UNO
¿Verlo? Todo lo he visto. Por algo tengo los ojos de J. Smeeks, a quienes algunos atribuyen el nombre de Oexmelin, y quien se dice a sí mismo públicamente, para no llamar la atención sobre su persona, Esquemelin, Alejandro Oliverio Esquemelin, aunque mi nombre sea Jean Smeeks, o El Trepanador cuando compañero de correrías de J. David Nau, L’Olonnais entre los suyos y Lolonés para los españoles, hijo de un pequeño comerciante de Sables d’Olonne —de ahí su sobrenombre—, vago cuando niño, y de tan largas piernas y cuerpo tan ligero que a veces desaparecía de casa por varios días.
¿Oírlo? Yo lo he escuchado todo, porque tengo también los oídos de Smeeks. Juntos, ojos y oídos, empezarán conmigo a narrar las historias de Smeeks en el mar Caribe y de aquellos con quienes compartí aventuras, como el ya mentado Nau, L’Olonnais, de quien oí decir se dejó contratar por un colonizador de Martinica de paso por Flandes, con quien firmó contrato de tres años para las Indias Occidentales, un amo brutal, bueno sólo para golpearlo sin cansarse, por el cual, al poco tiempo, pero ya en Martinica, el joven Nau encontró la esclavitud insoportable. Qué bueno que fue ahí, porque en el viaje no le hubiera quedado más que echarse de cabeza al mar, aunque tampoco imagino cómo hizo Nau para huir del amo en Martinica, porque era tan imposible hacerlo como en el medio del ancho mar, y no puedo explicar aquí cómo fue que escapó porque nadie contó nunca con qué artimaña (él, que era tan bueno para tramarlas) huyó con bucaneros de Santo Domingo que vendían pieles en Martinica, atraído por la vida libre, que, había oído decir, llevan estos hombres, sin esposa ni hijos, perdidos en los bosques durante un año, o a veces dos, en compañía de otro bucanero que los socorre si enferman y con quien comparten todo, pesares, alegrías y cuanto tienen, dedicados a cazar y descuartizar los animales cuya carne secan al sol y ahúman con leña verde para vender, o a los colonos de las islas vecinas, o a los barcos holandeses o a los de los filibusteros que buscan matalotaje, vestidos con un sayo suelto hasta las rodillas en el que es difícil ver la tela de que está hecho por andar siempre cubierto de plastas de sangre, sujeto con un cinturón en el que suelen traer cuatro cuchillos y una bayoneta; pero cuando se ve Nau entre los bucaneros, el jefe le impide su independencia, y lo tiene, amenazado de muerte, como su sirviente, durante meses, dándole tan malos tratos que Nau enferma pues son los tales bucaneros cruelísimos con sus criados, en tal grado que éstos preferirían remar en galera, o aserrar palo del Brasil en los Rasp-Huys de Holanda que servir a tales bárbaros, y un día, por la enfermedad, no puede seguir a su amo, doblado hasta el suelo por los pesados bultos de pólvora y sal con los que siempre carga sus espaldas, amo tan cruel que, en un ataque de ira, lo golpea con el mosquete en la cabeza, medio matándolo y abandonándolo, solo, con las moscas de fuego y tres perros por única compañía, creyéndolo muerto: las moscas de fuego iluminan su alrededor en las noches oscuras, con los cuerpos que se encienden en intensa luz, como no hemos visto salir del cuerpo de ningún insecto en toda Europa, y los perros lo cuidan, lo alimentan cazándole jabalíes, hasta que, a base de comer carne cruda, se restablece su precaria salud y se alivian las heridas, borrando los animales, con su bondad, los golpes del amo y aliviando las fiebres que también debía a los malos tratos del cruel bucanero. Nau lleva una vida solitaria durante meses, interrumpidos cuando topa con él una pareja de bucaneros que le tiene compasión y lo nombra bucanero, enseñándole, primero que nada, a comer carne cocida, a prepararla, como ellos acostumbran, a la usanza de los indios araucos, en la forma que llamaran “bucan” y que ya explicamos aquí, y a hacerse de calzado, fabricándose a sí mismo los mocasines que esos hombres suelen usar y que hacen de la siguiente manera: apenas matan al puerco o al toro, recién desollado, meten el pie en la piel que recubría la pierna del animal, acomodan el dedo gordo donde ha ido la rodilla, la suben cuatro o cinco centímetros arriba del tobillo y ahí la amarran, hecho lo cual la dejan secar sobre el pie para que cobre horma.
Nau era un cazador muy hábil, pero, atraído por otro tipo de vida más audaz, más aventurera y más cruel, abandona la compañía de los bucaneros, no sin antes regar los sesos de su anterior amo por el suelo del bucan que habitara, dándole un merecido y bien dado golpe de hacha mientras dormía.
Fui también compañero de Henry Morgan, el más famoso de los ingleses en el mar Caribe, según supe de primera fuente, hijo de un labrador rico y de buenas cualidades que, al no sentir inclinación por los caminos del padre, se empleó en el puerto en algunos navíos destinados para la isla de Barbados, con los cuales determinó ir en servicio de quien después le vendió. Eso fue lo que supe, pero muchos años después de darlo como un hecho, Henry Morgan nos obligó (al editor y a mí) a añadir un párrafo en el libro: “Esquemelin se ha equivocado en lo que concierne a los orígenes de Sir Henry Morgan —hubo de agregarse a la edición inglesa—. Éste es el hijo de un gentilhombre de la antigua nobleza, del condado de Momouth, y él nunca ha sido servidor de nadie, salvo de su Majestad, el rey de Inglaterra”. ¡A saber! Para entonces el traidor de Morgan era tan rico y poderoso que podía decirse a sí mismo hijo de quien fuera. Otra cosa es que haya quien lo crea. Yo, con los ojos y oídos de Smeeks, lo único que puedo hacer al respecto es no hablar en este libro del traidor Morgan, y dedicar todas sus páginas a nuestra estadía en el Caribe para la memoria del Negro Miel y para hablar de Pineau, de quienes yo aprendí el oficio y la verdadera Ley de la Costa.
Para un par de ojos y un par de oídos fijar las imágenes y los sonidos en el orden temporal en que ocurrieron no es tarea fácil, su memoria gusta burlar la tiranía del tiempo. Pero aunque salten a nosotros, desordenadas, imágenes como las de los pájaros atacando a los cangrejos en la arena de alguna isla del Caribe para comérselos, corrompiendo el sabor de sus carnes tiernas con la hiel de los cangrejos que enturbian la vista y nublan la razón de quien los coma en exceso, y el sonido herrumbroso del tronar de sus duros picos destruyendo los caparazones, intentaré domarnos para empezar por el principio de la historia que deseo contar, con el momento en que Smeeks pone los dos pies en uno de los treinta navíos de la Compañía de Occidente Francesa que se unen en el cabo de Barfleur, con rumbo a Senegal, Terranova, Nantes, La Rochelle, San Martín y el Caribe, un navío llamado San Juan, montado con veinticinco piezas de artillería, veinte marineros y doscientos veinte pasajeros, con destino a la isla Tortuga, cuyo gobernador sería en el corriente 1666 Bertrand D’Ogeron, que más de un motivo nos daría para odiarlo.
Zarpamos el dos de mayo. En el navío van muchos otros jóvenes como Smeeks, jóvenes que han mendicado por las calles, que han trabajado de sirvientes, que han sido vendidos por sus familias, y que los colonos o la Compañía contratan por tres años con el anzuelo de las riquezas de las Indias Occidentales, de las aventuras, las nuevas, desconocidas y distintas tierras, pero sobre todo con el anzuelo de abandonar la Europa, con nosotros tan poco generosa. El San Juan no va solamente cargado de jóvenes y de marineros, también viajan en él hombres de guerra contratados para defender los intereses de la Compañía, comerciantes, hombres maduros que no saben a ciencia cierta con qué se enfrentarán, algunos con experiencia en muchos viajes, los más emprendiendo el primero, aventureros de distintas raleas, colonos que han ido a traer mano de obra, algún representante del Rey con sus criados y secretarios que viajan en cabina aparte… Para ser franco, tenía bastante con lo propio como para poder pasar revista a los doscientos veinte pasajeros del San Juan: Smeeks no usa el tiempo para observar a los que van con él o a los que viajan de distinta manera, Smeeks usa el primer tiempo del viaje, un tiempo tan diferente al tiempo en tierra firme, mucho más largo y monótono, para tratar de alcanzarse a sí mismo: hace pocas tardes, él era un muchacho de trece años vagando sin rumbo en Flandes, algunas veces haciendo de criado, si corría con fortuna (hasta excesiva buena fortuna, como cuando aprendí a leer y escribir por un amo clérigo que parecía estimarme más que a un criado, y más que a un muchacho), otras sobreviviendo quién sabe cómo, cargando bultos, acarreando víveres en el puerto, afuera de la casa donde se me crio de niño y que no era ni la casa del padre ni la casa de la madre, donde no recibí nunca buenos tratos o suficiente comida para tener en paz las tripas, donde ya no se me permitía dormir, pero alrededor de la cual me había dado por vagar, sabía que sin sentido, sin para qué, porque allá adentro me esperaba nadie, no había nada para mí ni estaban dispuestos a seguir cargando con un estorbo que ya tenía trece largos años y que ya hacía más de cinco se había rascado con sus propias uñas y se debía seguir rascando y debía rascarse tanto que por qué no hasta llevaba comida a la casa. Mi primer trabajo había sido de criado, de criado de un criado si soy más preciso, pero me duró poco porque tuve la suerte de topar con el clérigo que… ¿Para qué retroceder más? Allá, en el patio de atrás de los años, no me espera ningún recuerdo merecedor de ser traído al presente, ni que ayude en algo a la historia que deseo contar, la historia de Smeeks en el mar Caribe. Avanzando, me uno al viaje donde Esquemelin trata de reunirse a sí mismo, de hacerse a la idea de que es él el muchacho que mira con paciencia la madera en que remata la bodega donde duermen a bordo del navío los muchachos, como si viera en sus vetas los arañazos de la mar sobre la necia brea que bajo el agua cubre el casco del buque, aunque en realidad, con la mirada fija, no está mirando, como no es similar la madera al agua de la mar.
Una de esas primeras tardes, todavía desconcertado por verme en un viaje que nunca imaginé, que no busqué, un viaje salido de la nada un día cualquiera, cuando deambulaba sin visos de cambiar la casa de mi pobreza, como si el viaje fuera fruto de las artes insondables del mago cuya sabiduría le permitiera obtener materia de la nada, aparecido sólo porque oí decir que un hombre buscaba brazos para ser contratados por la Compañía de Occidente Francesa, y fui a su encuentro, una de las primeras tardes en el navío, decíamos, con los ojos vacíos clavados en las vetas, se acercó a mí otro de los jovencitos con quienes comparto el viaje, un jovencito callado y tímido, que camina poco y lento, con pasos pequeños, con la cabeza baja aunque el cuerpo erguido, esquivando las conversaciones y las chanzas, y que, cuando subimos a cubierta a recibir en escudilla de barro o plato de madera la porción diaria de comida caliente (siempre mal aderezada por las manos de los marineros viejos y guisada o cocida sobre los hierros del fogón de carbón y brasas que reposan en la cama de arena en la cubierta, adentro de calderos enormes en los que aventaban con desgano, casi sin reparar en ver qué iba junto a qué, garbanzos, arroz, tasajo, ajos, alcaparras, almendras, anchoas, ciruelas pasas, carne de membrillo, mostaza, pescado seco, tocino añejo, sardinas, lentejas, de todo muy poco, es verdad, pero revuelto, y de los que se salvaran de parar en el caldero sólo los bizcochos, la miel, el vino y una vaca que se llevaba a bordo para procurar leche y quesos a los pasajeros de privilegio entre los que yo, por supuesto, no me encontraba —junto con agua para beber, tales eran los bastimentos que llevaba a bordo el San Juan para quienes pertenecían a la Compañía, pero cada pasajero ajeno a ella se hacía responsable de su propio matalotaje, muchas veces con poco tino porque se corrompían seguido sus mal saladas carnes, se pudrían los granos y los bizcochos, a veces hasta los odres y pellejos donde guardara el agua o el vino, motivos por los cuales los oídos escuchamos durante el trayecto marítimo quejas reiteradas por la poca bondad de la comida, y lamentos dolorosísimos de quienes padecieran hambre y sed locas por la impericia al preparar en tierra el matalotaje—) cuando, como decía, estábamos en cubierta para recibir nuestra porción diaria de alimento caliente (a la mañana y a la noche bajaban bizcochos y semillas a la bodega en que dormíamos para que no estorbásemos), él se mantenía aparte, como si fuera gente de calidad de cuchara forjada, aunque esto no fuera cierto, según dejaba ver su muy pobre vestido, rehuyendo los corros de quienes hacían burlas y chanzas mientras llevábamos con los dedos de las manos la comida triste, casi incomible, a nuestras bocas disgustadas pero siempre apetentes.
No solamente su extraña y triste manera de comportarse hacía notorio a este muchacho. Era más característico por sus rasgos hermosos, aunque, la verdad sea dicha, puede que yo no hubiera reparado en esto antes de lo que voy a contar. Como muchos de nosotros, aún no tenía forma alguna de pelo cubriéndole la cara, pero mejor que el de ninguno de nosotros era el tono sonrosado de su piel que se adivinara suave en extremo. Aquella tarde no pensaba yo en esto, por supuesto, y tampoco pensaba en nada, como si para hacerme a la idea de que era yo el que viajaba en el San Juan, con rumbo a la isla Tortuga, de la que había oído hablar muy poco pero siempre de modo incomprensible, necesitara descansar en una especie de vacío mental, cercano al hastío, fácil de alcanzar porque ya hacía días que habíamos dejado tierra firme y la mayor parte del tiempo la pasábamos encerrados en lo que la tripulación llamaba pomposamente “Cabina de la Compañía” pero que no era más que una bodega de la que solamente nos permitían salir a ver la mar cuando fastidiaban nuestro apetito con sus guisos inmundos. Debí pensar, si no en lo peculiar que era el muchacho, en algo, en lo que fuera, para que el “golpe” no cayera artero y eficaz en un ser desprevenido, en mí, el pobre Smeeks de cabo a rabo distraído cuando sucedió lo que relataré; debí pensar, por ejemplo, en lo extraño que era que él se me aproximara tanto, él, que parecía rehuir, hasta donde se lo permitían nuestras condiciones de hacinamiento, cualquier cercanía, y debí reaccionar antes de que me ocurriera lo que después me trajo tanto dolor y tan minúsculo beneficio. Sí, la cercanía del joven debió inquietarme, pero ni lo vi, y también debió extrañarme el que empezara a hablar conmigo y, más todavía, el tono de su voz. Me habló, al principio, no sé de qué, pero cuando consiguió llamar mi atención me preguntó mi nombre (yo no le pregunté el suyo) y continuó hablándome con voz dulce y suave de cosas a las que no di mayor importancia, pero que me eran gratas y me adormecían al tiempo que me rodeaban con una amable calidez que podría llamar sin equivocarme confianza y que hacía que no tuviera sentido negativo el que él se fuera acercando más y más a mí, hasta que su cuerpo quedó pegado por un costado al mío y sus palabras, continuas, uniformes, procuraran que se me restregase por el movimiento con que él las expulsaba de la boca. De pronto, sin violencia, al ritmo de la charla, tomó mi mano y la acomodó entre la ropa que cubría su pecho, hasta alcanzar la piel, y al mismo tiempo, casi interrumpiendo la sensación de azoro de la palma de mi mano ante la sorpresa de la forma con que la había juntado, me preguntó, mirándome fijo a los ojos:
—¿Habías tocado antes a una mujer? ––y sin esperar mi respuesta ni separar mi mano azorada e inmóvil de su pecho, agregó––: A mí me han tocado más hombres que todos los que viajan en este navío. Pero eso se acabó, quiero que lo sepas. Por eso voy a cambiar de tierras. Y prefiero pasar por hombre, aunque los hombres sean seres que desprecio, que seguir siendo una puta. Se acabó.
Repitiendo esta frase, zafó con enojo mi mano de su cuerpo y de sus vestidos (¡como si hubiera sido mi voluntad quien la pusiera en tal lugar!), se separó abruptamente de mi compañía, mirándome de reojo con intensa furia, poniéndome el membrete de enemigo, y se incorporó a un corrillo que perdía el tiempo fijando las miradas entre ellos mismos, porque no había ningún otro punto en que pudieran acomodarlas y estaban hartos de mirar las vetas, sin conversación que los sacara del aburrimiento. No separé ni por un instante la mirada de ella; no sabía si quería confiar a todos lo que a mí me había herido la mano, primero, hasta este momento, sólo la mano, y que después se alzaría como una enfermedad aciaga sobre el resto de mi cuerpo, de mi pensamiento, de mi sueño, de mi apetito, de mis palabras… ¡No había peor lugar para verme herido de amor, porque ahí en nada podía yo distraerme!
En lo que restó del viaje, y fue mucho, hubiera o no buen tiempo, traté por todos los medios de volver a hablar con ella, con la hermosísima mujer vestida de muchachito, pero con la misma constancia ella se empeñó en esquivar y desviar la mirada, siendo lo más que conseguí que un día, sólo un día más, me dirigiera la palabra, pero no me habló como hablándome a mí, sino que me habló como si hablara con uno que no fuera yo, con cualquiera, con el que fuera y no con el que ya entonces tenía herido el cuerpo entero por la eficaz munición que era en mí su pecho suave y firme: “…en las tierras a que vamos, he oído decir que no hay lo tuyo y lo mío, sino que todo es nuestro, y que nadie pide el quién vive, ahí no se cierran las puertas con cerrojos y cadenas, porque todos son hermanos de todos. Lo oí decir. Y que la única ley es la lealtad a los hermanos, para serlo no se puede ser débil, o cobarde, o mujer. Aun siéndolo, veré cómo formo parte de esa vida, que es la vida mejor”, y no me habló viéndome a los ojos, habló para que cualquiera (aunque ese cualquiera fuera yo) la oyera.
No fue difícil descubrir lo bien que se guardó ella de confesar a alguien más que era mujer, porque de nadie más procuraba mantenerse lejos, mientras que Smeeks quería, es verdad, volver a sentir en la palma de la mano la suavidad de su pecho, el primero de mujer que había tocado, pero también, o encima de eso, estar cerca de ella, volver a ser su confidente y amigo, ser parte de ella, escuchar su dulce voz y, ¿por qué no?, encontrar qué más guardaba bajo las pobres y tristes ropas engañosas, preguntarle por qué caminaba así, lenta e imprecisa y si no quería que la tocara no la tocaría, ser de la manera precisa que ella quisiera, pero ser de ella… Imaginaba charlas que podría, o quisiera poder, sostener con ella, en una de las cuales oí decirle “Entiendo que no eres un hombre, pero no importa tanto; entiendo que, a pesar de ser mujer, busques, como los demás, vivir lejos de la crueldad y de la miseria”, porque yo quería ser comprensivo para estar cerca de ella. Esa charla imaginaria la recuerdo muy bien porque ¡cuánta fue mi burla pasado el tiempo! ¡No sabía Smeeks lo que le esperaba! Primero el viaje: ni ella ni la mayoría de nosotros había puesto antes un pie en alta mar, ¡menos íbamos a imaginar lo que quiere decir tener los dos pies durante más de treinta días en constante bamboleo! El marco de quien no toca firme en seiscientas horas no cae en la palabra mareo, y quién sabe cómo se llame cuando tarda días en dejarnos ya en tierra. Después el horrible aburrimiento en que los viajeros se hundían, encerrados en la cabina diez veces más pestilente cuando se desató la borrasca, como ya contaremos…
Para mí, en todo el largo viaje, a partir del encuentro, no hubo punto de aburrimiento: llenaba cada uno de los segundos, como si fueran rincones de un cuerpo disecado, con la expectativa de tenerla a ella cerca, a su cuerpo, a sus ojos, a su voz, infundiendo al tiempo la realidad artificiosa de mi amor por la que era ella exclusivamente para Smeeks, y escapando así del aburrimiento pegajoso en que los demás parecían venir sumergidos. ¿Qué me emocionaba tanto en ella? Los ojos no vieron nada, los oídos no escucharon nada que pudiera sobresaltarlos. La materia con que yo hacía cobrar al tiempo otra verdad al retacar con ella cada uno de sus segundos, surtía a chorros del foco de la palma de la mano con que había tocado su pecho, y en las noches, desesperadas de amor, apretaba la mano con fuerza hasta sangrar la palma con las uñas para ahogar el flujo de la emoción que tanto me torturara y en la que yo confiara tenía curación en una posible saciedad.
Durante años, no pude más que burlarme de ese muchachito emocionado con la carne de mujer guarecida en la oscuridad de la ruda tela de camisa de varón pobre. ¡No hace falta decir que el corazón hilaba a borbotones el paño estrambótico de días cargados con el sentimiento de desear tocar otra vez y otra y otra ese pequeño trecho de carne que adivinaba blanca, que sabía infinitamente dulce e impregnada de un olor desconocido por mí, el olor de mujer! ¿Y cómo lo sabía impregnado de tal olor? ¡Porque con la palma de la mano enamorada, leía el olor de ella…! Cuarenta años después me producía risa de burla aquel muchacho, ilusionado con un trecho de carne, sólo para él carne en el viaje, expuesta y pudibunda en un mismo gesto, porque hubo un día en que pude haber forrado la mar que cubre el globo con la piel de la carne que se nos entregó a cambio de monedas y servicios en los burdeles de Jamaica y Tortuga y vuelto a forrar dos veces con la piel de las mujeres forzadas, sin que yo les diera más valor que el de las pocas monedas (siempre vueltas nada en nuestras manos) y el ser la contraparte del sueño de violencia en que yo viví treinta y siete años inmerso… Y aún ahora, algo que parece ternura me mueve, viéndolo a él en mi memoria, a la risa…
A partir del momento en que me hizo el cómplice-enemigo de su secreto, el viaje cambió para mí, enmedio de los temores, el hedor de los vómitos y el invencible mareo que parecía envolvernos a todos, como un manto hecho de aire y mar, y se convirtió en el marco para la excitación encarnada en ese pequeño trozo de piel, suave y firme, detenida casi horizontal por milagro, que a ratos era mi delicia y otros mi tortura afiebrada. Yo no podía contenerme y me veía obligado a compartir mi encierro con decenas de adormilados muchachos, aturdidos por el encierro y golpeados por la desilusión: ¿quién de ellos creyó que el viaje podría ser tan aburrido? Ninguno, y menos aún que la peligrosa borrasca no representara para los pasajeros más que la obligación de permanecer, ocurriera lo que ocurriera, encerrados en la bodega-cabina, y que al topar con un barco pirata éste huyera en el momento de medir fuerzas.
Quería tocarla una vez más, aunque fuera una vez… ¿Y para qué iba yo a tocar el trozo de piel de una mujer que no podía ser mía, porque yo no sabía cómo hacer mía una mujer, y porque las condiciones de hacinamiento en que vivimos apilados los contratados por la Compañía, acomodados como zanahorias en una arpilla en las bodegas del navío junto a los bastimentos que ya enumeré, al lado de la vaca que no paraba de mugir, condiciones que nos hacían ahí tener más de cosas que de personas, más de alimentos que de creyentes? A pesar de la oración matinal y de que a cada cambio de guardia nos reunieran nuestras voces en el rezo, éramos tan infieles como las habas, hacinados en esa triste bodega que en nada se parecía a nuestras aspiraciones, sueños y anhelos por los que era soportable el viaje insoportable, ni tampoco a las tormentas y las esclavitudes que nos esperaban, sin que lo supiéramos, en la tierra nueva. ¿Y qué iba a hacer una haba —en esas condiciones yo lo era— con una mujer? ¿Por qué no bastarían para humanizarnos nuestros rezos? ¿Qué faltaba decir cuando al empezar el día, el grumete que anunciaba el amanecer, cantaba:
Bendita sea la luz
y la Santa Veracruz,
y el Señor de la Verdad,
y la Santa Trinidad,
Bendita sea el alma,
y el Señor que nos la manda.
Bendito sea el día,
y el Señor que nos lo envía.
Dios nos dé los buenos días;
buen viaje, buen pasaje tenga la nao,
señor capitán y maestre y buena compaña, amén.
Así faza buen viaje, taza;
buen día dé Dios a vuestras mercedes,
señores de popa y proa?
¿Nos faltaba repetir o añadir alguna palabra al unirnos a su canto?
Cuando la veía pasar, con ese caminar suyo tan peculiar, llevando la escudilla entre las manos, que era cuando tenía más trecho para desplazarse, o cuando con malicia me rozaba como si no se diera cuenta de que ese cuerpo que tocaba era yo, su confidente, el único que conocía su secreto, para ella el único hombre en todo el barco por ser el único que la sabía mujer y que por ella se echaría de cabeza al mar para que me devorara en la desesperación de no poder poner mis dos palmas (ya no me contentaba con una) en las partes todas de su cuerpo, el único que se echaría de balde y de cabeza por ella en el profundo, interminable, mudo mar… De balde, porque si yo era para ella el único hombre de todo el barco, entonces era el único ser del cual ella no querría saber nada (“eso se acabó”, había dicho), su confidencia me había borrado por completo del mapa. En cambio, los demás sí tenían interés para ella, o para él que era ella. Los que le hablaban de las historias marinas con que todos vestíamos el peludo miedo que despierta la noche oscura en alta mar, la hacían abrir los ojos como si éstos se le quisieran ir, como si éstos tuvieran la intención de desorbitarse, y los que se negaban a enseñarle los rudimentos de los más sencillos oficios necesarios para la navegación ejercían aún más atracción sobre ella, desde los grumetes que la empujaban para que no viera cómo mantenían las cuerdas de las velas en buen estado o cómo achicaban el agua que había hecho el navío, o los marineros viejos que interponían sus gruesos cuerpos para que no pudiera averiguar cómo mantenían vivo el fuego sobre la arena en el que calentaban los torvos guisos con que torturaban nuestros paladares a mediodía… Todos los marineros de oficio o grumetes principiantes, los que iban en busca de aventura o sustento, los que no sabían a qué iban, los que ya se arrepentían de estar yendo, los que habían cruzado el mar océano más de una vez o nunca antes habían viajado, los que habían mendicado, los que habían sido vendidos por sus familias, todos, todos tenían más interés para ella que yo, porque yo era el depositario de un secreto que me ligaba ardientemente a ella… El recuerdo febril de aquello que me hizo sufrir tanto (porque es sufrimiento el mal de amor) me está haciendo romper el orden, mejor retomarlo para poder contar cómo transcurrió el viaje:
Primero que nada había que rehuir a los ingleses. Junto a la isla de Ornay, cuatro fragatas esperaban la flota para asaltarla, de las que no sólo temíamos ser despojados de toda mercancía, armamento y matalotaje, sino padecer su crueldad. Mientras se sospechaba su ataque, mucho se habló de horrores perpetrados por piratas ingleses a los que yo sumé en la imaginación con los peligros que mi compañera corría por ser mujer, y que yo enfrentaba (en la imaginación, también) valeroso, salvándola de una y mil maneras, todas heroicas, de la lujuria y la violencia de los ingleses. Afortunadamente algunas nieblas se levantaron, impidiendo que fuéramos vistos y evitando que cayéramos en manos de ellos. ¡Quién me iba a decir entonces que J. Smeeks formaría parte de tripulaciones de tal ralea! No lo hubiera creído, como ahora me es difícil creer en la piedad que entonces sentí por mi compañera y en la fidelidad por su piel.
Durante la primera parte del viaje, navegamos siempre cerca de las costas de Francia. Los habitantes costeros nos veían pasar alborotados y atemorizados, tomándonos por ingleses, sin sospechar que compartíamos el temor por el mismo objeto, que el motivo por el cual estábamos a su vista era protegernos de los hombres que ellos temían. Arbolábamos nuestras banderas, pero ni así se confiaban, ni en los cascos de los navíos pintados de colores vivos, ni en las velas decoradas con cruces y escudos: por su temor, veían en nosotros la garra de la rapiña inglesa buscando un buen punto para hacerse fuertes y asaltar sus pueblos. Vernos como asaltantes preparó en algunos de mis compañeros el nacimiento de la llama de la ambición: deteniendo en las manos la escudilla hedionda, devoraban con los ojos las casas de los adinerados, y fantaseaban que las opíparas comidas preparadas bajo su techo por mujeres hermosas mientras cantaban (mujeres de pechos exuberantes y blusas de amplio escote) se podrían estar cociendo para ellos…
El viento nos fue favorable hasta el cabo de Finisterre, donde sobrevino una grandísima borrasca que nos separó de las otras naves. Durante ocho largos días, el mar echó de una parte a otra a los pasajeros, y la tripulación se esforzó veinticuatro horas diarias por guardar bajo control la nave. El primer día de la borrasca, cuando aún no arreciaba tanto, en castigo a una notoria indisciplina, el Capitán había obligado a un tripulante a subir y permanecer en lo alto de la verga, sin amarrar, y había caído al mar agotado. Con una cuerda lo rescataron del mar agitado, pero bien pudo el Capitán castigarlo, si su autoridad así lo decidía, con la muerte.
Como es necesario al encontrar vientos furiosos, replegaron todas las velas, porque los cascos no soportarían el peso de los enormes velámenes jalados con ira en toda su extensión, así que los marineros confiaban, para el rumbo de la nave, sólo en su suerte. Los carpinteros y calafates no tenían momento de reposo, reparando y revisando aquí y allá, y achicando varias veces al día, no sólo, como es cuando hay buen tiempo, por las mañanas, lo que el barco ha hecho por las noches. Nadie podía caminar la tabla que sobrevuela las dimensiones del navío para descomer sobre el mar, porque el movimiento lo hacía peligrosísimo, así que cagaban y meaban los tripulantes sobre la cubierta, los pasajeros en las cabinas en que veníamos hacinados, entre los vómitos revueltos de quienes no sabían comportarse como gente de mar en la borrasca que si empezaron a ser expelidos en un rincón, junto a las demás suciedades, acabaron embarrados por todos sitios, de modo que quien no había vomitado, vomitara. La vaca, atada dos a dos de las cuatro patas, se negaba a beber agua, y en medio del desorden casi se hacía invisible por su pésimo aspecto, y echaba al aire un continuo mu lastimero que más la hacía gato del navío que la digna vaca proveedora de leche.
Los que no hacían agua por todos los canales, mordiscaban bizcochos y pescado seco cuando el miedo no les impedía comer o las náuseas provocadas por las náuseas vecinas. El reloj de arena se había humedecido, las horas pasaban sordas, porque nadie cantaba su cambio, ni al izar las velas se oía lo que repetían en el buen tiempo a coro:
Bu iza
O Dio ayuta noi
o que somo — ben servir
o la fede — mantenir
o la fede — de cristiano
o malmeta — lo pagano
sconfondi — i sarrabin.
No podía ver nada las noches de nubes cerradas de la borrasca, y en nada me iluminaba el brillo de mi amor por ella. Se oscurecía tanto la oscuridad que ni nuestras propias manos eran visibles. Todos temíamos más cuando, en esa oscuridad, amainaba la borrasca, cuando el zangoloteo del barco se hacía más lento, como si empezara un baile fúnebre. Ciegos del todo en esas noches ciegas, sin luna y sin estrellas, el faro del navío apagado por la borrasca, la oscuridad total dejaba ir nuestras fantasías a tierras y seres que, se decía, habitaban el mar: creíamos llegar a islas sin retorno, nos imaginábamos a punto de topar con peces tan grandes como islas o barcos fantasma, trombas devoradoras, pulpos inmensos, anfibios extraños que rodeaban a los marineros de la cubierta con sus raros tentáculos y los atesoraban en los fondos marinos… Ante prodigios y monstruos, ¡yo me veía salvándola a ella!… Quienes conseguían vencer el miedo, a pesar del temor de navegar sin la orientación de las estrellas y sin velas, entregados a la voluntad de la borrasca, imaginaban las islas maravillosas de la Antilia, la de las Siete Ciudades, la de San Barandán, la de las Amazonas, todas ellas de grandes maravillas y tesoros, y alguno llegó a pensar en la Fuente de la Eterna Juventud, creyéndola en la tierra más a mano… Las voces, nunca demasiado altas, iban y venían por la bodega sin que distinguiéramos quién pronunciaba y describía cuál maravilla o monstruo y hubo un momento en que formamos todos (incluso yo, tan distinto a los demás por mi apego a ella) algo parecido a un solo cuerpo a quien no le molestan sus propias excrecencias y sobre el que las horas, encerrándolo, se han detenido en un tono gris idéntico al no y al sí, al ahora y al siempre y al nunca…
Cumplió ocho eternos días la borrasca cuando la vaca murió. Pareció que bastara con su muerte para que se restaurara el buen tiempo. Sin su mugir continuo, las horas nuestras se descongelaron, y entre todos regresamos a la bodega a un estado que en algo se parecía a su primer aspecto, a aquel en que nos había recibido con sus maderas grasosas y las ratas impúdicas brincando por aquí y por allá y la temperatura despertó también, subiendo hasta llegar a hacerse insoportable en la bodega… Los marineros viejos encargados de la cocina destazaron la vaca ayudados por el barbero, el único de brazos más jóvenes que no estaba afanado en comprobar el estado del navío. Parte la cocieron en los calderos, parte la salaron y la pusieron al sol para que se secara, pero toda ella, silenciosa y sin leche, terminó en las barrigas de la tripulación y las de los más hambrientos pasajeros.
Retomar nuestra marcha no fue difícil, a fuerza de trabajar el barco; gracias a que la tempestad no despertó en toda su furia se había conseguido conservar las anclas, las cuerdas, las velas y las barcas.
El tiempo fue muy favorable hasta el Trópico de Cáncer, y desde ahí nos fue muy próspero, de lo que nos alegramos infinito por tener gran necesidad de agua, tanta que ya estábamos tasados por persona a dos medios cuartillos de ella al día. La sed ya lastimaba hasta a los ojos, si en ese momento los hombres hubieran requerido lágrimas, como en medio de la borrasca, para calmar su desesperación, no hubieran ellas podido salir: estaban secos los ojos, de tan sedientos. ¿Cómo, con dos cuartillos diarios de agua y dieta de alimentos salados, iba a llegar a los ojos la poquita agüita necesaria para derramar lágrimas? Ni una gota del agua les correspondía…
Fue entonces cuando uno de los marineros más recios y enteros enfermó. Sus encías se hincharon tanto que era imposible mirarle los dientes. El barbero las sangró: un humor negro salió de ellas. Se deshincharon con el sangrado, pero el marinero quedó en pocos días sin un diente, ni una muela ni un colmillo, y se lamentaba a gritos:
—¡Cuatro muelas solía tener en esta parte, porque en toda mi vida me han sacado diente ni muela de la boca, ni se me ha caído ni comido de neguijón ni de reuma alguna!
El lamento sólo escondía uno más triste. Él ya sabía el desenlace de su enfermedad. Era escorbuto. Lo siguiente era que se hincharan los miembros en medio de horrendos dolores, los sangraría el barbero, sacando de ellos pestilentes humores, y después, sin remedio, vendría la muerte.
Cerca de las Barbados, un corsario inglés trató de darnos caza, pero en cuanto vio que no llevaba ventaja suficiente huyó. Intentamos cazarlo, sin poder hacerlo volvimos a nuestra ruta.
Pasamos costeando Puerto Rico, agradable isla guarnecida de frondosos árboles y florestas hasta la cumbre de los montes. Vimos también la isla de La Española y yo oí, con pánico y dolor (aunque también ya ansiaba el término del viaje) que estábamos a punto de llegar a nuestro destino.
Treinta y cinco días después de zarpar, el 7 de junio de 1666, sin haber perdido un solo hombre en el viaje (el enfermo de escorbuto, sin dientes, con ambos brazos hinchados y ya sangrados, aún vivía) anclamos en la isla Tortuga.
DOS
Mi llegada a la isla Tortuga estuvo cubierta por un velo que caprichosamente se me pegaba al cuerpo y al alma, entorpeciéndome para todo, y al que no haré mal en llamar “desilusión”. A los contratados por la Compañía nos pasaron tan apresuradamente por cubierta y tan cargados de bultos, como verdaderas hormigas, que no hubo tiempo alguno para apreciar desde ahí la isla, y no pude ver nada del lugar al que había llegado.
En el momento de poner pies en tierra, nos esperaba un capataz que nos dividió apresuradamente en cuadrillas con gran orden y rapidez, al mando de los cuales muchachos de nuestra edad, pero desenvueltos colonos de Tortuga (o que entonces me lo parecieron, aunque después supe que si estaban haciendo tal labor era por ser la mar de torpes), nos guiaron de inmediato a los sitios donde dormiríamos y comeríamos: grandes galerones que imitaban las construcciones de los naturales en las que no había adorno o revestimiento, ni mueble alguno, y que deslucían a mis ojos como cascarones de triste pobreza en los que no pude ver alguna cualidad, asándome en un calor que consideré inexplicable y que sólo con el tiempo aceptaría como la temperatura natural, aunque siempre insoportable, e invadido por la zozobra de no saber dónde había acabado ella, y que recrudecía la calidad del clima, si en algún galerón cercano, o si, cosa que sentía y temía, en otra isla, hecho que no tardé en corroborar, porque no la vi por ningún lado. No era claro para entonces si yo querría haber llegado a Tortuga o si querría que el viaje no hubiera terminado nunca. Yo me defendía del dolor del amor viéndola, y el retrato perfecto de la infelicidad consistía en dejar de verla.
Por otra parte, aún no me enteraba de la prohibición que ella ya conocía de seguro: las mujeres no podían vivir en Tortuga. Lo suficientemente arrojada como para viajar pasando por hombre, no parecía dispuesta a vivir escondida detrás de una máscara, a la que en treinta y cinco días había traicionado por lo menos una vez con la confidencia que yo sé ella necesitó para que siquiera uno en la inmensidad del mar la supiera mujer, así que era imposible pensar que hubiera podido permanecer oculta como mujer sin necesitar traicionar su intento si residía en la isla.
En la madrugada del siguiente día nos llevaron a los campos de trabajo: a algunos a cosechar café, tabaco o raíz para el cazabe, a otros a empacar, a cargar, a trabajar en casas de los dignatarios de la Compañía. Lo que me tocó en turno cosechar no me dice nada, porque habría de durarme tal asignación muy pocos días, insuficientes para aprender a hacer lo que el capataz intentaba por la fuerza obligar en mi cuerpo torpe de tristeza, del mareo que no se iba aún y del cansancio por ocupar las noches pensando en ella, cubierto del velo que he descrito líneas arriba, al que llamé desilusión, pero al que la calidad estrambótica del clima, lleno siempre del sol que exacerba la crueldad en los corazones de los hombres, tornaría por otro, porque todo cambiaba en Tortuga, de manera tal que tardé días en descubrir que si evitaba estar bajo el rayo directo del sol el calor se hacía más soportable, meses en aprender a entrecerrar con maña los párpados para que el sol no me encegueciera, y años para encontrar el movimiento pertinente en mi entendimiento de modo que Tortuga no se me escapara de forma en forma, insistente e imprecisa. El físico mismo de Tortuga era estrambótico, arrítmico como los cantos que escuché en sus noches: ritmos musicales que nunca imaginé existieran, ritmos insanos, enloquecidos, negros como la piel de quienes los desataban que me ruborizaron en nuestros primeros encuentros, que siempre deseé no escuchar y que, de no ser costumbre en los Hermanos de la Costa no prohibir lo que a otros apetezca aunque sus gustos nos sean desagradables o irritantes, yo hubiera dicho que era necesario prohibir, por el bien de nuestros espíritus y el crecimiento de nuestras mentes, porque los sonidos que producían con las palmas y otras partes del cuerpo, y con pieles restiradas en bastidores y cajas de madera, siempre golpeando hasta producir la febril imagen de lo que sólo es posible cuando los cuerpos se restriegan en la negra ceremonia de la carne, no pueden ligar a algo grande o noble ni hacer los fundamentos de otro mundo que no sea el del ataque o el de la desesperación que anhela el ataque, como nos ocurría en la cerca de violencia en que vivíamos… Supongamos que hubiéramos podido prohibir tan dañinos ritmos. ¿Hubiéramos podido prohibir el clima y el aspecto de Tortuga? Porque no sólo la música aquella fermentó nuestros corazones y preparó nuestros cuerpos, exacerbó nuestra sed de ataques, de violencia y dispendio… También nos aconsejaban los abundantes árboles que en el terreno pedregoso y abrupto de la isla montañosa y llena de peñascos echaban sus raíces sobre las rocas, trenzándose sin encajar, descubiertas y enlazadas como las ramas de hiedra en una pared, y los acantilados, cocidos de grutas, que con franjas de arena aquí y allá bordean la isla… Es tal la naturaleza peculiar de Tortuga que las aguas traslúcidas de esos mares, al aproximarse a sus costas, pierden transparencia, lo que me hace pensar que la dureza del clima de la isla tal vez las pusiera a hervir, ya que ninguna frescura agregan al aire ardiendo, así como las raíces expuestas de los árboles no quieren encajar en sus piedras, como si fuera la dureza del clima quien se los impidiera, y que por esto, desdiciendo su naturaleza de raíces, permanecieran expuestas al aire, aunque el aire aullara caliente, antes que enterrarse en el terrible calor de su tierra. Hervida, quemada, cocida por su clima, Tortuga hacía cambiar a quien se le aproximase.
En el navío en que llegué venían hombres de guerra, como ya he dicho. Ellos también habían sido contratados por la Compañía de Occidente Francesa para intentar arrancar pagos pendientes, o la devolución de las mercancías, a los colonos de Tortuga que se negaban a respetar convenios a los que se oponían por no ser de su Ley. La Compañía había tomado posesión de la isla en 1662, plantando para sí aquella colonia con sus comisarios y criados, y ordenando a los habitantes de la isla comprar a la Compañía todas sus mercaderías, anunciando para congraciarse que las compras serían a crédito. Pero una cosa fue la imposición de la Compañía y otra muy distinta la ejecución.
Los agricultores fueron los primeros contra los que decidieron ir los hombres de guerra, por ser las víctimas más fáciles. El elegido fue El Turco, allanaron su habitación llevándose cuanto hubo de valor, lo golpearon cuando intentó oponerse y, soltando sus caballos sobre los campos de tabaco que esos días apenas levantaban del piso, redujeron las matas a lodo y hierba arrancada, pensando así amedrentar a los demás y obtener los cobros, único objeto de su estancia en Tortuga, tras lo cual regresaron al navío anclado frente a Cayona, según ordenara el gobernador impuesto por la Compañía, creyendo, imbécilmente, ponerlos así a salvo de posibles ataques de los colonos. En la madrugada siguiente, encontraron asesinado al de la guardia nocturna, con la boca y las orejas y el vientre abiertos, rellenos de las matas arrancadas al sembradío de El Turco y un mensaje escrito sobre la cubierta con sangre de sus miembros mutilados, usados a su vez como pinceles, casi deshechos de tanto ser untados en las vigas: VACAS SOIS, COMO VACAS COMERÉIS TODOS PASTO. El hilo de sangre del cuerpo corría enmarcando la frase, escurriendo hacia los trancaniles y los embornales, como si el cuerpo fuera una fuente de sangre. Al llamar el Capitán a todos a cubierta, fueron abruptamente abordados por fieros Hermanos de la Costa, llegados a ellos en canoas, cargando abundante alimento para los hombres de guerra que rendidos fueron obligados a comer matas tronchadas del campo de El Turco, revueltas con lodo, mierda y malas yerbas, ingestión que mató a más de uno y que a los demás tuvo durante días sumidos en horrendos dolores, luego de los cuales abandonaron Tortuga, por lo que los comisarios ejecutaron la orden que también había traído para ellos el San Juan: que si ni con los hombres de guerra podían cobrar o hacerse de retornos, vendieran cuanto tenían en su poder, propiedades, mercancías y criados a su servicio, decisión que, como incluía el retiro casi absoluto de la Compañía, cayó con júbilo en los colonos, que no prodigaron para hacerse de los bienes, discutiendo los precios que, de por sí, no eran tasados con impunidad por los comisarios, infundidos por una mezcla de respeto, miedo, algunos admiración y los más odio por los Hermanos de la Costa, ganadores abusantes en este comercio.
“Dicha” era el sentimiento que rondaba en Tortuga durante esos días, pero no para mí, porque fui adquirido, para mi mala fortuna y peor suerte, por el más tirano y pérfido hombre que calentara el sol en Tortuga, el gobernador o teniente general de aquella plaza, impuesto por la misma Compañía. “Dicha” y “Libertad” rondaban en Tortuga, porque los Hermanos de la Costa decían no deber más lealtad que a Dios y al mar, pero no había libertad para mí porque no tenía yo ni un céntimo ni a quien pedirlo para pagar el precio que mi cruel amo pedía para darme libertad y franqueza, trescientos reales de a ocho. Su trato era insoportable y era imposible escapar.
Había esclavos que ya lo habían intentado, de él o de amos igualmente crueles. Yo los vi colgados, ahorcados, expuestos a la vista de todos hasta que los gusanos y los pájaros no dejaran de ellos más que huesos. Entonces caían sus partes descoyuntadas al suelo. Otros habían recibido como castigo por su intento que el amo les hiciera cortar una pierna y llegaron a ser tan habituales los esclavos sin pierna que un francés en Martinica inventó una manera de asegurar esclavos remedando los que ya había así, el uso de una corta cadena sujeta por un extremo a un collar de hierro, y por el otro al tobillo, rodeado por hierro como el cuello, de modo que algunos esclavos, teniendo sus dos piernas, andaban cojeando como si sólo tuvieran una, llagándose con el calor infernal que se condensaba ensolecido en el collar metálico y en el aro en torno al tobillo.
Un esclavo que escapó fue cogido en el bosque. El amo le hizo amarrar a un árbol, donde le dio de palos sobre las espaldas y le bañó en sangre tanta que escurría sobre la tierra. Entonces el amo hizo que le refrescaran las llagas con zumo de limones agrios, mezclados con sal y pimienta molidos, dejándole, en aquel estado, amarrado al árbol para veinticuatro horas después repetirle el tormento, hasta que de tanto golpearle y maltratarle el esclavo murió, no sin antes gritar, con una voz aguda y pegajosa, que pareció llegar más allá del bosque y perderse en el mar:
—¡Permita el poderoso Dios de los Cielos y la tierra que el diablo te atormente tanto antes de tu muerte como tú has hecho antes de la mía!
Tres o cuatro días después, cayó en el amo el espíritu maligno. Sus propias manos fueron verdugo de sí mismo, dándose golpes y arañándose de tal modo la cara que llegó a perder su forma, hasta que murió en un charco de sangre, como su esclavo, recrudecido su tormento con la sal y la pimienta de un castigo que él no esperara, porque lo natural era que los amos hicieran cuanto viniera en gana a su mala voluntad y podían dar al esclavo, de la raza que fuese, cualquier maltrato y de querer la muerte, porque a nadie le incumbía, de modo que, para los esclavos, la única escapatoria posible (hago de lado a Nau, siempre extraordinario), si no podían resistir el plazo de tres años de su contrato, cuando eran franceses y de siete cuando ingleses, era la muerte. Los esclavos blancos (a los negros o matates les hacen trabajar menos que a los europeos, pues dicen que deben conservar esos esclavos por serles perpetuos, y los blancos, en cambio, ¡que revienten!, ya que no están más que tres años a su servicio), algunos antes y otros después, caían en cierta enfermedad que llaman ellos allá coma y que es una total privación de todos los sentidos y que proviene del maltrato y mudanza del aire natal en otro totalmente opuesto. Si, como todos sabemos, las personas mueren de tristeza, de desilusión, del ánimo que sucede a una decepción amorosa, ¿cómo no iban a morir los esclavos franceses bajo tratos crueles en tierras tan distintas a las que están acostumbrados? No oían, no veían, no sentían el calor intenso, nada les dolía, no sentían hambre ni sed: antes de morir entraban al reino de las piedras.
Yo no era el único esclavo del gobernador, pero sí el único blanco, así que, por las razones ya dichas, me tocaba la peor parte, el trabajo más duro. Mi condición no era tan recia como para resistirlo, porque yo aún no me acostumbraba a Tortuga, por el estado de mi corazón convaleciente, y por mi cuerpo, atormentado de hambre, creciendo cuanto mi naturaleza, tal vez tocada por Tortuga, con prisa y exceso, le dictaba (en poco tiempo me hice un hombre alto, excesivamente delgado, un hombre y no un muchachillo, al cual Ella no se atrevería ya a confesar su secreto como lo hizo a mi cuerpo bajo, de niño). Varias veces estuve a punto de quebrarme bajo los palos y rigores del gobernador, y sin duda lo hubiera hecho de no haber tenido dos consuelos: la habitación, menos extraña, desnuda y severa, construcción en piedra que formara parte del fuerte de la isla, y, el segundo, de mucha mayor importancia, los tratos de quien ocupara la habitación vecina, Negro Miel, que, medio ciego, me acogiera sin tomar en cuenta que yo era un blanco francés, encontrando en mí, únicamente, un chico atormentado por un amo cruel. Tanta compasión desperté en Negro Miel cuanto cariño me cobró y generosidad me manifestó, legándome, por una parte, su sabiduría, y, por otra, la eternidad en su recuerdo, como ya explicaré. Ayudó también a mi sobrevivencia mi habilidad para suplir trabajos con mentiras, aunque de diez que echaba en una me atrapaba el amo y a punta de azotes me la cobraba.
Quiero ceder a Negro Miel la palabra, tal como la escuché varias veces, estuviera curándome la espalda herida por palos, dándome a hurtadillas porciones extra de alimentos, carne ahumada, pan de cazabe, frutas y plantas que él conocía de Tortuga, a las cuales, tal vez, debo mi exagerada altura, o restaurando mis agotados miembros con pócimas que me administraba y me enseñaba a preparar y recetar con tiempo arrancado a mi trabajo, a espaldas de mi amo, ayudado por mis hábiles mentiras:
Relato de Negro Miel
“Yo nací donde la tierra alcanza su perfección. El clima es perfecto: ni el calor ni el frío incitan a cubrir el cuerpo porque el aire arropa la piel con delicadeza. Hay prodigios y abundancia de frutos, y las plantas, sin excepción, son comestibles de la flor a la raíz, pasando por la semilla, el tronco, las hojas, las ramas. El agua corre en brazos frescos, como el que aquí en Tortuga fluye sin parar adentro del fuerte, cruzando la tierra aquí y allá, para que nadie sufra jamás sed y para que la tierra esté cubierta siempre con verdor. Las cebras, los leones, las jirafas, los elefantes, el antílope: éstos son algunos de los prodigiosos animales que, tan variados como los frutos, pueblan el perfecto valle en que nací. Desde muy pequeño, mi padre, mi madre y sus hermanos me enseñaron los secretos de la naturaleza, qué espíritus se esconden en las formas, y su invocación para curar enfermos, sanar heridas, desaparecer tristezas. Aprendí también el francés, y a escribirlo, porque el hermano de mi madre vivió en ciudad de franceses varios años. Para dejar de ser niño, fui iniciado a la virilidad. Entonces aprendí los mayores secretos. Una nueva iniciación, la que llamamos Entrada al Mundo, tuvo lugar cuando cumplí diez y ocho años. En ella cosieron a mi pecho, transversal, desde mi hombro izquierdo al costado derecho, la banda de cuero y tela que identifica a quienes venimos de allá donde la naturaleza alcanza su perfección, y terminado el rito salí de mi tierra, creyendo que regresaría, como lo habían hecho todos los míos, sin imaginar siquiera que yo sería arrancado para siempre de mi amado valle. Por eso Negro Miel no ve más. Prefiere que su vista se ocupe de los recuerdos, de lo que sus ojos no podrían ver si se abrieran. Por eso Negro Miel sólo habla en voz alta en francés. Debemos conservar en silencio las lenguas que nos enseñaron nuestros padres, para que no se gasten, para que adentro de nosotros mismos se esmeren en silencio en conservar nuestros espíritus en alto y así no nos ignoren los dioses y nos protejan. La primera aldea a que serví entabló luchas cruentas con otra aldea vecina. Yo hacía caso omiso de las batallas, a las que mi sangre es tan opuesta, mi tiempo transcurría sanando heridas, curando enfermos, fortificando saludes quebrantadas, pensando, cuando estaba a solas, en que después de setenta lunas llenas volvería con los míos, al valle donde todo es perfección, a enseñar a los niños cuanto me habían enseñado a mí y cuanto había aprendido en las setenta lunas, y a tener con una de mi sangre el bien de la descendencia.
“Las luchas se recrudecieron y los de la aldea en que yo habitaba fueron vencidos; junto con los demás varones, ignorando mi sangre, fui tomado prisionero en prenda de la derrota. Pensé verme libre de inmediato, distinguido por la banda que me cruzaba el pecho, en la que cualquiera sabía yo guardaba remedios para todos útiles. Lo que no imaginé es que caería en manos de ingleses, vendido como los demás por los de la aldea victoriosa que actuó como si fuese de bárbaros. Enterrado para hacer el viaje en la bodega del barco, supe que iría a lugares de los que nunca sospeché siquiera su existencia, sin que pudiéramos mirar hacia dónde, viajando en la sentina como mercadería, atados con cadenas al cuello, a los tobillos, a los puños, asándonos, suplicando aire fresco, o por lo menos que cesase el bamboleo. El navío en que viajábamos fue abordado por piratas franceses, y se enfilaron hacia las Antillas. Son usuales los ataques a buques negreros, pero en estos piratas no era costumbre hacerlos, e incluso les inspiraba repugnancia, ahora necesitaban recursos para armarse porque preparaban una ambiciosa empresa en el mar Caribe, por lo que, como no es usual, conservaron ambos navíos, aquel en que ellos llegaran, más el barco abordado, y se enfilaron con rapidez a la venta del jugoso, aunque desagradable botín.
“En cuanto bajaron a reconocernos, oyéndolos hablar entre sí, hice notar en voz alta mi correcto francés, pero lo único que obtuve fue una helada mirada a mis cadenas, quien la dirigió no la puso en mi cuerpo, certificando solamente que el negro estuviera bien sujeto y haciendo sonar su látigo muy cerca de mí, casi rozándome y lastimando a quien tenía más próximo, aunque no estaba atado a mi propia cadena, un viejo que se deshacía en lágrimas, lamentando en voz alta su suerte, llorando por sus hijos y sus nietos y renegando de que no hubieran respetado su edad, con toda razón, ya que cuando nos fueron subiendo en mar abierto a la cubierta para seleccionarnos y tasarnos, a él lo tiraron por la borda considerando que no había que desperdiciar por él comida, si era tan viejo que poco se podía obtener en su comercio, cortándole antes las manos, los pies y la cabeza, en ese orden, para no tener que rehacer la cadena en que venían atados otros seis, ni bajar a la bodega carne a podrir.
“Cuando tocó mi turno de subir a cubierta, tuve un golpe de suerte que me ha valido la vida en Tortuga. Nos subieron a siete al mismo tiempo, porque tantos era el número que mi cadena sujetara de cuello, puños y tobillos, enceguecidos por el sol que no entrara nunca a la bodega donde nos traían enterrados, en la que sólo se colaba un poco de luz cuando entreabrían la escotilla para bajar la comida y para que pasaran los que la regaban en los comederos, cuando eran los ingleses cinco hombres armados hasta los dientes (porque eran cobardes, si estábamos inofensivamente fijos, como un clavo a la pared) que se divertían dejándola a veces afuera del alcance de alguno, y ahora un francés que con helada paciencia la acomodaba en los comederos de madera cercanos a nuestras caras, de los que comíamos más como ganado que como personas, sin valernos de nuestras manos encadenadas para acercar la comida a nuestras bocas. Vencí antes que los otros seis el deslumbramiento, o por lo menos antes que uno de ellos, porque vi cómo caímos cuando alguien tropezó, aún ciego por la luz en cubierta, y, como estábamos atados de la misma cadena, los siete fuimos a dar al piso. Me quedó frente a los ojos una bota de cuero abierta a cuchillo para no irritar la herida que no quería cerrar, y supe de inmediato que ésa no era herida de arma o cuchillo, sino una vena enferma, reventada a flor de piel, y así lo dije, en el suelo, en voz alta y en francés, y agregué que yo sabría curarla con los remedios que traía en la banda del pecho. El de la bota, contramaestre de la expedición y capitán del buque negrero, porque el Capitán viajaba en el navío filibustero, dio la orden de que me soltaran de la cadena de siete a la que yo estaba soldado y mandaron traer del otro navío al herrero para que con sus herramientas me liberara, y viendo que tardaba, yo dije que no era necesario que me soltaran para que yo curara, porque para sanar heridas, alejar enfermedades y curar tristezas eran los de mi sangre y que si su Excelencia el de la bota abierta me permitía que los siete nos acercáramos, ya que no podía yo moverme sin los otros seis, que lo empezaría a curar de inmediato y con gusto. Dio orden de que nos acercáramos. Los siete nos hincamos para revisar la herida. Los siete nos juntamos más los unos a los otros para que la cadena permitiera a mis manos sacar de la banda un polvo de hierbas secas que quita el dolor si se rocía sobre una herida soplándolo con aliento lento. De nuevo los siete nos inclinamos ante el de la bota, ahora más, casi con la cabeza al suelo para que yo aplicara el polvo. Luego nos levantamos para que diera aire fresco a la herida empolvada y pedí miel o azúcar si no tenían miel. Hubo miel en el otro navío. Llegó junto con el herrero, envasada en un enorme barril porque no dije que sólo requería de un poco. Antes de que empezaran a golpear la cadena para liberarme, apliqué miel sobre la herida (en la que desde ese momento, por el polvo engañoso, ya sentía alivio) y repetí la aplicación los días siguientes, hasta que después de siete cerró por completo. Ya sin cadena al cuello, eché mano de los remedios que traía conmigo, quité una jaqueca desesperante a uno de ellos, les alejé los molestos piojos a los que lo permitieron, colocando una semilla de mis tierras en su oreja derecha, y malestares de todo tipo a quien los padeciera, remedios que me llenaron de crédito, de modo que cuando llegamos a Cuba a cambiar en el contrabando los esclavos por pólvora y armas con el español con quien ya lo tenían convenido, ya había sido yo admitido en la Fraternidad de los Hermanos de la Costa, jurándole fidelidad, abandonando el nombre que me dieron mis padres por el de Negro Miel, y reconociendo el contrato que me dieron a firmar y en el que estampé con clara letra mi nuevo nombre, para sorpresa y regocijo de los demás Hermanos que no creían posible que un negro supiera leer y escribir. Por esto, y por saber curar, no entré a la Cofradía como matelot, no tuve amo ni a quién lavar su ropa, hacerle la comida, limpiarle la choza, cultivar su huerto o permanecer en los combates a su lado y protegerlo durante dos años como cualquier aspirante que ingresa a Tortuga, aunque, lo que sí es cierto, es que condicionaron mi pertenencia a la Cofradía a que la aprobara el Consejo de Ancianos Filibusteros, ante los cuales juré frente a la cruz y la biblia mi lealtad al llegar, como si yo fuera a un tiempo católico y protestante y escribí la frase que me dictaron para que se viera que era hábil mi puño con las letras. Cuando llegamos a Tortuga, mientras todos se preparaban para la expedición, recorrí gran parte de la isla caminando, e incluso crucé en canoa a Tierra Grande buscando materia para abastecer mis remedios, la cual encontré más de lo que esperara, alegrándome en extremo, pero sentí que eran tan grandes los espíritus en Tortuga que me hice de un perro para que me acompañara y previniera y protegiera de sus cercanías, y así pude vencerles el miedo.
“Antes que me diera tiempo de pensarlo dos veces, zarpamos con nuestro Almirante. Ya te he dicho cuán ajena es mi sangre a las batallas. Imaginarás mi repulsión cuando conozcas el comportamiento de los filibusteros, porque mira que son fieros para atacar, crueles con sus vencidos y también inmisericordes con los débiles. Para mi fortuna, aquella primera expedición fue extraordinaria, Smeeks, extraordinaria. No fue después del primer ataque cuando decidí no volver a firmar contrato, sino después de verles sus crueldades y cuánto gustan hacer correr la sangre. Pero admiro a los filibusteros. Son nobles, son leales…”.
Yo a todo asentía, como si comprendiera aunque no entendiera ni pío, pero con sus pláticas, para las que arrebatábamos el tiempo a mi amo (si se daba cuenta me cobraba a palos las labores que yo no había hecho o con las que lo había engañado, o mi torpeza y cansancio por haber permanecido la noche con los ojos abiertos escuchando a Negro Miel, escuchando sus artes y secretos en lugar de dormir y reposar para tener fuerzas en las temibles jornadas de trabajo a que me obligaba el Teniente General de la isla), fui aprendiendo, no sólo a reconocer las hierbas curativas (a verles, según sus términos, “su espíritu”) y cómo prepararlas y aplicarlas y para cuál ánimo o padecimiento, sino también quiénes eran los filibusteros, la organización de los Hermanos de la Costa, su Cofradía, y a amar, a través de su charla, términos en los que yo jamás había pensado: “libertad”, “igualdad”, pilares de la Cofradía. Me hablaba de Tortuga y yo fui aprendiendo a fascinarme por la isla, creyendo, de alguna manera sorda y en cierto modo correcta, que Tortuga quedaba muy lejos de mí y que Negro Miel era mi único nexo con tal sitio, un lugar al que yo querría ir y del que continuamente me arrancaban los palos y las crueldades del amo.
Negro Miel me contó los pormenores de su primera intervención en un ataque filibustero, que no fue, según él mismo dijo, de naturaleza violenta, sino de la de Hawkins, pirata que, odiando la sangre y amando las ganancias, engañaba y hacía trampas, y que en más de una ocasión de sus propias víctimas sacó los compradores de los bienes recientemente arrebatados. Una cuadrilla desembarcó en las cercanías de Campeche y esperó, un poco tierra adentro, agazapada, el paso de un grupo de españoles, a quienes rindieron a golpes, desnudaron y amarraron con múltiples nudos y lazos, amordazándolos de tan mañosa manera que llevara tiempo quitarles las mordazas, y vistiendo sus ropas y fingiendo sus pasos (cosa que divirtió mucho a Negro Miel, porque él mismo vistió de español, aunque fuera un español imposible) encaminaron apresurados sus pasos hacia la plaza de armas, donde empezaron con aspavientos, fingiendo miedo, a gritar, en el buen español de los filibusteros franceses e ingleses: “¡Los piratas, los piratas, atacan los piratas!”, lo cual era verdad, porque señalaban hacia el punto donde ellos mismos habían atacado, mientras Negro Miel, para que no le vieran la negra cara, la tapaba con las manos envueltas en vendas, gritando como si el demonio le estuviera picando los ojos, fingiendo una herida que ni tenía… ni tendría, porque salieron los hombres bien armados corriendo hacia donde se les señalara, un poco tierra adentro, mientras los demás barcos piratas, recibida la señal convenida, entraban en la bahía, se apoderaban de la Fortaleza, rendían a la población y cerraban la entrada a la ciudad con tan fuerte ejército que Negro Miel no oyó un solo estallido de pólvora: los hombres armados corrieron hacia Champotón por más refuerzos, viéndose pocos para enfrentar el ataque filibustero. Desvalijaron apresuradamente la iglesia de la ciudad, tomaron el Palo de Campeche, lo habían embodegado, así como cargas de cazabe y algo de oro que habían conseguido arrancar a los ricos más pusilánimes, y subieron a sus barcos, felices de haber ganado botín sin mayor esfuerzo, justo cuando llegaban los hombres de armas con tantos refuerzos que sería imposible reducirlos.
Más sangre vio Negro Miel en el piso de la cubierta del barco negrero derramada para librar de las cadenas y echar al mar al viejo mutilado, que en el asalto a Campeche, pero, en cambio, de su segunda y última expedición no me quiso contar nada, explicándome que había cosas que era mejor no repetir y que, por otra parte, bastante iba a tener yo de eso si me quedaba en Tortuga, porque, aunque él no había vuelto a participar en ninguna expedición, podría llenar la isla de tinta, si ésta fuera de papel, con narraciones de atrocidades y violencias de los Hermanos en la persecución de sus botines. Y todo, ¿para qué? —agregaba siempre Negro Miel—, si los Hermanos, siendo como eran gente buena, sabían de sobra que los bienes son poca cosa, puesto que los despilfarraban en menos tiempo del que a él le llevaba contármelo, en excesos que un muchacho de mi edad no debía oír.
Hubo otras cosas que tampoco me platicó. Una de ellas, de haberla hablado antes, me hubiera ahorrado mucha vergüenza, y enojo a las mujeres de La Casa de Port Royal, pero la única mención que hizo de burdeles no fue en ese sentido, y se le escapó en sus últimas palabras. Porque Negro Miel enfermó (o pareció que enfermó) y, negándose a aceptar sus propios medicamentos, se consumió aceleradamente ante mis propios ojos, para mi desesperación y tristeza, argumentándome que ya había llegado su hora, sin explicarme sino hasta el final por qué, cuando me dijo:
“Me voy. Sé que debí hacerte huir con los filibusteros y no dejarte en manos de quien no sigue la Ley de la Costa. Pero no te abandono, Smeeks. Mi muerte no es natural. Para el veneno que me dieron no hay remedio. Mi sangre queda trunca. Yo no sembré la tierra con otra de mi estirpe. No di a nadie la sangre del conocimiento, pero a ti te he enseñado todo lo que se puede aprender. Negro Miel te pide, ésta es su última voluntad, que siempre lo recuerdes, para que mi estancia en la oscuridad de la tierra no sea toda desolación. Por tus recuerdos entrarán a mis sombras lo que vean tus ojos, y cuando tú mueras lo que vean tus hijos y los hijos de tus hijos, porque a ellos les hablarás de Negro Miel y me recordarán sin haberme conocido, como yo recuerdo a mis padres, a los padres de mis padres y a los abuelos de ellos. ¡Légame tu sangre a mí, que desparramé mi simiente entre Hermanos y en burdeles de Port Royal, sin reparar en que llegaría mi muerte! Y respeta la Ley de la Costa encima de otra Ley”.
Traté de darle serenidad con mil y un palabras y muestras de afecto nacidas de la mayor sinceridad. Y le hice un juramento al que aún soy fiel y que me permite narrar a ustedes mi historia: “Te recordaré siempre, y de tener hijos a ellos les hablaré de ti y ellos a sus hijos, pero si no tengo descendencia, te prometo, Negro Miel, que yo venceré a la muerte en nombre de tu memoria, y yo mismo, con estos ojos que te ven morir, estos oídos que te escuchan y este corazón que te ama, te recordaré siempre”.
TRES
Es fácil adivinar, sin que yo lo diga, el dolor y la desolación que me causó la muerte del Negro Miel. Creí perder con él la capacidad de sobrevivir. Me flaquearon las fuerzas, recrudecida mi debilidad por los palos del amo, enfermé. Lo que no tardé en ver era que no era falsa la frase de Negro Miel, “no te abandono, Smeeks”. No, ni muerto me abandonaba. La enfermedad que me trajo el dolor de su desaparición hizo que mi amo decidiera venderme para no perder las monedas con que me había adquirido, como si no las hubiera ya desquitado, con creces, porque en tan poco me había comprado a la Compañía que medio muerto me vendió en más, aunque no en tanto como hubiera podido hacerlo de encontrarme sano o por lo menos no tan enfermo. Mi estado era deleznable, y estoy seguro de que nadie hubiera tirado su dinero para adquirirme sino Pineau, el noble y generoso Pineau, que gastó setenta piezas de a ocho en uno más muerto que vivo.
No tardé más que lo que me llevó recuperarme, con los cuidados fieles de mi nuevo amo, en saber que Pineau deseaba que yo supiera que él era enemigo de la esclavitud de los blancos y de los negros y de los matates por considerar bárbaro atropello traficar con personas como si de cosas se tratara, que siendo como era enemigo de lo propio y lo ajeno deploraba doblemente que alguien creyera ser dueño de una persona, que había pagado al teniente general de la isla las monedas convenidas por mí no por ser dueño de Smeeks sino por Negro Miel, y cuando le pregunté que por qué por Negro Miel, me contestó que yo aún era muy joven, que no debía explicarme, y como insistí dijo llevar una década tratando de que Negro Miel compartiera con él sus conocimientos, que le había ofrecido, primero, su interés, lo que no era poca cosa, porque Pineau era el cirujano más apreciado en la isla y el único que lo había sido antes en Europa, después intercambiar conocimientos, a lo que Negro Miel había contestado, Olvida eso, Pineau, yo no soy carnicero, no quiero aprender de tus tijeras y tu cuchillo, no me gusta hablar con esas cosas, y no le había ofrecido oro o monedas porque sabía que además de ser inútil se enojaría con él Negro Miel, pero sí cuanto objeto cayera en sus manos que le pareciera pudiera ser atractivo para Negro Miel, como el vaso que al morir él me había yo quedado, un vaso de vidrio de Bohemia que representaba en colores a un hombre con un cinto del que pendía su caza, liebres blancas, pardas y grises que lo miraban con los ojos abiertos, y entre ellas, en la misma posición, una mujer mirándolo también (al cazador), como las liebres desnudas, mientras el hombre altivo, altanero, detenía con una mano la espada y con la otra un arma de fuego, vestido como un caballero, un sombrero de plumas y finas medias, escena de coloridos vivos y con un par de leyendas, por las que Negro Miel me dijo un día:
—Tú que ves, y lees y escribes, lee qué dice ahí.
—No puedo leerlo.
—¿Por qué no has de poder?
—Porque está en una lengua que escasamente comprendo.
—Lo mismo me pasó a mí con ese objeto, cuando lo tuve en las manos y oí de Pineau su descripción, supe que era un objeto hecho de algo que escasamente comprendo, ¿para qué cargarla a ella ahí? Por su culpa el cazador va más lento.
En cambio a mí, me dije, que no soy vidrio fino de Bohemia, como sí lo es Pineau, Negro Miel me regaló sus conocimientos, y así Pineau me compró, salvándome porque yo era el libro escrito de Negro Miel. Descubriría con el tiempo que había otra lealtad entre él y Negro Miel y que aunque tal vez le interesara la sabiduría africana no iba jamás a echar mano de ella, que me había adquirido por un motivo distinto al que él me confesara.
No era Pineau el único que sabía de mi nexo con Negro Miel. En cuanto me recuperé de la enfermedad, que no era más que tristeza y debilidad, pero que me hubiera matado de no aparecer Pineau en mi vida, un mensajero llegó con un escrito para Pineau. En cuanto terminó de leerlo, me dijo: Vamos, y carga con todos tus remedios y partimos hacia Jamaica, isla que yo no conocía.
La ruta a Jamaica me pareció entonces de una excepcional belleza, porque era la primera vez que yo veía la salida de Tortuga, la playa de Basse Terre donde Cayona está asentada, la bahía que forma la barrera de coral, de aproximadamente doscientos metros, el canal que se abre entre los corales sumergidos por el que hay que entrar y salir con cautela y pericia, el color del mar que, conforme dejábamos los corales que rodean Tortuga, se iba volviendo prodigiosamente traslúcido, como lo es, según lo supe después, en gran parte del mar Caribe. A la distancia, se subrayaba la peculiar geografía de Tortuga, montañosa y llena de peñascos, de vegetación exuberante y terreno pedregoso y abrupto, de grandes acantilados, de cuarenta kilómetros de largo y de ocho en su parte más ancha, pequeña en comparación con las enormes islas que la rodean. Dimos la vuelta a Tortuga y a Santo Domingo (sólo siete kilómetros las dividen), la Tierra Grande que había sido abundante en ganado cimarrón, reproducido con largueza debido al clima, multiplicando con mucho el pie de ganado traído por los primeros colonos, cimarrones que habían hecho —según me iba explicando ese día Pineau— la abundante caza de los bucaneros, y que, para deshacerse de éstos, los españoles la habían tratado de exterminar y casi lo habían conseguido, dejando tan pocos ejemplares que habían lanzado a los bucaneros al mar por comida. Los españoles, matando animales, se habían ganado sus peores enemigos.
—¿Y no queda ningún ganado?
—Algo hay, suficiente para que aquí y allá una partida de astutos bucaneros sobreviva, pero a los colonos no les es fácil cazar cuando se ven obligados por los ataques a refugiarse en el bosque.
—Como los jabalíes en Tortuga.
—Exactamente.
—Pineau, yo ayudé a envenenar perros.
—¿Sí? Espera que volvamos a Tortuga para ver algo que te hará entender mejor lo de los perros.
Y cambiamos la plática, sin regresar más a lo de los perros. De regreso a Tortuga, cumplió con lo que me dijo. Caminando hacia el norte, me llevó a un pozo enorme, como de treinta metros de profundidad por cincuenta de diámetro, llamado por algunos Grutas de la Llanura. Descendimos desenrollando cuerdas y ayudándonos con las raíces y las ramas de los árboles que brotan de las paredes. Llegamos al fondo, el pozo se ensanchaba formando una galería de altos techos cubiertos de estalactitas. Ahí estaba lo que Pineau venía a enseñarme: algunos aún con sus largos cabellos y restos de ropas (enaguas las mujeres, los hombres sólo cintas bordadas), reposaban decenas de esqueletos de indios caribes, sin huella alguna de carne, indios que, según me explicó Pineau, huyendo se escondían en las grutas y que preferían permanecer ahí y morir de hambre y sed, que salir y morir emperrados. Cuando los colonos vieron exterminada toda la población aborigen, soltaron libres a los perros que habían hecho traer de Europa, por salir de la carga de alimentarlos, y éstos se reprodujeron con tal intensidad que llegaron a casi eliminar los jabalíes de los bosques de Tortuga, de modo que el gobernador hizo traer veneno de Francia y, como yo bien sabía, si con mis manos lo había hecho, abriendo algunos caballos en canal, los envenenó para que los perros se envenenaran con ellos. Murieron por cientos con tal estratagema, pero no se consiguió erradicarlos, como era la intención de D’Ogeron, y seguían siendo merma de la caza natural de Tortuga.
Cuando llegamos a Jamaica, el mensajero nos hizo caminar apresurados por las calles de Port Royal. Yo no conocía ciudad más rica ni más vistosamente engalanada, de coloridas casas de piedra y madera, con flores adornando aquí y allá, fuentes y jardines y rotondas, tan diferente a las calles lodosas y los edificios grises de mi ciudad natal y a las parcas, severas y tristes de Tortuga. Parecía hecha para la fiesta, Port Royal, y las mujeres cruzaban, riendo descaradamente, las adoquinadas calles, muy adornadas con finas telas, sombreros, medias que coquetamente dejaban ver sus cortos vestidos… Para un joven como yo, traído de la pobreza a la esclavitud, Jamaica parecía Jauja y hadas de alegría y bien sus hermosas mujeres. Así que el mensajero tiraba para que nos apresurásemos y mi cabeza jalaba para que nos quedásemos, porque los ojos se me iban entre tanto color, tantos escotes, tantas flores y fachadas de vivos colores y tobillos desnudos o cubiertos por delgadas medias…
Por fin llegamos a nuestro destino. Era, tal vez, la casa más imponente de todo Port Royal, alta como una iglesia, rodeada de un hermoso y esmeradamente cuidado jardín, habitado por flores, pavorreales, faisanes y patos, con estanques en los que nadaban cisnes pequeños, de cabeza y cuellos negros y una raya blanca sobre los ojos. ¿Qué era este palacio al que habíamos sido traídos? No tomamos la entrada principal, sino que bordeamos la casa hacia su costado izquierdo, desde donde se veía el foso profundo en que languidecía inmóvil, bajo el rayo de sol, un animal enorme, aplastado como serpiente, pero con fauces como de lobo, al que, según me dijeron, había que llamar caimán, y éste, en particular, el caimán del templete, porque parecía puesto ahí para proteger al que adornara este lado del jardín con sus también vivos colores, asombrosos en el templete de reminiscencias romanas.
Entramos por la puerta del costado izquierdo a una sala (no sabía yo que ésta era “una pequeña salita” de La Casa) ricamente amueblada, con cortinas y tapetes finos, un candil al centro, la mesa laqueada… No alcancé a revisarlo todo cuando la Señora entró. ¡Cómo lamento, aún, haber perdido el tiempo de mi trayecto y mi llegada sin preguntar para qué había sido requerido! Siempre es así mi carácter: presto atención a lo que no debiera, me entretengo observando los detalles y dejo escapar inadvertido lo más importante; mirando las pequeñas cosas, desarticulo el todo que conforman…
La Señora pidió hablar a solas conmigo, y el mensajero y Pineau salieron de la sala.
—Nos ocurrió otra vez, de nuevo a la luna llena, al mismo tiempo todas, y he tenido que —me dijo y aquí rompió a llorar— cerrar La Casa porque ninguna puede trabajar. Además, todo se nos va en llorar y pelearnos, porque ahora no hay quien no se ponga susceptible con la llegada del Tío Rojo, y ahora no hay Negro Miel que nos ayude… ¡Imagínese! Si ya nos pasó este mes, nos pasará el siguiente y el siguiente y el siguiente… ¡Y si llegan —no paraba de llorar, estaba realmente acongojada—, y si llegan con gran ganancia uno de esos días los perderemos a todos! ¡Es nuestra ruina! ¡Haz lo que Negro Miel, te lo suplico! Dicen que a ti te lo enseñó todo… Cámbianos el día, como él hizo, para que a unas las visite en una fecha y a otras en otra, y así!… ¡Esa maldita luna llena…! Quítanos a todas ese ritmo, porque si cae en luna llena, como bien lo sabía Negro Miel, nos trae dolores, inflamaciones, y nos revienta los nervios. ¡Esto no puede ser! La servidumbre no se da abasto lavando lienzos. El agua del estanque de atrás parece un río de sangre, ven…
Me tomó de la mano y salimos de la sala hacia el patio interior. Yo no salía de mi desconcierto. No sabía de qué me estaba hablando, no entendía nada, y ella no me daba tiempo de pensar porque hablaba de otra cosa, contándome cómo había sido su vida cuando fue amante del pintor francés. ¿Cuál río de sangre?, me pregunté cuando lo vi ante mis propios ojos, las esclavas negras tallando en las piedras de lavar grandes lienzos cubiertos de sangre que despedían un olor que yo ya conocía, sin recordar bien de dónde, allá atrás, cuando era niño… Ella no me soltaba de la mano ni dejaba de hablar: si no traes suficiente medicamento, regresa antes de que pasen las semanas, por favor, así te cobras también tus servicios con la que escojas de nosotros, si quieres conmigo, o con la que prefieras, y puedes venir siempre que quieras, como vino siempre Negro Miel… siempre, hasta antes de conocerte, porque entonces ya no nos tuvo fe… No resistí, o mi torpeza no resistió la necesidad de mostrarse, porque bien pude haber cerrado la boca y aunque la visión de tal río de sangre me clavaba los pies al piso, porque yo aún no tenía tratos con la sangre, tirado por la mano de ella pude haberme dejado guiar sin abrir la boca, pero dije:
—¡Quién les hizo eso! ¡Dónde están las heridas!
—¿Las heridas de qué?
—¡Las de la sangre!
La Señora me llevaba suavemente de regreso al interior de La Casa, aturdida también, y sin intentar calmar mis aspavientos me hizo subir las escaleras. No sé en qué momento me quedé en silencio. Mi voz las había convocado a todas. Estábamos en una alcoba inmensa y ellas me rodeaban, pasando de una a la otra en murmullos la frase que me definía, es el de Negro Miel, la mayoría en prendas interiores y con los cabellos sueltos, como si fuera medianoche aunque fuera mediodía, hasta que, cuando reinicié mis preguntas estúpidas (“¿quién es la herida?” o “¿dónde están las heridas?” o “¿para qué me llamaron a mí? Traigamos a un hombre armado que las vengue”), la Señora con quien había subido las escaleras gritó ¡Éste no sabe nada!”, entre enfurecida e histérica, y algunas estallaron en risas, otras a llorar, otras dieron media vuelta, y una chiquita, tan joven como yo, de profundas ojeras, me acercó su cara para preguntarme:
—¿De veras no sabes?
—¿Qué he de saber?
—Lo del Tío Rojo. ¿No te lo enseñó a domar Negro Miel?
Dije que no con un gesto de la cabeza, y las que restaban en la alcoba empezaron a hablar entre sí:
—¿Se lo habrá enseñado con otro nombre?
—Pregúntale.
—Oye, tú, ¿cómo le llamas a lo que nos visita todos los meses a las mujeres?
Yo no entendía nada, y no sabía qué hacer, entre avergonzado y humillado, al borde de las lágrimas. Entonces entró Isabel, perfectamente arreglada y vestida como para una fiesta, rubia y enorme, y preguntó:
—¿Es él? —como si hubiera otro hombre en la habitación con el que pudiera confundirme. Se me acercó, y sin sentarse ni aproximarse a mí, como si yo le produjera ascos, sin mirarme a los ojos, me explicó, presentándose—: Yo soy la mujer con la que solía dormir Negro Miel, si no le daba la gana acostarse con otra. Lo que necesitamos es que nos traigas el remedio de la yerba suelta. ¿Lo conoces?
Asentí con la cabeza. Me había quedado mudo.
—¿Lo sabes preparar?
Volví a asentir.
—Vete a tu isla, encuentra la yerba, prepárala, y vuelve para dárnosla, escalonada, como hacía él para quitarnos la visita simultánea. Y de paso busca alguien que te quite lo pendejo.
Dio la media vuelta para irse. Antes de salir de la alcoba, giró la cabeza, y con un guiño coqueto agregó, bajando el tono imperativo de sus frases:
—Si allá no hay quien te lo quite, no te preocupes. A tu regreso nosotras te explicamos todo.
Regresé, por supuesto, apenas tuve listo el remedio. Isabel se encargó de explicarme qué corresponde a un cuerpo de mujer. No diré que haya sido para mi agrado. Yo tenía que hacer lo que hasta entonces sólo me habían hecho a mí, lo supe cuando Isabel pasaba apresurada en mi ropa sus manos y acomodaba las mías, atolondradas, en su espalda y en sus dos pechos, provocando en mí un estremecimiento radicalmente distinto al que un día provocó otra teta en mi palma, y tan radicalmente distinto que en una zona oscura se igualara. Sobrevino la erección, lo que sólo me había ocurrido a solas, y sin que yo lo deseara me vi adentro de su cuerpo. Agité mis caderas como las agitara contra mí Negro Miel y no pude evitar pensar en él y romper a llorar al tiempo que confusamente mi verga rompiera en agua adentro de Isabel. No, no fue grato. Sentí que mi llanto se sumaba al río colorado que había nacido en los lienzos, y pensé en el clérigo que me enseñara a leer y que por primera vez usó mi cuerpo y recordé el dolor… Todo en el mismo instante, cuando aún estaba yo adentro de Isabel, vaciándome, y en el mismo instante, también, pensé que la aversión por la mujer no incluía a Ella, sí, pensé en Ella otra vez… Pensé que su cuerpo jamás exudaba el rojo maloliente, pensé que ya no lo usaba nadie, pensé que lo habían usado muchos, pensé que Ella y yo juntos haríamos otra la ceremonia de la carne y empecé en el mismo instante a fabricar el culto erótico por Ella, un nuevo oculto ritual que sólo con Ella podría compartir y que, como se hizo, se desbarató sin que yo me diera cuenta.
Supe administrar la yerba cada que fue necesario, porque la convivencia y la luna las inclinaban a menstruar los mismos días, y, después de errar las primeras veces, encontré qué darles para evitar los cólicos y las hemorragias dolorosas, así como las inflamaciones, aunque nunca fui, como un día lo fue Negro Miel, conformación de La Casa, porque no fui cirujano en tierra sino que practiqué mis conocimientos en las expediciones filibusteras, aunque, como Negro Miel, regué en ella, cuando no en un hombre, parte de mi escasa simiente (a decir verdad, pocas veces bastaron para vaciármela), y aprendí a provocar (Isabel recordaba también el nombre del remedio) la aparición del Tío Rojo en aquellas que temían se les hubiera retrasado por amenaza de embarazo, y desde que yo me hice cargo hasta que Port Royal, como una nueva Sodoma, fue barrida de la faz de la tierra por una gigantesca ola —deseando limpiar de vicios y fiesta perpetua la costa de un mar traslúcido, limpio, radiante—, no hubo un solo vástago engendrado en La Casa.
CUATRO
Puede que la curiosidad haya ardido algún día en Pineau. Lo que yo veía ahora era que Pineau no tenía la prisa que provoca el ardor de la curiosidad viva; con calma, Pineau iba sacando de mí información lentamente, preguntando las más de las veces mucho más de lo que yo podía contestarle acerca de las artes de Negro Miel y a veces no queriendo saber nada de lo que yo sí conocía. El libro que decía haber encontrado en mí tenía pocas páginas escritas, y las más de las veces incompletas o borrosas. Lo que yo sentía es que yo era más bien la sombra de lo que un día supo Negro Miel, y no se podían leer en mí sus rasgos, pero tal vez lo que él quería hacerme sentir es que la sabiduría de Negro Miel tenía mucho de ilegible a sus ojos, y que era en sí manca o incompleta. Lo que es muy cierto es que por cada información que obtenía Pineau de mí, él me retribuía con cientos. Puso en mis manos el tratado Brive collection de l’administration anatomique de d’Ambroise Paré y cuando ante mis propios ojos practicaba las curaciones, yo tenía que acercarle, con las mismas manos con que sostenía el tratado de Paré, las vendas que había preparado, las tijeras y los cuchillos que había afilado, y los cinceles, el bisturí, y limpiaba de sangre la mesa en que operaba al enfermo. Me explicó que Paré había abolido la costumbre de tratar con aceite hirviendo las heridas por arma de fuego, y que había sido el primero en practicar la sustitución del hierro candente por la ligadura arterial en las amputaciones, pero no me dejó aplicar sobre su mesa de cirujano ninguno de los remedios de Negro Miel, ni el que conocía para bajar el flujo de una hemorragia en una herida, desaparecer el dolor, dormir una persona, bajarle la ira, subir el ritmo de su corazón… ¿Por qué no me lo permitía? ¿Para qué —yo me preguntaba— quería entonces los conocimientos de Negro Miel, si no era para usarlos? Se lo pregunté y no me lo contestó, él, que tanto hablaba y que tanto parecía ansioso por enseñarme, como si hubiera querido al heredero de los conocimientos de Negro Miel para que los olvidase, ahogadas mis facultades en aprender los rudimentos del que asiste a un cirujano y en hacer sus rutinas, cuidar de la cocina, de la pequeña hortaliza que teníamos atrás de la cabaña, limpiar su ropa de las manchas de sangre (soy un cirujano y no un bucanero) y, lo más atractivo para mí, acompañarlo en sus expediciones por la isla, para las cuales tenía tiempo cuando no era el regreso de alguna expedición filibustera, porque regresaban o malheridos o malcurados de las batallas, maltratados por los barberos improvisados que traían a bordo. Con gran desagrado, vi por primera vez cómo abría el cirujano la piel y los músculos, rastreando los órganos en busca de una bala. ¡Más fácilmente se hizo a la sangre cualquier filibustero, empujado por la excitación de la lucha, peleando para defender su propio cuero, que yo, entre las palabras de Pineau, endurecidas mientras golpeaba contra un hueso o mientras jaloneaba con la dureza de algún músculo que se le resistiera (la cirugía hace al hombre su propio amo o un cirujano debe defender la libertad del hombre o su libertad de culto y pensamiento)! ¡Sus cálidas, hermosas palabras, se veían endurecidas, desde mi estupor, cuando las bañaban los lamentos del enfermo o el chisguete de sangre o la pierna que por fin yacía cortada junto al torso maloliente del paciente que parecía deshacerse en la sangre que brotaba! La cirugía es el arte que el hombre practica sobre el cuerpo de sus hermanos para hacerles el mal más soportable; la cirugía hace humilde a quien la practica (squish, squash, squish, oía yo al cuchillo entrando en el músculo, squish, de pronto ya no se le resistía) porque el hombre libra en ella (metía entonces Pineau entre la carne rota la mano) la batalla imposible contra la muerte, y ésa es batalla que ennoblece (removía la mano adentro, jaloneando) porque el enemigo vence siempre, tarde o temprano, pero siempre; nuestra vida está hecha de la muerte de otros, en la materia muerta la vida insensible permanece y reunida a los estómagos de los seres vivientes resume la vida, la sensual y la intelectual; la medicina es la restauración de los elementos discordantes; la enfermedad es la discordia de los elementos infundida en el cuerpo viviente; los poderes son cuatro: memoria e intelecto, apetito y concupiscencia. Los dos primeros pertenecen a la razón, los otros a los sentidos. El mayor bien es la sabiduría, el mal superior el sufrimiento corporal. Lo mejor del alma es la sabiduría, lo peor del cuerpo es el dolor. Cuando practicaba como cirujano, se le agudizaba la inteligencia y pensaba con gran claridad, escalando a alturas que yo no comprendía: ¿no me hablaba del espíritu y de los mayores ideales batiéndose en la oscuridad que encierra la carne, embarrándose en la ciénaga de las bajezas del cuerpo? Las distracciones que rodean voraces a nuestra inteligencia cuando asoma eran aquí atraídas por el aroma abyecto de la carne abierta a cuchillo, de modo que entonces la inteligencia de Pineau asomaba soberbia, sin que nadie pretendiera detenerla, libre mientras sus manos jaloneaban con tendones, tratando de controlar arterias, sosteniendo, palpando, un riñón contrahecho por el estallido de la pólvora… ¡Sus palabras eran duras, como muros, como escaleras, duras de tan ciertas!
Cuando veíamos, en cambio, los sorprendentes atardeceres de Tortuga, las palabras de Pineau caían al piso, sin luces, como si apenas apuntaran, sin ímpetu, sólo señalando, haciendo trazos burdos, con pasos inseguros, mofletudos:
—Nunca tuvo Francia un cielo como éste.
(Yo, ¿qué podía decirle? No tenía discurso para contestarle. Decidía remedarlo, para intentar seguir el ritmo de la plática).
—No, Pineau, nunca.
—Nunca tuvo Francia un mar como éste.
—No, nunca.
—Aquí la tierra parece recién creada.
—Sí, recién hecha.
—Parece haber sido creada después.
—Sí, aquí la tierra fue creada después.
—Pero, ¡cómo te atreves, Smeeks, a decir eso! El séptimo día Dios descansó, y no dicen las Sagradas Escrituras que haya vuelto a la labor de hacer tierras… ¿De dónde lo sacaste?
—Yo repetí lo que usted dijo, Pineau.
—¿Qué dices? ¿Cómo iba yo a decir eso?… ¡Mira! ¡Un ave extraña!…
Era igual a todas las garzas que abundan en la costa de Tortuga, con un pescado colgando de su largo pico. Pineau sólo quería distraerme con su comentario para poder empezar otra vez con su No tuvo nunca Francia…
Tal vez la fascinación que él sentía por esas tierras era lo que lo llevaba a pasear de un lado al otro de Tortuga, de una a otra de las partes accesibles de Tortuga. No eran exploraciones, Pineau andaba adonde ya había andado otra y otra vez, y encontraba novedad en las formas de los animales y de las plantas, en la calidad de la tierra, en los insectos que atrapara para observar no sin mi miedo y mi repulsión. Atrapaba mariposas, arañas —algunas tan grandes como la palma de mi mano—, moscas de mil maneras… Después las observaba, tantas horas como si ellos fueran a descifrarle los misterios de la bóveda celeste, como si cantaran la música de los astros, como si hablaran con palabras que Smeeks no oía, hasta ese momento sordo para las formas de vida de esas tierras.
Por Negro Miel y Pineau yo me hacía errónea idea de los habitantes de Tortuga. Mi cruel amo anterior me parecía la excepción. Aún no sabía yo que en Tortuga no había precepto, que cada hombre parecía fabricado con un molde único y que la crueldad era la llaneza en un mundo flotando en sangre, porque pronto supe que era la sangre, y no el agua, quien mantenía en medio del mar a flote a Tortuga.
CINCO
No era necesaria la daga para liberarme del servicio a Pineau. Hacía semanas me había ofrecido la franqueza a cambio de cien pesos, pagaderos cuando yo pudiera dárselos, sin exigirlos en fecha precisa y yo esperaba el momento de enrolarme en la siguiente expedición filibustera a la cual ya se le había avisado que contarían con un alumno de Pineau como cirujano a bordo, para beneplácito de L’Olonnais y enojo de Pineau que me pedía esperara otra partida, porque a pesar de ser incondicional de los Hermanos de la Costa (y más, según me enteraría yo después), no quería verme el corazón tinto con la sangre que a borbotones surtía en cualquier expedición comandada por Nau, L’Olonnais, a quien ya presenté al empezar el libro, hombre de quien Pineau creía habían dejado enfermo los golpes propinados en la cabeza por su amo bucanero, porque tanta sed de sangre no puede ser sino rara enfermedad, como la que Don Hernando Cortés confesara padecer a Montezuma, creyendo mentir cuando decía sabia verdad, que su enfermedad se aliviaba con el oro, como la de Nau se alivia momentáneamente con la sangre, sólo para pedírsela de inmediato en mayor cantidad. Pineau no tenía de su propiedad negro alguno o matate o blanco, y para auxiliarse en su trabajo de cirujano y en la comida diaria solía contar con algún joven matelot, así que su ofrecimiento de franqueza fue un motivo más para crecer mi agradecimiento por él, porque me había hecho su brazo derecho, y si él se soltaba de mí con tan generoso desprendimiento era porque en él vivía un alma buena. Lo que no me cabía en la cabeza, al ver su cuerpo tendido en el piso de la cabaña, era que alguien hubiera deseado su muerte. ¿Quién podía desearle el mal a un hombre como él, que no intentaba imponer nada a nadie, que no ambicionaba lo de otro, que no tenía más riquezas que sus anhelos de libertad de culto y de pensamiento?
Aunque debí hacerme preguntas antes de verlo inmóvil con la daga enterrada en las carnes y de verme a mí, de rodillas, tratando de curar, coser, suturar las heridas, de contener la incontenible hemorragia, llorándoles a los dioses de Negro Miel y suplicando al Todopoderoso que no dejara morir al gran Pineau. Debí preguntarme qué hacía un hombre como él en las Antillas, territorio donde vencía el más fuerte, engañaba el más mentiroso, triunfaba el más astuto, pero no donde la nobleza y la inteligencia tuvieran el espacio y el tiempo que necesitan para dejar caer su gota indeleble, visible como gota de aceite y como ésta calmada, transparente e inútil. Debí preguntármelo y no contestarlo a la ligera porque en tal caso me hubiera dicho “se alejó de Europa buscando vivir donde hubiera libertad de pensamiento. Él vive en Tortuga para que nadie le impida ser hugonote, puesto que aquí no hay más ley que la fuerza”. Sin lugar a dudas había escogido Tortuga porque quien había creado el fuerte de la isla, quien la había hecho inexpugnable centro para el contrabando y refugio perfecto para los filibusteros, el ingeniero que había ideado ese orden en la isla, había brincado a ella de Santo Domingo acorralado, expulsado de Tierra Grande por ser un hugonote. De Le Vasseur, Pineau me habló mucho, no sólo acerca de cómo y con qué ingenio levantó el fuerte de Tortuga, convirtiendo a la isla en un punto clave en el comercio de las Antillas, y en el de las Indias Occidentales con Europa. Pineau me relató de él mil y un anécdotas. Las más retrataban a Le Vasseur como un buen hombre, otras como un tirano inclemente. De las primeras recuerdo la anécdota de la virgen de plata, raptada por los piratas a un buque español, la prenda más preciada entre su cargamento. El teniente gobernador de Santo Domingo, De Poincy, quien había echado al hugonote a Tortuga, sin imaginar que él fuera a robustecerse en su aislamiento y sin leer en Tortuga la gloria que le descubrió Le Vasseur, manda pedir a éste la virgen. Le Vasseur envía de regreso una réplica tallada en madera, con un mensaje escrito que hiciera leyenda: Presto a ejecutar su orden, recordé que los católicos, por ser tan espirituales, no aman la materia, mientras que nosotros, hugonotes, como usted bien sabe, preferimos el metal, motivo por el cual mandamos a hacer para su merced la réplica de madera y guardamos para nosotros la de fina plata.
Le Vasseur había mandado en Tortuga más como un rey que como un gobernador. Durante los doce años en que lo fue, persiguió con rigor inflexible las más leves faltas de los habitantes de Tortuga. Inventó una máquina de tortura terrorífica, El Infierno, por la que hacían pasar a quienes cumplían prisión en El Purgatorio, prisión del fuerte de Tortuga. Quien cruzaba El Infierno quedaba marcado para siempre.
Este tirano calvinista hizo de la isla plaza de armas, escogiendo el mejor y más ventajoso lugar para emplazar un fuerte a poca distancia del mar, una plataforma rocosa, alrededor de la cual construyó una serie de terrazas regulares, capaces de alojar hasta cuatrocientos hombres. En medio de esta plataforma, se erguía la roca treinta pies, en montículo escarpado por todas partes, formación que era muy habitual en la isla. En este montículo, construyó peldaños sólo hasta su mitad, y para subir más usaba una escalera de hierro que retiraba a su conveniencia, de modo que aislaba a voluntad su habitación y los almacenes de pólvora. De la base de las rocas, brotaba un chorro de agua, grueso como el brazo de un hombre, e inagotable. No solamente puso empeño en la fortificación. También se encargó de la industria (azúcar, destilación), de la agricultura y de la buena administración y regimiento de su territorio, aguardando prudente y tranquilamente en Tortuga al producto de la piratería para comerciar, y jamás incursionando en Tierra Grande, como haría De Fontey, sucesor suyo, fieramente atacado por los españoles.
Le Vasseur murió asesinado por dos ahijados y protegidos suyos a quienes tenía declarados sucesores de su fortuna por el cariño que les profesara: Tibaul, que mantenía a una bella prostituta (continuo motivo de pleito con Le Vasseur) y Martin. Una mañana, cuando bajaba Le Vasseur a sus almacenes, lo recibieron sus dos protegidos con ocho hombres más para atacarlo, primero con disparos de mosquetón que erraron el blanco por confundirlo con su imagen en el espejo que él había hecho traer (para que fuera de vidrio y fiel) directamente de Murano, en un capricho que nadie le comprendió, pero que lo salvó por un momento de la muerte. Al oír las balas, Le Vasseur corrió hacia el negro que portaba su espada para protegerse, escapando del espejo y haciéndose blanco real, lo interceptó Tibaul y lo mató a puñaladas. Antes de morir, reconoció a su amado asesino y, sorprendido, repitió la frase de César a Bruto: ¿Eres tú, Tibaul, quien me matas?, y Tibaul, como si tal frase lo desarmara, depuso el gobierno en De Fonty, enemigo de Le Vasseur, su protector y víctima, abandonó a la prostituta dejándole cuanto ahora era suyo por herencia de Le Vasseur, y pasó el resto de su corta vida en un infierno comparable al Infierno, hasta que se echó una soga al cuello para acabar sus días.
Pineau no tuvo aire para decir una última palabra. Aquella noche no estábamos solos. Un aprendiz de cirujano, llegado ahí para relevarme en los servicios, se hospedaba con nosotros, y un filibustero a quien se le había podrido la herida en la rodilla, tal vez por una esquirla aún alojada en lo hondo; y que a la mañana siguiente exploraríamos con cirugía para saberlo. Había llegado casi de noche en los hombros de su compañero, envuelto en el fétido olor de la herida en mal estado, buscando auxilio y temiendo perder la pierna por la que ni siquiera recibiría pago porque el botín ya había sido liquidado.
Pineau y yo teníamos la costumbre de conversar hasta muy entrada la noche. Nos dormíamos temprano cuando íbamos a madrugar para emprender alguna de nuestras interminables caminatas.
Por las tardes leía y estudiaba los tratados de Paré mientras Pineau iba a las reuniones de la Cofradía, en las mañanas auxiliaba en alguna operación a Pineau y una que otra vez él me permitía meter mano mientras observaba y me hacía comentarios, o si no explorábamos todo el día o días seguidos, donde escuchando a Pineau aprendía yo a observar, a amar la naturaleza y a comprender la apariencia y la historia de Tortuga, que él conocía tan bien y de la que me hablara tanto.
Conversábamos a oscuras, siempre, y alguna que otra noche él me asía de las caderas para, arremedando a Negro Miel con Smeeks o a Smeeks con Isabel, usar a Smeeks. Un par de veces lo llevé con Isabel, cuando era el momento de administrarles algún remedio y no me sentía de humor para demandar mi pago, con objeto de que él se lo cobrase, pero parecía tan poco interesado como yo entonces en las mujeres, o tal vez sólo lo imagino, porque la verdad es que nunca hablamos directamente de las prácticas sexuales con ellas.
De las mujeres sí. Él era el más ardoroso defensor de su prohibición en Tortuga. Creía que la Hermandad de la Costa se vendría abajo si entraban las mujeres a la isla, que nacerían rivalidades, que sería imposible seguir prohibiendo la propiedad porque todos querrían a su mujer para sí como un bien intransferible y ellas a su vez sus cosas y sus tierras porque las mujeres no saben pensar en ningún bien moral, que ellas se encargarían de propagar la envidia, que ellas, ansiando vida cotidiana más complicada, infestarían la isla de esclavos inútiles, servidumbre de pacotilla que no traería más que problemas, y muchos más argumentos que no tiene sentido anotar por no venir al caso, excepto el de que si las mujeres servían para limpiar a los hombres de su simiente, igual podía servir, y mejor, el cuerpo de otro hombre, y el que no lo creyera, que lo practicara, que ningún mal hacía. Por otra parte, jóvenes no faltarían jamás en Tortuga, Europa se encargaría de parirlos allá y suministrárselos, y la isla no tendría que hacerse cargo de los niños.
No estábamos solos aquella noche, y no guardábamos silencio. Algo nos hacía reír… no recuerdo qué. Se borró la alegría de esa noche en mi memoria, como si las risas y carcajadas, que seguramente irritaban al filibustero fétido (aunque ya le había hecho yo una cura para adormecerle la herida, a espaldas de Pineau, y tenía la pierna más que dormida), no pudieran caber en la noche de su artero asesinato.
De pronto, un tropel humano irrumpió en la oscura habitación sin proferir palabra alguna. No eran dos o tres, calculo que debieron ser doce, quince… los que cupieran en desorden en la habitación. Cayeron apresurados sobre nosotros, sin que nos dieran tiempo de tomar nuestras armas para defendernos. Sin comprender qué ocurría, yo jaloneaba y gritaba a su silencio “suéltenme, qué hacen” o no sé qué demonios les gritaba.
Oí el pequeño grito sordo y corto de Pineau, y dejé de jalonear: supe, sentí, que habían venido a matarlo. Ellos, quién sabe quiénes.
Envenenamos a Negro Miel, como lo juramos. Ahora te picoteamos a ti, puerco… ¡somos vacas, vacas, vacas! y salieron gritando sus vacas, al tiempo que yo brincaba al cuerpo sangrante de Pineau y suplicaba a los dioses que le regresaran la vida, envuelto en lágrimas, tanteando un cuerpo cosido a puñaladas, un corazón que ya no caminaba más y deseando el aliento que ya no exhalaba su cuerpo inmóvil.
(NÚMERO APARTE
No fue bautizado como Negro Miel sino como Negro Piedra. Atado a la noria por una larga tira blanca de tela enrollada al cuello, da vueltas noche y día. Esto desdice la veracidad de la historia, según la voy contando. Él, además, no es recio y corpulento, de macizo cuerpo bien armado; el movimiento le ha desproporcionado la figura, los hombros son exageradamente anchos, las caderas delgadas, las piernas grotescamente musculosas y el cuello, tal vez por el efecto que produce la tira blanca y larga, excesivamente largo y delgado, rematado en una cabeza redonda y pequeña.
Da vueltas a la noria; su mirada no tiene brillo; la cinta luce extrañamente blanca, como si estuviera limpísima, pero no es limpia ni está tan blanca, lo negro de la piel lo subraya.
Cuando necesitan de él, sueltan la cinta blanca soltándole las manos y haciéndolo girar sobre su propio cuerpo, no para desatarlo, sino para separarlo de la noria. No lleva ningún tipo de banda al pecho y nunca habló conmigo. Su poder está en sus palabras; tira al piso de tierra caracoles interpretando el presente y augurando futuros que siempre se cumplen.
Esta verdad destruye la veracidad de mi historia, de la que yo he ido contando. Pero no debemos fiarnos de esta apariencia, porque ambas son la misma, sólo que, en lugar de avanzar por su eje horizontal, la he cruzado de pronto hacia arriba, vertical, y he hallado esto. Créanlo. También es cierto que Negro Piedra gira en la noria. Cuando lo descubrieron con dotes los suyos y los franceses, lo ataron a la noria para que no se les escapase, y ahí pasa Negro Piedra la vida, atado como mula para que la fiera que es él no huya.
Vertical, y no horizontal, como si la Señora en el prostíbulo La Casa no recorriera su cuarto de manera natural, horizontalmente, sino que encontrara cómo recorrerlo hacia arriba. Vería, en lugar del aspecto de elegancia y suntuosidad habitual, abandono y descuido: sobre el marco del que penden los cortinones, palomillas y moscas muertas, polvo, abandono y tristeza es lo que se ve desde allá arriba… Si ella describiera el cuarto así, sería otra la habitación que escribiera…
¿Y por qué he de compartir con el lector la mugre que he de limpiar a solas, que se ha de tirar porque, aunque pertenezca a la habitación, no es de la habitación? Porque, sin tu cercanía, lector, sin la cálida compañía de tu cuerpo, yo no hubiera podido cruzar hacia arriba, en sentido vertical, la historia, porque cuando tu cuerpo se acerca a mí, yo me abandono, me dejo ir, y en ese dejarme ir me sostengo para recorrer la historia en una dirección distinta, en dirección vertical… Así es cuando se acercan los cuerpos. La carne revela lo que ni los ojos ni la inteligencia pueden ver… A pesar de tu erotismo, firme y vigoroso, en el que me he dejado caer, como en el regazo de una hembra, meneándome hacia un lado y el otro como yo siento que tú me lo has pedido, sé que la veracidad está a punto de desbarrancarse, sé que puedo caer, deshacerme, irme al cuerno, y conmigo todo cuanto he descrito aquí, que juro, lector, es verdad tanto como tú lo eres o como lo soy cuando detengo con la mano la pluma para poner una vez más en tinta esta historia verídica que no debemos permitir que se destruya, se convierta en su propio fin. Por esto, me prometo a lo largo de este libro no caminar en otros ojos de la historia, aplicarme al horizontal para que ustedes me crean, para que confíen, sepan que es veraz, veraz… Porque esta historia es lo único que yo tengo para creerme cierto.)
*
Fin de la primera parte, que trató del viaje de Smeeks hacia Tortuga, de su llegada a la isla y de cómo y con quiénes aprendió el oficio de médico y cirujano.
Segunda parte
que se desea más ágil, menos amodorrada, en la que el autor y personaje tratará de salir de su natural distracción, aturdimiento y melancolía:
El cirujano entre los piratas
UNO
Roc el brasiliano corre por las calles de Port Royal absolutamente ebrio y armado hasta los dientes, disparando e hiriendo aquí y allá, y blandiendo su espada sin que nadie ose oponerse, ni en ofensiva, ni en defensiva. ¿Por qué?, ¿se han vuelto locos todos?, me pregunto en La Casa, esperando a Isabel para hablar con ella porque necesito hablar con ella, si puedo hablar con ella… Port Royal entero está de fiestas. Roc ha regresado de tomar un navío que venía de Nueva España para Maracaibo cargado con diversas mercaderías y un número muy considerable de reales de a ocho que llevaba para comprar cacao, todo lo cual disipan en Jamaica. Algunos de ellos gastan en una noche dos o tres mil pesos, con los que podrían vivir como señores durante años, y por la mañana no hallan camisa que sea buena. Mientras espero a Isabel, veo a uno de ellos prometer a una meretriz quinientos reales de a ocho por verla una sola vez desnuda. La meretriz me lleva de la mano a la habitación mientras él nos sigue, tropezando, absolutamente ebrio y sin darse cuenta de que yo voy con ellos. Me deja en un sillón al lado de su cama, encima de la cual, de pie y sin dejar de reírse, se suelta el largo cabello y se quita lentamente la ropa, sin dejar de mirarme a los ojos. Yo sí le retiro la mirada para clavarle los ojos en su hermoso cuerpo. En sus pechos, en su vientre, en las nalgas cuando gira para que la veamos toda a petición del cliente ebrio. Algo veo en ella que la hace parecerse a Ella, algo extraño, porque ella está desnuda en su cuerpo de mujer y Ella estaba siempre vestida en su falsa ropa de hombre. En cuanto caigo en la cuenta de esta rara semejanza, me sucede una violenta erección que no disminuye mientras veo cómo el filibustero, ebrio, la posee vestido, con el miembro afuera de los pantaloncillos, atrozmente imbécil y horrendo, con una torpe rapidez que no explica por qué acaba exhausto sobre la cama y cae de inmediato dormido. Hace ruido al respirar, casi un ronquido, un sonido silbante y rítmico. La prostituta, aún desnuda, se acerca a mí y me quita la ropa, toda. Ahí, en el sillón, nos acariciamos con lentitud y la poseo sin rastro de desagrado, ni de mi parte (por primera vez), ni de la suya. Imagino que ella es Ella y se lo digo y ella no entiende de qué hablo pero con su cuerpo, entregado, como si yo fuera la meretriz, participa conmigo de mi sueño oscuro.
No me doy cuenta cuándo eyaculo porque empezamos una y otra vez, como si no pudiéramos liberarnos el uno del otro. El ebrio ronca. Oigo que la llaman (¡Adèle!) y nos interrumpimos, como si de súbito no nos importáramos.
—Isabel no va a tener tiempo hoy para verte, no sé cuántos hay esperando pero son muchos. Vete a caminar, y regresa a dormir con nosotras. Podrás hablar con ella por la mañana.
Parecíamos dos amigos varones platicando en el sillón mientras nos vestíamos presurosos, liberados de la maldición de nuestros cuerpos.
—No digas nada a nadie de lo que me ha dado por mostrarme desnuda. Te lo pido. Quiero irme con ese dinero. Tengo algo más guardado. Voy a volver con mi tía y con mis hermanos. Me tuvo que vender. Voy a regresar con la bolsa llena, verás. No digas nada a nadie, te lo pido, no lo hables, no lo repitas. A él se le va a olvidar, y tendrá que pagar a la Señora, como si fuera un servicio normal, más el cambio de sábanas, porque seguro vomita. Sé bueno conmigo.
Le prometo ser bueno con ella aunque no sea Ella, y así se lo digo. Y que casi no huele a mujer y que le tengo aprecio por ello.
Salgo a la calle. No se escucha ya a Roc dando de gritos y disparando sin ton ni son. Un filibustero ha comprado una pipa de vino y poniéndola en un paso muy frecuentado, a la vista de todo el mundo, le quita las tablas de un extremo, forzando a quien pase a beber de él, amenazando con que, si no beben, les da un pistoletazo; me cuentan al aproximarme que otras veces ha comprado un tonel de cerveza para hacer lo mismo y que otras ha mojado con las manos llenas de tales licores a los paseantes, eche o no a perder los vestidos de los que se acerquen, sean hombres o mujeres. Una valla se forma antes de cruzar por el chorro de vino, y en torno de quien beba. Adelante de mí no hay nadie. Oigo las risas y las chanzas de quienes forman la valla. Me empujan a beber. Oigo los pistoletazos, sorrajados al aire. ¿Qué se han vuelto locos? Bailan a mi alrededor mientras el vino llega a mi boca y cruza mi garganta. Bebo boca arriba, mirando el cielo extrañamente azul, irritantemente azul, dolorosamente azul. Bebo, bebo, bebo, bebo. Siento mi cuerpo, extrañamente feliz, irritantemente feliz, dolorosamente feliz y completo, como si quienes lo hubieran usado hasta hoy o a quienes yo hubiera usado algo le hubieran arrebatado. Mi entrada al misterio oscuro de la carne, siento con el vino escurriendo también por mi cuello, me ha puesto al cuerpo en el lugar del cuerpo, y por primera vez en días no tengo ira, por primera vez desde la muerte de Pineau, y por primera vez en mis diez y siete años estoy por primera vez ebrio y por primera vez completo, en mis propios pies, tambaleando por las calles rebosantes de música, sumado a una fiesta en que todo se prodiga con liberalidad, escuchando historias aquí y allá que a mis narices inexpertas más huelen a fanfarronadas que a la sangre de que se dicen llenas, aunque más tengan de ciertas que mis propias narices en esta hermosa noche que empieza.
DOS
Guardé silencio, pero el silencio no bastó para proteger a Adèle, como el que me revelara los secretos del cuerpo no fue suficiente para que me sintiera atado a ella, como sí me sentí atado de mi Ella.
¿Qué es lo que hace que un cuerpo se enferme de otro cuerpo, lo necesite? ¿Cómo opera tal mecánica de los imanes? Ni porque ella me regalara generosa la excitación pródiga y revelación exquisita me sentí enfermo de ella. Incluso a veces es al contrario, la enfermedad o el padecimiento brota de que no haya entrega, de que no se produzca la entrega, de que no revienten juntos los cuerpos. Tendré que citar a Morgan, de quien prometí no hablar: después del asalto a Panamá, permaneció en tierra firme, mandando patrullas de doscientos hombres a traer botín de los alrededores. Uno de esos días, parte de la presa encontrada era una mujer de excepcional belleza y, según decían los suyos, gran virtud. Morgan se sintió atraído por ella, enfermo de ella, y ordenó que se le diera trato especial, apartándola de los demás prisioneros y dedicándose a seducirla, con mucha y poca fortuna al mismo tiempo —mucha porque la mujer cambió la idea que tenía de los filibusteros y se preguntaba por qué le habrían descrito a tales hombres como seres brutos, salvajes y sin sentimientos, si eran seres finos, educados y sensibles; poca porque se negó a acceder a las insinuaciones de Morgan—. Lo natural en Morgan habría sido forzarla, como hacía con multitud de mujeres en los asaltos, pero tocado su cuerpo por esa mujer, insistió hasta que comprendió que era totalmente inútil y entonces dio órdenes de que fuera arrebatada de sus buenas ropas y encerrada en un calabozo inmundo donde recibiera poca comida y poca agua, pero que era cómodo y lujoso en comparación con el suntuoso lecho del pirata, ardiente por ella, hambriento de Ella, en sed desesperada de su cuerpo, enfermo de Ella, en tortura invisible por la pasión a Ella. ¿Qué tenía su Ella que trastornaba a un hombre acostumbrado a tasar a las mujeres en el rescate y en el inmediato provecho carnal que él y sus hombres arrebataban, casi sin mirarlas, a cuanta mujer cruzaba en su camino? Al abandonar la ciudad, o mejor, el lugar que ocupara la ciudad, porque ya todo estaba destruido, todo eran despojos o terreno sobre el que yacía aventado roto todo, pilas enormes de rotas cosas destruidas por la risa tragona de Morgan y los suyos (entre los cuales me encontraba), Morgan llevó consigo a la mujer, junto con los prisioneros por los que no había recibido recompensa, y a los que en despoblado rodeó con sus hombres, amenazándolos con matarlos en dos días si no llegaba a tiempo su reclamo.
Los correos iban y venían, pero el pago del rescate de los más era imposible. Si los alrededores habían sido peinados por las feroces patrullas de Morgan, ¿de dónde iban a sacar monedas cuando nada quedaba ya en pie y todo había sido saqueado?
El marido de la que había enfermado a Morgan se encontraba haciendo negocios afuera de Panamá, y no había regresado sabiendo del sitio, él no era de los que habían huido a tiempo con algunos de los suyos cuando supo que se aproximaban los piratas, dejando atrás a las mujeres y a los niños, según acostumbraban hacer algunos en el Caribe, pero se encontraba a distancia prudente y con los bolsillos llenos. Fue localizado con tiempo por un clérigo de confianza de ella que llegó, el día de la ejecución de los prisioneros, con el importe del rescate exigido por Morgan a cambio de ella, sólo que aquí el clérigo hizo el mejor de los negocios, porque liberó con tal precio a tres que él sabía le pagarían el triple —cada uno— apenas se reunieran con los suyos. La noticia llegó a oídos de ella y enfrentó a Morgan para contárselo (¿Tú crees —le dijo tuteándolo— que es justo lo que este hombre de Dios, merecedor de mi mayor confianza, me ha hecho?), por lo que Morgan ordenó que lo apresaran a cambio de la libertad de ella.
Fue el clérigo el único no muerto de sed y de hambre a quien le tocó participar de carne de matanza en la noche en que Morgan dejó el terreno no tocado por el hombre sembrado de cadáveres atravesados con flechas. Algo tenían de cosas rotas esos cuerpos, ciento ochenta y cinco hombres y mujeres insepultos, cuyo hedor con los días debió guiar a quienes llegaban tarde con el pago del rescate, o tarde con las súplicas inútiles para que Morgan liberara a sus familiares o amigos.
Sí, yo guardé silencio del cuerpo que se vendió desnudo y de su plan de fuga, aunque ella no tuviera imán para mí y tal vez porque no lo tuvo. Pero cuando dejó La Casa, antes —pensó— de que corra la voz y me obliguen a aflojar el bolso, tuvo que esperar la salida del navío que se retrasaba aguardando el bastimento que debía haber llegado ya de Veracruz: el bizcocho de Puebla y el pescado seco. De inmediato cayeron sobre ella acreedores ciertos y ficticios, desde quien se decía dueño de la cama que ella había usado y que quería cobrársela porque me la has dejado inservible, a lo que ella peleaba que no sólo no la había dejado inservible sino que le había gastado en vestirla dos veces su precio, y que la había dejado así, vestida y revestida, hasta quien quería cobrarle el mes completo de habitación y comida y los dos meses siguientes de ambos, porque ¿de dónde iban a sacar tan pronto, así nada más, quien la supliera?, y que debía pagarlo por no haber anunciado con tiempo su partida para que la remplazasen, porque era cierto que ya se podía volver, si hacía seis meses que cumpliera sus tres años de servicio, seis en que ya se le cobraba la habitación, el uso de la cama, la comida, el lavado de las sábanas, los afeites, los cambios de ropa que exigiera la elegancia de La Casa y que había tenido que dejar al salir, porque no eran suyos (de pronto se enteró), sólo había pagado por el gasto del uso, y ella discutía que no pagaría la comida porque ésa no iba a comérsela y que de pagar comida no pagaría la cama, a lo que le respondían que el pago de la cama nada tenía que ver con el pago de comida porque eso era de otro y el uno con el otro nada tenían que ver, y una noche entró un mozo ratero a la habitación que rentara en lo que partía el navío y que saldría cualquier día, si hasta se decía que ya había llegado el bastimento de Veracruz, y a sus gritos de auxilio acudieron más mozos a desvalijarla: quien no se llevó el vestido, que se había quitado para dormir, se llevó la peluca o el sombrero, y el que no las medias o los zapatos… A los pocos días no le quedó más remedio que regresar a trabajar porque apenas le alcanzaría, con lo que le restaba, para pagar su viaje en el barco revuelta con esclavos y gente de la peor ralea, y ni con qué pagar su matalotaje, y llegar con las manos vacías sería garantía de que de nuevo sería vendida por su pobre tía, y otra vez iría a dar lejos de su pobre tía y quién sabe a dónde, lejos de sus queridos hermanos, y a empezar de cero.
TRES
Después del asesinato de Pineau, mi primer impulso fue abandonar Tortuga. El lugar, a quien yo había aprendido a amar con él, me producía repulsión: era la tierra que arropara a sus abyectos asesinos. Este primer impulso no tuvo tiempo de cumplirse. De inmediato estalló un segundo y con mayor fuerza: no abandonar Tortuga hasta conocer el puño que acuchilló el cuerpo de Pineau y que había envenenado lentamente a Negro Miel con aquella sustancia que yo no conocía y que le provocara melancolía, deseo de abandono, ausencia de apego a la vida, y por fin la muerte, un veneno al que si yo bautizara le pondría por nombre “tristeza”. Empecé por sospechar que mi compra había sido, sí, porque yo era libro escrito por Negro Miel, pero por una página que había tentado tanto el corazón de Pineau como para que contradijera sus principios en relación con la esclavitud, y que ya entonces yo no creía que fuera la sabiduría de Negro, puesto que Pineau se había negado rotundamente a utilizar sus artes y veía con gran reticencia cuando yo echaba mano de alguna hierba, sino por una página que Smeeks mismo desconocía. ¿Sería que no la había escrito Negro Miel? Si era así, podría tener alguna conexión con La Casa en Port Royal, ya que la había guardado también en silencio. Entonces me asaltaron fantasías en las que la sangre menstrual intervenía de rara manera, pero las espanté como pude, sabiéndolas absurdas, y entendiendo que no podía yo pensar con claridad, que no podía atar cabo a cabo, que estaba aturdido, que no entendía, una vez más, que Smeeks no entendía ni papa. ¿Quién los había matado? ¿Para qué los habían matado?
Repasando las personas que ambos frecuentaran, buscando coincidencias, no pude atar más cabo que las tardes en que Negro y Pineau se ausentaban de mí para asistir quién sabe a dónde, a las reuniones de la Cofradía. Seguro que ahí, en las tardes que no estuve con ellos estaría la respuesta, y de que me estaba vedada, fui a Jamaica para hablar con Isabel.
Nunca pude hablar con Isabel. Estuve ebrio varios días y no recuerdo si alguna vez fui a dormir a La Casa o si dormí o si comí o qué fue de mí, porque perdí mi propia conciencia, y cuando regresé a ella estaba firmando un papel con otro que no era, que no había sido mi nombre, y en el que había dejado caer una gota de mi sangre. Mi firma decía “El Trepanador”.
El papel era el Contrato preparado por el Almirante antes de nuestra partida:
Laus Deo.
No debemos obediencia más que a Dios, aparte del cual no hay en estas tierras más amo que nosotros mismos, tierras que, arriesgando nuestras vidas, hemos arrancado del dominio a un país que a su vez las ha usurpado de los indios.
Éstas son las reglas del contrato que todo filibustero debe seguir:
Artículo 1. Nosotros, los abajo firmantes, recibimos y reconocemos como nuestro buen capitán a L’Olonnais, con las siguientes condiciones: que si alguno de nosotros lo desobedece en aquello que él ordene, se le permitirá castigar a tal hombre de acuerdo con su crimen, o que desistirá de hacerlo, si la mayoría de los votos está en su contra.
Artículo 2. Como Contramaestre reconocemos a Antonio Du Puis y como Capitán en Tierra a Miguel del Basco.
Etcétera, etcétera. Con pelos y señales el contrato sentaba las bases para la repartición del botín, y el pago merecido por la pérdida de un ojo o dos, de una o dos piernas, de los dedos, las manos y los brazos, bajo el supuesto de que si no hay botín no hay paga, y de que quien perdiera alguna parte de su cuerpo cobraría su parte hasta que hubiera botín, si no en la expedición que emprendíamos, en la siguiente, o en cuantas siguientes fuera necesario para conseguir la cantidad con que el resto de los filibusteros pudiera saldar la deuda por la que de antemano se comprometía a responder.
Después de la firma del Contrato, embarcamos todos hacia Tortuga. Yo recogí mis bártulos, los enseres de cirujano que habían sido hasta entonces de Pineau y algunas armas que también le habían pertenecido. Mentiría si dijera que me sobrevino una enorme tristeza cuando fui a la cabaña para llevármelos, mentiría porque no fue eso lo que sentí. Me acometió una distracción grosera. No estaba en ningún lugar aunque estuviera ahí. De pronto, me vi pateando al pobre Eurípides, un perro que cuidábamos a cambio de que él nos cuidara y que hacía bien porque defendía fiero la entrada de la cabaña excepto la noche en que mataron a Pineau. Le asesté varias patadas porque tropecé con él, como si fuera su culpa mi torpeza, sin recordar su silencio la noche de la muerte de Pineau. Él bajó la cabeza y dejó que yo descansara en él mi ánimo altanero. Ni siquiera me ladró o enseñó los dientes. De pronto me avergoncé, las patadas me acercaron a la cabaña que compartí con el querido Pineau y su recuerdo me bañó, me conmovió, me desarmó, me dejó casi sin piernas. Me agaché a acariciarle la cabeza y Eurípides no me devolvió la mirada. Entre nosotros se había acabado todo.
Nunca más volví a esa cabaña. Cuando regresé a Tortuga, dormí, como cualquier filibustero, en cualquier sitio, no ejercí nunca, como Pineau, de cirujano en tierra. Ese día, cargué mis bártulos, y dormí en el bosque de Tortuga para hacerme de más yerbas para los remedios, aprovechando hasta el último rincón del tiempo antes de la hora de embarcar.
Estando todos bien preparados, mil seiscientos setenta hombres en ocho navíos, después de hacer la inspección de las armas con que cada quien contara y de la artillería de las naves, hicimos a la vela a fines de abril y encaminamos hacia Bayala, en la parte norte de la isla Española, para proveernos de suficiente carne ahumada. Ahí embarcó una partida de cazadores que se nos unieron voluntariamente y que nos proveyeron de todo tipo de víveres necesarios. Pasamos mayo y junio en esa parte de la isla. Ahí empecé, de hecho, mi vida de filibustero. Me enganché con ellos durmiendo un sueño llamado sorpresa, y al llegar a Bayala empecé a vivir como ellos, durmiendo cada noche en un lugar distinto. Entendí que desde que había dejado Europa yo vivía como mujer, repitiendo la rutina del mismo rincón protegido para dormir a diario y casi a las mismas horas. ¡Son tantos quienes viven como mujeres, encerrados tras los muros de un convento, de un cuartel, de una casa, de un taller, escondidos tras las faldas repetidas de un lugar que los protege con su constante estar ahí!… Desde ese día y por muchos años (treinta y siete) viví desafiando al sol, al viento, persiguiendo las inclemencias de la naturaleza extraña y luminosa del Caribe… ¡Nosotros, los filibusteros, somos espejo del día, espejo de las agrestes olas del mar, espejo de la borrasca, de la tormenta, del viento cruelísimo que llaman Huracán!… Para poder ser espejo de los días que pasan, rehuimos la rutina, todas las rutinas. No comemos todos los días, pero ¡cuando comemos, nuestras mesas son siempre desiguales, opíparas y dispendiosas, o severas, pero siempre diferentes, mesas dispuestas para los que no vivimos como mujeres!
Dejé de ser Smeeks para convertirme en el Hermano de la Cofradía de la Costa, bautizado por ellos con el nombre de El Trepanador, como ya dije, y como me lo repetía noche y día para convencerme, para entenderlo, para saberlo, para serlo.
No había averiguado quién había asesinado a Pineau y envenenado a Negro Miel. No tenía pasado, aunque en mi presente me sostuvieran ellos como miembro de la Cofradía, y no fuera yo por ellos un muchacho a prueba, un matelot, como entraban todos los recién llegados. Pineau y Negro Miel, con el oficio que me habían enseñado a dúo, me habían dado la iniciación para ser filibustero. Además, todos sabían que El Trepanador era el Heredero de la sabiduría de Negro Miel, el educado por Pineau y por lo tanto era yo quien defendía lo que ellos habían defendido con su muerte, aunque no me diera cuenta, como no me daba cuenta de nada, distraído, lo soy siempre, por la constitución de mi espíritu, que más fija su atención en las cosas vanas y superfluas que en lo que es definitivo o principal. Me repetía a mí mismo una frase: ¡Ésta es ya la hora de El Trepanador!, y en esa frase, sin que yo lo supiera, defendía como me habían enseñado a hacerlo Negro Miel y Pineau la sobrevivencia de la Ley más sabia jamás hecha por el hombre, la Ley de la Costa, raíz, tronco y fruta de la Cofradía de los Hermanos que en Tortuga hace de los hombres los seres más generosos, fieros, dispuestos a arrebatar de los españoles lo que nadie puede defender que les perteneciera.
Yo, que fui filibustero y defendí arriesgando mi vida a la Cofradía, y que ahora no soy más que un pintapanderos, borroneando papeles para que la memoria de Negro Miel no se escape, después de cientos de años aún me emociono (en el recuerdo) con el sueño de Los Hermanos de la Costa.
CUATRO
En ruta a Punta de Espada empezó nuestra buena suerte, avistamos un navío que venía de Puerto Rico cargado con cacao para Nueva España. Esta primera batalla estaría también, solamente, a nuestra vista: esperamos a L’Olonnais en la isla Savona, al lado oriente de Punta Espada, para que él solo atacase la presa.
La batalla duró tres horas, pasadas las cuales se rindieron a L’Olonnais. La presa estaba montada con diez y seis piezas de artillería, y traía cincuenta personas de defensa, ciento veinte mil libras de cacao, cuarenta mil reales de a ocho en moneda y joyas con valor de diez mil pesos. El navío fue enviado a Tortuga para ser descargado y con la orden de volver de inmediato porque L’Olonnais lo quería como propio para dar el que él tenía a Antonio Du Puis. En lo que regresaba nos hicimos de otro navío más que venía de Comaná con municiones de guerra y la paga de los soldados para la isla de Santo Domingo.
Poca idea me hice con éstos de lo que era un ataque filibustero, porque L’Olonnais se hizo de un ánimo demasiado bueno, perdonando a los vencidos, y con esto quiero decir que únicamente los echó por la borda para no tener que alimentar hocicos españoles, matándolos de rápida manera y sin demostrar su crueldad natural, y como se hablaba tanto de la manera en que había escapado astutamente de Campeche, presenciando los festejos que se hacían para aplaudir su propia muerte, como aquí contaré, así como de otras simpáticas anécdotas de L’Olonnais, yo me hacía una idea equivocada de la sangre filibustera, tiñéndola de ligereza, o de humor y de gracia.
El navío de L’Olonnais había naufragado, por una tormenta, cerca de las costas de Campeche. La tripulación alcanzó tierra firme, donde ya los esperaban fieros los españoles, que cuenta se habían dado del naufragio, con las espadas desenvainadas, los mosquetes cargados para eliminarlos y la fuerza única de los indios flecheros, felicitándose de su buena suerte, contando con terminar al fiero L’Olonnais de tan fácil manera.
Pronto se vio él herido, y no sabiendo cómo salvar su vida, tomó algunos puñados de arena, los mezcló con sangre de las heridas, se untó esto en la cara y otras partes del cuerpo, y se acomodó con sigilo entre los muertos, hasta que los españoles dejaron el lugar.
Entonces hurtó las ropas de un español muerto y las llevó consigo al bosque donde se escondió, vendó sus llagas lo mejor que pudo para que no se le infestaran de mosquitos y gusanos, se disfrazó de hidalgo y se enfiló a Campeche.
La ciudad encendía luminarias para celebrar su muerte. Entabló amistad en el mercado con un esclavo, y, después de darle tiempo para que le relatara sus desventuras, y de asegurarse del odio que sentía por su amo, L’Olonnais le prometió libertad, franqueza y su pertenencia a los Hermanos de la Costa si le obedecía y se fiaba de él. El esclavo se encargó de reunir a otros en su condición, y por la noche robaron una canoa de uno de sus amos y se fueron a la mar con el pirata, donde remaron constantes, emocionados por su próxima libertad, hasta que dieron con la isla Tortuga. ¡Bonito cuadro, el del filibustero escapando mientras Campeche celebra su muerte! Esta y otras anécdotas escuché mientras nos apertrechábamos para salir o esperábamos la toma de los navíos y su regreso de Tortuga, como la del aristócrata Jean Francois de la Roque, señor de Roberval, mal llamado por los españoles (que todo lo revuelven en su lengua chapucera) Roberto Baal, segundo de Jacques Cartier, el descubridor del Canadá y teniente gobernador de las tierras descubiertas por órdenes de Francisco I, rey de Francia, quien prefirió la piratería a la gloria, atacando en 1543 Santiago de Cuba, o la del tío de Montbars, El Exterminador, que al ver rodeado su pataché y a punto de ser vencido, lo hizo estallar antes que rendirse a los odiosos españoles, o la de Montbars mismo: la noche antes de la salida de ambiciosa expedición, Montbars invitó a todos los capitanes a un consejo para decidir el lugar que tomarían, ponderando las fuerzas disponibles y el tiempo que alcanzarían sus reservas. Mientras los Capitanes se divertían en la cabina, los demás hacían lo mismo en cubierta, y todos, incluso los cirujanos, estaban más ebrios que el vino. Por casualidad, en la pólvora cayó una chispa, y el barco, con todos a bordo, estalló en el aire. Como en este navío la pólvora estaba en el castillo de proa, los de la cabina no sufrieron más daño que verse a sí mismos en el agua, pero trescientos de sus hombres se ahogaron. La expedición se retrasó por este hecho, después de una semana quince barcos y novecientos sesenta filibusteros salieron… rumbo a Maracaibo, como nosotros íbamos, donde venció con engaño a los españoles con un brulote (barco cargado de paja y pólvora que se hace salir contra los buques enemigos para incendiarlos) en el que fingiera una tripulación pirata con viejos sombreros de paja sobre palos. Antes de echarlo al agua, Montbars habló con sus hombres diciéndoles: La llegada del escuadrón es una espléndida nueva: los españoles nos regalan una gloriosa victoria. ¡Valor!, estos balandrones verán nuestras caras, pero nosotros sólo les veremos las espaldas. (Recuerdo que años después lo vi cruzando el golfo de Honduras. Era astuto, despierto y rebosante de energía, como son los gascones, trigueño, alto, erguido y fuerte, cuerpo a cuerpo no había quien pudiera vencerlo. Me es difícil describir con certeza la forma o el color de sus ojos, porque las oscuras y espesas cejas se cerraban en arco sobre ellos y los cubrían casi por completo, tanto que parecían escondidos bajo una cueva oscura. A primera vista se sabía que ese hombre era terrible, conquistaba por el terror que producía su mirada).
O la anécdota de Pierre Le Grand, que a bordo de una barca con veinte filibusteros listos para abordar algún barco mercante español, casi sin pertrechos, topó con un navío de guerra, una fragata con setenta y cinco cañones y doscientos hombres de guerra. El filibustero no vaciló. Hundió su barca, abordó a los españoles, y se lanzó con un cerillo encendido hacia el depósito de pólvora, dispuesto a volar el navío en pedazos si la tripulación no deponía sus armas. Ante esta enérgica embestida, los sorprendidos españoles se rindieron. Los oficiales que quisieron oponérseles fueron masacrados, y Pierre Le Grand se hizo de un botín que lo hizo rico por el resto de su vida.
Ésa era la tónica triunfal y colorida de las charlas. No oí en cambio describir cómo se tortura a los prisioneros (nadie habló de cómo fue que al encontrar Maracaibo vacío, Montbars consiguió hacerse de dos prisioneros: un hombre viejo, mayor de sesenta años, y un joven que lo acompañaba. Del viejo, un esclavo dijo que era rico, por lo que Montbars lo sometió a tormento de mancuerda, amarrándole de las cuatro extremidades y tirando de ellas hacia las cuatro esquinas de su habitación, con lo que él confesó que no tenía más que las cien coronas que el joven llevaba consigo. Los filibusteros no le creyeron y continuaron con el tormento, al que llaman “nadar en tierra seca”, poniéndole ahora una piedra que pesaba quinientas libras en su torso mientras cuatro hombres apretaban más las cuerdas que lo sujetaban, y como no confesara nada, hicieron una hoguera bajo él que le quemara la carne. Al joven le hicieron lo mismo y después lo colgaron de los cojones, hasta que casi se los arrancaron. Entonces lo tiraron en una zanja, pero antes le dieron latigazos con la espada. Un prisionero tomado después contó que el joven estaba aún vivo), ni infinitas anécdotas que pudieron haber dejado caer para que yo me diera cuenta de cuál sería su crueldad. Nuestra crueldad, porque en pocos días tomaríamos Maracaibo.
Algo he de describir de Maracaibo que no sea la belleza de sus pueblos, de sus casas e iglesias y hospitales y conventos y mercados, porque de esto no quedó nada en pie. Ni diré tampoco cómo eran de hermosas sus mujeres, porque también a ellas las arruinamos, maltratándolas mientras se humillaban a nuestras bajezas, haciendo caso a todos nuestros caprichos para sacarnos pan o raíz para hacerlo, o carne o alguna fruta, las más de las veces para calmar el hambre de sus pobres hijos que igual murieron porque se prolongó tanto la toma que no hubo niño que resistiera el hambre y la sed, siendo el agua también escasa.
No hablaré de la dignidad de sus construcciones ni de la astucia y grandeza de sus industrias, ni de lo bien que procuraban sus ganados en los alrededores y en la isla vecina, por ser tierra adentro poco buena para apacentarlos pero en cambio pródiga en frutas, ni tampoco elogiaré las tupidas matas de cacao, ni sus caminos bien trazados y aplanados, ni sus carros y mulas, ni los fuertes bien pertrechados, ni el castillo que se levanta en la isla de las Palomas, ni tampoco hablaré de su fuerte, alzado con estacas y tierra, equipado con catorce cañones y doscientos cincuenta hombres, lo primero que atacamos y destruimos.
No hablaré de lo que no quedó en pie, de lo que no se salvó de nuestra furia, sino de la hermosura de la bahía, que algunos llaman golfo de Maracaibo, y de los indios bravos, enemigos naturales de los españoles y por lo tanto aliados nuestros y cuyos hijos sobrevivieron a nuestra ira. Los bravos nos ayudaron a entrar en la bahía y sin ellos hubiera sido virtualmente imposible tomar con tan bajo costo de vidas la región bien apertrechada.
Los indios bravos, designados así por los españoles, vivían en las islas e islotes del lago de Maracaibo. Para salvar sus pellejos habían dejado su natural territorio, la tierra firme, a sus enemigos. Según ellos, el nombre del lago era Coquibacoa, y hacían caso omiso de cómo lo llamábamos aunque nos enteraron de que el nombre Maracaibo había sido el de un cacique que algún día dominara la región, muy recientemente tomada por los españoles. En 1529 Ambrosio Alfingui fundó en el sitio una aldea, pero en cuanto murió, su sucesor, Pedro San Martín, tal vez porque al calor no lo mitigan en esta región ni las débiles brisas, o porque es muy escasa el agua corriente, abandonó la aldea y los indios la destruyeron. Hacia 1571 Alonso Pacheco fundó con cincuenta hombres una ciudad, pero la tuvo que abandonar después de tres años de intensas luchas contra los bravos, que se llaman a sí mismos o aliles o bobures o moporos, quiriquires, tansares, toas o zaparas, dependiendo de cambios insignificantes en sus costumbres, usando nombres tan diversos para lo que a nuestros ojos es tan similar. En 1574, Pedro Maldonado, con sólo treinta y cinco hombres, consiguió arrebatar a los indios el territorio y fundar en lo que ahora se llamara Maracaibo la Nueva Zomar, que, cuando nosotros la tomamos, ya había sido asolada dos veces por piratas, con lo que se comprueba que puesto que los españoles arrebataron por la mala estas tierras, nosotros teníamos derecho a arrebatarles lo que ellos obtuvieran del beneficio de tierras por ellos robadas. Porque, ¿quién iba a creerle al Papa, esbirro de la Corona Española, la bula en que asentaba que el mar Caribe y las Antillas pertenecen a España? ¿Bula papal? ¿Él, qué autoridad podía tener sobre nosotros si su manto estaba bordado con oro regalado por la corona española? En nosotros, quienes practicábamos la piratería, no estaba restaurar un orden pero sí arrebatar lo que no tenía por qué pertenecerles: el primer tesoro de importancia que enviara Cortés al rey fue hurtado por Giovanni de Verrazano, llamado por los españoles, con el ánimo ya dicho de su lengua, “Juan Florín”, porque digas lo que dijeres a un español él encuentra siempre el modo de hacerlo a su lengua.
Coquibacoa, la Maracaibo nuestra, los indios bravos… Los hombres bravos usaban por único vestido cinturones de algodón bordados con piedras, muy parecidos a los que había visto portar a las calaveras de las Grutas de la Llanura, el pozo enorme de Tortuga que visité con Pineau, y las mujeres lienzos atados a las caderas, de distintos largos, dependiendo de su edad y rango. Las más jovencillas estaban casi desnudas y no dejaban de reír enseñando los dientes. Como eran nuestros aliados, no tocamos a ninguna de sus mujeres, excepto L’Olonnais, a quien regalaron como muestra de amistad tres mujeres, perfectas si no fuera porque llevaban la piel entera pintada con vivos tonos para la ocasión y por traer el cabello acomodado de rara manera, como si lo hubieran mojado en barro y luego lo moldearan con antinatural capricho. Aunque a decir verdad no sé si él las tocó porque frente a nosotros hacía que se viera el desagrado que le producían los cuerpos desnudos, sobre todo cuando ya no estaban teñidos, que fue casi de inmediato, porque los de estas tierras acostumbran bañarse una o más veces en un solo día, lo que nunca dejó de asombrarnos, y los tintes que usaban para la piel se desvanecían con el agua, como no los tintes que tan hábilmente usan para sus ropas. Igual que le producían a él desagrado, lo movía a la risa (algo raro en él) ver cómo las veíamos, sus hombres y sus muchachos, a ellas o a las otras desnudas. Yo primero guardé silencio, sin saber qué sentir, porque su desnudez en nada se parecía a la que vi sobre una cama en Port Royal; su desnudez abierta, a plena luz, algo tenía de grotesco, sobre todo en el remate de los pechos, en los enormes botones en que ellos acababan. Y en los dientes desnudos y en sus pies y en sus cabellos negros brillando sueltos, las más de las veces tan largos que solían tapar la espalda y a veces las enaguas.
Sus casas estaban levantadas sobre los árboles o en empalizadas que sobresalían de la superficie del lago, con lo que evitaban los insidiosos mosquitos, las inundaciones cuando el lago crecía —lo que era muy habitual, porque decenas de ríos desembocan en el lago (es Catatumbo el más hermoso y caudaloso)— y refrescaban el insoportable calor. Construían sus piraguas (así llaman a las canoas que usan) de un solo tronco, en las que cabían hasta ochenta tripulantes. Envenenaban la púa de sus flechas, flechas enormes por cierto, del mismo largo de ellos. Usaban conchas de caracoles de varios tamaños, triturándolas, y con los trozos (tan duros como el vidrio europeo), tras trabajarlos con paciencia infinita, daban al arco y a la flecha su apariencia y firmeza final.
Hombres y mujeres usaban distintas lenguas, una para ellas, otra para ellos, aunque para el trabajo ambos usaran el lomo de la misma manera. Cuando estaban en paz, al hombre le sobraba tiempo para tirarse en la hamaca. A ellas nunca, sembraban la semilla, cuidaban la planta de la yuca, le extraían la raíz para el cazabe, replantaban la mata, quitaban la película a la raíz, la rallaban, la dejaban que echara el veneno, preparaban el pan con la harina, lo ponían al fuego, cazaban animales para comer carne, cuidaban a las criaturas, cómo iban jamás a tirarse por las tardes en la hamaca (que ellas tejían) para el puro placer de ver pasar el tiempo…
Ellos planearon la estrategia para la toma de Maracaibo, entendiéndose con nosotros por un intérprete que hablaba el francés con hermosura. Ellos dirigieron en la primera parte de la entrada al golfo o mar de Maracaibo a L’Olonnais y los suyos. Tenían algunos hombres espiando aquí y allá, sorteando o soportando los infaustos pantanos que rodean los innumerables ríos, y observando las fortificaciones y sus asentamientos, por los que pudimos enterarnos con oportunidad de muchas cosas, protegiéndonos o defendiéndonos, como cuando, al tomar el castillo (primer sitio que atacamos apenas anclamos frente a la entrada del lago las embarcaciones, alcanzando tierra rápidamente en las piraguas que nos prestaron los bravos, conduciéndolas con rapidez, pericia y en total silencio) los vencimos, sorprendiéndolos y dejando inválida la retaguardia que habían preparado para atraparnos.
En ese primer asalto matamos a cuanto español pudimos. Los que habían puesto a nuestras espaldas para sorprendernos consiguieron escapar, no pudiendo regresar al castillo se dirigieron apresurados a la ciudad de Maracaibo para anunciar: “¡Vienen dos mil filibusteros, armados y organizados!”. Todos los habitantes dejaron la ciudad, llevando consigo sus riquezas, sus mujeres, sus niños y sus esclavos. Cuando llegamos en nuestros navíos a Maracaibo y disparamos desde el agua un tupido fuego a su fuerte y a sus bosques no tuvimos respuesta, todos se habían ido ya. Las casas estaban vacías, las calles vacías, hasta los esclavos nos habían temido. En toda la ciudad un corazón solo palpitaba: un recién nacido lloraba en una cuna, abandonado para, tal vez, cargar en las manos algo de mejor provecho o más valor.
Desembarcamos en la ciudad y nos acomodamos en las mejores construcciones. En la iglesia apertrechamos nuestras armas y municiones. L’Olonnais ordenó la organización de guardias para protegernos mientras celebrábamos la toma no tan gloriosa de Maracaibo, hasta el momento no habíamos necesitado más que asaltar el castillo que cuidara la entrada al lago y que habíamos vencido por la astucia y los espías de nuestros aliados bravos.
Celebramos, igual, esos primeros días, como si nuestra victoria lo mereciera. Maracaibo tenía, y de sobra, con qué vestir nuestras mesas y calentar nuestras gargantas, comimos opíparamente y festejamos.
Menos un filibustero, El Mudo (bautizado así porque ni dormido dejaba de hablar) arrullaba noche y día al recién nacido encontrado dándole a beber leche de vaca, cantándole canciones, cambiándole y lavándole pañales y sabanillas, loco de alegría por esta parte del botín que hubo de abandonar cuando emprendimos la marcha a Gibraltar.
CINCO
Rafael Marques vestía largo manto aterciopelado, disfrazado (según decía) de Reina Metecona de la Isla Azul, porque azul era el largo manto que Marques había improvisado para vestir sobre sus ropas, arrancándolo de los cortinones de una de las fastuosas casas que habíamos tomado. Rafael Marques no era aún filibustero, era matelot puesto a prueba por la Cofradía, matelot a quien se le medía el valor y sobre el que todos fijaban escrupulosamente los ojos, probándolo más que a cualquiera que deseara ser Hermano de la Costa, por ser, de creer su nombre, español, aunque él se dijera portugués y aunque se contara que se le había perdonado la vida cuando la nave en que viajaba fue tomada por los filibusteros, y, más todavía que en lugar de abandonársele en el primer puerto o en la primera isla, marooned, como dicen los ingleses, en lugar de eso se le había aceptado para que pasara las pruebas como matelot y pudiera entrar a la Cofradía, porque él había sido quien había indicado a Piere Le Grand dónde traía el barco recién abordado la pólvora para que amenazase junto a ella, con el cerillo encendido, con volar el barco si no se rendían, y porque él mismo había quitado las armas del alcance de sus compañeros, y que, después, él mismo había explicado a Piere Le Grand que él esperaba con ansia la llegada de algún buque filibustero por parecerle odioso convivir con los españoles y por desear unirse a los Hermanos. Si Piere Le Grand le creyó o no le creyó, si era cierta la historia no podía saberse, porque, después de su famoso asalto, Piere Le Grand regresó al continente con tanta riqueza como para pasar la vida y nunca se había vuelto a la mar. Tampoco podíamos saber si eran verdad las otras cosas que Rafael Marques decía de sí mismo, como que en Portugal él había escrito y publicado versos, y que había dejado tierra firme como secretario de un embajador, que los españoles lo habían desacreditado, y como éstas sucesivas historias que lo llevaron hasta el navío asaltado por Piere Le Grand y luego hacia nosotros y que nos resultaran todas algo odiosas, por algo que desaparecería pasadas las pruebas, por su nombre de español, así que le teníamos algo de paciencia a él y al desagrado que nos producía, confiando en que cuando fuera aceptado en la Cofradía y perdiera su nombre español podríamos verlo con simpatía, lo que era una gran mentira, como tal vez también el resto de su historia, porque necesitábamos aceptarlo para que pudiera entrar en la Cofradía.
La Reina Metecona de la Isla Azul, con tener otro nombre, bajo el largo manto seguía siendo Rafael Marques, haciéndonos chanzas en la ebriedad incontenible y bien asentada que habíamos agarrado en las mesas abundantes de Maracaibo. Paseaba de un lado al otro de las calles que habíamos trazado como nuestro territorio, inspeccionándolo todo (eso no lo imaginábamos) y llegando hasta los puestos de guardia para observar sus movimientos.
La Reina Metecona de la Isla Azul hablaba y hablaba mientras nos hacía reverencias, diciéndonos con bromas cuánto nos debía su Majestad a nuestras Altezas.
De pronto, la Reina Metecona de la Isla Azul desapareció. Nadie notó su ausencia de inmediato, porque a los ebrios y bien comidos nos tocaba ya la hora de dormir, a los bien comidos la hora de remplazar a los vigías, y a los vigías la hora de sentarse a comer y beber hasta que amaneciera.
Rafael Marques caminó en la oscuridad el trecho suficiente para poder continuar a la mañana con la luz del sol, sin peligros y ya fuera de nuestra vista. Mientras nosotros bebíamos y comíamos —que falta nos hacía porque en la espera para el asalto habíamos estado muy escasos de bastimento—, él pensaba, calculaba, hacía planes, y creyendo que, siendo nosotros tantos pero tan ebrios, estando ya sin nuestros aliados los bravos con quienes habíamos convenido repartir una parte del botín apenas lo juntáramos, él podría obtener más ganancias de nuestro asalto si brincaba de bando e informaba a los espa