Los nombres de las cosas que allí había

Antonio Skármeta

Fragmento

Un hombre de principios

Un hombre de principios Juan Villoro

La vocación literaria pertenece a las rarezas del mundo. De pronto, una chica o un joven tienen la mente llena de pájaros que no saben dónde acomodar; algo indefinido pide alzar el vuelo y dispersarse para manchar el sol con caprichosos aleteos. Ese impulso suele venir de una carencia, los muchos huecos que definen la vida adolescente, pero también de un estímulo externo, lo que dijo un amigo, un verso de lumbre a mitad de un libro, una melodía que pide ser narrada.

Los cuentos de Antonio Skármeta abordan la misteriosa iniciación literaria. El entusiasmo, libro con el que se dio a conocer en 1967, es atravesado por una pregunta esencial: ¿cómo hacer que la vida se convierta en ars poetica? «El joven con el cuento», que abre esta antología, trata de un muchacho que desea escribir. Para lograrlo, se aísla en la precaria cabaña de una playa; la soledad debe provocar su iluminación creativa. En estado de filosófica plenitud, afirma: «Sé cómo ser un hombre quieto». Sin embargo, el auténtico impulso para escribir viene del inesperado contacto con otras personas, de un temor que poco a poco se convierte en afinidad. Cuando finalmente tiene una idea es porque ya la ha vivido. De manera impecable, a los veintisiete años Skármeta revela la forma en que la experiencia se trasvasa en imaginación, la esquiva sustancia de la que proviene la literatura.

Otro relato de ese mismo libro, «Entre todas las cosas lo primero es el mar», describe a un escritor en estado larvario. Su vida es una especie de siesta antes del despertar definitivo. No parece tener muchas cosas a su favor, pero confía en el mar.

Skármeta presenta sus cartas credenciales en El entusiasmo. Un cuento de ese libro representa una suerte de currículum emocional. En «La Cenicienta en San Francisco» no sólo el protagonista es un principiante, sino incluso el país del que proviene. Una estadounidense pregunta cuánta gente cabe en Chile. El narrador en primera persona responde que ocho millones, agrega que a esa población le falta lo mejor y sobreviene el siguiente diálogo:

—¿Están tristes acaso? ¿No están contentos?

—No están contentos —dije.

—¿Por qué?

—Porque nunca están contentos.

—¿Por qué?

—Porque están empezando, por eso.

En una carta a un amigo, el poeta mexicano Carlos Pellicer escribió: «Tengo veintitrés años y creo que el mundo tiene mi misma edad». Los cuentos de Skármeta están marcados por una idéntica convicción: el país, el mar, el sol, el oficio, son cosas que comienzan. Con voluntad adánica, el protagonista de «El joven con el cuento» dice: «En cuanto estuve en la roca, me paré sobre ella y dije los nombres de todas las cosas que allí había». El entorno es bautizado como si iniciara su existencia. El narrador no sabe lo que ocurrirá, pero quiere decirlo. En forma estimulante, convierte la incertidumbre en técnica. A punto de arrancar, descubre la belleza de no estar seguro de nada.

En «Relaciones públicas», el rito de iniciación hace referencia a un trance decisivo: el paso del odio al afecto. Una obligada rivalidad física se transforma en voluntaria complicidad emocional.

Para su segundo libro, Desnudo en el tejado, que ganó el Premio Casa de las Américas de 1969, Skármeta ya dominaba dos registros estilísticos fundamentales: los relatos de tramas rápidas que se dirigían a un certero desenlace y prosas líricas donde la anécdota era ante todo una oportunidad para que las metáforas se exaltaran hasta la alucinación.

«Basketball», «El ciclista del San Cristóbal» y «A las arenas» pertenecen a la primera categoría, pero incluyen pasajes de éxtasis en los que el lenguaje se desboca. El ciclista pedalea en sensual desafío al cosmos: «Y de un último encumbramiento que me venía desde las plantas llenando de sangre linda, bulliciosa, caliente, los muslos y las caderas y el pecho y la nuca y la frente, de un coronamiento, de una agresión de mi cuerpo a Dios, de un curso irresistible, sentí que la cuesta aflojaba un segundo y abrí los ojos y se los aguanté al sol».

Con Chéjov, Hemingway y Saroyan, Skármeta aprendió a servirse de tramas esenciales, pero incorporó ahí momentos de «locura» poética. Si algunos de los mejores relatos de Cortázar se ubican en una región de umbral, donde lo verificable roza lo fantástico, Skármeta, que dedicó su tesis de maestría al escritor argentino, enrarece la realidad de otra manera, dotándola de exaltación poética.

Quienes comenzábamos a escribir a principios de los años setenta del siglo pasado encontramos en él a un joven gurú. Nada mejor para un aprendiz que un maestro cuyo tema obsesivo es el arte de comenzar.

La primera frase de Desnudo en el tejado (1969) confirmó a Skármeta como un experto en los inicios: «Además era el día de mi cumpleaños». Yo ignoraba que una historia podía arrancar in media res («en mitad de la cosa»). La acción ya ha comenzado y el lector la «interrumpe». Aquella desconcertante primera línea despertaba la curiosidad: ¿además de qué?, ¿qué podía haber sucedido antes?

En 1973 subrayé este pasaje en el tercer libro de Skármeta, Tiro libre: «Pienso: cuando sea grande voy a saber qué decir en estos casos; voy a tener la jeta llena de palabras; dejaré de agazaparme como un gato, de manosear los libros y la sombra». El narrador se refiere a la dificultad de confiarle sus sentimientos a una chica. Supongo que me identifiqué con ese desafío, pero también con el deseo de que el futuro me otorgara la elocuencia que no podía tener entonces.

Los jóvenes de Skármeta son páginas en blanco, borradores de sí mismos, prólogos de vidas por venir. En el futuro habrá palabras. La paradoja es que quienes no tienen nada que decir son dichos con maestría. El tartamudeo de los personajes es la elocuencia del narrador.

Un expediente personal

Leer en el momento preciso a un especialista en los inicios resulta decisivo para un futuro escritor. Recurro al testimonio autobiográfico para que se entienda mejor el impacto que Skármeta tuvo a fines de los sesenta y principios de los setenta en el contexto latinoamericano. En 1971 cumplí quince años y mi mejor amigo me recomendó un urgente manual de autoayuda para conquistar chicas y sobrevivir al restrictivo mundo de los mayores: la novela De perfil, de José Agustín. La trama se ubicaba en un barrio de clase media muy parecido al mío y los predicamentos del protagonista eran los mismos que no me atrevía a confesar. Un espejo interior que reflejaba anhelos, zozobras, oportunidades perdidas. Entendí, por primera vez y para siempre, que el principal personaje de la literatura es el lector.

Ningún libro me había incluido de ese modo. Esta epifanía me hizo decirle a mi mejor amigo mientras circulábamos en un tranvía: «Voy a escribir». Me vio como si hubie

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