Capítulo 1
#TipdeBruja
Para tener buena suerte, guarda una
hoja seca de laurel en tu agenda.
Me llamo Mía Jaspe y tengo un SECRETO. Así, en mayúscula.
Un secreto que a lo mejor no parecía secreto al principio, pero luego ya sí. Y tiene que ver con este medallón.
Cuando mi abuela Nura me lo regaló en verano por mi cumpleaños, pensé que solo era el viejo medallón de mi madre, el que tenía en todas las fotografías.
Y me pareció bonito.
Porque, cuando pierdes a tu madre a los cuatro años, te hace ilusión que te regalen algo suyo cuando cumples trece.
No sé, al ponerme el medallón de la media luna y el sol fue como si mi madre volviese para rodearme el cuello.
Casi logré oler su aroma a jazmín.
Por eso no me lo quito nunca, me une a mamá. A lo largo de los años y de los recuerdos. Cuando toco el sol y la luna estoy con ella.
Sin embargo, no es un simple medallón.
Aunque, claro, eso el miércoles pasado yo no lo sabía.
Capítulo 2
El miércoles, cuando bajé las escaleras a la carrera con mi padre persiguiéndome, el medallón de mi madre era solo un collar con historia.
—¡Mía, piénsatelo! —gritó mi padre.
Se llama Julián. Tiene treinta y nueve años y es pelirrojo, como yo. Pero yo tengo la cabeza llena de rizos como mamá y a él le quedan cuatro pelos desperdigados con los que finge que no se está quedando calvo.
Por favor, que esto no salga de aquí, mi padre lleva fatal lo de perder el flequillo.
Aunque ese día, la verdad, no parecía que tuviese poco pelo porque estaba tan rojo de la indignación que las calvas se le disimulaban.
—¡No tienes poder sobre mí! —le respondí, agarrando con fuerza el medallón y sujetando con más fuerza aún mi mochila llena de parches.
—¿Cómo que no? —tronó mi padre.
—¡No pienso cambiarme!
Corrí a la cocina porque sabía que allí estaría la abuela Nura, que es mi mayor aliada.
Vive con nosotros… Bueno, nosotros vivimos con ella.
Cuando perdimos a mamá, la abuela Nura nos acogió en su casa de las afueras. Dijo que me vendría bien el jardín y crecer cerca del bosque. Además, le prometió a papá que podría instalar una torre meteorológica junto a su invernadero, y así fue como se lo ganó.
Es la madre de mi madre y tiene una herboristería en el mercado viejo. Es un puesto pequeño, pero porque todo lo que vende lo hace ella misma. Se siente muy orgullosa de realizar sus propios remedios de hierbas, sus ungüentos y sus aceites esenciales.
Aunque por eso nuestra cocina está siempre inundada de tarros, de atados de romero y laurel secándose, de semillas desperdigadas y de botes de todos los tamaños.
—¿A que estoy genial, abuela? —Me puse a su lado.
Ella despegó la nariz del mortero, en el que estaba machacando algo que olía solo regular. Su tortuga, Sultana, también me miró.
—Me encanta ese vestido —celebró—. Muy tú.
—¿Ves? —le espeté a mi padre.
El pobre se nos había quedado mirando con cara de cachorro bajo la lluvia.
—Parece que vas disfrazada… —insistió, como último intento.
Yo miré otra vez mi ropa.
La había elegido a conciencia.
No todos los días empieza una en el instituto.
A ver, el vestido de terciopelo morado con constelaciones era mi preferido, y me quedaba fenomenal. La sudadera de gatitos combinaba a la perfección, y mis deportivas fucsia le daban un toque. Además, el medallón de mamá era como el detalle estrella del conjunto.
—No voy disfrazada, papá, eres un antiguo —me reí—. La ropa es mi carta de presentación. Esta soy yo y, a quien no le guste, que mire para otro lado.
—Así se habla —respondió la abuela, orgullosa.
Mi padre se tapó los ojos con frustración.
—Pero no la animes, Nura… Hoy empieza en el instituto, todo va a ser nuevo y va a llamar la atención —se desesperó—. Con unos vaqueros iría más discreta, sus profesores no se quedarían con su cara a la primera y…
Sin pensarlo, me lancé sobre mi padre y empecé a darle besos.
Es un ataque que siempre funciona. Cien por cien de efectividad.
Mi padre, en el fondo, es un blando. Le das tres besos y un abrazo, y se derrite.
Al principio se hizo el duro, pero cuando le busqué las cosquillas se rindió con una carcajada.
—Deja de tener miedo por mí —le pedí—. ¡Va a ser un día genial! ¡Lo presiento!
—Solo intento protegerte… —confesó él—. El mundo está lleno de idiotas.
—Y de personas brillantes y luminosas como Mía —se metió la abuela, poniendo la cafetera encima de la mesa—. ¡A desayunar!
La cocina es mi habitación preferida de la casa. Da igual que siempre esté hecha un desastre y que los muebles verdes tengan más de cien años. Me gusta que haya una puerta de cristal al jardín y que desde las ventanas se vea el invernadero y el bosque.
Es como una cocina de cuento. Como la de la abuela de Caperucita o la de la casa de los enanitos.
—Yo desayuno por el camino —dije, agarrando una tostada—. No quiero llegar ni un segundo tarde.
Volví a repartir besos y abrí la puerta del jardín.
—¿Vas a ir por el bosque? —se preocupó otra vez mi padre.
—Papá, relájate, llevo recorriendo el mismo camino desde que tengo ocho años —lo tranquilicé—. La parada del autobús está justo detrás del trío de arces.
—Pero…
—Julián… —lo atajó la abuela—. ¿Quieres una tilita para relajarte?
Intenté aguantarme la risa y me despedí.
Solo era el primer día de instituto. Solo era el primer día del resto de mi vida. ¡Y eso sonaba genial!
Dejé atrás el invernadero, la torre meteorológica y me adentré en la espesura.
Era tan temprano que el bosque seguía repleto de sombras. La niebla se enredaba entre las ramas bajas, recordándome que el verano se escapaba.
De pronto, escuché un crujido a mi derecha y me llevé una mano al medallón de mi madre por instinto. El vello de la nuca se me puso de punta.
No suelo asustarme así. Vamos, en el bosque siempre hay ruidos. De todo tipo.
Pero sentía… No sé… Como si alguien me estuviese observando desde su escondite.
—Tranquila —me dije—. Este es tu bosque…, mi bosque… Aquí no…
El crujido se repitió, más cerca todavía, y cerré la boca de golpe.
Vale, era mi bosque, pero no tenía por costumbre hacerme esas cosas.
Escudriñé las sombras.
Unos ojos ambarinos se dibujaron en la oscuridad. Me miraban.
Directamente a mí.
Capítulo 3
Eran unos ojos. Estaba claro que eran unos ojos.
Di un paso atrás y mi espalda chocó contra el tronco de un árbol.
El bosque que rodea mi ciudad no es uno de esos parques ordenados para salir a correr y hacer un pícnic. No te confundas. Es un bosque de verdad. Salvaje, libre y protegido. Con sus osos y sus lobos y yo qué sé qué más.
Todas las primaveras hay noticias de ataques a senderistas despistados. Es lo que tiene vivir entre las montañas.
Así que sí, me asusté, lo confieso.
De hecho, mi corazón comenzó a latir tan fuerte que era incapaz de escuchar nada más a mi alrededor.
Tanteé el tronco del árbol buscando algo con lo que defenderme y alcancé un palo largo y pelado.
«Menuda espada cutre», pensé. Pero era lo único que tenía.
—¡Lárgate o te las verás conmigo! —grité, intentando parecer valiente.
A ver, es que mi abuela Nura dice que los animales huelen el miedo y que eso los hace peligrosos. Yo quería oler a pura valentía. Aunque me temblasen las piernas.
Mi grito sonó ridículo en medio del bosque y, aun así, los ojos ambarinos lo captaron.
Pero regular.
Porque, en lugar de salir huyendo, la fiera escondida saltó hacia mí.
—¡AAAAAAH! —chillé blandiendo el palo como una loca.
Menuda estampa.
Menos mal que no me estaba viendo nadie porque el cuadro era de lo más ridículo.
Lo que había salido de la espesura no era un oso gigantesco, ni siquiera un lobo fiero.
Mi atacante era un cachorro de zorro de lo más achuchable.
—Auuuuuu… —aulló para saludarme y movió la cola espesa y pelirroja de un lado a otro.
—¡Menudo susto me has dado! —lo acusé, retirando mi arma.
En ese momento reparé en que el palo pelado se había llenado de hojas.
Escúchame bien, porque es importante, ¿vale? No es que no me hubiese fijado por los nervios —o a lo mejor sí que era eso—. El palo que yo había cogido no tenía ni una hoja. ¡Ni media! Y de pronto estaba completamente plagado de brotes y hojitas verdes.
Lo solté como si me hubiese dado un calambre y el zorrito saltó asustado.
—Perdona… —rogué, agachándome.
¿Cómo era posible?
¿Mis sentidos me estaban confundiendo aquella mañana?
Parpadeé para aclararme, pero entonces el animal se enredó entre mis piernas y me distrajo. Su pelaje era fuerte, sedoso.
Y olía a humedad.
—No todos los humanos son simpáticos como yo —le expliqué, acariciándole las orejas—. Tienes que parecer más salvaje, más fiero.
Como si me entendiese, el zorro volvió a aullar y me miró buscando mi aprobación.
—Ojalá pudiese meterte en la mochila y llevarte a clase —confesé—. ¡Pero llego tarde! Es mi primer día de instituto, ¿sabes?
El animal asintió. O eso me pareció, vaya.
Entonces se apartó un poco de mí, como si me diese permiso para irme. Levantó su larga cola y, después, se marchó.
—Bueno, esto tiene que ser una buena señal —me dije—. He hecho el primer amigo del día.
¡Qué ilusa! En cuanto me subiese al autobús iba a comprender que los zorros y los humanos no nos regimos por las mismas reglas.
Spoiler alert: los zorros son más nobles que nosotros de aquí a la luna y vuelta.
Capítulo 4
Coger el autobús para ir a clase ya era una novedad para mí.
He ido al colegio andando toda mi vida, a la vuelta de la esquina. A un cole pequeño, de esos en los que todo el mundo se conoce.
Suena genial, ¿verdad?
—Somos una familia —decía mi tutora de sexto cada dos por tres.
Pues, la verdad, no es tan genial. Las familias se llevan mejor de lo que nos llevábamos los de mi clase. Me daba cero pena no volver a verlos. Adiós, cotilleos, críticas, motes, empujones. Adiós, sentirme la rara del lugar.
Mi padre se había empeñado en que fuese a un instituto al otro lado de la ciudad. Decía que tenía muy buen nivel, que me iban a venir fenomenal los nuevos aires, que ampliaría mi espíritu… No me quejé. Estaba hasta el gorro de las mismas caras y los mismos problemas desde infantil.
Me apetecía un cambio.
Los cambios son emocionantes. ¡Nunca sabes realmente lo que va a pasar!
Así que me monté en el autobús con una sonrisa de oreja a oreja. Yo soy así, se me nota si estoy contenta. Bueno, se me nota todo a la primera. Intento disimular, pero no me sale.
Me dio completamente igual que el vehículo fuese hasta los topes y me tocase ir de pie. La promesa del nuevo insti, la promesa de una nueva aventura, me ponía de buen humor.
Tres paradas antes de la mía, se montaron dos chicos y una chica con mochilas. Eran más o menos de mi edad.
Ellos iban en chándal negro y ella llevaba unos leggings oscuros y una sudadera gris de marca. Los tres tenían las narices pegadas a sus teléfonos y se partían de la risa pasándose vídeos o fotos o yo qué sé qué.
Mi padre no me deja tener móvil porque es tan antiguo que no entiende nada de la vida. Para él, como hay teléfono fijo en el instituto, ya tengo más que suficiente.
Los estudiantes se agarraron a la barra que tenía enfrente y, de pronto, uno de los chicos levantó la cabeza hacia mí.
Era moreno y tenía un corte de pelo de esos típicos de los futbolistas. A la última moda.
Inmediatamente, le dio un codazo a su compañero.
Me quedé un poco cortada, la verdad. Los tres amigos me observaron con atención.
No sabía si levantar la mano para saludarlos, si mirar detrás de mí por si había algo que se me había pasado por alto o si preguntarles si querían un autógrafo.
Antes de que me diese tiempo a aclararme, empezaron a mensajearse a toda prisa.
Y menudas risas…
El corte se me pasó a la velocidad de la luz para convertirse en indignación. Porque se estaban riendo de mí, de eso no había duda.
A ver, me miraban, se escribían y se reían. Así, en ese orden, una y otra vez. Los muy idiotas.
Apreté los puños con rabia y cogí aire, preparada para decirles cuatro cosas. Pero justo en ese momento el autobús se detuvo en mi parada y los tres bajaron a toda velocidad.
¿Iban a mi instituto?
En cuanto me apeé, descubrí que sí porque sus chándales parecían el atuendo oficial del IES Cerro Álamo.
El centro se alzaba frente a mí como una mole de ladrillos sacada de otra época. Estaba lleno de torreon