El libro de Ana

Fragmento

El libro de Ana

1.La carrera de Clementine, la anarquista

A tiro de piedra de la majestuosa avenida Proyecto Nevski, la bella Clementine, envuelta en una capa que en la carrera ha resbalado hacia sus espaldas dejando descubierta una línea del color rosa de su vestido y algo que lleva en brazos, advierte a un gendarme vigilante. Disminuye al acercársele su presurosa marcha, cambia de actitud, susurra un arrullo, “sh-sh-sh-sh”. El uniformado la escucha, no desvía la mirada hacia ella, son demasiadas las miserables que deambulan cargando críos; para él, ésas no tienen la menor importancia; le han dado órdenes, debe estar alerta, esto no incluye fisgonear famélicas.

Clementine lleva la cabeza cubierta por una prenda cortada y cosida también por sus manos que le protege el cuello y se enlaza con su graciosa capa de retazos de diferentes pieles. Se detiene frente a un cartel mal reproducido, las imprentas se han sumado a la huelga: “Queda prohibido agruparse en las calles con fines ajenos al orden de la ciudadanía, so pena de muerte”.

Reinicia su marcha, de nuevo veloz, se dice en silencio, “¡Acaban de pegar ese afiche!”. Y repite sin parar, “¡esto no pinta nada bien!, ¡nada bien!”, con la frase aviva el paso.

Llega a la caseta del tranvía que corre sobre los rieles que reposan en el congelado río Neva. Pide su boleto, ida y vuelta.

—Es la última corrida del día, señora, va y regresa de inmediato.

Clementine duda.

—No tengo su tiempo, señora. ¿Ida y vuelta?

—¿Puedo usar el billete después?

—¡Por supuesto!

—¿Menor costo por viaje si compro ida y vuelta?

—¿Para qué pregunta si ya lo sabe?

—Deme los dos.

Clementine recorre el embarcadero repitiendo el “sh-sh-sh” del arrullo, entrega al jovencito que custodia la puerta del tranvía la mitad de su boleto, sube y ocupa el asiento del fondo a la derecha. El operador (y despachador de boletos) aborda el último. El jovencito que custodiara la puerta grita al operador, “¡Lo veo mañana!”. El tranvía echa a andar.

Cruzan al otro lado del Neva y se detienen en la boca de un afluente del río, en el embarcadero Alejandro. Los pasajeros descienden, excepto Clementine. El operador le lanza una mirada de reojo, impaciente. Como Clementine no se mueve del asiento, la voltea a ver de frente, los brazos en jarras. Sin levantarse de su asiento, Clementine, arrebujada en su capa, dice:

—No bajo. Olvidé algo, tengo que volver.

—¡Mujeres! —masculla el operador—. Señora, ¡los tiempos no están para desperdiciar monedas! ¡Menos aún para gente como usted; qué modo de perder dinero…! ¡Piense en su niño, señora!

Clementine asiente con expresión apesadumbrada.

—Tiene usted toda la razón.

El operador le repite:

—Se lo dije, hoy no hay más corridas, es la última del día.

—¿Qué más puedo hacer? Debo regresar. ¡Tenga, mi regreso! —Clementine hace el gesto de levantarse del asiento para entregar su pasaje. El operador le hace una seña negativa con las dos manos.

—No me dé nada. Hagamos de cuenta que no vuelve. Pero no se baje…

—No me iba a bajar.

—Ya no abra la boca, señora; no diga nada más, no vaya a ser me enoje. Quédese ahí.

Farfullando quién sabe qué entre dientes, el hombre se acomoda el cuello del abrigo y desciende del rústico tranvía para trabajadores. Cierra tras él la puerta.

Clementine se reacomoda en el asiento. La recorren pellizcos de nerviosismo, se los sacude agitando la cabeza. Bajo su capa, extrae del bulto que lleva en sus brazos —al que ha cargado como si fuera su niño— una bomba casera. La desliza cuidadosa, acariciando con ella su tronco, su cadera, su pierna derecha, y la acomoda con cuidado bajo su asiento, sujetándola entre sus pies; se queda con el torso inclinado, para dejar la bomba escondida por su capa.

El operador abre la puerta del tranvía y desde el pie del vano revisa los boletos de los pasajeros que van entrando uno a uno hasta llenar el pequeño tranvía. Emprende la marcha.

Regresan hacia el embarcadero de la ribera sur. Apenas llegar, los pasajeros se apresuran a salir. Sin moverse de su asiento, Clementine se inclina aún más. Bajo su capa, manipula la bomba con las dos manos, tira con la derecha del detonador y la empuja hacia la esquina del fondo del tranvía. Se levanta, reacomoda su capa, pretende abrazar lo que le queda del falso niño y desciende la última de los pasajeros. El operador cierra la puerta del tranvía y, caminando más rápido que ella, deja atrás el embarcadero y se enfila hacia el este.

El viento sopla brutal, cargado de punzantes briznas de nieve. Clementine camina hacia el oeste, cada paso más largo que el anterior. Conforme va alejándose del embarcadero, su expresión cambia, de la satisfacción pícara pasa a las ansias de huir. Avanza haciendo un esfuerzo por no girar la cabeza, el oído alerta. Su semblante continúa modificándose, de la tensión al miedo, del miedo a la excitación, a la impaciencia, a la desilusión, al enojo. Masculla:

—¡Nada! ¡No estalló! Qué idiotas somos, ¡incompetentes! ¡Tenía que estallar en un minuto, ya pasó de…!

No termina de decirse la frase por el miedo filoso. Sube el bulto que lleva en brazos (el falso niño) hacia su cuello, enreda la capa en su torso. Sigue caminando. Proveniente del embarcadero, se escucha un ruidillo. Similar a la flatulencia de un viejo —larga, calma, manifestación resignada de malfuncionamiento—, es un estallido ridículo, nada parecido al clamor de la pólvora que Clementine esperara oír y que debiera haber volado en astillas tranvía y embarcadero, roto los rieles, fracturado el helado Neva. Nadie correrá a ver de qué se trata.

Un largo minuto después, se escucha algo que no alcanza el nombre de diminuto-estallido, como si cayera una muñeca de tela de un anaquel. Clementine, la expresión desencajada, da largos, apresurados trancos, deja la cercanía del río. Ve de reojo el cartel que le llamó la atención, el que alude a las manifestaciones. Encuentra otra vez al gendarme que la oyera arrullar al falso niño, finge otra vez el arrullo “sh-sh-sh” al pasar a su lado. Se contiene, no echa a correr. Seis pasos adelante, desmadeja el “sh-sh-sh” en una canción de Shevshenko. Calla. Piensa: “¡Esa bomba no servirá sino para hundirme a mí!”, y apresura aún más su marcha.

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2.Claudia y Sergio

Claudia entra al comedor con cortos pasos rápidos, sacudiéndose la falda con la mano. Mientras camina, su sonriente mirada va de un rincón a otro, de un mueble y un objeto a otros, sin detenerse, juguetona. La que se fija en un punto es Claudia. Asienta unos instantes los ojos en Sergio y dice:

—¿Por qué tanto alboroto?

En la casa se respira, igual que en su mirar, alegría. El comedor, arreglado y ordenado con esmero —como el resto del edificio—, es sobre todo acogedor. Sergio está sentado en una silla frente a la mesa, la expresión atribulada, los gestos tensos, en alerta. Responde a la mirada dulce de Claudia casi saltando felino de su asiento, y da muestras de enfado en su áspero silencio.

—¡Ya, ya! —dice Claudia, tranquilizándolo—. Lo que es, es, y lo que fue, fue; como dice la gente, ¡a otra cosa, mariposa!

Advierte que en su falda se marcó una línea de harina que intenta borrar sacudiéndola, por ello termina hablando de dientes para afuera:

—Saldremos de aquí a las siete en punto, tiempo exacto.

Sergio no escucha sino el principio de la primera frase de su mujer. “¿Que qué me preocupa?” La frase rebota en su cabeza, “me preocupa, me preocupa”. Deja las palabras ir y venir tres, cuatro veces, y responde airado:

—Claudine, no pareces entender: no es que “me preocupe”. ¡Por Dios! Sólo toma en cuenta un detalle: el escándalo. ¡El escándalo! Me va a ser intolerable. Pero no puedo negarme… la petición viene del escritorio del Zar… Ya me estoy viendo, encadenado, en las islas de Solovkí… ¡Prefiero los grilletes al escándalo!

—¡Las islas Solovkí! ¡Qué ocurrencia! No vivimos en los tiempos de Iván el Terrible.

—¡Son peores para mí! ¡Me espera el oprobio, el…!

—Sergio, cálmate, Sergio, Sergio…

—¡Peores!

—Vestidos de gala, saldremos a las siete y diez, exacto, como ingleses —no le importa cambiar la hora, y aprovecha que Sergio está en otra.

—¡El escándalo! No puedo enfadar al Zar… si acepto, ¡el escándalo! No lo tolero.

—¿Cuál escándalo? Comportarse como ingleses no es para escándalo. Sí, pues, Afganistán… —interrumpe la parrafada que pensara decir a Sergio porque cae en la cuenta de lo que él acaba de decir—. ¿Enfadar tú al Zar?, ¿por qué se va a enojar contigo? —alcanza a tragarse la conclusión, sabe que haría estallar a su marido, y cierra los ojos para que no la traicionen: “¡Ni pienses que puedes negarte!”

—¿Imitar ingleses? ¿De qué estás hablando, Claudine? ¿No puedes concederme más de dos minutos de tu atención?

—Sergio de mis amores —con fingida paciencia, Claudia responde, la voz apenas audible que pone a Sergio los pelos de punta.

—No empieces con tus “demisamores”. ¡No me demisamores a mí! ¡No! —está enfurecido. Sólo con su mujer tiene estos arranques que no llegan a ser de cólera.

—No sé qué hacer contigo, Sergio, Sergio, Sergio —Claudia lo cubre con el manto de su mirada, que él no percibe porque clava la propia en la ventana; respira hondo, quiere calmarse. No ve nada, comido por su propia furia. Claudia dirige los ojos hacia donde calcula está observando su marido, encuentran la ventana, la brillantez de la nieve cayendo, pequeños diamantes—. Sergio, Sergio —sigue repitiendo el nombre sin prestarle ninguna atención, gozando del deslumbre silencioso de los copos.

Antes de que ella termine su rosario de Sergios, él musita, la quijada comprimida y los puños cerrados, la voz aún ahogada por el enojo:

—No es “conmigo” el problema… ¿No te das cuenta? ¿No te das cuenta? —y añade, como para sí: —No lo ves porque tienes la cabeza dura, o por insensible. ¡Como ingleses!, ¡venir con eso!, ¡es el colmo!

Claudia no escucha sus calificativos. El gozo de la luz refractada en la nieve la recorre como una descarga eléctrica, intensa, rápida, algo incómoda también porque no es momento oportuno.

En menos de lo que lleva describir su reacción, Claudia ya en un asunto diferente, ligera se desliza a la habitación vecina: sabe que debe retornar a la cocina.

La levadura que tenía tropecientos años en su familia presenta una anomalía, un cambio de color que ha causado alarma a la cocinera, Lantur —a saber de dónde saldría su apodo—. Lantur había mostrado la charola de la masa del pan a la “Niña Claudia”, mientras que con las manos llenas de harina gesticulaba explicándole el asunto, de ahí había salido el rayón en el vestido. Lantur confiaba que Claudia contestara con su reacción natural, descartara toda preocupación, dijera “no es nada, Lantur, nada, ¡a lo tuyo!”. Pero, en lugar de esto, la expresión de Claudia cambió al examinar la masa, y aunque intentó reponerse (“Voy a darle una vuelta a Sergio, ahora vengo”), al salir tan apresurada como había llegado, dejó claro que el asunto no pintaba nada bien, “estábamos en problemas”.

Claudia regresa a la cocina. La cocinera, atribulada con lo que ocurre —celosa de su deber—, continúa varada donde Claudia la dejó, cambia la charola de la masa de una mano a la otra. Claudia palpa la masa con los dos índices. Lo peor es al tacto: “sin duda mal” pero, como tiene a Sergio hecho un basilisco en la habitación vecina, despacha a la cocinera, “Ya veremos, Lantur, haz el pan como siempre, esperemos hornee bien”, y regresa sobre sus pasos, involuntariamente diciendo en voz alta:

—¿Se estará acabando el mundo?

—No se está acabando nada —contesta Sergio, irritado—. Apenas comienza el lío. No sé cómo sortearlo… Ayúdame a pensar, Claudine… ¡Por Dios!, ¡estate quieta!

Claudia lo mira de frente. Detiene su mirada en él —las dos manos apoyadas en su pecho, las palmas al frente, sus índices aún sintiendo la anómala textura de la masa, extendiéndolos para no mancharse la ropa con ello— y, al caer en cuenta de la posición de sus dedos, extiende los brazos sin cambiar el gesto de las manos, se las acerca a Sergio y le dice, juguetona:

—¡Ole!, ¡torero! ¡Ole! ¡Mi cuerno aquí, aquí!

De niña había ido a una corrida de toros en un viaje de los muchos en que acompañó a su padre, el Embajador —un hombre de sangre ligera y despreocupado, que supiera disfrutarlo todo y que se ufanara de su intensa vida diplomática, diciendo “Mi mujer y yo no recordamos con claridad dónde nacieron nuestros hijos, cada uno en un lugar distinto”. Era verdad, su mamá confundía partos y embarazos, y para él todo era la misma fiesta. Eran once hermanos nacidos en once ciudades distintas, en la memoria de sus papás no siempre en distintos años o lugares, ni con distinto nombre.

Claudia es la octava hija. Ella y sus hermanos llevan el nombre acorde con el país de nacimiento, “Para ayudarme a la memoria —decía su mamá—, pero ni así”. Diez varones y una mujer, ella, la niña Claudia, que nació en España.

Sergio ve a su mujer jugando a embestirlo y su broma le sabe a ataque, porque está en lo suyo, “Me han hundido; no voy a encontrar cómo salir del embrollo. Esto es el fin. Soy un muerto. No puedo soportarlo”.

—Escúchame bien, Sergio. Leo lo que pasa por tu cabeza, ¡qué cara pones!, ¡parece que estás peleando en el Japón y que has perdido a tus hombres! Cambia esa expresión. Te hundes en un vaso de agua. Hasta que regresemos del teatro, no vamos a hablar del correo del Zar. Porque quiero, quiero, quiero ir al Concierto de Año Nuevo. Y lo quiero por ti: tienes días deseándolo. ¡Ya! ¿Te queda claro? Volviendo a casa, pensamos qué responder y qué hacer. Por el momento, déjalo ir; piensa en algo más… Deja de atormentarte. Basta.

—No hay nada qué pensar, Claudine, estoy perdido… ¡Llamar “un vaso de agua” al Zar!

—¡Ya, ya! —dulce, paciente Claudia— ¡Respira hondo!

En Claudia está impreso el sol de Sevilla, su ciudad natal. Su mamá dio a luz a mediodía, en esa ciudad. Entre un paso y otro, sobrevino el retortijón intenso; antes de siquiera ponerse en cuclillas apareció la niña; la propia parturienta detuvo a la criatura con sus manos para que no golpeara el suelo. El cortejo que acompañaba al matrimonio rodeó a la esposa del Embajador, pero aunque ella no requería ni sentarse (podría haber llegado caminando adonde hubiera que ir), no la dejaron dar ni un paso.

—¡Si estoy muy bien! ¡No pasa nada!

—¡No hace ninguna falta! —repetía el Embajador, sin sentir preocupación, pudor o vergüenza. Así le nacían los hijos a su mujer, a lo sumo se podría reprochar un mero error de cálculo. Lo enorgullecía su fertilidad gustosa. Feliz con su nueva niña (su primera mujercita), al ponérsela en brazos casi a gritos dijo en español: “¡Vivo Sevilla!, ¡viva Sevillo!, ¡vivo Sevillo!”, confundiendo femeninos y masculinos, su conocimiento del castellano era precario y estaba conmovido hasta las lágrimas.

Cargaron a la parturienta en vilo al palacio en que los alojaran —el Palacio de las Dueñas, el de los Duques de Alba—, donde un médico llegó a atenderla.

La ciudad se hizo voces del parto público, la pródiga madre y la reacción jubilosa del Embajador. Todas las mujeres de buena familia llevaron regalos a la Embajadora y la niña, y algunas la fueron a visitar al palacio, sin respetar la cuarentena. Los primeros días de la vida de Claudia fueron una fiesta continua. Los músicos de la ciudad cantaban en la puerta de Palacio (notable aquella Teresa, que tenía voz de ángel). Los hombres acudían al salón a compartir con el Señor Embajador ruso su perpetua fiesta —celebraba con vodkas la llegada de “mi hija de Sevilla”—. Cuentan que a las veinte horas del nacimiento, su mamá intentó bailar una sevillana —y decían “intentó” porque la bailaba muy mal, pero de que la bailó, la bailó, y completa—. Así fue como Claudia conoció la luz, el huerto claro, la fuente y el limonero, bañada por el cielo sevillano.

Sergio nació en el palacio Karenin, en Petersburgo, en el más completo sigilo, como si llegar al mundo fuese un asunto vergonzoso. Desconocemos los detalles precisos. Es un hecho que los dos partos de su madre distaron de ser sencillos o indoloros. En el segundo contrae una fiebre, agoniza (ha quedado escrito), y si tuvo virtud es que congregó a personas irreconciliables cuando parecía celebraban su anticipado funeral.

En el primer parto —el de Sergio—, no contrajo fiebre, la ansiedad y el dolor ocuparon enteramente la experiencia. Es posible que el parto haya ocurrido a la media noche, que no nevara, no lloviera, no hubiera viento. Que el frío cortara la piel. Ninguna de sus dos abuelas estaba ahí; la única compañía, además del doctor, fue Marya Efimovna, la mujer madura que acababa de entrar al servicio de Ana, la habían contratado para hacerse cargo del recién nacido. El hermano de su mamá tardó más de cuarenta días en llegar al palacio, y de la familia del padre no recibieron una sola visita.

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3.Clementine se resguarda

Desmoralizada por el malhadado estallar de su bomba, abrazando a su adelgazado hijo falso, Clementine camina, observa el movimiento en las calles, ve los masivos preparativos militares hechos sin fanfarria alguna, con la mayor posible discreción.

Debe retomar el plan original, y regresa hacia Proyecto Nevski. Recupera su sangre fría. “No importa; no importa; habrá otras… ¡socialismo y anarquía!; ¡el gobierno es nuestro enemigo!”. Ya en la Proyecto Nevski, en una esquina donde se encuentra un magazine de ropa, Clementine se detiene frente a la entrada para empleados. La puerta se abre dos pequeños escalones abajo del nivel de la calle. Acerca la mano al marco de la puerta, en la ceja superior hurga con los dedos, encuentra la llave. Gira la cerradura, regresa la llave a su escondite.

Apenas trasponer la puerta, deja en el piso el bulto con el que venía fingiendo un crío y lo patea, deshaciendo su forma. Se derraman tiras de tela desgarrada. Toma una lámpara de aceite y la enciende. Recoge los retazos de tela del piso y los enrolla en un brazo. Se descubre cabeza y cuello, la tupida cabellera sobresale, salvaje, y la va agitando conforme recorre el oscuro pasillo que desemboca en la parte de atrás del comercio. Clementine deposita el bulto de tiras de tela en una mesa y se vuelve a envolver en su capa mientras habla para sí misma:

—Hace frío.

En el amplio taller de costura, nadie se está quemando las pestañas frente a las máquinas de coser. Aquí trabajó Clementine, fue por años sostén de su familia —mantuvo a la abuela y a sus hermanos hasta que murieron, la primera de vieja, los menores de influenza, su mamá cayó en otra epidemia cuando ella tenía cinco—. Es de profesión costurera (y una de las mejores de Petersburgo), de corazón activista, su situación desempleada, la “liberaron” del taller por haber participado en una huelga, la confinaron al encierro, aunque por corto tiempo, porque viéndola bella y mujer no mesuraron el papel que había jugado en organizar a los trabajadores, desoyeron al único informante que lo sabía, convencidos de que él se las brindaba para esconder al pez grande. Clementine es el pez grande. Es cauta y furiosa como sólo sabe serlo una ballena. Ahora es una radical, pero e

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