Doce sustos y un perico

Jaime Alfonso Sandoval

Fragmento

Doce sustos y un perico

CAPÍTULO 1

Los hermanos Chacón

Hay lugares tristes y está el orfanato de San Simón el Suplicante. Todo ahí es triste, desde las paredes pintadas de color verde flema, hasta el patio de tierra con tres árboles secos y un columpio roto lleno de astillas. Son tristes también las camas que no tienen colchón (los huérfanos acostumbran dormir directo sobre tablones ásperos y hasta con clavos, como los faquires). La comida también es triste, sirven una avena que huele, se ve y sabe a cartón mojado, aunque hay mucha y alcanza para las tres comidas diarias, y en Navidad todos tienen ración extra. El orfanato es tan triste que ni siquiera le da el sol, le hace sombra una gran fábrica de alimento para perro que está al lado, y por eso el aire huele a croqueta sabor pantufla (no se sabe por qué, pero es lo que más les gusta masticar a los perros).

Quedar huérfano es algo horrible, pero quedar huérfano y llegar al orfanato de San Simón el Suplicante es el colmo de la mala suerte. Y a ese lugar fueron a dar los hermanos Isabel y José de Jesús Chacón Chícharo, conocidos como Chabe y Chuy.

—Está bonito —dijo Chuy Chacón cuando entró al descuidado edificio.

—¿Qué tiene de bonito esto? —la hermana miró en el patio de tierra una docena de huérfanos con ropa rota—. Con perdón, pero esto me parece un campamento de zombis.

—Qué suerte, siempre he querido ir a un campamento —dijo el hermano con ilusión.

Así era Chuy, siempre le veía el mejor lado a las cosas. A sus diez años era un optimista empedernido.

—¿Y ya viste? —señaló al fondo del patio—. ¡Hay una alberca!

—Creo que son aguas negras —olió Chabe—. Debe de haber una fuga en el drenaje.

—Bueno, al menos los dejan tener mascotas —se consoló Chuy—. Mira, ese niño está jugando con un hámster.

—No es un hámster, es una rata de alcantarilla —observó Chabe con horror—. Y esas niñas están jugando carreritas con cucarachas. Chuy, mejor no te separes de mí. ¿Me oyes?

Como hermana mayor, a sus once años, Chabe era muy responsable, organizada, estudiosa y totalmente pesimista.

—Vienen tiempos difíciles —suspiró con miedo.

—Seguro nos adoptarán pronto y tendremos nuevos papás —el hermano sonrió, ilusionado.

Pero lo que no sabía Chuy es que nunca, en toda la historia del orfanato, ningún huérfano había sido adoptado. Nadie visitaba el orfanato de San Simón el Suplicante; vamos, ahí no llegaban ni Santa Claus, los Reyes Magos o la primavera; siempre hacía frío. Los treinta niños y niñas que vivían ahí crecerían hasta los 18 años, edad en que los lanzarían a la calle y fin del asunto.

El orfanato lo dirigía una señora llamada Consagración del Huerto, aunque le decían Tenfe. ¿Mala? No en realidad, era una señora sonriente, siempre bien arreglada, pero completamente inútil. Los hermanos Chacón se dieron cuenta pronto, cuando esa misma semana tuvieron que visitar su oficina y la encontraron pintándose las uñas.

—Disculpe, señora directora, necesitamos hablar con usted —explicó Chabe—. Somos los hermanos Chacón Chícharo y acabamos de llegar.

—Claro, mi cielo —la directora nunca se acordaba del nombre de ninguno de los huérfanos y para ocultarlo les decía así: “Cariñito, bombón, corazón”—. ¿Qué pasa, mis amores?

—Es que me siento algo mal —explicó Chuy, que estaba pálido y sudoroso—. No la quiero preocupar, pero creo que tengo gripa.

La directora se acercó y le tomó la temperatura con el dorso de la mano.

—Ay, mi vida, creo que sí, pero seguro pronto te curas —y le dio unas palmaditas a Chuy—. Tú ten fe.

—¿Qué? —respingó Chabe—. ¿Y no puede llamar a un doctor?

—Veré qué puedo hacer, ¡tú ten fe! —repitió la directora y volvió a su lugar para pintarse la uña del meñique, que era la única que le faltaba.

—¿Pero no hay ni siquiera un botiquín? —insistió la niña.

¿Y qué respondió? Exacto: “Ten fe”. Era su respuesta favorita para todo, de ahí su apodo. Si alguien le decía que tenía hambre, que le dolía la muela o que estalló un incendio y debían llamar a los bomberos, respondía lo mismo. La directora Tenfe estaba ahí igual que un florero, para adornar la oficina. Muchos aseguraban que estaba esperando un buen puesto en la política, su verdadero sueño.

Por suerte, Chuy se curó de la gripa, pero fue gracias a los cuidados de Chabe, que pasó varias noches en el dormitorio de los niños, dándole té que encontró rebuscando en los cajones de la cocina. Por lo general, Chabe siempre estaba atenta de su hermano porque ser pequeño y optimista no le hacía la vida más fácil.

Todas las mañanas pasaba un viejo camión para trasladar a los huérfanos a una escuela cercana, tan triste y tan pobre que parecía una extensión del orfanato. Y como sospechó su hermana, pronto Chuy se metió en problemas cuando se le ocurrió decir que sus papás no estaban realmente muertos, sino que una nave espacial se los había llevado. Le empezaron a decir “marciano” y las cosas se pusieron peor. En una ocasión durante el recreo, Chabe vio un grupo de niños que jaloneaban y empujaban a otro más pequeñito, de cabello nudoso como estropajo. Al acercarse vio que el agredido era su hermano menor (los dos tenían el mismo tipo de cabello), de inmediato se metió para detener el zafarrancho.

—No me están pegando tan fuerte, sólo quieren divertirse —los disculpó Chuy, limpiándose tierra de la cara.

—No se ríen contigo, se ríen de ti —explicó su hermana.

—Pero al menos se ríen… eso es bueno, ¿no?

—No, no está bien que te maltraten —Chabe se dirigió a todos los niños en el patio y gritó—: El próximo que insulte a mi hermano o le pegue, se las verá conmigo. ¿Me oyeron?

Y mostró los dientes como lo haría un perro rabioso. Chabe era muy buena haciendo eso, era una suerte tener los colmillos torcidos y puntiagudos. Los niños peleoneros dieron un paso para atrás.

Pero la historia de la nave espacial tenía una razón, estaba relacionada con la desaparición de Remigio y Renata, los padres de los hermanos Chacón Chícharo. Habían sido sobrecargos, de los que sirven comida en los aviones, traen mantas y hacen esa bonita coreografía para mostrar las salidas de emergencia. Remigio y Renata se conocieron en un vuelo que iba de París a Chachalacas, Veracruz. Fue un flechazo instantáneo y su noviazgo duró varios vuelos domésticos y uno que otro internacional. Un día que aterrizaron en Las Vegas, aprovecharon para casarse. Ambos eran muy trabajadores, además de ser muy buenos sobrecargos; si veían a alguien con miedo a volar, le contaban un chiste para relajarlo. Todos los apreciaban. La pareja

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