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Carta de Vipsania Julia Agripina
a Quinto Sergio Sabino
29 d.C.
Dicen, querido Quinto, que mi madre Julia llevó un diario durante los años de su destierro en Pandataria, y que luego, tras ser trasladada a la costa calabresa, estaba demasiado débil hasta para concebir pensamientos sin importancia, y desesperada hasta el punto de no desear ya nada, ni siquiera recordar cómo había sido su vida de entonces, la vida de la altiva hija de Augusto, tan amada y muy envidiada, libre, soberbia incluso ante los trastornos del destino. Hasta que el destino la quebrantó. En Pandataria sobrevivía aún en ella la esperanza de volver a la vida, y de hacerlo junto a sus dos hijos, también hechos prisioneros, Juliola y Agripa. En Reggio, no, en Reggio la esperanza había ido disminuyendo paulatinamente como su cuerpo desnutrido, y con ella había palidecido también su brillante pasado de desenfrenada mundanidad, ahora tan evanescente que resultaba irreconocible. ¿Por qué esforzarse en recordar a una mujer que le era tan ajena como alguien a quien nunca había conocido? ¿Qué quedaba de aquella mujer, sino un nombre, menos que un nombre, nada?
Parece que en su diario mi madre anotaba también las impresiones sacadas durante los paseos por los escollos, mientras avanzaba despacio a fin de evitar el riesgo de resbalar. A mí no me está permitido caminar hasta la playa o adentrarme entre los peñascos. A duras penas puedo mirar fuera, contemplar el nuevo día que se anuncia por la mañana y esperar a que el sol se ponga para ver su luz deflagrar en el mar y reverberar luego en el cielo límpido que el viento ha liberado de la bruma. A veces tengo la impresión de contemplar aquel espectáculo majestuoso a través de los ojos de mi madre, y me parece reconocerlo, reconocer una cierta granulosidad de la luz, como si ya hubiese estado aquí, junto a ella, hace mucho tiempo.
¿Qué se siente viviendo en soledad, sabiendo que se permanecerá solos el resto de la vida? Me lo preguntaba desde pequeña, y he seguido preguntándomelo de mayor, cuando trataba de acercarme a mi madre al menos con el pensamiento, al no poder hacerlo de otro modo. En casa de mi abuelo no estaba permitido ni siquiera mencionar su nombre. Y ahora que como ella vivo segregada, aquí en Pandataria, sin ninguna esperanza de volver a ser libre, creo conocer la respuesta. Nada. Esto es lo que se siente. Más allá de la desesperación no existe nada.
A veces me hago ilusiones de que sus pensamientos de prisionera eran iguales a los míos. Quiero creerlo, Quinto. En el fondo, aunque éramos tan distintas, en muchos aspectos también éramos semejantes. Orgullosas, indómitas, libres. Tanto en el destierro como en la muerte.
Ella sufría por sí misma, pero más que por ella sufría por mi hermana y Agripa, y, cuando tuvo la certeza de que no volverían nunca a ser libres, no