Río muerto

Ricardo Silva Romero

Fragmento

Todos los finales son designios del Señor, pero no es lo mismo morir que ser asesinado. Salomón Palacios, el mudo que fue mudo desde niño, se dio cuenta de que iban a ajusticiarlo sin piedad a unos pasos de su casa como si estuviera recibiendo una última lección, como si su espíritu estuviera recordando una escena que su cuerpo jamás habría sido capaz de imaginar: «Pero claro que iban a matarme…», pensó. Ya iban a ser las once de la noche de aquel sábado de enero. Venía escuchando «un grande nubarrón se alza en el cielo…» en el camión blanco y pequeño y tembleque que les daba de comer. Andaba con la guardia abajo y ciertas ganas de morirse que no eran para tanto. Y cuando notó su propio fin, rendido e iracundo, sólo supo agarrarse del timón, poner la mirada en la luz nocturna de la ventana de la pieza, rogarle piedad a su mujer por haberla dejado sola y pedirles perdón a sus dos hijos por dejarlos solos con ella: con su tormento y con su furia y con su maña de morirse matando.

No había nada por hacer, no había tiempo de fumarse el último, ni había adónde volver ni en dónde esconderse. El corregimiento de Belén del Chamí, en el municipio de Monteverde, que hasta hoy no ha logrado, ni rogando, aparecer en el suroccidente del mapa de Colombia, quedaba en ese entonces muy, muy lejos de su casa. Y entonces sí iba a morirse e iba a dolerle la muerte porque era seguro que la demoledora locura de ella era el paso a seguir.

Un relámpago entre el monte encendió las siluetas armadas con fusiles y describió los escombros del camino destapado. Hubo una parte de él, tal vez su cuerpo, que alcanzó a preguntarse —y su voz de la consciencia, que no tenía otra voz, era grave— «¿por qué no estoy pisando el acelerador?», «¿por qué no estoy escapándomele a esta muerte?», «¿por qué no corro hacia las lomas que están junto a Belén?». Pero el resto fueron las luces polvorientas y el estrépito del furgón. Fue frenando de a pocos para no llevarse por delante a sus tres, cuatro asesinos. Y luego, cuando su resignación apagó el camión y abrió la puerta y se bajó de un salto a la carretera y notó que iba a morir jadeando de miedo, vinieron los fusilazos en la oscuridad: «Tome por sapo, bobo hijueputa».

Se desgonzó. No se fue atrás como un hombre talado, sino abajo como un hombre sin huesos, como si morir fuera lo mismo que ser asesinado. Cerró los ojos y se dijo «no», pero quería y no podía gritar «ay», unos segundos antes de desfallecer en el suelo cubierto de charcos y de piedras.

Se vio luego a sí mismo, pero no sabía que él era él, ni tenía claro cuál era su nombre, en una selva renegrida y estrecha y viscosa y fétida que le pareció el infierno: puede que lo fuera. Pasó allí días, meses, años: quién sabe cuánto pasó. No se acostumbró nunca a esa oscuridad. No supo jamás de bordes ni de rincones, no fue capaz de avanzar a ninguna parte mientras estuvo sepultado allí —apenas se alzó entre el pantano espeso y helado—, pero se le volvieron un hábito la pestilencia que no se disipaba y el escupitajo que, como una gotera en una pesadilla, le caía desde el techo de aquella enramada que algo tenía de caverna porque allí adentro no llovía. Se descubrió después, aunque puede que «después» no sea la palabra, tratando de ver algo, de ver. Y vio esas ramas pobres y esos insectos pegadizos sin patas y sin alas que reptaban por el fango. Y así consiguió que esa negrura se le fuera volviendo una noche.

Estoy contando lo que me contaron tal como me lo contaron: que a Salomón Palacios lo fusilaron a unos pasos de su casa y murió y fue una cosa sin nombre entre la cerrazón hasta que volvió de la muerte. Que tardó una eternidad en volver, pues el alma recobra la memoria a su propio tiempo, a su ritmo, pero que debe estar por allá ahora, y siempre está, porque la muerte es el verdadero presente y porque ciertos asesinados no se van. Vio su propio cadáver bocarriba, abaleado y pateado y en guardia, junto a los pastos salvajes donde los vecinos echan la basura. Vio a sus asesinos encapuchados subirse a un jeep sin precauciones, sin afanes, como dueños y jueces de un lugar lejos de Dios.

Y, apenas se fueron los verdugos, vio a sus dos hijos corriendo por el camino que iba de la casa hasta la carretera.

Todo le pareció pequeño: la casa, el camino, el furgón. Sintió vergüenza por haberse ido así, de golpe, sin haberlos sacado antes de ahí. Quiso pedirles perdón, perdón por todo. Trató de acercársele a Maximiliano, el de doce años, que siempre ha sabido vivir y ha encontrado amigos y ha tenido fuerza. Tuvo el impulso como un empujón de pararse junto a Segundo, el de ocho, que siempre le ha temido a todo y ha vivido detrás de la familia y metido en sus ideas y mirando al piso. Pero entonces apareció su mujer, la enjuta y nítida y canosa antes de tiempo Hipólita Arenas, haciéndose la fuerte desde la puerta de la casa hasta el lodazal de sangre: como si no fuera raro que le desgarraran a tiros al marido allí nomás, como si siguiera siendo la misma muchacha a la que le daba rabia la tristeza.

Hipólita lloró luego porque no podía ser, porque se habían dicho «nos vemos más tarde» después de la ceremonia en el templo, porque el mudo se había muerto sin haber sido capaz de dejar de fumar, porque sin él, sin su marido, cómo iba a hacer ninguna cosa. Se puso de rodillas con las rodillas desnudas. Se raspó. Sangró. Arruinó su falda de flores. Sostuvo la cabeza de su hombre para que no fuera una cosa muerta y tirada ahí y nada más. Besó su frente y le cerró los ojos y le cerró la boca para que nadie le viera al pobre las calzas de plata. Preguntó a nadie quién fue, quién fue. Gritó adelante y atrás y a los dos lados «hijueputas asesinos: yo los voy es a matar uno por uno apenas los vea, malparidos». Se tragó las ganas de llorar para no darle gusto al Señor, que es cruel y permite semejante dolor. Les dijo a sus hijos «ayúdenme a entrarlo a la casa» cuando cayó en cuenta de que los cobardes de los vecinos —sus únicos vecinos en la nada— estaban mirándolos desde las ventanas de enfrente.

Salomón les pidió perdón a sus hijos mientras llevaban su cuerpo pesadísimo a la casa. Hipólita se lo imaginó pidiéndoles perdón, «yo no sé qué pasó…», «yo jamás pensé…», porque sintió un susurro detrás de su hombro, pero no creyó que fuera verdad, pues los espantos de los mudos tienen que ser mudos. Dijo «habrá que llevarlo a la funeraria de Belén porque dígame qué más hacemos…» apenas vio su cadáver bocarriba sobre el piso de la entrada. Y de pronto —y eso era lo que Salomón se temía: por eso era que él no se podía morir, por eso y por el delirio que vendría después— empujó la escoba que había que cambiarla y abrió la puerta de la casa y se puso a gritarles a los vecinos asomados tras las cortinas «¿qué es lo que miran?», «¿de qué se ríen?» convertida en una loca con un palo.

—¡Jueputa, Salomón, no hice sino decirle que nos fuéramos de este puto pueblo! —gritó dándole un portazo a todo, pero ahí mismo se dijo la expresión que solía decirse—: Pa’ qué.

Salomón Palacio

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