Todo va a estar bien

Ricardo Silva Romero

Fragmento

Es la frase más triste de todas las lenguas: “todo va a estar bien”. Describe la esperanza y el anhelo, claro que sí, pero al mismo tiempo reconoce la crisis, la tempestad, el mal momento: todo va a estar bien, señoras y señores, porque ahora mismo no lo está, porque esto que estamos viviendo es un terrible inconveniente, un triste aprieto. Yo se los prometo a todos los animales que se echan en el diván de mi consultorio a contarme sus problemas: “todo va a estar bien, señor”, “todo va a estar bien, señora”. Se lo vaticiné al melancólico perro ovejero que el pasado viernes 13 de mayo de 1983, en una rarísima última sesión del día, se atrevió a confesarme “doctor: perdóneme lo que le voy a decir, pero yo creo que me estoy volviendo hombre, yo creo que me estoy volviendo loco”. Y a pesar de la extraña desaparición de la mascota lanuda que digo, y de las señales descorazonadoras que estaban en todas partes como Dios, le repetí la frase una semana después a su dueña:

—Señorita Aldana: créame que todo va a estar bien —le dije, confiado, a su salida—. Si la vida no se pone mejor dentro de unas pocas semanas, yo le devuelvo todo su dinero.

Y de inmediato agregué: “jajajajajá”. Pero a aquella niña genio, que a los ocho años ya ha terminado la carrera de Matemáticas y dibuja bichos espaciales en una libretita y me mira y me mira como a un retrato al óleo en un museo, no parece divertirle ni siquiera un poco mi elegante, clásico, sentido del humor. No se permitió soltar ni un “jo” de cortesía. Nada. Ni un lamentable “je” entre dientes vino luego.

El caso es que han pasado ya diez días más desde el día en que la conocí. Ya es el jueves 2 de junio de 1983. Usted, sea quien sea, ha tenido la gentileza de abrir este cuaderno hoy. Y yo acabo de empezar a escribirlo porque a alguien tengo que contarle los enredos, los giros y las dudas que he estado viviendo desde que aquel pastor inglés salió corriendo de este despacho, y ya no me cabe nada más en la cabeza. Como vivo solo y jamás salgo de la casa en la que viví siempre con mi hermana Carmencita, que en paz descanse la muy bruja, no tengo nadie más con quién hablar cuando paso del consultorio a la biblioteca, cuando todos se van. Alguien me tiene que acompañar en el viaje que voy a emprender a partir de mañana, a pesar de mí mismo, luego de diez años de no salir de esta casona. ¿No?

Le toca a usted, querido lector, venir conmigo. Haga su maleta. Prepárese. Despídase de los que deba despedirse, y salga.

Lo primero que debo decir, ya que me he propuesto dejar constancia con mi puño y mi letra, en estas 228 páginas, del caso en el que me he visto atrapado, es que yo soy el doctor Jeremías Rey. Lo segundo es que vivo en una Bogotá inverosímil, que dentro de unos años nadie recordará si no la pinto yo ahora mismo, en la que ya nadie usa los guantes, las gafas y los sombreros que usaba la gente de cuando yo era niño, y sólo quedan un par de barrios en blanco y negro y un par de barrios en sepia. Lo tercero es que sólo me gustan un par de personas en el mundo y todo lo humano me da ese hastío que los bogotanos llamamos “jartera”. Y lo último es que la gente suele burlarse de mi oficio.

Y lo mejor que puedo hacer entonces, para explicarlo antes de que usted se imagine cualquier barbaridad, es pegar aquí mismo mi tarjeta de presentación personal:

El viernes 13 de mayo de 1983 fue un día como todos los días hasta que apareció el perro ovejero que le digo. El radio rosado, que era el reloj despertador de mi hermanita, se encendió a la hora a la que ella se levantaba entre semana: 5:00 a.m. Quise abrir los ojos mientras pasaban las noticias: “la película mexicana Eréndira, basada en el relato de Gabriel García Márquez, será estrenada el próximo domingo en el marco del Festival de Cannes”; “un egipcio de 160 años, casado en 1848 y 1902, padre de siete hijos y abuelo de 88 nietos si mal no recuerda, ha puesto un aviso en el periódico Al-Ahram en busca de su tercera esposa”; “el senador galanista Rodrigo Lara Bonilla pidió anoche respaldo a la reforma política propuesta por el gobierno para probarles a los violentos que al poder se llega a punta de votos”.

Noticias, noticias. Apagué el aparato de un palmazo. Vino de los árboles el cantar de los pajaritos, que no saben hablar, y el sonido de El Tiempo deslizándose por debajo de la puerta. Seguí. Di los pasos de todos los días como haciendo una coreografía que sólo veo yo. Me senté en la cama y me dije a mí mismo “otro día, otra vez”. Me calcé las medias con un rotito, que me niego a botar a la caneca, y luego me subí a mis pantuflas felpudas y avancé. Me puse la bata de mi hermana Carmencita, bruja chiflada, para bajar a la cocina en busca del periódico. Puse a hacer el café espeso que me gusta y que sólo puedo hacer yo. Me senté en la mesa de lata que anda coja. Leí el país: “qué bueno es no salir de esta casa”, pensé, “qué suerte”. Leí a Mafalda, a Olafo y a Lorenzo y Pepita, y fue más que suficiente. Ah, hice el crucigrama.

Subí entonces al segundo piso sin voltearme a mirar el comedor familiar: prefiero, si puedo escoger, no abrir tanto esa puerta. Subí. Entré al baño que queda al lado de nuestra habitación. Me afeité en el pequeño lavamanos con el agua hirviendo. Luego me bañé con agua helada. Sufrí mi pequeño ataque de risa debajo del chorro: “jajajajajá”. Me puse uno de los cincuenta trajes grises que tengo, me amarré la corbata vinotinto con puntitos blancos, me peiné los bigotes ensortijados con la peinilla de plata que he tenido desde que era bebé. Metí en el bolsillo la pequeña llave que no abandono por ningún motivo. Me miré en el espejo del baño hasta parecerme a mí mismo. Pero bueno: eso le pasa a todo el mundo.

Bajé a las 6:00 a.m. al consultorio que tengo junto al hall de entrada de la casa. Espié entre las persianas de mi despacho lo que estaba sucediendo en la carrera 8ª: nada. Salvo las ramas de los árboles, nada. Puse en el tocadiscos mi disco rayado favorito: el de Por una cabeza que me da escalofríos. Puse después el lado A de Historia musical de Bobby Capó. Me senté luego en mi escritorio, con mi lupa gigante, a hacer el rompecabezas de Las Meninas que me ha tenido penando desde hace más de tres semanas. Y cuando la luz fue corriendo a lado y lado las cortinas del día, y el cielo se me empezó a meter por entre las rejillas, apareció la señora Figueroa con su cara de que cada día es el más importante de todos.

—Buenos días, doctor —dijo quitándose los guantes—. Si no se le ofrece nada, nada, nada, voy a poner en orden la sala.

Y cerró la puerta muy despacio, segundo por segundo, como si no quisiera despertarme.

A las 6:45 a.m., igual que siempre, la señora Figueroa me envió una taza de té con su intimidante gata de Angora que no para de hablar: la gata Estela. Sé, porque me lo ha dicho y me lo ha repetido con desdén, que ella cree que “esto de la psicología es cosa de perros”. Pero debo decir que siempre me ha tratado con respeto: “permiso, doctor”, “perdone,

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