Usos rudimentarios de la selva

Jordi Soler

Fragmento

Título

El depredador

Rebeca era diez años mayor que yo. Tenía un cuerpo que era mío mientras estaba dormida. La primera vez que la toqué acababa de pelar el cráneo de un pájaro, quizá eso fue. El sopor llegaba, después de comer, como una humareda, como una neblina que iba narcotizando uno a uno, uno tras otro a los habitantes de la casa, y los iba mandando a la hamaca, al sillón, a la cama. El cuerpo de Rebeca parecía desconectado mientras dormía, iba sudando a la deriva revuelta con todos los demonios del calor. Yo me echaba en un sillón y en cuanto percibía, por el silencio que se instalaba en la casa, que los demás se habían dormido, caminaba con cuidado hasta su habitación para mirarla dormir. Le miraba la boca y los párpados, las nervaduras del cuello, las clavículas y los pechos cubiertos por el encaje del vestido. En los muslos le crecía una pelusa rubia, casi invisible, que me orillaba a mirar por pudor hacia los pies, que tenían la planta negra, manchada de tierra. Mis manos estaban siempre sucias, manchadas también de tierra y de las cosas que tocaba a la intemperie, las ramas, la resina, los brotes aceitosos del breñal o la grasa que había en la pelambre de los caballos. Hurgaba en la tierra y me ponía las manos y las uñas negras, como los pies que dejaba al aire Rebeca mientras hacía la siesta. La primera vez que la toqué mientras dormía acababa de pelar un cráneo de picho. Había puesto una trampa de cuento. Una caja de madera sostenida por un palo, que iba amarrado a una cuerda de la que tiré en el momento preciso, en cuanto el pájaro entró por el pedazo de pan que había colocado debajo de la caja, como cebo. El picho quedó atrapado, brincaba dentro de la caja y graznaba. Golpeaba sus alas ruidosamente contra la madera. Esperé a que se fatigara, a que se quedara quieto y expectante. Por una abertura que tenía la caja podía ver sus enormes ojos amarillos. Cuando se quedó quieto metí la mano y le retorcí el cuello con toda mi fuerza, era una criatura frágil, no hacía falta toda mi fuerza pero así eran las cosas en la selva. Ahí todo se ganaba o se perdía por la fuerza. Luego había extendido el cadáver del picho sobre la tierra, boca abajo y con las alas abiertas. Parecía que estaba practicando su último vuelo. Con las tijeras que doña Julia usaba para partir los pollos, con un corte dilatado y pedregoso, separé del cuerpo la cabeza del pájaro. Luego comencé a quitarle el pico, los ojos, las plumas, el pellejo traslúcido que le cubría el cráneo. Al cabo de un rato tenía una pieza blanca, cartilaginosa, que parecía un pequeño casco. La coloqué en una repisa de mi habitación como un trofeo para mi espíritu depredador. Porque en aquella selva nos quedaba claro que quien no depredaba era depredado. Salía vivo quien daba el primer golpe y los animales, cuando no eran nuestros aliados, eran nuestros enemigos. Los animales iban a liquidarnos y nosotros, si queríamos sobrevivir, teníamos que adelantarnos a ellos, sacar la piedra o el machete o el revólver, como había hecho papá una vez. Íbamos caminando con la manigua enredada en las rodillas, llenándonos de savia los brazos y el cuello, y nos había salido al paso un tigrillo. Nos cerró el camino y se agazapó para brincarnos encima. Entonces papá sacó su revólver y le disparó dos veces en el centro de la cabeza y lo dejó ahí tendido, descoyuntado, inerte. Después lo ayudé a echarse el animal al hombro para llevarlo a casa y que el caporal aprovechara lo que pudiera de aquel cadáver. Que les diera la carne, que era muy fibrosa, a los perros y los colmillos a la chamana para que los usara en sus encantamientos. La piel la puso a curtir y nos hizo una alfombra que estuvo durante años en el salón, con sus dos contundentes agujeros de bala en la cabeza. Lo cierto es que yo maté al picho y que no era mi enemigo, pero yo sí era un depredador y el depredador depreda sin tocarse el corazón. Cuento esto porque el día que toqué a Rebeca por primera vez acababa de matar al picho. Acababa de pelarle el cráneo y quizá eso fue. Tenía las manos todavía negras de tierra pegada por la grasa del pájaro. Había tratado de limpiarlas tallándomelas contra los pantalones, pero había sido inútil. Quizá eso fue: mis manos venían de hurgar en las entrañas del pájaro y ahí descubrí un nexo, una liga, una corriente que me llevó a poner un dedo tímido en la rodilla de Rebeca. Un dedo tentativo para ver si estaba dormida. Para comprobar que el sopor, esa calina que salía de la selva como una sustancia narcótica, había hecho su efecto. Puse un dedo, un dedo negro en su rodilla y pensé que si despertaba iba a decirle que tenía un bicho y que yo lo había espantado para que no le picara. Para que no le hiciera daño, porque era mi tía y yo era el sobrino que cuidaba de ella. El que daba vueltas para comprobar que todo estuviera en su sitio mientras dormía. El que se preocupaba por que ninguna de las fuerzas de la naturaleza que nos acosaban noche y día fuera a causarle ningún mal. Me quedé ahí tocándola, llamado por su piel tersa, por esa pelusa rubia que se revolvía con la presión de mi dedo y formaba un remolino. O eso me parecía a mí, que en ese instante lo veía todo con una precisión milimétrica. Tenía ganas de tocarla pero también unas ganas inmensas de acercar la cara a ese muslo, de olerlo y de probarlo, de ir adueñándome paulatinamente de la sustancia de Rebeca, que dormía por más que yo movía mi dedo, con mucha suavidad, por la superficie dorada de su muslo. Mi dedo manchado por las entrañas del picho, quizá eso fue. Levanté un poco la falda y rápidamente la regresé a su sitio, perturbado, fuera de mí. Salí a caminar rumbo a los establos, a sentarme a horcajadas en el tronco que coronaba la valla y a contemplar a las vacas que rumiaban su forraje con una mansedumbre que poco a poco me fue haciendo entrar en razón. No estaba bien tocar a Rebeca, pero a la tarde siguiente, conducido por esa calina que salía como un fantasma de la selva, llegué otra vez a la habitación de mi tía. Sabía que no estaba bien tocarla y sin embargo no fue el dedo sino toda la mano la que agarró el muslo de Rebeca, con suavidad pero con una desfachatez que me dejó sin aliento. Como si tocar con un dedo fuera menos que tocar con la mano completa. El dedo señalaba un punto y en cambio la mano ya empezaba a apropiarse del cuerpo. La mano dictaba el camino, se fue internando debajo de la falda y el calor que empecé a sentir en la punta de los dedos, la masa tórrida que le salía de entre las piernas, me hizo ver que estaba muy mal aquello que hacía con ese cuerpo dormido. Acerqué la cara para ver lo que tenía entre las piernas y me llegó un vaho, una nube que olía a musgo, a flores podridas, a esas zonas penumbrosas donde nunca llega el sol. Después vi unas bragas blancas mojadas y metidas en esa hendidura por la que salía su espíritu hirviente y, sin pensarlo dos veces, llevé la mano hasta allá, puse un dedo en el centro de aquella hendidura y noté que le palpitaba como un corazón. En la noche, con todos sentados a la mesa larga donde cenábamos, no podía dejar de mirar a Rebeca, los mayores hablaban de sus cosas, de medidas urgentes que había que implementar en la plantación, de la visita del alcalde de Galatea, de un caballo que, s

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