Octubre en Pekín

Santiago Gamboa

Fragmento

1

El mar de China es un inmenso espejo de pizarra. Opaco, gris. Salpicado por decenas de pequeñas islas y cayos dispersos. Son las siete de la mañana. Una pesada cortina de aire desdibuja, a lo lejos, las fachadas de los primeros edificios. Hace calor. Hay vegetación tropical a las afueras, flores enormes y árboles de sombra. El aeropuerto se llama Kai-Tak y está en la isla de Lantau.

En este mismo lugar se encuentra el monasterio de Po Lin, fundado en 1905 por monjes budistas de varios países del sudeste asiático. En lo alto del cerro hay una estatua de Buda en bronce de doscientas cincuenta toneladas. Un prodigio humano que, a la vez, testimonia devoción y buenas finanzas. La isla tiene una montaña con una elevación de novecientos treinta y cuatro metros sobre el nivel del mar. Su especialidad es el «té de la nube y la niebla».

Una autopista de varios carriles nos conduce a la ciudad, en medio de silos de fábricas, bodegas y enormes edificios. La ruta va saltando de islote en islote a través de puentes colosales. Los barcos de gran calado esperan en el mar. Los remolcadores van y vienen acercándolos al puerto. Otros barcos, más pequeños, van dejando una estela blanca en el agua. Hay, a los lados, viejos depósitos de contenedores húmedos, tragados por el viento salino. Al fondo, en la península de Kowloon —que quiere decir, literalmente, «Nueve dragones», por sus nueve colinas—, comienza la ciudad, pues el nombre de Hong Kong se le da de modo genérico a la suma de dicha península, los New Territories y la propia isla de Hong Kong.

Éste es, pues, el gran puerto de Asia, la ex ciudad británica de China, el rico e industrioso protectorado que lideró el cambio económico de toda la región, y que hoy tiene el mayor porcentaje de automóviles Rolls Royce por habitante de Asia. ¿Tal vez del mundo? Podría ser. La historia de este lugar, que hoy tiene un estatuto especial en el interior de China, es de sobra conocida. Fue concedida a la Corona británica por noventa y ocho años tras las guerras del Opio, como parte de una humillante capitulación del Imperio a Su Graciosa Majestad, que a su vez debió devolverla a Pekín en 1997. Tiene 6,7 millones de habitantes repartidos en setenta y ocho kilómetros cuadrados. Ciento cincuenta mil fábricas. Treinta mil restaurantes. Ciento cuarenta bancos. Según datos de la aerolínea Cathay Pacific, tres millones de celulares se pasean en los bolsillos de los hongkonitas. Además del budismo y el tao, aquí se practica la doctrina del beneficio, del enriquecimiento rápido, obsesivo. Pero se adivina también, al lado de la opulencia, una visión amarga y triste de la pobreza: edificios desconchados, agrietados por la humedad, con la pintura soplada. Torres de cuarenta y cinco pisos erguidas hacia el cielo. ¿Cuántas personas vivirán hacinadas detrás de esas ventanas? Se ven, allá arriba, colgandejos de ropa secándose al sol. En medio de las torres aparecen sórdidos callejones. La avenida llega a algo que podría ser el centro de la ciudad. En Waterloo Road vemos un mercado pobre que huele a vísceras de pez y es como una herida en el rostro. Rostro lleno de llagas, pero también de ojos luminosos.

Los que vienen conmigo en el transporte del aeropuerto observan inquietos el panorama. En sus comentarios hay desilusión. Esperaban, sin duda, el Hong Kong de las viejas películas. Hombres de faldellín y gorro triangular empujando rickshaws; brazos de agua repletos de sampanes. Pagodas. Eso esperaban y se encuentran con esto. Pero Asia es así. La gente anda en jeans. Los edificios no difieren mucho —excepto por su altura— de los de las barriadas periféricas de Londres o París. Este tipo de turista odia el desarrollo, saber que los «nativos» del pintoresco país al que llegan tienen seguro de vida y tarjetas de crédito.

El hotel en el que me alojo se llama Royal Plaza —lo elegí por ser el nombre de un cine de Bogotá—, y resulta ser otra de esas inmensas torres. Tiene ciento cuarenta habitaciones por piso, y, por estar en una colina, sólo tiene dieciocho niveles. Es un hotel de cuatro estrellas que obtuve a bajo precio gracias a los convenios de la aerolínea con los pasajeros que están de tránsito en Hong Kong. Su recepción, llena de dorados, fuentes con luces de colores y ujieres de librea, haría las delicias de cualquier «nuevo rico», pues su estética parece extraída de los sueños faraónicos de un narcotraficante de Medellín, de un mafioso siciliano, de una estrella de Hollywood. Brilla el cobre sobre el mármol. Un hilo musical trae al oído los sones de una alambicada melodía oriental. Hay espejos en el techo y las paredes. Los empleados tienen una actitud servil hacia los huéspedes, con venias y sonrisas. Las columnas del lobby tienen capiteles corintios en mármol negro y lirios de oro engastados, haciéndole juego a reproducciones de la Venus de Milo en alabastro. Un espeso tapete rojo sangre atraviesa los portales de la suntuosa entrada y llega hasta el andén, donde paran los taxis para dejar a sus pasajeros.

El destino final de este viaje es Pekín, pero pensé que sería bueno conocer antes a los chinos ricos de esta «posesión insular», como llama a Hong Kong el escritor Timothy Mo. «China se desarrolla del océano hacia el interior», le oí decir alguna vez a un empresario en Roma. Aquí el idioma chino va a la par con el inglés, lo que es una gran ayuda. Por todas partes se ve la influencia británica, empezando por el timón a la derecha de los carros.

El hotel está situado en la colina de Mongkok, en Kow­loon, sobre la ruidosa Prince Edward Road. El paisaje urbano, ese barroco asiático que también puede verse en los centros populosos de Bangkok o Singapur, adquiere aquí proporciones inusitadas. El comercio es el rey. Parece no haber una puerta, un centímetro de calle que no sirva para ofrecer mercancías a los transeúntes. Cachivaches, juguetes, tiendas de informática, televisores, radios, relojerías, picanterías y tiendas de comida, ventas de cigarrillos y periódicos. Hong Kong tiene el mismo calor tórrido del trópico, y por eso al dar un paso hacia cualquiera de estos comercios se siente el golpe frío del aire acondicionado. La zona de Mongkok es toda así, pero al caminar hacia Nathan Road, la arteria comercial más importante de Kowloon, encuentro algo aún más sorprendente. Los comercios, en su lucha por llamar la atención, despliegan sus avisos con largos brazos de hierro hasta el centro de la calle. Son paneles de todos los tamaños y colores, alineados uno detrás del otro, con vistosos caracteres chinos. Los brazos que los sostienen dejan ver cables eléctricos oxidados y cubiertos de caca de paloma. Son cientos y cientos. El resultado es una clamorosa claustrofobia. Un túnel de colores vivos que recubre la avenida de lado a lado, como una selva.

Un tridente de calles, la Fu Yuen, la Tung Choi y la Sai Yeung,­ forman un abigarrado mercado de peces, mariscos, grano, legumbres y fruta fresca. Los olores a especias se mezclan con el aroma de vegetales descompuestos, apilados en los bordes de las calles. Peces de todos los tamaños son lavados con chorros de manguera entre los gritos de los vendedores, que anuncian su mercancía gesticulando. Hay también fritanguerías de saté, los pinc

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