La patria y la muerte

José Luis Trueba Lara

Fragmento

Título

Introducción

La verdad de México es una larga obra
de las mentiras mexicanas
.

RODOLFO USIGLI,
Las máscaras de la hipocresía

A finales de los años treinta del siglo pasado, la gran creación casi estaba terminada: México y los mexicanos habían sido inventados por los caudillos y su régimen autoritario. La gente, a pesar de los horrores que ocurrieron durante casi dos décadas de balaceras, saqueos, violaciones y epidemias, ya asumía como verdaderos los mitos que le otorgaban una identidad y le revelaban la tierra prometida que, ahora sí, estaba a la vuelta de la siguiente esquina. El tigre que en 1910 había soltado Panchito Madero no fue poca cosa: cerca de un millón de personas besaron a la huesuda, y los sobrevivientes de la gran rebelión necesitaban un clavo para agarrarse. Para seguir vivos y cuerdos, necesitaban una esperanza. Las matanzas no podían ser en vano.

Después de 20 años de prédicas, leyes estrambóticas y acciones terribles, era claro que los caudillos no podían estar equivocados: el pueblo tenía que ser idéntico a las imágenes que brotaban de sus sueños. Las marcas de la guerra ya habían sido cuidadosamente borradas o se transformaban en parte del drama que justificaba los sacrificios que se tuvieron que realizar para llegar al final de la historia, al edén donde el mexicano doliente y jodido por fin sería recompensado gracias al extraño sentido de la justicia que animaba al nuevo régimen que, por supuesto, se revelaba como un ogro filantrópico. Costara lo que costara, la Revolución (con mayúscula, como debe ser en estos casos) terminaría por hacerles justicia a todos los mexicanos gracias a los hombres todopoderosos que podían sanar sus almas, y operar los milagros que fueran necesarios para redimirlos. El recuento de los daños vendría más tarde.

La ruta al paraíso era clara y los caudillos mesiánicos la señalaban en sus discursos que siempre guardaban silencio sobre los hechos terribles. Según ellos y sus empleados más leales, la revolución había corrido por cuenta de los grandes hombres que guiaban al pueblo irremediablemente vestido con manta blanquísima, sombreros inmensos y cananas terciadas. Esos valientes —que merecían el bronce, el corrido y una foto de los Casasola— siempre estaban acompañados por las soldaderas que, tal vez sin saberlo ni imaginarlo, se convertían en el más puro ejemplo de la mujer mexicana. Una hembra enrebozada que, además de echar las tortillas, se jugaba la vida con su Juan con tal de llegar a la tierra que mana leche y miel.

En aquellos años, el mito de la revolución también había sido creado y la historia se convertía en una narración casi idéntica al Éxodo: un pueblo elegido que era liberado del terrible faraón que lo esclavizaba sin miramientos. Sin embargo, esta novela no era del todo nueva: los mexicanos ya habían estado en manos de otros faraones y siempre aparecía un nuevo Moisés que estaba dispuesto a llevarlo a la tierra de la gran promesa. En algún momento Hidalgo, Morelos, Juárez, Díaz y los caudillos de la gran rebelión se habían enfrentado a los egipcios y todos se postraron ante la zarza ardiente que les reveló el futuro perfecto: el país independiente que le haría justicia al sueño del cuerno de la abundancia, la nación que rompía con la Iglesia y seguía la ruta de los gringos, el lugar donde el orden y el progreso avanzarían sin límites y, por supuesto, el México de la redención que sería adornado con la retórica de barriada. Si la realidad mostraba otra cosa, era claro que ella estaba completamente equivocada. El país sólo podía ser como lo imaginaban los caudillos.

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Tres víctimas de la revolución que forman parte del silencio y la ceguera. Ninguno de ellos es uno de los muertos heroicos de la gran rebelión en la que sólo participaba el pueblo vestido de manta blanquísima.

Fuente: Elmer and Diane Powell Collection on Mexico and the Mexican Revolution, DeGolyer Library, Southern Methodist University.

En ese mundo maravilloso, cada uno de los mexicanos tenía un destino y una apariencia precisa. Los indígenas tenían la sagrada obligación de

ser idénticos (o por lo menos parecerse muchísimo)

a los que estaban retratados en los murales que adornaban las oficinas de los meros meros. Diego Rivera y sus secuaces tampoco podían estar equivocados. La indiada piojosa y miserable que no se parecía a los retratos apenas podía merecer el asco y la vergüenza. Los indios perfectos quebraban piñatas, jugaban con trompos, hacían fiestas a la menor provocación, montaban tianguis apantallantes y, de puritito pilón, se sentaban a escuchar a la maestra rural que los volvería unos mexicanos por los cuatro costados. Ellos, quisiéranlo o no, estaban destinados a convertirse en los seres que estarían a la altura del reparto agrario y los tractores que algún día llegarían. Y, mientras esto ocurría, no tenían más remedio que conformarse con las tierras flacas y polvosas que les habían tocado. La revolución siempre hacía justicia, aunque algo se tardara en llegar al lugar donde vivían. En el fondo, todo era cosa de aguantar vara. Por fortuna, a los pintores y los fotógrafos del nacionalismo les encantaba mostrarlos con sus rostros hieráticos y la mirada que adivinaba el futuro luminoso. Estos seres, por donde quiera que se le vea, estaban condenados a tener una paciencia tan grande como sus esperanzas.

Ellos, los hijos consentidos de la revolución, sí eran el nexo que unía a la patria con su pasado heroico, exótico y presumible; en cambio, los que pedían limosna en la calle sólo eran una afrenta al gobierno de los alzados. Con cada una de sus acciones, ellos demostraban que nada tenían que ver con los habitantes de las antiguas arcadias que profanaron los conquistadores y los clérigos. Esa indiada seguía necia en ser antinacionalista y revolcarse en las heces del pasado, en las taras que les heredaron los viejos faraones. Las marcas de los guerreros y los frailes que los estupidizaron a fuerza de cadenas y misas, las de los conservadores y los vendepatrias que osaron enfrentarse al zapoteco vestido de frac y las del abominable Porfirio Díaz seguían tatuadas en sus cuerpos y sus almas. Ellos, para acabarla de fregar, eran unos empulcados perdidos y unos fanáticos religiosos que ponían en riesgo el futuro de la raza y la patria. Por fortuna, la revolución era piadosa y, aunque no quisieran, los llevaría a la tierra de la gran promesa a fuerza de chicotazos. A como diera lugar, sus cuerpos y sus mentes debían ser transformados para que se adecuaran a los sueños de los caudillos.

La situación de los mestizos casi era mejor, aunque tampoco le faltaban los prietitos a su arroz. Ellos, desde el siglo XIX, se habían convertido en

los seres idolatrados

que mostraban las maravillas de ser mexicanos a carta cabal. Los varones de la impoluta raza de bronce tenían que ser pachangue

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