Prólogo
Quien toma un libro en sus manos y con él se refugia en una intimidad compartida solamente con personajes o con autores que habitan ese espacio de soledad, sabe que la lectura es un placer en ocasiones doloroso, pero siempre deslumbrante. ¿Qué es lo que guarda un libro que se queda para siempre en la memoria? ¿Cuál es ese extraño espacio de intimidad que nos ofrecen las palabras impresas para que volvamos a ellas una y otra vez? No en balde Juan Goytisolo afirma que no quiere un gran número de lectores sino un número determinado de relectores. El fenómeno mágico de regresar a ese libro determinado, de caminar de nuevo en sus páginas, es prueba contundente de que algo sucedió en nuestra vida.
¿Qué encierra ese objeto de papel y tinta que se convierte de pronto y silenciosamente en una extensión de la vida, desde la ficción o la interpretación de la realidad?
Jorge Luis Borges afirmaba que no se enorgullecía de los libros que había escrito sino de aquellos que había leído. Es sin duda una afirmación generosa que proviene de uno de los más grandes hacedores de libros y de realidades disfrazadas de ficción. Las máquinas literarias de Borges escritor funcionarían mal sin los libros de otros que Borges el lector fue acumulando. Un arsenal de libros para un tirador certero.
No cabe duda: si el poder del escritor es inmenso, el poder del lector es inagotable. Asistimos así, como lectores, a los grandes hechos de la historia, observamos de cerca a los personajes más asombrosos, somos testigos de los detalles ínfimos, de las grandes conquistas del intelecto y de la aventura, lo mismo de las sombras que de las ideas que germinan, lo mismo de las voces que del poder del silencio.
El lector es también un recreador, como lo puede ser quien interpreta al piano una obra famosa o quien observa, con el corazón en la mano, el lienzo magnífico de algún pintor. El lector es también una serie de lectores porque el libro parece cambiar en cada una de las visitas que le hacemos a lo largo de los años. La relectura, y ya lo suscribimos con Goytisolo, es una manera de constatar la transformación de las personas que hemos sido. Es por eso que cada experiencia lectora es un universo único e irrepetible. En cada ocasión que regresamos a las páginas del ejemplar leído encontramos a un ser vivo distinto, uno nuevo y revelador. Y el libro, ese vehículo que no se mueve, que no se transforma, es una experiencia distinta en cada lectura. El libro es, si nos apropiamos y usamos la fórmula de Michel Tournier, árbol y camino. Es decir, es al mismo tiempo un ser vivo inmóvil y una brecha hacia todas partes, que invita a caminar.
Leer o morir es al mismo tiempo una suma de experiencias lectoras o de libros infaltables y una guía del placer. Algo tiene de paradójico que la experiencia solitaria del lector pueda ser compartida en estas notas que Guadalupe Loaeza convirtió nuevamente en libro y en pretexto para conversar con otros lectores, con sus muchos lectores. De su suma de lecturas entrañables Guadalupe fabricó otro libro más, para regresar a los pasos del camino y detenerse en el árbol, bajo su sombra.
Porque cada uno de los textos que Guadalupe Loaeza incluye en este volumen nos habla de dos cosas inseparables: de un libro y de la vida personal, es decir, de la coincidencia y de la búsqueda. Es así porque en cada etapa de nuestra existencia tropezamos con algún libro que nos ha marcado de manera especial. Al final descubrimos que Dorian Gray vive más allá de su retrato, que Emma Bovary está íntimamente relacionada a todo ser humano insatisfecho, que los hermanos Karamazov están en el centro mismo de la experiencia literaria más entrañable que podamos tener, que López Velarde y Sabines son parte indisoluble de nuestra educación sentimental, que los cuentos infantiles no tienen edad, que las memorias de Adriano no sólo nos cuentan la vida de un emperador que mira con la luz de los siglos cómo se apaga y extingue su poder y en Bella del Señor el amor se renueva con los últimos rescoldos de los celos retrospectivos. Al final descubrimos que los libros cuentan eso y más porque son referencias personales que quedan marcadas en la autobiografía consultable y apilable en los estantes del librero.
Leer o morir no es el planteamiento de un falso dilema, es afirmación y razón de existencia. Este “ser o no ser” planteado por Guadalupe Loaeza, lectora de toda la vida, que opina de cuanto ve con un particular sentido del mundo, es una generosa guía para quien se pregunta qué debe de leer, por qué debe hacerlo o qué sentido tiene. Es en cierto sentido una autobiografía lectora, que nos narra episodios personales desde la pasión por asomarse a esas ventanas de la ficción, a la realidad novelada.
Es verdad: gran parte del placer de la lectura proviene de la posibilidad del nuevo asombro, pero otra más está en la necesaria constatación de algo que ya intuíamos, de algo que sabíamos muy en el fondo sin poderlo expresar en palabras o en ideas claras, y que el libro viene a rescatar del fondo y de inmediato saca a la superficie como si se tratara de un objeto que emerge de las profundidades del agua para brillar ante nuestros ojos.
Sí, es asombro y es también reafirmación de lo que ahora sabemos que sabíamos pero que habíamos olvidado.
Pero en el universo Loaeza desfilan además de libros y autores otros personajes que participan de la fiesta como invitados especiales. Son quienes estuvieron ahí, quienes le contaron, quienes le regalaron tal ejemplar, quienes le recomendaron o descubrieron un escritor, un lenguaje, una obra. Ese mundo adicional se pasea por estas páginas para decirnos que leer o morir es una postura ante la vida.
Me parece que este libro es una invitación muy abierta y franca para que hagamos un ejercicio de memoria colectiva, que asistamos en la intimidad de las páginas a las experiencias de la lectura que se comparte. Tenemos en común el lenguaje. La palabra une porque permite el diálogo. Leer o morir es el diálogo entre el lector y muchos libros, razones de sobra más para asistir al placer de la inteligencia.
Rafael Tovar y de Teresa
Imitación de Cristo
CUANDO TENÍA CATORCE años, mi padre me regaló un pequeño libro, en una edición preciosa, de piel, con hojas de papel cebolla. Cuando me lo entregó, sólo me dijo: “Léelo”. Cuando estuve en Canadá, fui acompañada por ese libro. Cuando estuve en Francia también fue mi compañía. Me refiero al libro Imitación de Cristo, del monje holandés Tomás de Kempis. Se trata de un libro de consolación