Aquí, Borya

Alberto Lati

Fragmento

Título

1

La incomodidad de no entender. El entender sin captar palabra.

Algo así debía decirle, de menos a más en la amargura del semblante, torrente de desaprobación y violencia gestual: “Fíjate en la sombra. Abre los ojos. Ese no es el efecto. ¿Adónde vas? A nadie conmueves… tú nunca vas a transmitir algo… contigo he perdido el tiempo… ¿No te enteras? ¿Te parece que esto es Renoir? ¿Quién te dijo que servías para pintar? ¡Déjalo! ¡Haces pura mierda!”.

Algo así, aunque quizá otra cosa. Algo parecido, si no es que interpreté mal, que eso siempre es posible y más cuando se desconoce el idioma. Algo así, desde las instrucciones iniciales que eran recatadas, hasta las últimas tan agresivas.

El aprendiz sostenía el lápiz con su trémula mano derecha y posaba la izquierda bajo la nariz, buscando en el olor algo que lo indultara, en tanto el despiadado maestro —o mentor, o padre— no hacía nada por moderar los vocablos eslavos de reproche, que resaltaban sobre ese barullo inglés del museo que sonaba a oleaje.

El Renoir original se erigía como musa y, a mi criterio, lucía casi idéntico a la versión lograda por el niño copista, aunque a los ojos del mentor algo o todo salió mal. Los gritos me habían sacado de un largo trance, justo cuando tenía en mi campo de visión tanto el cuadro genuino como, dos metros abajo, su quebradiza réplica. Trance a ritmo de pasos mojados sobre un piso de madera que, ahora lo pienso, increíblemente no se ensuciaba. Trance melancólico y depresivo al que me trasladaba la exhibición, pero al que ya me había orillado, por mucho que me resistiera a admitirlo, mi frustrada carrera como novelista.

Era la penúltima sala de la National Gallery. Se exponía la colección de Paul Durand-Ruel, el hombre que, según clamaba la publicidad en la fachada sobre Trafalgar Square, vendió mil Monets y puso al impresionismo en el mapa. Eran larguísimas las filas para recoger los boletos forzosamente comprados de antemano y resultaba necesario formarse unos minutos para dejar paraguas y gabardinas en el sitio correspondiente. El museo, con sus techos no muy altos y arqueados, estaba tan húmedo como atestado, limitando a los visitantes a un máximo de veinte o treinta segundos ante cada cuadro (exactamente lo que duraba la explicación de la mayoría de las obras en las multilingües audio guías, sin dar pauta a mi vieja manía de escuchar los comentarios en dos idiomas y comparar sus palabras).

Estaba en Londres, en uno de esos viajes de cuatro días que esporádicamente organizaba para dotar de ideas a mi literatura, al tiempo que buscaba temáticas atractivas para vender textos a alguna revista (lo segundo sucedía mucho más que lo primero, cosa que, muy por las malas, estaba a unas horas de admitir). Procuraba ir en los períodos más lluviosos del año, poniendo mis intentos de renglones en manos de la tormenta, de su sonido, de su olor, de su encharcado eco, de su alborotado río. Para modelar un fracaso, todo cliché es bueno: soledad, lluvia y letras. Y para soledad y lluvia, ningún cliché como Londres.

A la última sala de la exposición se accedía por un ángulo muy forzado, justo después de ver una recreación de cómo fue la casa parisina de Ruel, plagada de impresionismo, y tras superar un embudo de personas brotando desde tres direcciones hacia un espacio demasiado apretado; para colmo, con tapicería en color fucsia y con un imperceptible banco al centro que ya acumulaba una buena colección de rodillas moreteadas.

Degas, Pissarro, Sisley, Manet: sin duda este visionario había delineado el rumbo de la pintura o, como clamaba el The Guardian que hojeé esa mañana tomando un café a un par de kilómetros en Aldwych, había inventado la industria del arte moderno. Delinear el futuro de la pintura, reinventar su industria, anticipar su tendencia y destino, decidir lo que tendrá valor, imponer el nuevo canon: sueño de románticos y mercenarios, de aficionados y profesionales, de expertos y oportunistas. Eso debatía en mi mente justo cuando volví a encontrarme con el niño y su mentor.

A quienes nos apocamos o estremecemos con cualquier mirada de un extraño, los personajes a quienes tiene sin cuidado armar un numerito en lugar público nos generan escalofríos. Así era precisamente el maestro de pintura, cuyas reprimendas continuaban, elevando su violencia. Los visitantes, sorprendidos y espantados, perdían la tentación de observar los cuadros cercanos a ese griterío, incluido un paisaje de Pissarro con el Charing Cross Bridge, tan próximo a esa National Gallery, cubierto de bruma más de un siglo atrás.

Sacados de foco por los bramidos, casi todos pasaban de largo. Yo, sin embargo, intenté quedarme junto al niño copista, aunque segundos más tarde (los veinte o treinta de rigor) tuve que continuar a carambolas y trompicones hacia la salida de la pinacoteca.

Me emboscaban por los cuatro flancos. Primero unos estudiantes italianos, urgidos de palomear en su guía los cuadros faltantes (supongo que si se perdieron el puente de Pissarro, decidieron no perderse más obras por mi inmovilidad). Después me pisaron dos jóvenes de barbas desordenadas, en su búsqueda de ángulo para la mejor autofoto. El colofón que me hizo terminar de salir fue un veterano vigilante, suspicaz de mi caminar con el rostro hacia atrás (ahora que lo recuerdo, ese fue el último día en que logré girar la cabeza sin dolor en el cuello o sin tener que mover la espalda).

Como sea, pese a tener que alejarme, no podía despegar ojo del afligido copista, de la fragilidad de sus facciones, de su pequeñez y dolorosa palidez; sus copias, que me atraparon en un principio, perdían toda relevancia: la obra eran él y su frustración, él y su castigo, él y su humillación. Un pintor que quizá ya no sería, y yo, rodeado de tantísimas obras cumbre, testigo involuntario del desplome. Puede ser que antes el muchacho me haya dirigido una mueca de súplica, que descubriera en mí a un posible apoyo, una fuente de compasión; puede ser que eso me lo quiera figurar ahora.

El asunto es que los crecientes murmullos de indignación le eran indiferentes al mentor: empapado en una mezcla de sudor y lluvia, inmerso en su agudo berrinche, incrementaba decibeles y, con los dedos apuntados al frente, parecía enlistar: “mal el contraste, mal el trazo, mal la proporción, mal la ejecución, mal día para pintar, mal tino para elegirte”. Su boca estaba trabada en una rara trompa (horas después me descubriría intentando imitarla), el grasoso cabello le rebotaba en la frente y su abrigo despedía un olor a vieja mezcla de alcohol y tabaco. No le importaba traspasar la línea que indicaba en el piso el límite desde el cual podía ver el cuadro (busqué al vigilante que me había reconvenido cuando caminaba con el rostro girado y que, sin embargo, dejaba hacer al tirano, limitándose a arquear las cejas).

El aprendiz, consciente de que ya ningún trazo triunfaría, se disculpaba y agradecía… o eso me pareció desde mi perspectiva, a unos ocho metros, dos escalones arriba, recargado sobre la puerta de vidrio de la tienda de suvenires.

Qui

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Product added to wishlist