3.
Nací en 1955. Mi padre murió en 1985. Yo tenía treinta años, era un hombre joven, pero ya un hombre casado con mi compañera de vida: Beatriz. Por eso desde entonces no compro ningún tipo de boletos o billetes de sorteos, ¡ya me saqué la lotería!
En el 2015, ambos, mi padre y Reyes Heroles, ambos, cumplen treinta años de habernos dejado. Utilizo la primera persona del plural porque ni yo ni nadie es dueño de la figura pública que muchos siguen recordando. Soy padre de dos tesoros y la mayor está por llegar a la edad en que yo perdí a mi padre. A mi vez me acerco a la edad en la que él murió. Nadie se puede reclamar huérfano por perder a su padre a esa edad. Yo ya era profesionista, tenía un par de libros publicados, trabajaba en la UNAM con un sueldo decoroso, y publicaba semanalmente en el Unomásuno. Pero hoy algo me queda claro: la muerte de mi padre marcó mi orfandad.
Si de tropas se tratara, tropas que van al combate por la vida, una lucha que, sin saber bien a bien por qué, damos a diario, la muerte de mi padre supuso que los que iban en la primera línea, mi general, mi guía, la figura señera marcada por la experiencia, cayera muerto. A partir de ese momento yo pasé a la primera fila, soy el próximo si la vida sigue su curso normal. Es lo deseable, aunque sea extraño hablar de la muerte de uno mismo en esos términos. Mi vida se sacudió.
Por más canas que peinara mi padre, por más líneas de vida que llevara su rostro, por su lucidez, por su pasión vital, por sus proyectos, el final de su vida no debía estar cerca. La esperanza de vida hoy ronda los setenta y cinco años, mi padre tenía sesenta y tres, era un hombre joven, por lo menos así lo aprecio hoy que me aproximo a esa edad y me sigue gustando ponerme jeans y sudar en la caminadora o trotando en la calle. Sesenta y tres hoy me parecen muy pocos.
Mi madre lo sobrevivió casi un cuarto de siglo. Su muerte fue muy diferente, sorpresiva, pero anunciada. Nada por arriba de los ochenta y cinco es totalmente sorpresivo. El final de su novela se acercaba, las páginas se iban acabando, el tramo por recorrer se empequeñecía, el ocaso ya había iniciado. Para ella el punto final de su historia estaba en el horizonte. Madre de dos, abuela de cinco, bisabuela de uno. Una vida plena con final solitario por elección. No fue el caso de mi padre. Lo suyo fue como un libro al cual se le arrancan los últimos capítulos, un libro trunco, inacabado. Él estaba entero y murió. Enamorado del pensamiento, de la acción, de la vida misma, nunca estuvo, sin embargo, obsesionado en prolongarla. En los hechos, la acortó.
4.
¿Cuándo comprendí que mi padre pertenecía además a otro mundo más allá del hogar? Difícil decirlo, pero las primeras señales me llegaron desde muy niño. Lo primero fue enterarme que por un milagro no había muerto en un accidente automovilístico por querer ser diputado, expresión que no me decía nada; el accidente ocurrió durante la campaña. Debe haber sido en 1961, yo tenía seis años. O sea que eso de ser diputado entrañaba sus riesgos, pero la verdad sea dicha, yo no entendía nada de la responsabilidad que implicaba.
Después recuerdo cuando íbamos a una tienda que me parecía espectacular en el sótano y estacionamiento de las oficinas centrales del IMSS, allá en el Paseo de la Reforma. Era el edificio construido por el arquitecto Carlos Obregón Santacilia, que hoy es un icono de su arquitectura. Para mí todo esto simplemente no existía. Yo iba a una tienda. Reyes Heroles era subdirector general. La tienda institucional a la cual mi madre acudía a hacer las compras era en realidad muy pequeña, pero seguramente se ahorraban algunos pesos. De vez en vez subíamos a su oficina, queríamos saludarlo, pero la visita sólo duraba un par de minutos. Estaba siempre muy atareado, serio, dando instrucciones, contestando el teléfono, no tenía disposición para charlar con nosotros. Su actividad no era juego, eso era evidente.
El asunto de lo público se volvió más claro cuando mi padre, futuro Reyes Heroles, llegó a la dirección de Pemex en 1964. Hasta entonces mi vida era normal, yo asistía a “El Alemán”, era uno más. Años después les pregunté a mis padres por qué me habían inscrito en “El Alemán” si ninguno de los dos tenía ascendencia ni hablaba el idioma. Su respuesta fue tan sólida como incompleta: es laico, mixto y se imparten idiomas, alemán e inglés.
Sonaba muy consistente, más aun viniendo de un liberal, concepto que por supuesto yo no tenía en la cabeza. Lo que sí sabía es que, a diferencia de mi madre, él no iba a la iglesia. Pero con el tiempo, sobre todo el primer día que tuve que subirme a un automóvil para ir a la secundaria, caí en cuenta que había otra razón muy poderosa para haberme inscrito en “El Alemán”: la cercanía del plantel, que estaba a escasos quinientos metros de casa de mis padres. Entendí que mi padre tenía un chofer que él no pagaba, lo cual en la casa era novedad, porque a diario tenía que ir lejos a tratar asuntos importantes. Eso era el IMSS. Ya en Pemex también recuerdo haberlo visto llegar en un automóvil negro, que no era el suyo, acompañado por unos motociclistas. Yo jugaba en el parque, su chofer venía detrás. El presidente le había dado “aventón” al sur de la ciudad. De nuevo, era otro México. Pemex fue la puerta de entrada de Reyes Heroles a mi noción de hombre público.
5.
Reyes Heroles era un workaholic. Trabajaba mucho y también por gusto. Como se diría en lenguaje vernáculo, descansaba haciendo adobes. Los fines de semana, o escribía, o había gira. Ya en Pemex, para mantener los tiempos familiares, lo empezamos a acompañar los fines de semana a rondas de trabajo. Nos hospedaban en alguna de las casas de la empresa y con frecuencia, mientras él hacía lo suyo, nos llevaban a campos petroleros, refinerías e, incluso, llegamos a ir a plataformas marinas. Recuerdo que algún trabajador de Pemex arrojaba latas vacías para mostrarnos cómo las barracudas se arremolinaban para comérselas. La conciencia ecológica simplemente no existía. No había más que hacer. De hecho, las casas de visitas se explicaban porque en muchos sitios no había ni siquiera hoteles. Por supuesto, las instalaciones petroleras me impresionaron mucho. Pero hubo algo aún más impactante: el peligro que rondaba a esa industria.
Recuerdo a mi padre un domingo en casa, con el rostro severo, el cigarro en la mano, preguntando por teléfono cuántos muertos van. Un remolcador se había hundido. Era sólo el inicio. Hubo una explosión en Poza Rica y Reyes Heroles se trasladó allá por semanas, se quemó las manos con unos tubos y tuvo que regresar al quirófano pues, al brincar en una instalación humeante, se le abrió una hernia. Hubo muchos más accidentes y varios incidentes de otra índole pero igual de peligrosos. Fue en su tránsito por Pemex que comprendí que ser funcionario, hoy servidor, traía muchos problemas. Desde entonces perdí la visión romántica de la política. En ese camino había muchos sacrificios, por lo menos en la versión de Reyes Heroles.
6.
¿Cómo fue que un abogado sin ninguna experiencia en el sector de energía llegó a ser director general de Pemex? Muchos especulan que Reyes Heroles y Díaz Ordaz llevaban una relación previa. Es falso. Él platicaba la historia, la escuché mil veces. Fue invitado para pronunciar el discurso conmemorativo del 20 de noviembre de 1964, es decir, unos días antes de la toma de posesión de Díaz Ordaz. Sus libros, sobre todo El liberalismo mexicano, sus ensayos en El Trimestre Económico y en muchas otras publicaciones, ya le habían generado prestigio (recomiendo el estudio introductorio de Eugenia Meyer a sus Obras completas, editadas por el Fondo de Cultura Económica).
Quizá eso explica la invitación a pronunciar el discurso. Pero, ¿y la dirección de Pemex?
La anécdota es la siguiente. Al terminar el discurso que, según relataba, fue muy aplaudido, Reyes Heroles pasó a saludar al presídium, en el cual estaba el presidente en turno, López Mateos, y también el presidente electo, Díaz Ordaz. Al llegar a él, Díaz Ordaz lo felicitó por sus conceptos usando un tiempo que me imagino un poco excedido y atípico. Después Díaz Ordaz sacó una tarjeta de la bolsa, eso lo sé, y le dijo, abogado, por favor llámeme a este número.
Mi padre escuchó a través del auricular a Díaz Ordaz, quien le dijo en tono lacónico: nos vemos tal día. Primer encuentro privado, primeras palabras, al grano. Me dicen que usted es un hombre honesto, eso necesito en Pemex. La corrupción ancestral había pasado por días de fiesta. Reyes Heroles platicaba que, asombrado, trató de interponer excusas. No sé de petróleo. No se preocupe, allí hay muy buenos técnicos. Lo que necesito es su honestidad, fue la respuesta.
Al llegar a Pemex, Reyes Heroles se encontró con esos técnicos, los ingenieros César Baptista, Vicente Inguanzo Suárez, Bruno Mascanzoni, Antonio Dovalí Jaime, de los que recuerdo, pero había muchos más. Reyes Heroles los ratificó o los promovió, confió en ellos, en esas burocracias con mística, entregadas, apasionadas de lo suyo, de la empresa, de la institución, esas burocracias en verdad nacionalistas que también han estado allí. Reyes Heroles llevó a un par de personas de su confianza.
No era “hombre de equipo” como se dice ahora. Con ellos trabajó seis años, terminó siendo amigo de varios de ellos, fue así como se sumergió en el mundo petrolero. La industria se le metió en la sangre. Entró sin una cana a los cuarenta y tres años, y seis años después, las peinaba por todas partes. Tenía menos de cincuenta pero su aspecto quedó troquelado como un hombre mayor. En Pemex mi padre se avejentó para el resto de su vida.
7.
Muchos hablan de la inteligencia de Reyes Heroles y no les hace falta razón. Pero pocos hablan de la tenacidad. Mi padre aprovechaba cada instante de la vida para leer, recuerdo su imagen en mis infantiles miedos nocturnos cuando entraba en busca de apoyo a la recámara de mis padres. Allí estaba él en la madrugada leyendo, arrinconado en busca de la mejor luz de su buró. Por supuesto, tenía un cigarrillo entre las manos. Me abrazaba para calmar sollozos y después, con toda calma, se levantaba y me llevaba a mi cuarto. No despertaba a mi madre; lo hacía él.
Con los años he caído en cuenta que era subdirector del IMSS, agobiado de trabajo, diputado y, por si fuera poco, daba clases ¡a las siete de la mañana! Aun así se dio tiempo para investigar consistentemente sobre el siglo XIX o leer teoría política o mil cosas, más. Qué daríamos hoy por tener en el poder, no digo esa inteligencia porque el terreno es resbaladizo, sí en cambio esa curiosidad de conocimiento, esa pasión por el estudio, esa tenacidad que transformó su vida. Él no perdía el tiempo: o estaba en la oficina, la que fuera —en la cual sus escritorios estaban inundados de cerros de libros por leer, detrás de los cuales se topaba uno con su rostro—, o leía o escribía. Los tres volúmenes de El liberalismo mexicano fueron escritos primordialmente los fines de semana. Lo recuerdo en la mesa del jardín en la casa de Arenal número 13, siempre rodeado de libros y documentos, dictando a una eterna secretaria de nombre Susana Alatriste.
Mi padre padecía disgrafía, creo que de él la heredé (no sé si se herede). Se trata de esa imposibilidad física de ordenar espacialmente letras y palabras. Por eso dictaba y después corregía a mano, con la fortuna de que la señora Susana descifraba sus garabatos. Yo tuve la suerte de toparme con el teclado desde la secundaria, aun así la disgrafía es un problema serio. Mi madre en contraste tenía una letra equilibrada, armoniosa, bella. Cada quien su historia. Mi padre dictaba —se usaba la taquigrafía—, leía los documentos, echaba una bocanada de humo con sus pesados anteojos de pasta sobre la nariz, tomaba un sorbo de café negro, que combinaba con agua mineral Tehuacán, miraba lejos y navegaba en sus ideas.
Conservó la disciplina toda la vida. En el IMSS, El liberalismo, en Pemex, las obras de Mariano Otero con su excepcional estudio introductorio, y así siguió con La historia y la acción y otros, hasta que llegó el último, Mirabeau y la política. Inteligente, sí, y mucho. Pero también muy estudioso y trabajador sin límite.
8.
La tradición oral en nuestro país, para bien y para mal, ha sido muy importante. Para bien, en tanto que en la vida pública hay esa costumbre de transmitir la complejidad de los asuntos en conversaciones muy matizadas que permiten incursionar en los vericuetos de las grandes decisiones. Para mal, porque el negro sobre el blanco de la vida pública es muy escaso. Todos tenemos derecho a conocer esa complejidad. En México, los políticos, salvo algunas excepciones, no dejan memorias, se llevan sus conocimientos a la tumba. Sólo los privilegiados que tienen la fortuna de la cercanía con las figuras públicas (me incluyo por mi relación con Reyes Heroles) conocen ese otro entramado, que es apasionante. Antes de llegar al IMSS, Reyes Heroles era un profesor de la Facultad de Derecho y tenía una asesoría en ¡Ferrocarriles Nacionales! La necesidad tiene cara de hereje.
Pero la suerte se atravesó por su vida. Un paisano, mi padre, nació en Tuxpan, Veracruz, fue designado secretario de la Presidencia durante la gestión de Adolfo Ruiz Cortines, también veracruzano. Si no mal recuerdo, Reyes Heroles aceptó entonces una asesoría con don Enrique Rodríguez Cano, veracruzano muy distinguido y respetado cuyo apellido marca hoy el nombre oficial de Tuxpan, Tuxpan de Rodríguez Cano. Reyes Heroles era un hombre muy joven, en los bajos treinta. Rodríguez Cano ya era una gran figura. Con Rodríguez Cano la relación fue muy estrecha pero no recuerdo nada de él. Lo que sí me impresionaron fueron algunas visitas que hicimos a casa del ex presidente Ruiz Cortines. De copete peinado con naranja, mi hermano Jesús y yo acompañábamos a mi padre a tomarse un “cafecito” con don Adolfo. Lo recuerdo muy elegante bajando por la escalera central de su casa. Creo que mi impresión de la elegancia proviene del primer traje cruzado que vi en mi vida. Su casa no era algo espectacular, estaba ubicada en lo que hoy sería la colonia San José Insurgentes, detrás del Teatro de los Insurgentes. Nos pellizcaba el cachete y nos decía nietos, asunto que a mí me desconcertaba, pues no conocí a ningún abuelo. Después, los dos salían a caminar. Los recuerdo ir solos, sin guardias de seguridad. Era otro México.
Reyes Heroles respetaba mucho a don Adolfo. Su austeridad proverbial está plasmada en la que fuera su casa en el puerto de Veracruz. La visita vale la pena nada más para constatar que también ha habido presidentes así. Es una casa muy sencilla, hoy diríamos de clase media. Su despacho es notablemente pequeño, lo mismo las dos recámaras. El mayor espacio es una terraza, típica de las casas del Puerto de esa época. No ve al mar. Cuando la visité me impresionó la sencillez y unos trajes de lino que todavía cuelgan en algún clóset. Lo imagino enfundado en alguno de ellos, sentado en la terraza en una mecedora de mimbre que no sé si vi o me la imagino ahora. A Ruiz Cortines no se le ha hecho justicia.
De qué platicaban, difícil entenderlo para un escuincle de cinco o siete años. Lo que sí recuerdo es que don Adolfo era muy supersticioso, igual que mi padre. El ex presidente tenía la manía de tocar madera cuando alguien hablaba de asuntos que le preocupaban. Pero no se encuentra madera al alcance en todas partes. Un día le dio a mi padre su truco: llevar un palillo de dientes en la bolsa del saco. Mi padre de inmediato adoptó la práctica sugerencia. Por eso de pronto su mano desaparecía sin explicación por unos segundos en su bolsa, no recuerdo si la diestra o la siniestra, pero da lo mismo. Años después cambió a algo más elegante, unos lapiceros forrados de madera. Compró varios juegos para garantizarse su tranquilidad. Mañosos. Y lo peor es que es contagioso. Yo también toco madera.
9.
Mi padre provenía de inmigrantes españoles tanto del lado paterno como del materno. Su abuelo, Vicente Heroles, había migrado de Vinaròs, población en la costa este de España. El lugar era una paupérrima villa de pescadores hoy convertida en centro turístico. Esto fue a finales del siglo XIX. Muy pobre, como casi todos los emigrantes, llegó a Tuxpan acompañado de una mujer que se desvanece en las pocas noticias que tenemos de la familia. Los dos era iletrados, Vicente Heroles firmaba con una X. No tenemos conocimiento del origen del apellido Heroles. Sabemos que Vicente Heroles se dedicó a transportar las mercancías entre los buques y la tierra firme de Tuxpan.
Vicente Heroles formó un patrimonio razonable con su actividad, pues Tuxpan, a finales del XIX, dependía de los productos europeos, como casi todo el Golfo de México. De allí las aceitunas en el pescado a la veracruzana o el queso holandés de Campeche, los ostiones en aceite de olivo. Vicente Heroles y su mujer, que dicen era mulata, tuvieron tres hijas, una de ellas Juana, la madre de mi padre. El apellido Heroles estaba condenado a desaparecer, por eso mi madre decidió unirlo al Reyes para así conservarlo.
El segundo migrante fue Jesús Reyes. Él llegó adolescente de Almería, también un villorrio en aquel entonces, al sur de Andalucía. Llegó a principios del siglo XX. Para atrás no hay información. También se avecinó en Tuxpan y parece ser que desde el principio se dedicó al comercio. Le gustaba jugar dominó y, quizá por su origen andaluz, tomó la vida más a la ligera. Algunas malas lenguas dicen que se casó con Juana por sus dineros, pero basta con ver las pocas fotografías que hay de ella para percatarse de que Juana era bella. No es mal motivo para cortejar a una mujer. Terminó su vida en Tuxpan siendo representante de la Cervecería Modelo y heredó un patrimonio tan escaso que mi padre cedió su parte a su único hermano, Antonio, que, sin carrera, nunca logró formar uno propio. Ni Juana Heroles ni Jesús Reyes deben haber tenido oportunidad de estudiar.
Mi padre platicaba que cuando llamó a su madre por teléfono después del examen profesional para informarle que había obtenido mención honorífica, ella le preguntó si eso era bueno o malo. Para festejar ese día, Jesús Reyes compró con mucha antelación un bono de ahorro, pues estaba seguro de que su hijo Jesús era tan necio que se graduaría y él tendría que organizar el festejo. Ofreció brandy Fundador en pleno verano. Como dije, Juana y Jesús, mi abuelo, tuvieron sólo dos hijos, Jesús y Antonio. De Antonio, su hermano, decía mi padre que tenía jettatura, mala estrella. Antonio, que vivía en Tampico, lo visitaba con regularidad cuando iba a la capital. Se querían. De todos los rayos que le cayeron a mi tío Antonio, el que más me impresionó fue cuando, siendo dependiente en una juguetería, recibió un balazo de una pistola que se disparó dentro de un morral. Era de un campesino que llegó a comprar ¡un juguete! El único día que vi llorar a mi padre fue cuando le informaron que su hermano había fallecido. Tenía aviso, sabía que el cáncer de páncreas lo estaba devorando. Aun así, cayó demolido.
En alguna ocasión mis padres hicieron un viaje para conocer los sitios de los cuales habían salido sus ancestros. Visitaron Almería antes de su prosperidad agrícola, un verdadero erial. Después llegaron a Vinaròs antes de su prosperidad turística. No les quedó duda de por qué habían migrado Vicente Heroles y Jesús Reyes. El problema surgió cuando llegaron a Santillana del Mar y se toparon con un palacete, su denominación: Tagle. Mi padre la bromeaba, yo sé por qué salieron los míos, por pobres, por miserables, pero los tuyos no me queda claro. ¿Algo oscuro dejaron atrás?
10.
Díaz Ordaz le fue tomando cada vez más confianza a Reyes Heroles. Nunca dejó de llamarle abogado, lo cual serviría a Reyes Heroles para librar la que qu