La primera que camina

Ana Francis Mor

Fragmento

Capítulo 01

1 Yahvé

Lavaréis vuestros pies.

Guiaréis vuestros pasos limpios por donde la voluntad os mande. Vuestra voluntad será respetada porque esa es mi palabra, y mi palabra es el todo, lo primero y lo último.

Lavaréis vuestros pies tres veces.

La primera haréis una reverencia a mi nombre porque mi nombre es el antes del todo. Es el principio y el fin.

En la segunda veneraréis el nombre de mi hijo, aunque no haya sido concebido. Porque mi hijo es el hijo del todo, carne de mi carne, sangre de mi sangre.

La tercera vez enjugaréis los pasos limpios de vuestra persona en lágrimas vertidas por vuestros ojos, los de nadie más. Verteréis lágrimas sobre ellos y de este modo veneraréis los pasos que se anduvieron antes de los vuestros y los que fueron antes de esos, y es en nombre de esos pasos y pies que os unjo en bendiciones y cierro los ojos para no veros hacer vuestra voluntad. Lo permito, pero no lo miro. Porque no sé permitirlo y mirarlo al mismo tiempo y estoy viejo para aprender.

Lavaréis vuestros pies tres veces, y después de honrar y venerar lo que os mando, verteréis vuestras lágrimas para surcar la humedad que os permita caminar en el desierto.

Andaréis tres años sin los ojos de Dios, sin mis ojos mirándoos y elevaréis tres veces al cielo la oración al padre creador. Oraréis por mí y para mí porque así lo he mandado, pero no he de responderos porque no comprendo vuestra libertad y me duele.

Soy Dios y detesto que me duelas. Pero sois libre porque soy Dios y soy grande y os concedo que seáis libre.

Las palabras que escucháis son las mías. Soy vida, soy espíritu. Estoy viejo, pero aún soy el principio y el fin, el antes y el después, el cielo y la tierra, el paraíso y el infierno.

Cierro los ojos. Sois libre.

***

Luz Verdadera, ilumíname. Luz Verdadera que iluminas a todo hombre que viene a esta tierra, no te desprendas de mi alma. Sé la guía de mi camino. Si la muerte es el destino, he de llegar a ella sin un reclamo. Si la muerte es el encuentro contigo, luz omnipresente, bienvenida sea, la bendigo.

Busco la luz. Para eso camino. Para eso tengo el permiso de Dios. Yo, la que aún no es madre de su hijo, la primera de todas, la señalada, la elegida.

Padre nuestro que estás en los cielos, santificados sean tus pies porque el camino han hecho. Bendito el camino que mis propios pies han de recorrer. No sé si voy detrás de tus pasos o son justo tus pasos los que señalan el camino que no he de andar.

No me has de guiar Tú, me guiará el camino, porque al caminar el mundo caminaré mi espíritu y encontraré la respuesta que estoy buscando.

Escucho tu palabra, Señor, pero sigo mis pasos. Lavo mis pies y sigo mis pasos.

Camino.

Tres veces, trescientas, por una trinidad de caminos o trescientos. Los que sean necesarios.

Camino. Dios no me bendice, pero ¡que Dios me bendiga!

2 Gabriel

Alégrate, llena de gracia; el Señor es contigo. No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios y concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y llamado Hijo del Altísimo, y le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y reinará en la casa de Jacob por los siglos de los siglos y su reino no tendrá fin.

Díjele a María por centésima vez y por centésima vez ella respondió lo mismo:

—No. No soy la esclava del Señor.

Dios Todopoderoso. El mensaje ha sido dicho como Tú lo has mandado, de la manera en que me fue comunicado. Hice lo que tu voz me ordenó que hiciera.

Después de la primera negativa, regresé cobijando la benevolencia con mis alas.

Es palabra de mujer, pensé. Es conocido, Señor, porque así me has dejado conocer, que es la mujer como la tierra, que cambia sus temperaturas conforme pasan los días y los ciclos y los años. Sabiendo entonces de los cambios propios de los climas de las palabras, presenté mi entidad con devoción ante su puerta una y otra vez hasta contar cien.

Y cierto es que los días se cambiaron por las noches, los calores por el frío invernal. Fui testigo de cómo las pieles de los hombres se secaron y se abrieron ante la ausencia del fuego celeste que todo lo ilumina. Miré desde la altura que entronan mis alas cómo hubo frutos que dejaron de crecer dando paso a la infertilidad de los árboles. Observé tu milagro, Señor, el milagro de la permanencia del cambio, de la tierra que has creado y agradecí por tal privilegio. Fue así que convencido estuve de que la respuesta de María era tan solo el botón de una flor que mis ojos de siervo no lograban vislumbrar, pero que tu voluntad habría de florecer y no tendría por qué dudar. Y esperé, entonces, que la palabra de María se entregara a la primavera de tu mandato. Pero su respuesta fue la misma:

—No. No soy la esclava del Señor.

¡Ten piedad de mí, oh Gran Creador!, pues la respuesta de María no cambió. No lo conseguí con súplicas, ni provocando la ternura y la piedad propias de la futura madre del Hijo de Dios. No lo conseguí con las promesas de la vida eterna ni la salvación. Y cuando vieron mis ojos que su palabra era lo único que en este mundo no cambiaba, le conté de cómo la desobediencia a tu voluntad había desatado plagas y catástrofes de todo tipo. Le hablé de tu ira y de las veces que el arrepentimiento había llegado tarde a aquellos que se habían atrevido a desafiarte. Le relaté con detalle, Señor, del llanto de ébano de aquel rey de Egipto al tener a su primogénito muerto en brazos y de cómo sus amargas lágrimas no le trajeron de vuelta la vida de su hijo, ni la de sus tierras, ni su fe.

Pero su respuesta se repitió, como se repiten los rezos en tu templo:

—No. No soy la esclava del Señor.

Y estas palabras, con los días, se fueron convirtiendo en espinas horadando mi entendimiento. Perdóname, Señor, pero el odio se apoderó del corazón de este ángel y a punto estuve de llevar hasta su casa el fétido aliento de la putrefacción del mundo, ese que nos mandaste guardar para el día del Juicio Final. A punto estuve de encarnarme en un vellocino endemoniado y romper su cuerpo en dos, hasta sacarle de en medio del cor

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