertar a su hermano y a su cuñada. Si bien todo estaba oscuro alrededor, sabía exactamente la ubicación de cada mueble y el espacio que había entre ellos. Pisó con suavidad el suelo de madera y sorteó con éxito el viejo tablón que producía un sonido molesto. Debía darse prisa y avisarle a Michele que no había nada de qué preocuparse.

Pero cuando la luz se encendió de repente, supo que su aventura acababa ahí mismo. Del susto, el cuaderno de dibujo voló por el aire.

Eleonora quiso esquivar el brazo que se elevó amenazante hacia ella y no lo consiguió. Domenico le propinó una bofetada que la hizo tambalear.

—¿De dónde vienes? —El hombre se asomó por la ventana, aunque no logró ver a nadie. La cerró de un golpe y obligó a su hermana a sentarse en la cama.

Ella se mordió la lengua para no gritar. Le escocía la mejilla y tenía unas ganas inmensas de echarse a llorar.

—¡Contesta, Eleonora! —demandó Domenico, furioso.

Sus gritos retumbaban en la casa y Ludovica, su esposa, no tardó en aparecer para ver qué ocurría. Observó la escena en silencio. No avalaba el trato de Domenico para con su cuñada; de todas maneras, sentía pena por ella. Alguna que otra vez había intentado interceder a su favor; sin embargo, era mejor mantenerse al margen. De nada le servía pelear con su esposo por culpa de la cabeza loca de Eleonora.

La joven seguía en silencio, arrebujada en un rincón de la cama, mientras su hermano exigía una respuesta. Los sollozos intermitentes de Eleonora no apaciguaron la ira de Domenico; muy por el contrario, exacerbaron su necesidad de conocer la razón por la cual Eleonora había salido furtivamente en medio de la noche. Farfulló un par de maldiciones y miró de reojo a su esposa. Ludovica se encogió de hombros. Si su hermana no hablaba, descubriría la verdad por sus propios medios. Domenico rodeó la cama y recogió el cuaderno de Eleonora. Había un boceto a medio terminar que ocupaba dos páginas. Observó los detalles, tratando de dilucidar de quién se trataba.

Eleonora intentó arrebatarle el cuaderno. Domenico fue más rápido y en el forcejeo, el cuaderno terminó rompiéndose.

—¡Dime el nombre de ese desgraciado! —La sujetó de los hombros y la zamarreó. Nunca le había levantado la mano, pero Eleonora sabía cómo acabar con su paciencia.

Ella, dispuesta a mantener la identidad de Michele en secreto, negó con la cabeza.

—¡Habla, Eleonora! ¡Soy tu hermano y mi deber es velar por tu integridad! —le recordó—. ¿Cómo crees que me siento al ver que te escabulles de tu habitación para ir quién sabe adónde, como si fueras una vagabunda?

En ese momento, presa de la rabia y el miedo, a Eleonora le importaba muy poco contrariar a su hermano mayor. Si se escapaba para encontrarse con Michele, era precisamente porque él jamás le daría su consentimiento. Ella tenía derecho a ser libre para amar a quien quisiera, y Domenico, en su afán de protegerla, solo conseguía abrumarla.

—Lo hice porque no tenía otra opción —dijo por fin cuando dejó de llorar—. Si te lo hubiera contado, no me habrías dado permiso para salir.

Domenico respiró hondo. A pesar de que estaba furioso con ella, comprendió que sería inútil valerse de amenazas para descubrir qué era lo que le ocultaba. Debía armarse de paciencia si quería ganarse su confianza. Le acomodó unos mechones de cabello detrás de la oreja como cuando era niña y suavizó su semblante, forzando una sonrisa.

—Dime dónde has estado y con quién.

Eleonora tragó saliva. No creía en su repentino cambio de actitud hacia ella.

—Fui a dar una vuelta por el campo y me encontré con un amigo —respondió, disfrazando la verdad—. Estuvimos conversando un rato y él me desafió a dibujarlo… por eso tardé más de lo previsto.

—¿Y te parece que son horas de andar deambulando por ahí? —Domenico dudaba de sus palabras—. ¿No te das cuenta del riesgo que corres? ¿Y si te hubieras encontrado con alguien más en el camino? —Antes de que ella agregara algo, se apoderó de su maltrecho cuaderno de dibujo. Recorrió sus páginas con interés hasta detenerse en un retrato. Se lo mostró—. Es él, ¿verdad?

No tenía caso negarlo. Eleonora asintió en silencio.

—Lo conozco. —Domenico le pidió a su esposa que se acercara. Entre ambos observaron concienzudamente el rostro del joven que Eleonora había plasmado en el papel.

—Es el hijo de don Giulio —manifestó Ludovica, haciendo referencia al barbero del pueblo—. Creo que se llama Michele.

—¿Cuánto hace que te ves a escondidas con él?

Eleonora ya no quería mentir. Ahora que su hermano acababa de descubrir la verdad, era hora de enfrentar las consecuencias de sus actos.

—No tuvimos otra salida, Domenico. Sabíamos que no nos darías permiso para encontrarnos a solas… Michele y yo estamos enamorados.

—¿Enamorados? ¿Qué sabrás tú del amor si hace apenas un par de años que dejaste de jugar con tus muñecas? —Le hablaba con sarcasmo—. Ese muchacho solo busca aprovecharse de ti y le has allanado muy bien el camino.

—¡Él no es así! —saltó Eleonora, dispuesta a todo con tal de defender el amor que sentía por Michele—. ¡Muchas veces quiso venir a hablar contigo para no tener que escondernos! ¡Fui yo la que se lo impidió porque sabía cuál sería tu reacción!

—¡Fue peor que te vieras con él a hurtadillas! —la increpó, alzando de nuevo la voz—. ¡Te has expuesto y pusiste en riesgo la reputación de la familia!

—¿Eso es lo único que te importa? —Eleonora no pensaba quedarse callada—. ¡No necesito un hermano que prefiere preocuparse de lo que piensen los demás y pasa por encima de los deseos de su propia sangre! —le escupió, envalentonada por primera vez en su vida.

Domenico tuvo que hacer un gran esfuerzo para no volver a abofetearla. Eleonora se atrevía a desafiarlo y no sabía cómo reaccionar. Se dirigió hacia la ventana y la cerró, trabándola con una madera.

—Mañana a primera hora la clausuraré —anunció sin siquiera inmutarse—. Pondremos llave en la puerta durante la noche y no saldrás de la finca a menos que lo hagas acompañada por mí o por Ludovica.

—¡No puedes condenarme al encierro! —Eleonora se arrojó encima de él y comenzó a golpearlo.

Domenico dejó que su hermana se desahogara entre gritos y puñetazos. Cuando la soltó, Eleonora cayó al piso.

—Será mejor que te metas en la cama y trates de dormir. —Le lanzó una mirada gélida y abandonó la habitación seguido en silencio por su esposa.

Eleonora escuchó cómo Domenico le ponía llave a la puerta. Se acurrucó en un rincón y apretó el retrato de Michele contra el pecho. Las tenues líneas que había esbozado esa noche, lenta e inexorablemente se fueron esfumando con sus lágrimas.

VIEJO AMIGO

Penitenciaría Nacional, Buenos Aires, Argentina, abril de 1950

Francisco Navarro Soler ni siquiera se inmutó cuando el guardiacárcel se asomó por la puerta entreabierta de su celda y le anunció a viva voz que tenía una visita. Los días en la penitenciaría se parecían demasiado unos a otros, y el reencuentro con los seres queridos, en muchas ocasiones, no compensaba la terrible soledad que envolvía a los detenidos en su oscura telaraña.

Llevaba recluido allí casi tres años. Ciento cuarenta y tres semanas de convivir con los demonios: los que lo rodeaban y aquellos que emergían de sus más tenebrosas pesadillas. Llevaba la cuenta a diario, grabando sobre la sucia pared a un lado de su cama la vida que le habían arrebatado. Cada línea le recordaba que, tarde o temprano, todo se paga.

Su error había sido confiar en la mujer equivocada. Prestar ayuda a Magdalena Eiserman, quien fuera esposa de su hermano Santiago, le había costado demasiado. Si lo hubiera sabido, jamás se habría dejado arrastrar por su locura. Claro que tampoco podía culpar de todo a la pobre Magdalena. Su vida estaba sembrada de tragedias: desde el suicidio de su madre hasta la esterilidad de Rosario por culpa de un accidente que él mismo había provocado. Pero si había algo que lo convertía en un ser despreciable, era el hecho de que su adoraba hermana hubiera sido víctima de una salvaje violación por culpa de su desmedida codicia. Aunque Rosario ya lo había perdonado, él jamás podría hacerlo. Estaba allí por participar en un plan homicida; sin embargo, sentía que el castigo recibido era por cada uno de los errores del pasado. Y quizá por ello, se había resignado casi desde el primer día a cumplir con la condena impuesta.

Su familia insistía en ir a verlo. Le había dicho a Santiago, quien oficiaba como abogado defensor, que ya no quería recibir visitas. No era bueno para él ni para ellos. Sobre todo se preocupaba por Rosario. Cada jueves se aparecía con una bandeja de escones y una sonrisa de oreja a oreja que no bastaba para ocultar la tristeza de su mirada. Intuyendo que se trataba de ella, pensó en negarse a salir.

—No querrás hacer esperar a tu visita, Navarro Soler —se mofó el carcelero, golpeando la pared con la punta de su cachiporra—. Me habían comentado que tu familia se codeaba con gente muy importante, pero no les creí.

El comentario del hombre desconcertó a Francisco.

—¿Quién ha venido a verme?

El carcelero no respondió, solo se limitó a sonreír. Le indicó que saliera y lo escoltó al sector en donde los detenidos recibían a las visitas. Francisco distinguió una figura masculina sentada en la mesa más alejada. El hombre se encontraba de espaldas; aun así, lo reconoció de inmediato. La sorpresa le impidió hablar.

—¡Hola, Panchito! ¿Los ratones de tu celda te han comido la lengua? —Juan Duarte se puso de pie y tras acomodarse el fino bigote con los dedos, le dio una palmada en el hombro a su entrañable compañero de juergas.

—¿Qué estás haciendo acá? —dijo Francisco una vez superada la sorpresa.

—¿Es que acaso no puedo venir a visitar a un viejo amigo? —Duarte miró a su alrededor. El resto de los presos lo había reconocido y no le quitaban los ojos de encima—. Sé que no tengo excusa y que debí aparecer mucho antes, pero como comprenderás, llevo una vida demasiado ajetreada. —Resopló de fastidio—. ¡No es fácil ser el hermano preferido de la esposa del presidente!

Le contó que estaba saliendo con dos actrices al mismo tiempo. La manera en la cual se jactaba de que ninguna de ellas se había dado cuenta todavía que formaban un trío consiguió arrancarle a Francisco una carcajada. Recordar los viejos tiempos le hizo olvidar por un instante que estaba privado de su libertad.

—¿Has vuelto a pisar El Gato Calavera? —quiso saber.

—Estuve allí hace un par de noches y en el cabaret todos se acuerdan de vos. La que está cada día más linda es Nina —comentó Juancito escudriñando la reacción de su amigo.

Francisco sonrió. Pensaba todos los días en Nina Montero, aquella joven provinciana que llegó a Buenos Aires con el sueño de convertirse en estrella de cine. La misma que cayó en sus brazos y creyó en todas sus promesas que, por supuesto, nunca cumplió. Afortunadamente, Nina supo alejarse a tiempo de él y no necesitó de su ayuda para alcanzar sus metas. Por lo que sabía, gracias a los chismes que le traía Rosario, se había ganado un lugar de privilegio en el espectáculo nacional a fuerza de trabajo y perseverancia. También había afianzado su relación amorosa con Jedrek y seguían viviendo en el departamento del barrio de Caballito.

—Dudo que se acuerde de mí. —Lo dijo con la clara intención de que Juancito se sincerara con él. No buscaba que le mintiera solamente para hacerlo sentir bien.

Duarte guardó silencio y Francisco se arrepintió de lo que acababa de decir.

—En realidad siempre que me cruzo con ella me pregunta por vos.

—No ha venido a verme desde que estoy metido en este maldito lugar —replicó Francisco sin ocultar su enojo. Aunque la idea de que Nina lo visitara en la cárcel no era lo que deseaba realmente, en el fondo le dolía que lo hubiese abandonado.

—La pebeta tiene novio, Pancho. Supongo que al polaquito no le debe caer en gracia que se encuentre con un antiguo filito, y nada menos que en la cárcel —manifestó con ironía.

—Tenés razón. Este no es lugar para alguien como ella. —Se tocó el mentón. Hacía un par de semanas que no se afeitaba y su aspecto no era el mejor.

Duarte percibió cierto resquemor en sus palabras. Prefirió cambiar de asunto para no contrariarlo y le habló de cómo el mal humor de Perón lo sacaba siempre de quicio.

La hora que duraba la visita se les pasó volando; cuando el guardiacárcel se acercó para decírselo, ambos lamentaron que aquel encuentro llegara a su fin. Se dieron un fuerte apretón de manos y antes de marcharse Juan Duarte aseguró que hablaría con quien hiciera falta para que revisaran su situación procesal. Incluso se atrevió a prometerle que la próxima vez que lo visitara, vendría acompañado por el abogado de Perón.

Y Francisco Navarro Soler, conociendo de sobra el carácter voluntarioso de su amigo, se permitió creer que aquello realmente pudiera suceder.

Mientras lo escoltaba por los pasillos de la penitenciaría, el guardiacárcel sonreía burlón. Quiso preguntarle la razón de su buen humor. Francisco no tardó en descubrir lo que estaba ocurriendo. Al llegar a la celda, había un hombre despatarrado sobre su litera. Se incorporó despacio y escupió al suelo.

—Así que vos sos el famoso Francisco Navarro Soler —dijo, mirándolo de arriba abajo con desdén.

Él no entendía que hacía aquel sujeto allí. Su hermano Santiago había logrado que no tuviera que compartir la celda con nadie. Cuando la puerta se cerró con un fuerte golpe, un escalofrío le recorrió la espalda.

—¿Quién es usted? No puede estar acá. —Pasó junto a él y se paró debajo del ventanuco. No era prudente perderlo de vista.

—Tengo un mensaje para vos. —El hombre se levantó. Era más alto de lo que Francisco suponía. Se sonó los dedos y el chasquido presagiaba lo peor—. Un amigo mío te manda saludos. Me dijo que seguramente te acordabas de él.

Francisco solo pudo pensar en un nombre: Teodoro Schneider. Desde que había puesto los pies en la Penitenciaría Nacional, sabía que, tarde o temprano, sus caminos iban a cruzarse. Sin embargo, fiel a su costumbre, el hombre al que había enviado a la cárcel para vengar a su hermana se escudaba detrás de un maleante para recordarle que tenía una deuda pendiente con él.

Se preparó para defenderse, pero no era bueno peleando y cayó al piso, con el rostro ensangrentado, tras recibir el primer golpe.

LOS RIESGOS DEL AMOR

Sorrento, provincia de Nápoles, abril de 1950

Apenas puso un pie fuera de su lujoso automóvil, Vincenzo Gentile atrajo todas las miradas. El hijo menor de don Pasquale Gentile y doña Concetta Malatesta avanzaba por la calle, pavoneándose. Dos condiciones fundamentales convertían a Vincenzo en un hombre tan temido como respetado: haber recibido una bala en la guerra y ser elegido como capo de la Camorra antes de cumplir los treinta años. A pesar de su juventud y su carácter un poco explosivo, nadie tuvo dudas de que era el indicado para ocupar un puesto de tanta relevancia. Sin duda, don Pasquale, desde la tumba, debía estar muy orgulloso de su hijo menor.

Vincenzo se caló el sombrero e inclinó levemente la cabeza a modo de saludo al cruzarse con dos jovencitas que cuchicheaban y sonreían sin parar.

—Buenas tardes, señoritas —dijo con voz ronca.

Ambas se sonrojaron y fueron incapaces de contestar. Vincenzo las miró mientras se alejaban. Pensó que no eran más que un par de niñas que jugaban a ser mayores. Le hizo una seña a su hermano Nunzio de que lo esperara y entró a la barbería. Don Giulio Conte se apresuró a preparar la silla para él. Sabía que le gustaba sentarse de frente a la ventana para observar lo que ocurría afuera.

—¡Don Vincenzo, qué grata sorpresa! —Recogió su elegante sombrero Fedora y lo dejó en el perchero con sumo cuidado.

—Hoy quiero un corte nuevo, señor Conte —le indicó Vincenzo.

A pocos metros de allí, al otro lado del cristal, la gente pasaba apresurada, huyendo del calor y la humedad. Vincenzo descubrió que su hermano Nunzio había desaparecido. Respiró hondo. Su madre le reclamaba que dependía demasiado de él y quizá tuviera razón. Era su único hermano, al que perseguía de niño por toda Villa Regina cuando quería jugar a la pelota. El mismo que ahora vivía bajo su sombra, cuidándole las espaldas. Durante la guerra, Nunzio lo había salvado de una muerte segura y eso solo se pagaba con lealtad.

De repente, una joven captó su atención. A pesar de que se encontraba al otro lado de la calle, la reconoció enseguida. Era Eleonora Ferrara, iba acompañada de su cuñada Ludovica. La conocía demasiado bien. Domenico llevaba años trabajando para su familia y desde hacía un tiempo se encargaba de supervisar la plantación de limones con la que se elaboraba el famoso limoncello que exportaban a toda Europa. La guerra había sembrado miseria y hambre en muchos rincones de Italia. Cuando don Pasquale decidió invertir parte de su fortuna en la compra de tierras para producir el mejor licor del sur, muchos lo tildaron de temerario. Sin embargo, el tiempo terminó dándole la razón. La cosecha y la destilación de los limones le había quitado el hambre a un centenar de familias de la región que trabajaban para los Gentile. Entre ellos, los Ferrara. Contempló a Eleonora a la distancia. La había visto tan solo unos días antes, durante el servicio dominical. Siempre asistía a misa acompañada de su hermano y su cuñada. Pero esta vez sus ojos oscuros se posaron en ella de manera diferente. El vestido floreado resaltaba las delicadas curvas de su cuerpo que se insinuaban casi con osadía mientras recorría el sendero principal de la Piazza Tasso.

—Esa muchacha está cada día más bella —comentó Giulio Conte al percatarse de que Eleonora Ferrara había captado la atención de Gentile.

Vincenzo no dijo nada. Estaba embelesado con la muchacha.

—No es extraño que la mayoría de los muchachos estén enloquecidos con ella. Mi hijo la nombra a cada rato. —El barbero hizo una pausa. Intuía que no era prudente de su parte ventilar la vida sentimental de Michele; aun así, y sin saber exactamente por qué, terminó desahogándose con su cliente más distinguido—. Le he dicho que no debe encapricharse de esa manera a su edad.

Vincenzo escuchó con atención las quejas del barbero. Si tenía intención de acercarse a Eleonora, era menester descubrir primero quién merodeaba a su alrededor.

—No culpo a su hijo, Conte —manifestó. Eleonora y su cuñada acababan de desaparecer tras cruzar el umbral de la iglesia y lamentó haberla perdido de vista.

Giulio Conte negó con la cabeza.

—Ya conoce al terco de su hermano, don Vincenzo. Dudo que dé su permiso para que Michele pretenda a la niña. —Bajó la voz para que nadie pudiera oírlo—. Me temo que han estado encontrándose en secreto. Aunque mi hijo lo niega, sé que algunas noches se escapa para verla.

A Vincenzo le costó disimular cuánto le disgustaba la idea de que el hijo del barbero estuviera cerca de Eleonora. Experimentó un sentimiento parecido a los celos que le era desconocido. Cuando Michele apareció en la barbería para darle un recado a su padre, apenas le devolvió el saludo.

Finalmente, don Giulio retiró la capa de los hombros de Vincenzo y giró la silla para que viera el resultado. Este mostró su complacencia con una amplia sonrisa. Lucía mejor de lo esperado. Por el rabillo del ojo, vio que Michele se reía. Tuvo la impresión de que estaba burlándose de su nuevo aspecto. Podría haber ignorado la reacción del muchacho, pero acababa de encontrar una excusa para demostrarle lo mal que le caía. Le pagó al barbero, dejando como siempre unos cuantos céntimos de propina y se aproximó al hijo. Lo miró de arriba abajo. Era mucho más bajo que él y le provocó una gran satisfacción ver cómo comenzaba a inquietarse por su cercanía. Sabía que don Giulio estaba pendiente de ambos y solo se limitó a lanzarle una mirada amenazante.

Michele tragó saliva. Nunca le habían gustado los hermanos Gentile. Tampoco le daba miedo el poder que tenían. Aun así, el odio que se reflejaba en los ojos de Vincenzo le heló la sangre. No había hecho nada para enojarlo y presentía que acababa de ganarse el peor de los enemigos.

Cuando Vincenzo Gentile abandonó la barbería, tanto don Giulio como su hijo soltaron un suspiro de alivio.

—¿Qué le has hecho, hijo mío?

Michele se encogió de hombros.

—Nada, papá, se lo juro —mientras lo observaba cruzar la calle, el joven trataba de adivinar qué razón tendría Vincenzo Gentile para mirarlo de esa manera.

*

Nunzio arrojó el cigarrillo al suelo y lo aplastó con el taco de la bota. Se había ausentado más tiempo de lo planeado y seguramente su hermano se lo reclamaría. Acababa de pasar por el burdel y Vincenzo no aprobaba que visitara a las muchachas a plena luz del día. Tenía que buscar alguna excusa para evitar un enfrentamiento.

—Lamento haberme ido sin avisarte. —No tuvo tiempo de desplegar sus dotes de actor delante de su hermano. Vincenzo agitó los brazos, dándole a entender que no le interesaba conocer la razón de su desaparición—. ¿Qué sucede?

El menor de los Gentile clavó sus ojos en la fachada de la iglesia. Eleonora continuaba allí y sentía un deseo irrefrenable de verla más de cerca.

—Nunzio, necesito que hagas algo por mí. —Le puso la mano en el hombro—. Quiero que vigiles a Michele Conte.

—¿El hijo del barbero? —Nunzio estaba sorprendido.

—Te vas a convertir en su sombra y me reportarás cada uno de sus movimientos. Si lo haces, guardaré tu sucio secreto y no le contaré a mamá que te has escapado para meterte otra vez en ese tugurio.

Nunzio no dijo nada. Sin hacer preguntas, aceptó el encargo de su hermano.

Se subieron al automóvil y mientras se alejaban rumbo a Villa Regina, Vincenzo no dejó de mirar hacia atrás. Esperaba ver a Eleonora una vez más, pero se quedó con las ganas.

UN HUESO DURO DE ROER

Penitenciaría Nacional, Buenos Aires, abril de 1950

Rosario Navarro Soler apretó suavemente la mano inerte de su hermano mientras trataba de retener las lágrimas. Cuando Santiago le comunicó lo sucedido, no dudó ni un instante en abandonar la estancia de la familia en Pilar para estar cerca de su amado Fran. Según las escuetas palabras del director de la penitenciaría al hablar con Santiago, Francisco había resultado herido durante una trifulca con uno de los detenidos. Estaba sedado y un horrible moretón con restos de sangre seca le cubría la mitad del rostro. Sacó un pañuelo de su bolso y comenzó a limpiarlo con cuidado para que no despertara. De reojo, miró al hombre que ocupaba la cama a su derecha. Le daba la espalda y su cuerpo no se movía. Uno de los enfermeros le comentó al pasar que acababa de ser ingresado a la cárcel y, mientras intentaba escapar, había recibido un disparo en la nalga.

Rosario retiró la sangre seca del rostro de su hermano y sonrió cuando él abrió los ojos.

—¿Qué estás haciendo acá?

La sonrisa de Rosario se borró en un santiamén.

¡Hola, querida hermanita! ¡Qué alegría me da verte! —replicó ella, en tono burlón.

Francisco quiso sentarse en la cama y ella se lo impidió.

—No te muevas. No vas a ir a ningún lado. —Le dio un beso en la mejilla sana y se acomodó junto a él. Para que pudiera ver el estado en que lo habían dejado, le pasó su espejito.

Él se lo devolvió sin siquiera mirarse. No necesitaba de un espejo para comprobar que la paliza que le habían propinado era más grave de lo que pensaba.

—Por suerte no te fracturaron la nariz, aunque estuvieron cerca —comentó Rosario, con la intención de indagar más en lo que había pasado.

—Soy un hueso duro de roer —dijo Francisco oteando a su alrededor. No recordaba mucho de lo sucedido. Los calmantes lo mantenían en un estado de continua somnolencia y todavía le pesaban los párpados. La presencia inesperada de Rosario le provocaba un gran alivio; sin embargo, fingía lo contrario—. Tengo sueño.

Ella se cruzó de brazos y lo fulminó con la mirada.

—No vas a echarme, Fran —le advirtió—. Voy a quedarme con vos el tiempo que me dejen. Me da miedo que cuando me vaya el salvaje que te golpeó lo vuelva a intentar.

Rosario tenía ciertas sospechas sobre quién estaba detrás del ataque sufrido por Francisco; solo necesitaba que él se lo confirmara.

—Santiago me aseguró que ese hombre no podría acercarse a vos. Movió varios hilos para que lo mantuvieran lejos, a pesar de que ambos se encuentran cumpliendo condena en el mismo penal. —Al temor de que Fran se involucrara en alguna pelea o fuera agredido por pertenecer a la alta sociedad porteña, ahora se le sumaba la angustia de saber que Teodoro Schneider tenía el poder suficiente para vengarse de él aun estando dentro de aquellas lúgubres paredes.

—Schneider no es más que un cobarde. Desde que estoy metido aquí me lo he cruzado en muchas ocasiones, aunque nunca se atrevió a acercarse a mí. No quiero que Santiago tenga problemas por mi culpa. Tarde o temprano iba a coincidir con ese imbécil. Pero como te dije, se mantenía a cierta distancia, siempre rodeado por un par de sujetos que lo seguían a sol y sombra. Creo que él tenía miedo de cruzarse conmigo.

—Por eso envió a uno de sus matones a golpearte —repuso Rosario, asqueada. Todavía se le revolvía el estómago al pensar en Teodoro Schneider. El exesposo de Débora les había causado mucho daño y no estaba dispuesta a permitir que continuara haciéndolo desde la cárcel.

—Si me hubiera querido muerto, no estaría acá hablando con vos —dijo Francisco, restándole importancia a lo sucedido. No ganaba nada alimentando el miedo de su hermana. Recordó la promesa de Duarte, y pensó que contárselo a Rosario sería una buena manera de aliviar su angustia.

—Juancito confía en que, si habla con las personas indicadas, podrá sacarme de este lugar antes de cumplir mi condena.

Los ojos de Rosario se iluminaron. Faltaba mucho tiempo aún para que Francisco recuperase la libertad. Incluso si acortaban su sentencia por buena conducta, debería permanecer en la Penitenciaría Nacional al menos otro año más.

—¿Duarte ha venido a verte? —Un atisbo de esperanza se asomaba en aquel oscuro horizonte.

Francisco asintió.

—Vos y yo sabemos que es un tiro al aire en ciertos aspectos de su vida, aunque su parentesco con Perón lo coloca en un sitio de privilegio —repuso, reconociendo que él también solía moverse en los mismos círculos. Las malas compañías, el dinero fácil y las mujeres bellas habían regido sus mundos durante muchos años en las recorridas por la noche porteña.

—Tal vez tengas razón y Juancito logre lo que otros no pudieron. Confiemos en él.

Francisco se permitió creerlo también. Después de la paliza que Schneider había ordenado, sabía que sus días en la cárcel estaban contados. Sus labios hinchados se curvaron en una leve sonrisa. Ahora, al menos su querida Rosario se iría un poco más calmada.

*

Las Acacias, Pilar, provincia de Buenos Aires

Débora se apresuró a salir a la galería cuando las luces de un automóvil que se acercaba al casco de la estancia iluminaron la cálida noche otoñal.

—Perdón por la tardanza —se excusó Rosario mientras cerraba la portezuela del auto. Le dio un abrazo a su pareja y dejó que ella le robara un beso de bienvenida.

La inmensidad y la soledad del campo les daba la libertad suficiente para expresar su amor sin tener que preocuparse de que alguien las viera. Los empleados de Las Acacias eran discretos y no hacían preguntas.

Abrazadas, entraron a la casa. Rosario estaba hambrienta y respiró hondo para disfrutar del delicioso aroma de la sopa de pescado que Débora había preparado para cenar.

—¡Qué rico! —Rosario arrojó su cartera sobre una mesita y tomó a la mujer de la mano para arrastrarla hasta uno de los sillones.

Ambas cayeron al unísono y de inmediato comenzaron a besarse.

—La sopa puede esperar —susurró Rosario, acariciándole el cuello.

Débora le respondió con un beso que las dejó sin aliento. Cuando se apartó y la miró a los ojos, supo que algo andaba mal.

—¿Qué ocurrió? ¿Francisco empeoró? —El hermano de Rosario nunca había sido santo de su devoción. Sobre todo, porque había jugado un papel fundamental en el macabro plan que llevó a su hija Magdalena a tomar la decisión de quitarse la vida.

Rosario negó con la cabeza.

—Fran está bien, bastante magullado, pero se va a recuperar.

—¿Entonces por qué tengo la sensación de que has vuelto más angustiada que esta tarde cuando te marchaste? ¿Has estado en otro lado?

—Pasé a ver a Santiago, por eso llegué tan tarde. —Se quitó el broche que sujetaba el peinado en lo alto de su cabeza. La oscura cabellera ondulada se deslizó por su espalda. Esbozó una sonrisa cuando Débora se puso a peinar unos mechones con los dedos—. No estaba en la mansión y me entretuve con mis sobrinos. Santiaguito y Samuel te mandan muchos besos.

Débora se emocionaba cada vez que alguien le hablaba de sus nietos. Los veía a menudo, aunque extrañaba la época en la que vivían juntos. Se preocupaba sobre todo por Santiaguito. A pesar de que era pequeño cuando su hija murió e Isabela se había convertido en una madre para él, el niño se acordaba de Magdalena y ambos visitaban con frecuencia su tumba en el cementerio de La Tablada.

—Te pone triste recordar, ¿verdad? —Rosario le rozó la mejilla.

—Es imposible no sumirme en la nostalgia cuando pienso en mi hija. Muchas veces me pregunto si podría haberlo evitado… Tal vez si hubiera sido más comprensiva con ella, ahora estaría viva.

—Es imposible saberlo, amor mío. No le sirve a nadie que te sientas culpable. Tu hija labró su destino y terminó cayendo en su propia trampa. Nunca debió casarse con Santiago estando enamorada de otro hombre.

Débora vivía consumida por la culpa. No solo por la trágica muerte de su única hija, sino también por la agresión que había sufrido Rosario por enamorarse de ella. ¿Cómo olvidar que Teodoro Schneider vengó su traición de la peor manera? La noche en la cual Rosario fue violada por dos hombres que seguían las órdenes de su exesposo había marcado sus vidas para siempre. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no echarse a llorar. No quería que los funestos recuerdos de lo que había sucedido en aquel mismo lugar volvieran para atormentarlas, por eso cambió de tema.

—¿Has podido indagar sobre lo que ocurrió en la cárcel? —Percibió cierta tensión en el rostro de Rosario.

—No pensaba contártelo —confesó—, pero cuando resolvimos vivir lo nuestro sin preocuparnos por lo que pudieran pensar los demás, juramos que siempre seríamos sinceras.

Débora sospechaba la razón de sus dudas.

—¿Ha sido Teodoro?

Rosario asintió.

—Le ordenó a uno de sus secuaces que le diera una paliza a Fran. Con la complicidad del guardiacárcel, se metió en su celda para golpearlo sin que nadie lo interrumpiera.

Débora maldijo el nombre de Teodoro Schneider. Ese caballero amable, que fue capaz de salvar su vida y la de su hija al casarse con ella para sacarlas de una Alemania convulsa por la guerra, se había convertido en un monstruo.

—Se lo conté a Santiago para que tomara cartas en el asunto y me dijo que no va a ser sencillo reducir la condena de Francisco. Al parecer, el alemán al que Magdalena le disparó había ingresado al país de manera legal…

—¡Eso es absurdo! —saltó Débora, indignada. —¡Los nazis que salieron de Europa llegaron a este país huyendo como ratas! ¡Ese hombre cometió los crímenes más horribles en contra de mi familia! ¡Gaseó a mi cuñada con el único fin de castigar a Isabela! ¡Solo Dios sabe lo que habría sido capaz de hacerle a mi sobrina si no la trasladaban a Theresienstadt!

Rosario compartía su indignación. Aunque había escuchado de primera mano los relatos más terribles de lo sucedido durante la guerra, no podía imaginarse el dolor con el cual convivían a diario aquellos que lograron escapar del horror. Sabía por Santiago que Isabela todavía se despertaba por las noches llamando a gritos a su familia.

—Thomas Müller tenía fuertes lazos con la embajada alemana y esa es precisamente la razón por la cual Perón se muestra reacio a otorgarle un indulto a mi hermano. No quiere provocar un conflicto diplomático por causa de un expediente criminal. ¡Menos mal que existe Juancito Duarte! Le ofreció su ayuda a Fran; sin embargo, no creo que tenga más poder que su cuñado. A veces no sirve de nada que te codees con los políticos más influyentes del país. Mi hermano ocupó una banca en el Congreso; aun así, parece que no sirve de nada a la hora de querer sacar a Francisco de la cárcel.

Débora la abrazó y se quedaron en silencio, cada una perdida en sus propios pensamientos.

Esa noche la cena tuvo un sabor amargo. Rosario necesitaba desahogarse y se encerró en su estudio para pintar. Débora respetó su deseo de estar sola y se fue a dormir. No pudo conciliar el sueño hasta tarde. La angustia de Rosario por la suerte de su hermano había impedido que le hablara de sus propios temores.

UN SEGUNDO DE LIBERTAD

Sorrento, provincia de Nápoles, junio de 1950

Eleonora se sentía prisionera en su propia casa. Desde la noche en que Domenico la sorprendiera entrando de manera furtiva por la ventana de su habitación, vivía atormentada por la idea de que Michele creyera que se había olvidado de él. Intentó enviarle un mensaje con uno de los trabajadores que lo conocía; sin embargo, todos estaban advertidos y ninguno de ellos quería contradecir a su hermano. Incluso pensó en pedirle ayuda a su cuñada. Aunque Ludovica jamás se atrevería a desafiar a Domenico, sabía lo que era estar enamorada y solo por eso se le cruzó por la cabeza recurrir a ella. Fue un error que terminó pagando muy caro. Apenas le entregó la nota que había escrito para Michele, su hermano la interceptó en el camino y la destrozó en mil pedazos.

Se asomó por la ventana de la cocina. Domenico se encontraba en el campo y Ludovica acababa de salir al patio. Hacía calor y el aire olía a tormenta. La puerta principal permanecía cerrada con llave porque no se fiaban de ella. No podía escaparse por la parte trasera, dado que Ludovica andaba cerca y daría la voz de alarma si la veía alejarse de la finca. Bebió un poco de limonada para refrescarse y se dirigió al salón. Descubrió que alguien había dejado la hoja de la ventana entreabierta, debido a una imperfección que impedía que se abriera de par en par. Se encaramó encima del alféizar y con gran esfuerzo logró introducirse entre las dos hojas de la ventana. Contuvo la respiración y se deslizó despacio, contorneándose para poder traspasar el hueco sin lastimarse. Terminó cayendo sobre uno de los parterres, con el vestido rasgado y un corte a la altura de las caderas.

Antes de ponerse de pie oteó a su alrededor. No había moros en la costa. Se incorporó y se sacudió la tierra. Rodeó la casa hasta alcanzar el frente. Ludovica seguía en el patio trasero y era una ventaja que no pensaba desaprovechar. Tomó un pañuelo que colgaba del tendedero y se lo ató alrededor de la cabeza para cubrir su cabello. Segura de que Domenico aún permanecía en los sembradíos, tomó el camino principal. Si se cruzaba con alguno de los labradores, conseguiría largarse antes de que le fuera con el chisme a su hermano.

Se inquietó al divisar que un vehículo se acercaba. La inquietud se convirtió en temor al ver que se trataba de Vincenzo Gentile.

Eleonora pensó en darse media vuelta y regresar antes de ser descubierta, pero el Ford Super Deluxe negro se apartó del sendero en su dirección y supo que era demasiado tarde para huir.

Vincenzo la contempló a sus anchas. No esperaba encontrársela en medio del camino, y a juzgar por la expresión de susto en el rostro de Eleonora, intuía que acababa de atraparla en alguna travesura. El vestido rasgado confirmaba sus sospechas.

—Buenas tardes —le dijo sin dejar de mirarla, sin importarle incomodarla.

Eleonora no respondió. Estaba demasiado preocupada por las consecuencias de aquel encuentro casual y el castigo que podría recibir de parte de Domenico al enterarse. Vincenzo abrió la puerta del auto y la invitó a subir. Ella movió la cabeza y retrocedió unos pasos.

—Es mejor que regreses a tu casa. No falta mucho para que anochezca y sería una imprudencia que anduvieras sola por ahí, a merced de cualquiera con malas intenciones.

Eleonora miró al hombre que iba detrás del volante. Era Nunzio Gentile, el hermano mayor de Vincenzo. En ese momento, mientras la observaba de reojo a través del espejo retrovisor no pudo discernir cuál de los dos le provocaba más miedo.

—No… no es necesario —balbuceó—. Puedo volver caminando.

—No me quites el placer de tu compañía —insistió Vincenzo, inclinándose hacia ella—. Apuesto a que tu hermano no está enterado de tu aventura, y si te ve llegar conmigo no se atreverá a decirte nada.

Aunque la idea de subirse al automóvil de Gentile no le agradaba, él tenía razón. Su presencia impediría que Domenico se enojara con ella. Solo por eso, finalmente aceptó su invitación.

—¿Hacia dónde ibas? —Señaló la falda de su vestido—. Si tu ropa terminó así, imagino que saliste de tu casa escabullándote por algún rincón.

Al ver que Eleonora continuaba en silencio, Vincenzo probó una estrategia diferente.

—Cuando tuve tu edad también cometí algunas travesuras que le costaron a mi madre muchos dolores de cabeza. —Soltó una carcajada, pero ella ni se inmutó—. A veces nos dejamos dominar por un impulso y un sentimiento tan volátil como el amor…

—¡Qué sabrá usted! —replicó Eleonora, lanzándole una mirada cargada de rabia.

Vincenzo, complacido por haber obtenido la atención de la muchacha siguió con su discurso.

—A pesar de mi vasta experiencia amorosa, no conozco los vericuetos del alma femenina. Aun así, te puedo asegurar que los jovencitos que te rodean jamás te darán lo que una mujer como tú necesita.

Eleonora no dejaba de sorprenderse ante el cinismo de aquel hombre que hablaba de ella con tanta confianza.

—No tiene derecho a hablarme así. —Miró a Nunzio—. ¿Podría detener el auto? ¡Quiero bajarme!

Nunzio Gentile hizo oídos sordos a su petición. Estaban a pocos metros de la finca de Ferrara.

—Ya casi llegamos, Eleonora. No tiene sentido que te vayas ahora. —Vincenzo la sujetó del brazo cuando se dio cuenta cuál era su intención.

Ella logró zafarse de su agarre. Cuando el Ford se detuvo delante de la casa y Domenico salió a recibirlos, sintió que se le venía el mundo encima.

—No te asustes. Yo me ocupo de todo —dijo Vincenzo Gentile a modo de promesa.

Descendieron del vehículo y Domenico se abalanzó encima de su hermana. Eleonora se escondió detrás de Gentile.

—Domenico, no es necesario. —Vincenzo tomó a la muchacha por los hombros en actitud protectora y la conminó a dar un paso al frente—. Eleonora entró en razón y decidió regresar a su casa. Creo que se merece un voto de confianza.

El hombre tuvo que tragarse la rabia al oír las palabras de su patrón. No podía pasar por encima de su autoridad. Pero en vez de molestarse por el hecho de que Gentile saliera en defensa de Eleonora, se sintió complacido. Incluso era capaz de olvidar el sermón que había preparado para ella.

—Mi hermana sabe que no puede salir de la finca sola. —Domenico la miró de reojo. Parapetada detrás de su salvador, Eleonora permanecía sin decir nada.

—Lo importante es que ha vuelto a ustedes y seguramente lo pensará dos veces antes de cometer la misma tontería, ¿verdad, Eleonora? —Vincenzo sonrió y, muy a su pesar, la soltó.

Ella tardó en responder. Musitó un “sí” apenas perceptible y se alejó corriendo hasta desaparecer por uno de los laterales de la vivienda.

Domenico meneó la cabeza.

—¡Ni siquiera se despidió! —farfulló, avergonzado.

—No te preocupes, Domenico. Está asustada y es normal que se haya olvidado de saludar. —Vincenzo había ido hasta allí impulsado por una razón poderosa y no se iría sin hablar con Ferrara—. ¿Sería posible que conversáramos en privado?

Domenico miró a su alrededor. Nunzio Gentile continuaba en el interior del auto, y su esposa seguramente estaría en la cocina preparando la cena.

—¿Le gustaría dar un paseo por los sembradíos? —sugirió, señalando el vasto terreno que se extendía delante de ambos.

Bajo la atenta mirada de Nunzio, que sabía exactamente cuál era el propósito de Vincenzo al visitar la finca de su administrador, los dos hombres se enfrascaron en una conversación que terminaría por labrar el futuro de Eleonora.

*

—¿Quieres un té de tila? Estás demasiado nerviosa.

Eleonora hizo caso omiso al ofrecimiento de su cuñada. Se mostraba amable con ella cuando no perdía oportunidad de apuñalarla por la espalda.

—¿Puedo hacerte una pregunta? —Se plantó junto a Ludovica y la miró directamente a los ojos. Su cuñada asintió—. ¿En qué momento te has convertido en mi enemiga? Pensé que al ser mujer me comprenderías mejor que nadie. Domenico es un hombre tosco, y hasta cierto punto entiendo que en su cabeza de troglodita cree que todo lo que hace es por mi bien. Pero tú deberías solidarizarte con mi situación. ¿Qué tiene de malo que me haya enamorado de Michele Conte?

Ludovica dejó a un lado las tazas y le indicó que se sentara. Eleonora le dijo que estaba bien de pie y se sirvió un poco de agua fresca.

—Eres muy joven todavía para saber lo que es el verdadero amor —sentenció Ludovica—. Cuando tenía tu edad me fijé en un muchacho que trabajaba para mi padre. Un día se acercó para decirme que yo le gustaba y que pediría permiso para cortejarme. Mi padre me dio su consentimiento, aunque me advirtió que tuviera cuidado. Luigi, así se llamaba el joven, acababa de llegar al pueblo y nadie lo conocía realmente. Era atractivo y se había ganado la confianza de muchos, mis padres incluidos. —Respiró hondo. Hacía demasiado tiempo que no hablaba de aquello—. Un día que me encontraba sola en casa se apareció con un ramo de flores… quería que le demostrara cuánto lo amaba. Si mi padre no hubiera irrumpido en la habitación, Luigi me habría desgraciado para siempre. Cuando le exigieron que reparara lo que había hecho, se esfumó y nunca más supimos de él. Ese amor tan profundo que decía sentir por mí no era más que una treta para aprovecharse de mi inocencia. Unos meses después conocí a tu hermano y conseguí olvidarme de Luigi.

—Michele no es así —aseveró Eleonora, saliendo en defensa de su enamorado—. Él me ama de verdad y jamás me lastimaría.

—¿Cómo puedes estar tan segura? —retrucó Ludovica en su afán de hacerla entrar en razón. Cuanto antes se diera cuenta de que vivía presa de una ilusión, mejor para ella y para todos.

Eleonora no respondió. Una terrible sospecha se apoderó de Ludovica. La obligó a levantar la cabeza para poder verla a los ojos.

—¿Qué has hecho, Eleonora? —Como seguía sin contestar, la sacudió un poco con el propósito de hacerla reaccionar.

En ese preciso momento, Domenico

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