En el corazón del volcán (Serie Atlántica 4)

Helen Rytkönen

Fragmento

cap-1

1

Nora

Siempre fui una persona que se movía por corazonadas. Cualquier sensación que me hiciese sentir unas incontrolables ganas de desafiar el statu quo —una intuición, una señal de mi cuerpo…, tal vez un escalofrío en el momento adecuado— había precedido a las grandes decisiones de mi vida. Incluso en estos momentos, cuando la experiencia me había dotado de unas dosis de pragmatismo que superaban hasta las de mi hermana Victoria, el tremor de un cambio próximo hacía que me invadiera una inquietud latente que esperaba, agazapada, a que me rindiese a ella.

Aquella mañana, mientras contemplaba el exuberante jardín del lodge desde mi terraza, volví a sentirla con fuerza acechando en el fondo de mi ser, como una fiera de dientes afilados sin ganas de ser domada.

«El tiempo en Bali se acaba, lo noto. Ya he terminado lo que vine a hacer. Pero no sé qué ocurrirá de ahora en adelante».

Eché un vistazo hacia el dormitorio intentando despegarme de la inquietante sensación. Aditya aún estaba en la cama, era temprano y sus clases no habían comenzado todavía. Admiré su larga silueta, que exhalaba una elegancia vibrante incluso cuando dormía. Sonreí con cierta tristeza. Lo echaría de menos, a pesar de que nunca nos habíamos prometido nada. Al principio, tan solo buscábamos consuelo el uno en el otro, pero acabamos compartiendo muchas otras cosas, entre ellas, algunas noches húmedas y placenteras.

El sol se colaba a través de las palmeras y los árboles augurando otro día de calor bochornoso. Me quité la camiseta que me había puesto para salir de la cama y me vestí en silencio. La esterilla me esperaba en su lugar de siempre, en el lado de la terraza que daba hacia el lejano volcán. De alguna forma, su imagen me recordaba a mi hogar, y esa vista me sumía en el estado perfecto para el yoga matinal.

Me deslicé de una postura a otra sintiendo cómo la energía y la positividad fluían por todo mi ser y me preparaban para afrontar un nuevo día, tal y como hacía cada mañana. El yoga ya era parte de mí, tan natural como el respirar.

Pero aquel cotidiano martes de septiembre tendría que haber adivinado que necesitaría una dosis extra de asanas para poder asimilar lo que pasaría en los siguientes días.

Ajena a ello, me duché y me arreglé con la intención de bajar a desayunar a la zona reservada para los trabajadores del lodge. Aditya se había levantado con el sonido del agua y había hecho un amago de acorralarme, pero lo esquivé con una sonrisa divertida. No podía entretenerme más, por mucho que me tentasen su cuerpo trabajado y su boca experta: era la gerente del lodge, y aquel día teníamos varias entradas.

En nuestro establecimiento, la temporada comenzaba justo al revés que en el resto de la isla. Cuando Bali se vaciaba del turismo masivo, el Sandalwood Lodge se preparaba para acoger al suyo, a otro tipo de viajero, de mayor estancia y menos orientado al ocio estándar. Se trataba de un huésped que valoraba la privacidad, el silencio y las cuidadosas experiencias que trabajábamos para que, una vez se fuera de Bali, lo hiciese con el corazón más ligero.

En el comedor ya aguardaban casi todos los empleados del turno de día, así que supuse que el de noche estaba preparándose para el cambio. No sumábamos muchos, porque el lodge tampoco era grande, pero los suficientes para formar una familia bien avenida. La plantilla la integraban en su mayoría balineses, aunque también sobresalían algunas cabezas rubias y pieles claras. Busqué con la mirada la figura menuda de Kirana, la dueña y mi jefa, y no la vi: probablemente ya habría pasado por allí y estaría meditando.

Kirana era el alma espiritual de nuestro hotel; yo, la que hacía que todo funcionase.

A veces, inmersa en problemáticas tan dispares como los retrasos de pedidos a proveedores de alimentos poco cumplidores o las bajas del personal de limpieza, me preguntaba cómo había llegado a aquel lugar y a ese puesto tan diferente de lo que había hecho durante toda mi vida. Siempre me respondía que las circunstancias se habían sucedido una tras otra sin interferir demasiado entre sí. Solo habían existido dos cismas, esos que determinaron mi camino vital pero, por lo demás, las cosas habían ido cayendo ante mí como las hojas en otoño, tapizando mi paso con suavidad.

Me serví un zumo de melón con menta y me lo tomé sin ganas; a esa hora tan temprana a mi cuerpo no le apetecía ingerir nada sólido. Saludé a los diferentes miembros del equipo y con el rabillo del ojo vi que Aditya pasaba por delante del comedor, ya vestido para la clase de yoga. Hoy solo tendría a dos personas, mañana seguro que su audiencia sería mayor.

Durante las siguientes horas solucioné varias contingencias. Luego dediqué un buen rato a revisar la planificación de actividades y la oferta del comedor. Dejé abierto el programa que compartía con recepción para comprobar, en tiempo real, las entradas y las salidas, y fui viendo como el lodge se vaciaba con parsimonia. Conocía bien la sensación de quienes se iban: una mezcla de congoja y esperanza. Eso si habían hecho bien los deberes.

Pedí que me trajesen un tentempié y eché un vistazo al listado de entradas. Había bastantes repetidores de larga estancia, pero también gente nueva a la que necesitábamos fidelizar para que volviesen a pasar allí parte de sus vacaciones o de su vida, como hacían algunos. Este había sido mi objetivo al aceptar el puesto y lo había cumplido con creces.

Di un bocado a la sabrosa rebanada de pan de espelta con aguacate y mango y maldije al percatarme de que el zumo de la fruta se me escurría por la barbilla hacia el teclado del ordenador. Fue entonces, mientras hacía malabarismos para no maltratar el vetusto aparato, cuando un nombre de la lista me llamó la atención: Juan Ayala. Segunda vez en el lodge.

Se quedaría tres semanas.

Abrí su ficha, no sé ni por qué. Quizá fuese porque me acordaba bien de él: un hombre mayor, bajito y orondo que no participó en ninguna de las actividades y que siempre estaba sumido en una tristeza tan densa que parecía formar una atmósfera propia en torno a él. Solo una noche lo vi merodear alrededor de nuestra velada de música balinesa y, a pesar de la penumbra en la que se camuflaba, creí percibir lágrimas en sus flácidas mejillas.

Consulté toda la información de la reserva. No había contratado la misma villa del año pasado, se había decantado por una más pequeña, y esta vez no había solicitado hacer todas las comidas en solitario. Interesante.

Mis ojos se detuvieron, curiosos, en sus datos personales.

«Vaya, es de Tenerife. No me había fijado en ese detalle el año anterior».

Cerré su ficha y me obligué a sumergirme en unos documentos que debía enviar a la administración local y cuyo plazo de entrega terminaba al día siguiente. Era la parte de mi trabajo que menos me gustaba, pero alguien tenía que hacerlo y no había demasiados voluntarios a mi alrededor.

Por la tarde, después de la breve reunión con los responsables de cada área, decidí dar una vuelta por los jardines. La humedad me envolvió con su abrazo amable y enseguida noté cómo una fina capa de sudor hacía lo mismo con mi cuerpo. Suspiré. Por muchos años que llevase en Bali, jamás me acostumbraría a ese bochorno.

Pese al calor, me encontré con bastantes huéspedes en mi camino. Las zonas de descanso, llenas de hamacas y sillas en torno a mesas redondas, acogían a algunos lectores que se refrescaban con bebidas coloridas. Los puestos de masajes, camuflados entre los arbustos y las palmeras, también estaban llenos. En las piscinas que a modo de estanques naturales salpicaban los jardines, se remojaban varias señoras de avanzada edad, y en las dos palapas principales las actividades dirigidas tenían más público que el día anterior.

«Estos son todos repetidores. Saben que, para mitigar el jet lag, es mejor coger el ritmo del lodge desde el principio».

Todo parecía estar bajo control y, tras consultar la hora, decidí dar por terminada mi jornada. Fui a mi apartamento para ducharme y cambiarme la blusa y la falda larga que utilizaba como uniforme por un vestido cómodo. Esa tarde había quedado para una cena temprana con mis amigos Nuria y Enoc, a la que seguro que se sumaría alguno de nuestros conocidos balineses. Me puse unos pendientes grandes y vistosos y bajé por el sendero que discurría a un lado del lodge y que lo comunicaba con la playa.

Nuria y Enoc regentaban uno de los centros de buceo más conocidos de la zona. Habían venido desde su Alicante natal hasta Bali como turistas mochileros y se habían enamorado de la energía de la isla hasta el punto de quedarse en ella permanentemente. Me habían acogido con calidez desde que pisé aquel pueblo de la costa norte de Bali, y no pasaba ni una semana sin que nos viésemos. Me sentía como en casa con ellos, era el superpoder de aquella pareja que ya peinaba canas y que disfrutaba de la vida de forma intensa, sobre todo después de que Nuria hubiera superado un cáncer cinco años atrás.

Nos reunimos en nuestro bar favorito, donde los platos multicolores competían en sabrosura con los variados zumos y cócteles. Siempre reservábamos la misma mesa, la que tanto nos gustaba porque daba a la playa y al cielo estrellado, ese que me recordaba a mi hermano Marcos y su fascinación por el firmamento balinés lleno de luz.

«Es como si tuviese que reprogramarme para entender que aquí las estrellas no son las de siempre», solía repetirme las veces que me visitaba.

La nostalgia me empapó los ojos, y Enoc, siempre tan perspicaz, se dio cuenta.

—¿En qué piensas, Nora? O mejor dicho, ¿en quién?

Apoyé la cara en mis manos e hice un gesto con los labios.

—Estaba recordando lo mucho que le gusta a mi hermano Marcos la astronomía y cómo se descoloca cuando viene a visitarme. No es nadie sin la estrella polar.

Nuria sonrió.

—Marcos es una persona muy especial. ¿Lo viste en el cumpleaños de tu abuela?

—Sí, aunque estuve algo dispersa… y él también. Quizá nadie se dio cuenta, pero yo sí. Marcos tenía un burnout de caballo, se lo diagnosticaron poco después. Ahora se encuentra mejor, pero me arrepiento de no haber hablado con él en ese momento. Habría podido ayudarlo.

Enoc dio un sorbo a su zumo verde y supe lo que me iba a decir antes de que las palabras saliesen de su boca.

—¿Y tú por qué crees que estabas dispersa?

—No sabría explicártelo con exactitud. Pero ya te conté que me siento inquieta, como si algo fuese a pasar, y tengo la sensación de que será gordo.

—Entonces seguro que ocurrirá, no lo dudes. Siempre has sido muy intuitiva, Nora, tienes una sensibilidad muy desarrollada para estas cosas —apostilló Nuria.

Me encogí de hombros.

—Bueno, no puedo hacer otra cosa sino esperar. Ahora mismo no hay nada en mi vida que me indique que hay un cambio a la vista. Es más bien algo interno, una sensación extraña.

—¿Y qué sientes al respecto? —inquirió Enoc con mirada sabia.

Me quedé callada sondeando con cuidado mis emociones.

—Si ocurriese, lo aceptaría. Quizá, en el fondo, sepa que necesito un cambio de etapa. Ya llevo diez años en Bali, mucho más de lo que pensaba quedarme cuando llegué.

Nuria fue a decir algo más, pero en ese momento aparecieron Bayu y Vira, monitores del club y asiduos del grupo, y aparcamos el tema.

Más tarde, de camino a mi apartamento, dejé que la idea se deslizase de nuevo en mi consciencia. La cálida noche olía a flores y a incienso, a brisa marina y a calma, y aspiré el aire húmedo para intentar ralentizar los latidos de mi corazón.

«No quiero estar inquieta. Me he pasado la mitad de mi vida nerviosa por lo que está por venir y dejando de vivir el presente; no deseo volver a eso. Si voy a experimentar un cambio relevante, que así sea, pero que no me haga perder la tranquilidad, que bastante me ha costado llegar al punto de equilibrio en el que me encuentro».

Iba tan sumida en mis pensamientos que no me di cuenta de que había un hombre apoyado en uno de los bancos que bordeaban la playa. No era demasiado alto, pero su postura denotaba aplomo y seguridad. Supongo que escucharía el sonido de mis sandalias, porque al pasar por su lado se volvió hacia mí y me dirigió la palabra.

—Señora directora —dijo en castellano.

Había algo en su cara que me intrigó. Además, era como si me hubiese estado esperando.

—Llámeme Nora, por favor. —Escarbé en mi memoria para averiguar quién era, y al momento un recuerdo se iluminó en mi cerebro—. Aquí no somos demasiado protocolarios, señor Ayala.

El hombre sonrió y, al hacerlo, sus ojos casi desaparecieron entre las pronunciadas arrugas.

—Lo mismo digo. Llámeme Juan, por favor.

Correspondí a su sonrisa. Había algo en ese hombre que hacía que me cayera bien. Quizá fuese que ya no arrastraba la tristeza que lo sepultaba el año anterior y, por eso, su gesto resultaba más auténtico.

—¿Está en plena operación jet lag, Juan?

—Sí, en esa misma. Por eso quise bajar a la playa, a ver si me canso con unos cuantos paseos y cojo mejor el sueño.

Miré el reloj. Ya eran las once y se lo dije.

—Si quiere, lo acompaño al lodge. Es una buena hora para que intente dormir.

El hombre asintió y desandamos el corto camino hasta el complejo. Apenas hablamos, tan solo los breves comentarios de Juan sobre el tiempo y las posibles lluvias. Me despedí de él en el vestíbulo.

—Nos vemos por la mañana, Juan. Procure descansar y verá cómo su biorritmo se irá acoplando al de la isla. Es parte de la magia de Bali.

Juan Ayala asintió y me miró, como esperando algo más. Seguí hablando con mi habitual fórmula de directora del lodge.

—Mañana podremos conversar un rato y ver lo que le apetece hacer en sus vacaciones. Ya sabe que para nosotros su bienestar integral es lo más importante. Trataremos de que su estancia en Bali le sirva para encontrar el equilibrio.

Una pequeña sonrisa nació en su redondeado rostro y me dio unas palmaditas en el antebrazo.

—Gracias. Ese es uno de mis propósitos. Y mañana le contaré cuál es otro de ellos, no menos relevante.

Le sonreí amable. Era habitual que los huéspedes me confiasen cosas, aunque no solía ocurrir tan pronto. Normalmente sucedía tras unos días de estancia. Juan Ayala enarcó sus frondosas cejas blancas y juraría que me había guiñado un ojo.

—Más bien, es una propuesta, señora directora. Una dirigida solo a usted. Pero, como dice, tenemos tiempo para hablar durante mis vacaciones. Buenas noches y que descanse.

Hizo una leve inclinación de cabeza y abandonó el vestíbulo por las puertas de cristal. Me dieron unas ganas incontrolables de reírme, era como si Gimli, de El Señor de los Anillos, me hubiese hecho una proposición para irme con él a vivir a Moria.

Cogí un vaso de agua con limón de la jarra que siempre teníamos disponible en la recepción y eché un vistazo hacia el sendero por el que se había ido Juan Ayala.

«Qué interesante. Por escucharle no pierdo nada».

Jamás habría pensado que sería él, un señor mayor con pinta de gnomo de jardín, el que me haría la propuesta que me cambiaría la vida más de lo que lo había hecho ninguna otra.

2

Nora

1991

—Ahora no puedo, Nora. Tengo que hacer la tortilla y las croquetas para que podamos ir esta tarde a bañarnos a Bajamar. Ve a jugar con tus hermanos, anda.

La niña resopló impaciente, y pensó que su madre no se enteraba de nada.

—Pero, mami, es que Marcos y Eli no quieren jugar conmigo, me han dicho que me buscara otra cosa que hacer. Y Victoria dice que iba a poner la quiniela con Jorge y que no me llevaba con ellos.

La madre depositó varias croquetas en el aceite chisporroteante y echó un vistazo a la niña de siete años. Mostraba una expresión contrariada que se mezclaba con cierta petulancia, y Maruca Méndez meneó mentalmente la cabeza.

—Qué quiniela van a hacer, si estamos en verano y no hay fútbol. Diles que te lleven con ellos o me enfado.

—Es que ya se fueron, mami, y yo estoy muuuy aburrida.

—Pues desabúrrete. Existen mil cosas con las que entretenerse, así que échale imaginación.

—Jo, mamá…

La madre se impacientó. Tenía la comida sin terminar, coladas por poner y ropa que planchar, y se encontraba sola porque su marido no llegaría hasta la noche. Y su propia madre, que normalmente cuidaba encantada de sus nietos, se había ido unos días al sur con las amigas.

—¡Nora! Si quieres ir a la playa esta tarde, pórtate bien y para de quejarte. Ve a buscar a Elisa y a Marcos y diles de mi parte que te dejen jugar, que, si no, los que no van a ir a la playa son ellos.

La niña pensó que eso no era un problema para sus hermanos. Si los castigaban en casa, ya buscarían la forma de liberarse e ingeniar alguna aventura con Alberto, su amigo del alma.

—No van a querer.

Bajó los hombros, derrotada, y salió de la cocina arrastrando los pies. Maruca Méndez sintió una breve punzada de arrepentimiento. No era la primera vez que se decía que debía hacerle más caso a Nora. Era la pequeña y, con tres hermanos más que llenaban la casa de trifulcas, muchas veces no le prestaba la atención suficiente.

«Cuando nos vayamos a veranear a Los Cristianos en agosto, buscaré tiempo para ella. Lo prometo».

Nora, ajena a las promesas internas de su madre, se encaramó a la ventana de la sala con los labios fruncidos. Estaba harta del verano, de no poder ver a sus amigas del colegio y de tener que estar rodeada de los antipáticos de sus hermanos. Ni con su mejor cara de niña buena la aceptaban en su juego y, si lo hacían, este nunca duraba mucho tiempo. Se aburrían y comenzaban otro, de esos donde la fuerza física era imperativa y donde ella tenía todas las de perder.

A Nora le gustaba jugar con muñecas, colorear y leer los pocos libros que había en casa. Eso no significaba que se quedase a la zaga en aquellos juegos donde había que emplear la imaginación y la inventiva; al contrario, era ella la que creaba las tramas más divertidas a las que los otros niños se enganchaban al momento. Pero esas veces eran las menos, y empezaba a hartarse de ser lo que los demás pretendían que fuese para encajar.

«No soporto a mis hermanos. Si no quieren estar conmigo, pues que no estén. Me voy».

Fue a su habitación y cogió el último libro que le había comprado su padre —El club de los cinco, que ya había leído tres veces—, una manta, una almohada y una pequeña linterna. Del cuarto de su hermana Elisa, sustrajo el walkman y un paquete de pipas que guardaba en un cajón de su escritorio y, en un despiste de su madre, se llevó un brik de zumo de la despensa.

«Y ahora, que me busquen».

Nora tenía un escondrijo que le encantaba y que no había compartido con nadie: un recoveco en el cobertizo del jardín formado por unas tablas que, en su momento, habían servido de baldas para poner las herramientas, y que, ahora, actuaban de refugio perfecto, ya que las ocultaba una pila de cajas de diferente índole. Si uno entraba en el cobertizo, no se daba cuenta de que existía ese espacio pequeño donde una niña podía esconderse sin ser vista.

Dispuso la manta y la almohada de tal forma que los rayos de sol que se colaban por las tablas del cobertizo no le llegasen a la cara y colocó el resto de las cosas al alcance de su mano. Suspiró, satisfecha, contemplando su pequeña guarida. Quedarse allí era sin duda mejor plan que aguantar las aguadillas de sus hermanos en las piscinas naturales de Bajamar.

Las horas fueron pasando mientras Nora devoraba el libro, escuchaba la cinta variada que Marcos había grabado de Los 40 Principales y comía pipas si le entraba hambre. Incluso se quedó un poco adormilada. Y fue tras ese sueñecito cuando se sintió algo incómoda y decidió asomar la cabeza de su escondite.

El volumen al que había escuchado el walkman y la siesta posterior la habían hecho ignorar el revuelo que se había armado en la casa cuando fueron a salir y se dieron cuenta de que Nora no estaba. Toda la familia entró en pánico al no encontrar a la menor de los Olivares. Sus hermanos recorrieron la calle arriba y abajo y preguntaron a los vecinos si la habían visto, a la vez que su madre se volvía loca en casa intentando localizarla en los escondites habituales de los niños. El padre llegó antes del trabajo, alertado por la llamada de su mujer, y se unió a la batida de búsqueda con el gesto alarmado. Aquello no era propio de Nora.

Fue él quien amplió el radio de acción al jardín, a pesar de que a priori no parecía haber lugares en él donde la pequeña podría haberse metido. No pensaron en el cobertizo porque estaba tan lleno de trastos que era imposible que hubiese entrado allí. Salieron dando voces y en ese momento la niña puso un pie fuera de la caseta, algo adormilada. Su madre, al encontrársela, se arrodilló ante ella y comenzó a sollozar de angustia.

—Por Dios, Nora, no sabes todo lo que se me ha pasado por la cabeza. ¡Pensé que te había perdido!

Su padre, pálido tras su frondoso bigote, la abrazó con fuerza y apenas la riñó. La niña no entendía nada, pero sintió, por primera vez en mucho tiempo, que se la tenía en cuenta. Incluso sus hermanos, de pie delante de la puerta de la terraza, lucían una expresión de miedo y culpa en el rostro.

Solo la abuela, que había vuelto del sur en tiempo récord tras la llamada de su hija, exhibía el ceño fruncido y la mano dispuesta a darle una nalgada. Pero su madre la apretó contra sí protectora, y se limitó a pedirle que, por favor, nunca más volviese a hacer algo así.

Esa tarde Nora aprendió que existían formas de volverse importante, y una de ellas era alterando la paz familiar. Lo de ser la niña buena estaba bien para mantener la calma, pero el poder de una travesura era mucho más grande y servía mejor a sus propósitos. De ahí que, en los años siguientes, las mayores trastadas estuviesen firmadas por ella.

Y también comprendió que esa era la única manera que había descubierto hasta el momento de no sentirse la última mona.

3

Nora

A pesar de su extraña promesa, Juan Ayala no se acercó a mí en los días posteriores. Parecía muy entretenido, al contrario que el año anterior.

Me fijé en que participaba en las excursiones que ofrecíamos a lugares como Ubud o Pura Tanah Lot, y que se unía a las clases de yoga, aunque siempre medio escondido, como intentando ocultar su poca destreza, que suplía con un rostro sereno y brillo en los ojos. Parecía que estuviese iluminado.

Definitivamente, el señor Ayala no era el mismo.

No le presté más atención, la gestión del lodge se llevaba gran parte de mi energía, y lo que quedaba para mí lo invertía en mi tranquilidad mental y en nutrir mi búsqueda de la belleza, que, en Bali, resultaba más bien fácil. La visión de la frondosa vegetación meciéndose con la brisa y agitando los pétalos de las fragantes flores me llenaba de armonía y me sacaba una sonrisa con facilidad.

No obstante, me acordé de él en mi día libre, mientras volvía al apartamento tras una sesión de buceo con Enoc. Le había contado mi conversación con Ayala y habíamos pasado un buen rato elucubrando sobre sus motivos ocultos.

«Quizá quiera tener un heredero y te ve buena moza para ello. O desea darle celos a alguien y te va a contratar de acompañante. Ah, no, ya lo tengo: cree que eres su hija perdida y te ofrecerá su fortuna», sugirió.

Me había reído con las chanzas de Enoc, pero también me di cuenta de que apenas sabía nada de ese hombre. Así que ya en casa, y tras una ducha, me tumbé en una de las hamacas y busqué en internet.

Al momento, cientos de imágenes y noticias se acumularon ante mis ojos.

«Vaya, vaya. Nuestro amigo es un pez gordo local», pensé.

Según Google, Juan Ayala era el patriarca de una de las grandes fortunas de Canarias. Empresario hotelero desde los años setenta, comenzó con la construcción y explotación de los típicos hoteles-colmena. En la actualidad, había diversificado su imperio con muchas sociedades que daban servicios a sus hoteles, además de contar con importantes inversiones en agricultura y en empresas de reciclaje.

«Tiene toda la pinta de ser el típico empresario bien relacionado que firma sus acuerdos en servilletas tras almuerzos regados con mucho vino y posteriores visitas a p

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