Del otro lado del miedo

Mario Guerra

Fragmento

Título

INTRODUCCIÓN

Confiésame cuál es tu miedo más grande

Siempre he pensado que al miedo le hemos hecho muy mala reputación y es precisamente eso lo que ha llevado a muchas personas a tener una mala relación con él, incluso desde la infancia. En lo personal, me causa un poco de conflicto mirar por ahí propuestas, la gran mayoría de corte motivacional, que venden la idea de que el miedo es algo malo, propio de cobardes y que, como tal, habría que evitarlo o, al menos, no demostrarlo para ganarnos un lugar en la vida. Hay quien afirma que tener miedo, o dejar de tenerlo, es una cuestión meramente de voluntad y que si se sufre por él, pues es porque se quiere sufrir.

Sin embargo, el problema no es el miedo en sí, sino la forma, la dimensión, el momento y el contexto en el que éste se manifiesta, lo que puede hacerlo útil o algo francamente dañino. Considero que conviene no verlo como algo que ocultar, el amo a obedecer o, al menos, impedir que sea él quien determine el camino de nuestra vida, porque su papel no es el de guía, sino de protector y a veces de consejero.

Otro problema con el miedo es cómo y de qué lo alimentamos; no pocas veces son nuestras propias fantasías, culpas y remordimientos los que contribuyen a crear una especie de miedo “vitaminado” que se convierte en aquel gigante obeso y terrorífico que habita en la cima de la montaña maldita. Entonces, nosotros terminamos alimentando al miedo y éste, a su vez, a los mitos y leyendas con los que alimentamos de vuelta a nuestra cabeza. Un sistema macabramente funcional, si lo vemos de esa forma.

En estas páginas haré referencia a miedos grandes y pequeños, con el fin de conocerlos, pues pienso que nuestra tarea comienza con lo que yo llamaría los “miedos personales” y a veces “invisibles.” Me refiero a los más cotidianos, que negamos o no identificamos como tales y que nos impiden acercarnos a lo que queremos, opinar de acuerdo con lo que pensamos y expandir nuestros límites y fronteras personales. Por ejemplo, es complicado ver al miedo cuando se oculta tras la máscara del enojo o de una supuesta indiferencia, aunque también cuesta lidiar con él cuando nos dicen que aquello que nos asusta “no es para tanto.” No es lo mismo decir, por ejemplo, a un niño: “No tengas miedo” (una forma de tratar de negar o controlar la experiencia emotiva), a decir: “No hay nada que temer”, con lo que se le empieza a enseñar la distinción entre qué experiencias son objetivamente peligrosas y cuáles no.

Si no comprendemos bien al miedo, no debe sorprendernos que tampoco entendamos con claridad lo que se necesita para relacionarse mejor con él. Se nos ha dicho que es el enemigo a vencer, que lo que se necesita es harta valentía para derrotarlo y después demostrar de manera triunfal a voz en cuello que lo hemos vencido. Ya de entrada si hablamos de “enemigo” y “vencer” estamos estructurando en nuestra mente las condiciones y escenarios en donde supuestamente tendríamos que encontrarnos con el miedo: en una batalla. Volviendo a la valentía, algunos podrán imaginar que alguien valiente es aquel que no siente miedo. A otros les vendrá a la cabeza la imagen de un robusto y enorme guerrero que combate ferozmente a las fuerzas oscuras del mal. Unos más pensarán en alguien que simplemente se lanza a hacer algo que otros no se han atrevido a hacer. Para clarificar, y hasta desmitificar esto, conviene consultar el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, que nos dice el significado de valiente: “Dicho de una persona: Capaz de acometer una empresa arriesgada a pesar del peligro y el posible temor que suscita.” Entonces, se es valiente cuando se es capaz, cuando a lo que se enfrenta uno conlleva riesgo y peligro, pero que aun así es posible sentir temor. En otras palabras, no hace falta arrancarse el miedo para ser valiente, sino ser valiente a pesar del miedo. Tampoco encontramos en alguna otra definición algo que nos haga pensar que hay que ser necesariamente grande de tamaño, musculoso o incluso sabio para ser valiente. Ni que hay que cerrar los ojos y encomendarse a las fuerzas cósmicas con la fe ciega de que todo saldrá bien; hacer esto hará que unas veces nos vaya bien y otras nos vaya mal. La incertidumbre no abona a favor de tener una mejor relación con el miedo.

Para afrontar lo que asusta, simplemente se trata de ser y sentirse capaz (tener o desarrollar aptitudes y talentos) y luego emprender aquello que, objetiva o subjetivamente, represente un riesgo. Para mí, relacionarse adecuadamente con el miedo va más de la mano de la confianza que de la valentía. Confianza en las capacidades propias; en que somos capaces de hacerle frente a lo que surja, al menos en una de tres maneras: evitando, resolviendo o adaptándonos.

No pretendo que este libro sea un tratado exhaustivo del miedo desde una sola perspectiva. Podría centrarme en lo emocional, neurológico, social o existencial. Incluso, podría hacer un capítulo entero para hablar de cada una de las aristas que el miedo tiene y su distinción entre terror, pánico, fobia, ansiedad, angustia o inquietud. Pero no, no voy a hacer eso porque mi idea sobre este libro tiene que ver con hacer de él algo interesante y útil; algo que todos podamos llevar a casa para leer de manera sencilla sin excesivas cargas y recargas.

Tampoco es mi objetivo que este libro sirva como fuente o sustituto de algún diagnóstico o tratamiento médico o psicológico de ningún tipo. Lo que pretendo es abordar los miedos cotidianos, frontales y disfrazados, incluyendo los profundos y existenciales. De lo que no hablaré, al menos no con una intención terapéutica, será de los trastornos de ansiedad, pánico o fobias. Ante la duda de padecer cualquier condición que pueda estar afectando la salud física o mental, siempre es buena idea consultar directamente a un especialista.

Vayamos juntos a lo largo de estas páginas por el camino de la vida poniendo especial atención en los miedos que quizá no has querido ver. Empezando por los miedos comunes, los cotidianos, hasta llegar a tu miedo más grande. Aquel que es como una gran montaña interminable en cuya base está una enorme y escalofriante cueva que debes cruzar para seguir adelante. No hay forma de escalar, cavar o volar hacia el otro lado. Es justo en esta cueva, la cueva del miedo, que escuchas voces, se proyectan imágenes y aparecen ante ti sueños aterradores. Es por eso que no puedes cruzarla, aunque tu corazón te dice que quieres hacerlo, porque en cuanto das el primer paso surge una voz que te grita: “Detente. No te atrevas. Tú no puedes. Vas a fracasar.” Entonces, te paralizas y te quedas justo en la entrada; queriendo cruzar sin hacerlo. El camino de la vida sigue, por supuesto, pero continúa del otro lado, allá en la lejanía donde sabes que están tus sueños, los que vas mirando envejecer conforme dejas pasar el tiempo. Podrías quedarte en ese punto y tener una vida “razonablemente buena”, pero ¿has venido a eso en esta vida? Como no puedes retroceder por el camino, en otras palabras volver al pasado, te las ingenias para estar en un relativo confort acampando justo frente a la entr

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