Vampyr. Revamped (Carmina Nocturna 1)

Carolina Andújar

Fragmento

1
El internado

Susana Strossner llegó al internado el último día del que parecía haber sido el octubre más largo de mi estadía en Sainte-Marie. No había parado de llover en dos semanas y el árbol que solía contemplar cada vez que estaba sola en mi habitación se había caído a causa de la borrasca de la noche anterior. Era un árbol formidable que no perdía su denso follaje durante el invierno y parecía quedar solo, presidiendo la colina a medida que el año avanzaba. Siempre se lo veía hermoso e imponente, y yo fantaseaba con subir a lo alto de su copa para ver más allá del bosque que nos separaba del resto del mundo. La madrugada en que cayó a tierra se proclamaba un chubasco aún peor que los de los días anteriores; la lluvia azotaba las piedras con tanta inclemencia que temí que se rompiera el ventanal. Como no albergaba la esperanza de tener un poco más de claridad a causa del mal tiempo, volví a encender la lámpara de aceite que había dejado al pie del tocador. Era mi cumpleaños y tenía un mal presentimiento.

Por más que pensé que tal vez el agua y el jabón perfumado se llevarían los rezagos de una noche llena de sueños intranquilos, no podía desprenderme de la sensación de que algo andaba mal. Me había levantado una hora antes del llamado y faltaba todavía bastante para que saliera el sol. En vista del desasosiego que sentía, empecé a pasearme por la estancia, persiguiendo mi propia sombra. No sé qué hizo que me asomase a la ventana. Tal vez escuché con el alma el llamado de auxilio del árbol a través del fragor que la ventisca provocaba. Los techos de la edificación retumbaban bajo el granizo, y el eco de los truenos recorría los pasillos adyacentes a mi habitación. Hice la pesada cortina a un lado y quedé poco menos que estupefacta frente al espectáculo que ofrecía semejante tormenta: el negro del cielo era surcado a intervalos cada vez más cortos por un rayo incandescente y la vegetación había quedado sumida en la danza desenfrenada de las corrientes del norte. Las montañas se recortaban contra el horizonte con la intermitente claridad de las centellas. Agua y más agua caía, y lo hacía descargando todas las emociones acumuladas de los amotinados nubarrones.

Aún no sé cuánto tiempo estuve de pie allí, tal vez siendo la única espectadora de aquella sinfonía de ira celestial, pero podría haber transcurrido una hora o un minuto. Cuando más furiosa rugía la naturaleza, logrando demostrarme cuán inconsecuente era mi existencia en comparación con su poderío, todo cesó. El agua, el viento y los truenos quedaron suspendidos y reinó el silencio. No se oía el crujir de una hoja ni el tintineo de una gotera solitaria. Una niebla espesa comenzó a deslizarse serpentinamente desde el espacio que se dibujaba entre las dos cumbres más empinadas que había frente a mi ventana y escuché la insinuación de un galopar en la distancia. La cascada de niebla alcanzó mi árbol en un abrir y cerrar de ojos, cerniéndose en torno a él con la forma de una mano blanquecina de dedos largos y huesudos. En el momento en que los dedos de bruma se cerraron, la tempestad se reanudó y no pude ver nada durante algunos minutos.

Ya se anunciaba el alba. Las imágenes que la precedieron estarán grabadas en mi memoria para siempre: un relámpago iluminó la colina donde había visto el árbol quedar envuelto en un blanco sudario. La tierra había sido levantada y mi magnífico amigo había sido despojado de su trono. Como una pieza de ajedrez, yacía tirado sobre el fango con las enormes raíces expuestas, sin la dignidad que su muerte le merecía. Quise gritar, pero me faltó la voz: tuve la escalofriante impresión de que una maldición se proclamaba. El agua teñida de tierra rojiza rodó colina abajo hasta los escalones empedrados, pareciendo mancharlos con la sangre del rey del bosque. Había amanecido, pero la claridad del sol no podría haber disipado la oscuridad que había caído sobre nuestras vidas. Noté que la llama de mi lamparita se había extinguido.

Fue entonces cuando vi el carruaje. Lo tiraban cuatro briosos sementales de largas crines lisas, y se diferenciaba de los coches que solían llegar hasta Sainte-Marie por ser más estilizado y elegante. La madera estaba pintada de un negro muy brillante y hermosos grabados de plata adornaban sus puertas. Las cortinas eran de color rojo borgoña y, a juzgar por la lujosa apariencia de la calesa, adiviné que estaban hechas del más fino terciopelo. El cochero iba vestido de forma impecable pero no pude observar su rostro; el sombrero de ala ancha que llevaba no me lo permitió.

No sabía que esperásemos la llegada de ningún visitante ese día y me sorprendí cuando el coche cruzó el umbral para detenerse frente al pórtico del edificio. El cochero bajó de su asiento de un salto y tiró con fuerza de la soga destinada a tocar la campana que se balanceaba en el intersticio del muro exterior. Lo hizo con decisión y una sola vez. El tañido de la campana nunca me había estremecido antes, siempre me había parecido alegre pero esa mañana me dio una impresión lúgubre, como si hiciese el llamado a un entierro. Al poco tiempo salió la señorita Ricci. Noté que estaba muy agitada. Cruzó un par de frases con el cochero y él pareció interrumpirla, dominando la conversación durante un par de minutos tras de lo cual ella gesticuló con los ademanes de quien recibe una agradable sorpresa. El cochero avanzó hasta la parte posterior del coche y procedió a descargar tres grandes baúles, cada uno más bellamente tallado que el otro, depositándolos con cuidado sobre la estrecha parte seca del rellano de las gradas que conducían a la puerta principal. A continuación, el hombre acomodó las solapas de su abrigo y se enderezó para abrir la puerta de la calesa con talante ceremonioso.

Lo primero que vislumbré fue la delicada punta de la bota que se apoyó en el escaloncito de metal del coche, escapando de los vuelos de unas faldas de riquísima seda negra. Luego se asomó una pálida mano femenina que encontró la que ofrecía el cochero. Lo último que vio ese gris amanecer fue el níveo rostro de Susana Strossner coronado por las cascadas de su cabellera color vino. Y digo que fue lo último que vio pues, desde que Susana llegó, la distante figura del sol permaneció cubierta por un lóbrego manto de nubes y ya no volvió a amanecer.

Esa mañana, cuando descendí a la capilla para la misa diaria, había gran revuelo entre mis compañeras.

—Y tú, Amalia, ¿habías escuchado hablar de ella alguna vez? —preguntaba Carmen Miranda, mi mejor amiga, a Amalia de Piñérez, su compañera de habitación.

—Nunca —replicó Amalia—. Pero según Josefina Alcofrado, la señorita Ricci le dijo a la señora Riedel que su familia es tan inmensamente rica que está comprando todo París. Bueno, todo París es un decir, pero tú entiendes. Me pregunto cómo es que no te la mencionaron siquiera durante la temporada que pasaste allá el año pasado. La habrían invitado a algunos bail

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