Mi diablo
Conferencia inaugural del Ciclo de las Letras del Centro Cultural San Martín, Buenos Aires, leída el 11 de abril de 2017
Revista de la Universidad de México
Junio de 2017
Escribo como si boxeara. Hay una rabia infinita dentro de mí, una violencia infinita dentro de mí, una nostalgia infinita dentro de mí, una furia infinita dentro de mí, un arrebato ciego dentro de mí. Porque siempre, siempre, siempre, escribo como si boxeara. O, mejor, ¿por qué, siempre, siempre, siempre, escribo como si boxeara?
Hace días que intento encontrar una escena, la escena primigenia, el momento en que todo comenzó. Y no la encuentro. Seguramente porque esa escena no existe. Recuerdo, apenas, una calcomanía a medias rota, pegada en los azulejos de la cocina del pequeño departamento alquilado de la calle Narbondo de la ciudad de Junín en el que vivía con mis padres. Yo no debía tener más de cuatro años pero recuerdo esa calcomanía —una casita de tejados rojos que habría pegado allí algún inquilino anterior—, y recuerdo que, mirándola, encontraba cierto solaz, cierto refugio, como si el mundo pudiera condensarse y desaparecer dentro de las infinitas posibilidades de vida que yo imaginaba en esa casa —y que he olvidado por completo, aunque no olvidé la sensación de haber imaginado cosas—, y recuerdo también a mi padre sentado a mi lado en la cama, antes de dormir, leyéndome en voz alta las historietas de Larguirucho, del pato Donald, de la pequeña Lulú, y que fue así como descubrió que me había quedado sorda porque me hacía preguntas sobre lo que acababa de leerme y yo seguía con la vista fija en las tiras, sin responder. La sordera no duró mucho, pero me pregunto ahora si era sordera o si ya era todo lo que fue después: abstracción, abducción, inmersión en esos mundos a los que yo agregaba fantasía y que, ingenuamente, creí construir cuando en verdad era víctima de ellos: cuando esos mundos me construían a mí.
Pero todo eso no importa. Es un comienzo falso, innecesario. Algo que escribí sólo porque no quería ir directo al tema. Porque el tema implica revolver armarios viejos, hundir los dedos en el polvo de fantasmas pasados, revisar tiempos remotos para entender algo imposible: qué cosas hubo que leer y escuchar y ver —y pasar— para que esto —este oficio de escribir— resultara en algo con voz y mirada propias. De modo que no vengo a preguntarme cómo fue que empezaron las cosas sino quiénes fueron mis maestros y mis héroes: aquellos que, con su forma de ver el mundo, construyeron —y construyen— mi forma de verlo y de contar. Vengo a preguntarme qué materiales hay en lo que escribo, y por qué son esos y no otros, y de dónde provienen. Qué hay en ese tejido en el que se mezclan una infancia de apache en un pueblo de provincias, la melancolía de todos los domingos de la tierra, la esquizofrénica biblioteca de la casa de mis padres, el combinado de mi abuela en el que escuchaba tanto a Beethoven como a las estrellas del festival de San Remo, las revistas como El Tony y D’artagnan que consumía cual drogadicta, las noches de invierno cazando liebres en el campo con escopeta de dos caños a bordo de un Rastrojero azul y las tardes de verano amarillas y celestes en la pileta del Golf, haciendo la plancha boca arriba, encandilada por el sol, sintiéndome tan feliz que, en el fondo, era como estar triste.
Por entonces tenía algunos héroes. Jackaroe, por ejemplo, un personaje de historieta guionado por Robin Wood, cuyo nombre se traducía como «Viento de la noche», un hombre hermoso y rubio, de patillas largas, criado por los indios de América del Norte, que tenía una puntería escalofriante, era parco y nómade y vagabundeaba por el oeste americano, primero buscando revancha de quienes habían aniquilado a su familia y después, supongo, sólo por vagabundear. Ni indio ni blanco, ni de aquí ni de allá, yo soñaba con ser como él, vivir de lo que llevara en mis alforjas y vagar sin rumbo. Otro de mis héroes de historieta era Nippur, un guerrero sumerio que había abandonado Lagash, la Ciudad de las Blancas Murallas, luego de que fuera invadida por el pavoroso rey Luggal-Zaggizi. Exiliado eterno de un sitio que añoraría siempre, Nippur sólo tenía una espada, sed de venganza y errancia impenitente. A ellos se sumó, poco después, el héroe magno: el Corto Maltés. Iba a escribir «el personaje» de Hugo Pratt, pero me cuesta decirle personaje porque, como a otros —Madame Bovary, Frank Bascombe—, lo conozco más que a mi vecino del segundo piso. De todas las cosas que me gustaban del Corto (que anduviera ligero de equipaje, que fuera tan parco y tan valiente, que no tuviera casa ni ataduras, que se sacudiera la adversidad de los hombros como si la adversidad fuera un pequeño inconveniente), la que más me gustaba era que, como había nacido sin línea de la fortuna, se la había hecho él mismo con una navaja, cortándose la palma de la mano, como quien dice: «El destino soy yo: yo me lo hago». Ahora, con el correr de los años, me pregunto si no he terminado siendo una mezcla de todas esas cosas: un cowboy que necesita poco, un errante con hogar establecido, alguien que anda con la navaja en el bolsillo dispuesto a hacer destino por mano propia.
Esa era yo, con ocho, con nueve, con diez años: una chica que leía historietas y libros que me daba mi padre: Horacio Quiroga, Ray Bradbury, la colección amarilla de Robin Hood, Juan José Manauta, pero también Ian Fleming, Arthur Hailey, Wilbur Smith o René Barjavel, un escritor francés que se había hecho famoso con una novela llamada Los caminos a Katmandú y que me permitieron leer porque juré que pasaría por alto las páginas marcadas como prohibidas en las que había escenas de sexo, páginas que leí con dedicación. Mis primeros años como sujeto consumidor de artefactos culturales muestran esa mezcla a la que hay que sumarle el cine seis veces por semana para ver películas de la Hammer, westerns de toda laya o films de Leonardo Favio; una abuela alemana como un sol nervioso que me enseñó a ser tozuda y libertaria siendo, ella misma, tozuda y libertaria; y dos padres muy distintos entre sí: un ingeniero químico lector, aventurero contrariado que había partido a buscar oro a Brasil a los diecisiete años, escapando de su casa de niño rico, que ponía Cavallería rusticana a todo dar en el Winco de casa y era muy dado a la melancolía; y una madre hija de almaceneros sirios con vocación de ama de casa, que adoraba a Joan Manuel Serrat, María Elena Walsh, Julia Elena Dávalos, Los Chalchaleros, Julio Sosa, Cafrune, Pat Boone y Joan Báez, que detestaba a Marilyn Monroe porque la encontraba vulgar, y que decía que una señorita siempre tenía que tener tiempo para hacer sus cosas, donde «sus cosas» eran arreglarse las cutículas, ir a la depiladora y coser el ruedo de una falda.
No sé exactamente cuándo empecé a escribir. Supongo que cuando fui capaz de hacerlo de corrido. Eran poemas de amor y cuentos de ciencia ficción que trataban de imitar el estilo y las tramas de Ray Bradbury. Escribía en un cuaderno marca Gloria, en mi cuarto, en un escritorio rebatible que salía del placard, alumbrada por una lámpara de tulipa redonda que tenía dibujada la cara de un gato. Ese espacio y ese momento eran respetados por mis padres como si yo estuviera en misa. Imaginen el cuadro. Una nena que, después de jugar todo el día —porque jugaba todo el día—, se encierra en su cuarto y empieza a escribir; una nena a la que, cada tanto, se le pregunta «¿qué estás escribiendo ahora?», como si la nena fuera un escritor de fuste. Si escribir es una pelea continua contra tantas cosas —contra la procrastinación, contra el pánico a que se agote la fuente de donde todo viene, contra el temor a ya no ser nunca mejor de lo que uno ha sido—, esos padres fueron, sin saberlo, maestros, alentando la idea de que la escritura era mi mundo privado, lo más íntimo de mí: algo que había que respetar.
Sin embargo, quizás con idéntica inconsciencia, y siendo yo aún muy chica, mi padre hizo cosas raras. Me leyó, con aire apesadumbrado, aquel poema de Gustavo Adolfo Bécquer que es cualquier cosa menos un poema de amor:
Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a sus cristales
jugando llamarán.
Pero aquellas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha a contemplar,
aquellas que aprendieron nuestros nombres…
esas… ¡no volverán!
Y, con la misma voz pesarosa, me expuso reiteradas veces a otro poema, «El cuervo», de Edgar Allan Poe:
Deja mi soledad intacta
[…] Aparta tu pico de mi corazón
y tu figura del dintel de mi puerta.
Y el Cuervo dijo: «Nunca más».
Rastrear qué marcas dejaron en lo que escribo esas dos lecturas tempranas sería inútil, pero sé que me inyectaron la lucidez atroz del paso del tiempo y de las oportunidades perdidas, que me inocularon con la pérdida total de la esperanza y la evidencia de que la voluntad no sirve para casi nada cuando hay que avanzar por el desfiladero del destino, y que construyeron una forma de ver el mundo en la que cosas como la candidez o la inocencia ya no serían posibles.
Más fácil es rastrear las marcas de otra lectura fundamental de aquellos años. Un día, en la mesa, después del almuerzo, mi madre recitó un poema:
Hombres necios que acusáis
a la mujer sin razón,
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpáis.
[…]
Opinión ninguna gana,
pues la que más se recata,
si no os admite, es ingrata,
y si os admite, es liviana.
Yo pregunté qué era eso, me dijeron Sor Juana Inés de la Cruz, y me fui directo a buscar entre los libros del colegio secundario de mi madre, que guardábamos en la biblioteca y de donde yo leía, como una posesa, a Góngora, a Quevedo, a Lope de Vega, a Lorca, a Miguel Hernández y a Machado. El poema parecía escrito para mí, alguien que empezaba a crecer en un pueblo en el que el combustible que hacía avanzar la relación entre ambos sexos era la hipocresía. En Junín, el prestigio de una chica podía aumentar o irse al cuerno exactamente con el mismo acto: permitir que un varón te diera un beso de lengua. Las cocardas o deméritos del prestigio femenino fluctuaban dependiendo de la situación o del chico, de la cantidad de tiempo que hubieras pasado con él, de dónde te hubiera dado el beso: si en tu casa, si en un auto, si en el cine. A veces la misma cosa estaba bien o asquerosamente mal. Hace un tiempo escribí, en el diario El País, una columna llamada «Siete menos», que decía: «En Colombia nos arrojan ácido, en Chile nos arrancan los ojos, en mi país nos prenden fuego. Cada quien cultiva sus bestias. Los hombres nos matan. Nos matan, también, otras cosas. Nos mata la leche infectada que tragamos a diario y que hace que (a todos) nos parezca normal que en las publicidades las mujeres laven ropa y los hombres salgan a conocer el mundo. Que hace que nadie encuentre rastros de sumisión jurásica en la frase (repetida por hombres y mujeres) “tener un hijo es lo más maravilloso que puede pasarle a una mujer”. Que hace que los periodistas sigamos prohijando artículos sobre “la primera mujer conductora de metro” como quien dice: “¡Miren: no son idiotas, pueden accionar palancas!”. Que hace que el cuerpo de una hembra joven parezca más vulnerable que el de un macho joven. Que hace que si dos mujeres viajan juntas se diga que viajan “solas”. Nos mata esa leche infecta que, más que leche de cuna, parece una profecía sin escapatoria». Cuando leo esas cosas, reconozco la sublevación satánica que sentí al leer los versos de Sor Juana, y sé que encendieron —y aún alimentan— esa furia sagrada dentro de mí.
¿Pero de dónde viene, por ejemplo, mi voluntad casi maníaca de ir contra el prejuicio y el lugar común: de dónde sale el aparato de demolición de mis propios preconceptos que hace que, si tuviera que entrevistar a Karina Jelinek, no daría por sentado que fuera tonta, así como no di por sentado, cuando fui a entrevistar a Nicanor Parra, que fuera un genio? ¿Tiene eso que ver con haberme criado en un pueblo donde el pasado condenaba a todo el mundo, donde la gente que a mí me parecía interesante era, para los demás, reprobable o peligrosa? A veces los maestros no son un hombre ni una mujer sino una circunstancia: un espejo deforme al que no queremos parecernos y al que, en cierto modo, buscamos destruir.
Poco después leí a Rimbaud. Me enamoré de él con un amor físico y duro. Iba con mi ejemplar de Una temporada en el infierno a todas partes, y repetía aquello de «Toda luna es terrible, y todo sol amargo» como si a los trece alguien pudiera entender el significado de esos versos. Vivía, como los locos, en dos mundos. En uno era buena alumna, tenía amigos, salía a bailar, me enamoraba. En el otro, leía al Arcipreste de Hita en español antiguo y a T. S. Eliot sin saber inglés, y aquello de «A Cartago llegué entonces. Ardiendo, ardiendo, ardiendo, ardiendo. Oh, Señor, tú que me arrancas. Oh, Señor, tú que arrancas ardiendo», me elevaba en una inspiración golosa, voraz, masturbatoria. Leía por encima de mis posibilidades con una emoción retráctil, intentando llevar esa épica, ese dolor y esa oscuridad a lo que yo misma escribía. No sé cómo pasé de aquellos primeros poemas y cuentos a vivir en estado de escritura, pero de pronto todo —todo: las películas que veía con mi padre y el ruido blanco de las chicharras en el campo y mi madre regresando del fondo de la casa con los brazos repletos de jazmines y los poemas de Lorca y las sábanas que lavaba mi abuela en la terraza y que chorreaban agua como si perdieran sangre— empezó a producirme unas ganas casi sexuales de escribir. A mis trece, a mis catorce años, la escritura caminaba dentro de mí como un fuego violento, y eso era bueno pero a veces también era triste y sórdido y solitario. Ninguno de mis amigos volvía de bailar en la madrugada y se ponía a escribir. Ninguno de mis compañeros iba al colegio con un libro de Conrad bajo el brazo. Nadie prefería leer a Góngora que ver la telenovela de las cinco.
Y entonces conocí al hombre en su cueva.
¿Un maestro es, inevitablemente, un héroe? El señor Equis fue un maestro que no quise, y no es, ni fue, mi héroe. Pero es un maestro al que no renunciaría. Llegué a él por un curso de fotos que dictaba su mujer. Ella me pidió que le mostrara algo de lo que escribía y le leí de mi cuaderno Gloria, que siempre cargaba conmigo, un texto de no ficción, quizás el primero que escribí: era el registro implacable de una tarde de verano en la que un chico guapo, al que había conocido en una discoteca la noche anterior, me había dejado plantada en una plaza de Junín. Después de escucharlo, me dijo: «Mi marido da talleres literarios. ¿Me dejás el cuaderno para que lo vea?». Le dije que sí. Al final de la siguiente clase apareció él: el señor Equis. Tendría unos cincuenta y cinco años. Quizás sesenta. Quizás cuarenta y cinco. En todo caso, yo tenía quince y él era una belleza malévola. Me dijo que le había gustado mi texto y me ofreció asistir a su taller. Imaginé un grupo de gente en torno a una mesa con facturas y café, pero pronto descubrí que sólo consistía en que él y yo nos encontrábamos a última hora de la tarde en el comedor de su casa, repleta de muebles y libros, hasta que algo —usualmente un llamado exasperado de mis padres exigiendo que regresara— nos interrumpía. Nunca salíamos a la calle, nunca íbamos a un café y, si tocaban el timbre o sonaba el teléfono mientras estábamos juntos, él no atendía. En cada encuentro, yo leía lo que había escrito y él me daba su opinión que, al principio, siempre era buena. Un día me recibió con diez hojas escritas a máquina tituladas: «Para una leve cultura general». Era un listado de libros. Me lo extendió y me dijo «Fijate y decime qué leíste». Figuraban el Cándido, de Voltaire; el Adolfo, de Benjamin Constant; Thaïs, la cortesana de Alejandría y La isla de los pingüinos, de Anatole France; Lo rojo y lo negro y La cartuja de Parma, de Stendhal; la Antología de la literatura fantástica, de Bioy, Borges y Silvina Ocampo; Nabokov, Dostoievsky, Faulkner, Flaubert, Mauriac, Bioy Casares, Kant, Melville, Joyce, Heidegger, Freud, Sartre, Camus, Simone de Beauvoir, Cortázar, Antonio di Benedetto, Truman Capote, Kafka, Chejov, Rulfo, Rodolfo Walsh, Guy de Maupassant, Par Lagerkvist, Alejandro Dumas, Mario Vargas Llosa, Julio Ramón Ribeyro, Manuel Puig, Balzac, cien más. Recorrí las páginas y dije, en un par de ocasiones, «Este lo leí». Al terminar me dijo, burlón: «¿Viste? No leíste nada». Y entonces empezó la tarea: un trabajo de demolición. El señor Equis pudo haber sido la espada de mi muerte pero fue, en cambio, la piedra de mi templanza. Yo llegaba cada lunes en mi enorme bicicleta color mostaza, las botas de gamuza por fuera del jean, el suéter amplio, y él me decía que, así vestida, parecía «una chiruza». Yo no le hacía caso. Después, comentábamos el libro que tocaba leer esa semana. Él me hacía preguntas que yo siempre respondía mal. Me preguntaba, por ejemplo: «¿Qué es Tadzio en Muerte en Venecia?», y yo respondía: «Un chico», y él me decía: «No entendés nada». Un día le comenté que Meursault, el protagonista de El extranjero, me había parecido un pavote que se había metido en problemas por un golpe de calor, y me dijo: «Ese es un comentario de ignorante». Yo me enfurecía, pero sobre el terreno de mi enervamiento él esparcía sus esporas y me hablaba de Camus y del existencialismo y de la moral y de la culpa durante un buen rato. Un día me dijo: «Vos sos un diamante», y me puse contenta. Enseguida agregó: «Como el diamante, estás en bruto».
Nada de todo eso me daba vergüenza: más bien, alimentaba un odio hermoso, refulgente. Cuando yo creía que había aprendido algo, él saltaba enfebrecido sobre mi yugular y abría otro canal por el que sangraba una hemorragia de ignorancia plena.
El señor Equis me hizo leer los clásicos a una edad en la que uno sólo debería leer a los clásicos; me enseñó el respeto por la disciplina y por la tradición, diciéndome que no podía leer a Cortázar sin saber quién era Chejov, y que aunque lo que Cortázar escribía me pareciera fácil, era producto de horas de tecleo sobre la máquina. Hablaba de los autores como si hubieran sido sus amigos: «Había un fulano que se llamaba Kant», decía, o «¿Sabías lo que hizo Joyce el día que la Gisèle Freund se le presentó en la casa para sacarle fotos?». Y yo, que a duras penas sabía quién era Joyce y que no tenía la menor idea de quién era Gisèle Freund, decía: «No», y él respondía: «¿Ves que no sabés nada?», pero a continuación me contaba la historia. Para el señor Equis no había nuevos sin viejos, vanguardistas sin perimidos. Así, me hizo leer enterito a don Miguel de Unamuno, a Ortega y Gasset, a Leonormand, a Jean Cocteau y a Jardiel Poncela. Me recitó en latín y en griego, idiomas que yo no entendía, sólo para que conociera la música de esas lenguas; y me enseñó la historia de la fotografía y del cine: de él escuché, por primera vez, el nombre de Diane Arbus, y si mis padres repetían que Bergman era «un sueco aburrido», el señor Equis me hizo leer los guiones de sus películas en una edición de Sur, que me regaló y que conservo y dentro de la cual hay una antigua hoja de nogal reseca, y después me preguntó si Cuando huye el día me parecía el producto de un «sueco aburrido». Tenía dos lemas. Uno, que había tomado de Descartes: «Bien vivió quien vivió oculto». El otro, supongo que inventado por él, era: «Entre la espada y la pared siempre se puede elegir la espada». Esas dos frases me recuerdan hasta hoy que mi labor no es brincar de fiesta en fiesta sino permanecer oculta y escribiendo, y que hay que responder con el cuerpo, el alma y la cabeza a las consecuencias de todo lo que hacemos —a las consecuencias de todo lo que escribimos— porque la vida es en picado y sin excusas. Pero lo más importante que hizo por mí el señor Equis fue decirme, un día: «Yo sé lo que te va a pasar a vos: si no lográs vivir de la escritura, vas a ser una infeliz». No dijo «una persona infeliz». Dijo: «Una infeliz». Y yo tomé nota y entendí la diferencia.
Para entonces, hacía rato que ninguno de mis textos le gustaba tanto como le había gustado aquel del principio, el del plantón en la plaza. Pero si mi escritura no era lo que él esperaba de mí, sí era lo que yo esperaba de mí. Con enorme soberbia juvenil, con una seguridad que salía de las profundidades de una tozudez de abismo, yo no dudaba. Y me había transformado en alguien peligroso: estaba empeñada en deslumbrarlo.
Un día escribí un cuento. Un cuento imposible para una chica de mi edad: una voz masculina hablaba de una mujer, y decía cosas sobre esa mujer y sobre su relación con ella que eran las que podría haber escrito un hombre de cuarenta años con dos o tres matrimonios encima: no alguien de quince con unos novios mansos en su haber. Llegué a su casa, se lo leí y se quedó mudo. Me dijo «Es perfecto». Y yo sentí que ese era el final de la batalla.
Un par de meses después llegué hasta su casa en bicicleta, toqué timbre. Él salió, sorprendido. Yo nunca llegaba sin avisar: no se podía. Le dije que me iba de vacaciones con mis padres, que estaría ausente por dos de semanas. Me miró con sus ojos azules de lobo del ártico y me dijo, rabioso: «Vos no vas a volver». Le dije: «¿Qué decís?». Y él me dijo: «No se dice “qué decís”. Así hablan las chiruzas». Le dije: «Me gusta viajar». Y él, con un rencor que sólo el paso de los años me permitió entender, me hizo una pregunta que todavía me persigue: «¿Para qué viajás: para mirar paisajes?». Después cerró la puerta y yo me fui. Pasé dos semanas en Uruguay, leyendo a García Márquez como si quisiera borrar las huellas de un crimen, y no volví a verlo nunca más.
Hasta que en los primeros años de este siglo, durante la presentación de un libro que acababa de publicar, lo vi entre el público. Esperó a que todo terminara y, cuando no quedaban más de dos o tres personas, se acercó. Me saludó, me felicitó, y me dijo tres palabras en latín: las tres primeras palabras de los versos que solía recitarme décadas atrás, y que son el comienzo del poema fúnebre del emperador Adriano: «Anímula vágula blándula»: «Pequeña alma, cambiante y vagabunda, huésped y compañera de mi cuerpo, / descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y desnudos, / donde habrás de renunciar a los juegos de antaño». Yo le firmé el libro, le dije «Gracias», y me fui.
Todavía me pregunto si en aquellos años, cuando yo tenía quince, él se hubiera detenido. Si, en caso de haber notado en mí debilidad, daño o destrozo, se hubiera detenido. Y creo que no. El señor Equis no hizo nada bien, pero hizo todo bien: aprendí de él la retorcida naturaleza humana, capaz de ansiar la destrucción de lo mismo que anhela, y fue el primero de todos los hombres a los que conocí que me dijo, de infinitas formas, «hay más cosas entre el cielo y la tierra de las que tu filosofía puede imaginar». Me llevó hasta el borde y, sin medir ninguna consecuencia, me empujó. Sólo que yo no caí al abismo: pasé al otro lado del espejo. Él no quería mi bien —quería vencerme—, pero, aunque no estaba en sus planes, fue él quien me descubrió que esto que hago —la escritura— es más fuerte que yo misma. Mi jaula y, también, mi fortaleza.
¿Qué esperan que haga a partir de ahora? ¿Una lista de escritores favoritos, de pintores favoritos, de cantantes favoritos, de editores favoritos? ¿Que les cuente qué hay en el sitio del que todo proviene? El problema es que yo no sé qué hay. Y que no quiero saberlo.
Sé que una tarde cualquiera, andando en auto por la ruta, puede que un vibrión débil y movedizo de dos o tres palabras brote dentro de mí, y que yo lo haga rodar como una piedra pequeña hasta transformarlo en algo sólido, y que lo apriete entre los dientes y, como quien lleva a su presa al río, lo ahogue en un nido de palabras y frases, y que de ese pequeño cogollo de emoción salga, chorreante, algo: el comienzo de un texto, una columna.
Sé que una tarde cualquiera, después de ver una película, puede que regrese a mi casa caminando y en trance, suspendida en la euforia de los mesiánicos, enajenada y en ebullición, y que al llegar a mi departamento me quede mirando por la ventana porque escribir no es sólo escribir sino también temblar y rogar y decir qué hago con esto tan grande, con esto tan duro, con esto tan ciego, con esto que me va a matar.
Yo no sé qué hay en ese sitio del que todo proviene, pero puedo hacerme preguntas. Preguntarme, por ejemplo, de qué manera misteriosa las fotos de la serie llamada Las aventuras de Guille y Belinda y el enigmático significado de sus sueños, de Alessandra Sanguinetti, se transformaron en escritura. ¿Dónde dejó eso su rastro: dónde están, en lo que escribo, las huellas de esas dos nenas de campo jugando a protagonizar sus propios sueños: en qué parte de cuál de todos los textos que escribí están las esquirlas de esa inocencia fértil, de la brutalidad fecunda que encontré en aquellas fotos? ¿Y dónde las huellas de un hombre llamado Alejandro Urdapilleta, a quien vi en todas las salas del under y del teatro convencional haciendo de Isadora Huevo I e Isadora Huevo II, interpretando a la boliviana Zulema Ríos de Mamaní, testiga de la luz carismática del pájaro chohuís y profesora de danzas regionales, haciendo de Hitler en Mein Kampf y de Lear en El rey Lear? Su sonrisa de bestia apenas domesticada me daba un miedo que yo absorbía como un plasma. Era un ángel inverso, un mamut: un ser extinto cuya contemplación producía alegría y desdicha. Su talento era la fosa de las Marianas: un sitio insondable del que podían salir formas de vida únicas. Su furia hizo que yo sobreviviera a mi propia furia, y es en la evocación de su rabia luminosa y bajo el recuerdo de su rostro sacro que escribo esto, ahora, como si cantara un lamento, una canción de tumba, un amor que nunca le dije y que además no hubiera servido para nada.
En 1986 yo tenía diecinueve años, me había mudado a Buenos Aires, aún no era periodista y vivía en el infierno: tenía una vocación ardiente —escribir— y no sabía cómo canalizarla. Entonces mi padre fue a la feria de libros de la plaza Almagro y me regaló el libro de un suicida: El oficio de vivir/El oficio de poeta, de Cesare Pavese. El libro, de segunda mano, estaba subrayado por el propietario anterior con una lapicera temblorosa, siempre en las partes más crueles. En la página 99 de la edición que tengo dice esto: «Nunca más deberás tomar en serio las cosas que no dependen sólo de ti. Como el amor, la amistad y la gloria». ¿No es eso, también, un héroe: una frase que vive dentro de uno, que viaja dentro de uno a través de los años, como un mantra y un dogma que enseña y repite: «Nena: así es como se aguanta»?
Después, de pronto, a principios de los noventa, me hice periodista. Mi primer trabajo fue en la revista Página/30. Yo no era periodista ni sabía como serlo, pero había leído las Crónicas de fin de siglo de Martín Caparrós, una serie de artículos sobre sitios como Berlín, Hong Kong, Bolivia o el Matto Grosso. Caparrós ha dicho muchas veces que un buen periodista es aquel que ve, allí donde todos miran, algo que no todos ven. Las Crónicas de fin de siglo, que se habían publicado en Página/30 y que luego se reunieron en un libro llamado Larga distancia, eran eso: un punto altísimo de una manera de mirar excelsa. Recuerdo, por ejemplo, que en la crónica llamada «El espíritu del capital», Caparrós escribía esto: «En el bar del aeropuerto de Hong Kong, a la entrada, a mano derecha según se llega a la revisación, hay un menú de bronce: allí, los precios de las cocacolas y sándwiches del bar grabados en el bronce, inscriptos en el bronce por desafiar al tiempo, son un monumento discreto y orgulloso al triunfo del capitalismo más salvaje». ¿Cómo se hacía para mirar así? Escritas con un oído de afinador de pianos, un desdén elegante y una mirada al sesgo que echaba, sobre todas las cosas, una luz distinta, en esas crónicas ni los buenos eran buenísimos, ni los malos eran malísimos, ni la historia con mayúscula era tan historia ni tan mayúscula. Por aquellos días en los que el periodismo empezó a ser la excusa perfecta para meterme en la vida de las monjas y de las mucamas, de los actores y de los presos, y en los que la escritura de ficción empezó a quedar atrás porque el periodismo sació un hambre de realidad que yo no sospechaba que tenía, estudiaba los textos de Caparrós con la minucia de un arqueólogo y la impunidad de un alumno predador, poniendo atención a la manera en la que él presentaba o describía a tal personaje, a la forma en la que resolvía un cambio de tiempo o de escenario. Leyéndolo no sólo me educaba sino que conseguía altas dosis de algo que, sin pudor ni vergüenza, puedo llamar inspiración.
Pero la memoria es una máquina de repartir injusticia. A un periodista siempre le preguntan cómo se le ocurren las ideas, de dónde saca los temas. Uno responde cosas que se parecen a la verdad pero que no son la verdad, porque esa pregunta no puede responderse. Sin embargo, por estos días recordé algo que había olvidado y que tuvo una importancia tan radical que marcó todo lo que vino después. En los años noventa un periodista llamado Fabián Polosecki hizo dos programas de televisión: El otro lado y El visitante. Me gustaba la forma en que hablaba con la gente, con una empatía discreta y distante. Era parco, fino, y parecía repleto de una desazón y una fatiga que dejaban siempre flotando la idea de que nada tenía mucho sentido pero que, a pesar de todo, había que seguir. Un día, en uno de esos programas, Polosecki bajó al sistema de desagües de la ciudad de Buenos Aires y habló, allí, con personas que vivían de recoger lo que a los ciudadanos de la superficie se les resbalaba por las cañerías: cadenitas, alianzas, aros. En las tripas de la ciudad había gente que vivía de recoger oro. Y ahí estaba ese tipo, guapo como Rimbaud, herido como Pavese, único como Urdapilleta, con su camperita de cuero y sus zapatillas de lona que, dos metros por debajo del nivel del piso, había dado con un mundo tan extraordinario como Papúa Nueva Guinea. Ese programa fue, para mí, una epifanía. La idea de que la historia puede estar justo debajo de mis pies entró en mi ecosistema con la fuerza de un meteorito y orbita allí, todavía, como un satélite pesado. Si lo pienso rápido, no fue sino esa voluntad de buscar lo excepcional a la vuelta de la esquina lo que me llevó, entre otras múltiples cosas, a ir hace unos años a un pueblo del sur de Córdoba llamado Laborde, a quinientos kilómetros de Buenos Aires, cuando supe, leyendo el diario, que allí se hacía el festival de malambo más prestigioso y desconocido de nuestro país, que exigía a sus participantes un entrenamiento olímpico y que establecía un acuerdo tácito: el ganador no podía competir nunca más —nunca más, dijo el cuervo— en otro festival de la Argentina o del mundo, de modo que llegar a la cima implicaba, al mismo tiempo, el fin. Esa historia se transformó en una obsesión que duró tres años y terminó siendo libro en 2013, casi dos décadas después de aquellas piedras que Fabián Polosecki arrojó a los profundos lagos en los que se mueve la escritura y que producen, hasta hoy, infatigables ondas concéntricas.
A veces miro mi biblioteca y siento vértigo. Porque si uno es producto de lo que lee, supongo que yo no escribiría igual —no digo bien: digo igual— si no hubiera conocido, en Página/30, a Rodrigo Fresán, que era, junto a Eduardo Blaustein, mi editor y, además, el autor de un libro llamado Historia argentina que había venido a traerme la buena nueva de que se podía escribir de una manera fresca y desenfadada y pop y al mismo tiempo conmovedora: una manera en la que yo no sabía que se podía escribir o, digamos mejor, una manera en la que yo no sabía que se podía escribir para publicar. Un día, en la redacción de Página/30, Fresán hizo un larguísimo y fundamentado elogio del cantante español Raphael, que para mí era poco menos que un payaso, y así entendí dos cosas: que la ausencia de prejuicios es un arte para el que hay que tener coraje, y que el bien más preciado de un periodista es la construcción de un criterio propio. Pero Fresán, sobre todo, decía cosas. Decía John Cheever, decía Richard Ford, decía Tobías Wolff, decía Paul Auster. Yo podía recitar el arranque de Lolita, hablar sobre los personajes de Palmeras salvajes, y tenía opinión formada sobre Pepe Bianco. Pero nunca había escuchado los nombres de esos tipos. La educación del señor Equis se había detenido en los años setenta del siglo pasado, y los autores más modernos a los que yo había leído eran Scott Fitzgerald y Capote. Un día me atreví a preguntarle a Fresán si podía recomendarme un libro. Me hizo dos o tres preguntas, para conocer mis gustos, y la cuarta fue: «¿Leíste a John Irving?» Le dije que no y me prestó un ejemplar de Oración por Owen. Y así fue como me convirtió a una de las grandes religiones de mi vida, que es la religión John Irving, primera piedra sobre la que edifiqué una iglesia, estallido primigenio de un universo que sigue en expansión. Por Fresán llegué a autores como Anne Tyler, Jeffrey Eugenides, A. M. Homes, Patrick McGrath, Michael Cunningham, Nick Hornby, David Gates, Michael Chabon, Ann Beattie, Richard Ford, que me llevaron a otros como Charles Baxter o Lydia Davis o Lionel Shriver, y de los que aprendí recursos, estructuras, formas de llevar adelante un relato. Pero fue por mi culpa, por mi grandísima culpa, que en 1999 sufrí un choque de frente contra un artefacto narrativo que me destruyó.
Hacía rato que me habían echado de Página/30 y trabajaba en la revista del domingo del diario La Nación. Como hacía una página de libros, Emecé me había enviado un ejemplar de Es más de lo que puedo decir de cierta gente, de una autora norteamericana llamada Lorrie Moore. Yo no sabía quién era Lorrie Moore, pero me gustó el título. Empecé a leerlo incautamente, por un cuento llamado «Esta es la única clase de gente que hay aquí (balbuceo canónico)». El cuento empieza así: «Comienzo: la madre encuentra un coágulo de sangre en el pañal del Bebé. ¿Qué es esta historia? ¿Quién lo puso aquí? Es grande y brillante, con una estría rota de color caqui. Durante el fin de semana el bebé estuvo como ausente, como flotando en el espacio, pálido y de mal humor. Pero hoy parece estar bien. Entonces, ¿qué es esto que resalta en el pañal blanco, como el corazón de un ratoncito en medio de la nieve?».
¿Qué clase de persona escribía de ese modo? ¿Cómo se podía hacer tanto con tan poco? ¿Qué era esa cosa hecha con hielo y con piedra y con martillo? Mi escritura, comparada con eso, era el equivalente a una torta de cumpleaños de cinco pisos, decorada con fondant rosa, cintas de raso, tules inmundos, asquerosos muñequitos de mazapán y humillantes guirnaldas de flores. Conseguí y leí todos los libros de Lorrie Moore, y esa prosa parca y brutal entró en mí como una motosierra, y mutiló, cortó, podó y arrancó de mi ecosistema narrativo, por entonces barroco y frondoso, todo lo que era barroco y frondoso. Los dedos se me retraían sobre el teclado antes de poner un adjetivo, empecé a cortar las frases con bisturí y a moverme por la página con una voz recogida, casi impávida, ausente, procurando contaminar ciertos sectores del texto con una emoción sin exaltaciones, de impacto seco. Pero fue recién en 2005, al escribir un libro que se llama Los suicidas del fin del mundo y que cuenta la historia de doce personas jóvenes que se suicidaron a lo largo de un año y medio en un pueblo de la Patagonia, cuando esa nube de sequedad que me sobrevolaba cayó sobre mí como una lluvia de clavos y, desde entonces, nada fue igual: el lenguaje se hizo más y más y más prescindente. El último de los libros que escribí, Una historia sencilla, empieza con una sola frase, separada del resto como un insecto angosto. Dice: «Esta es la historia de un hombre que participó en una competencia de baile». No creí que fuera necesario agregar más.
Ahora, a veces, me pregunto qué habrá más allá del despojo absoluto. Me lo pregunto con curiosidad pero también con pánico. ¿Porque qué puede haber más allá del lenguaje en los huesos: qué queda cuando ya no queda nada por quitar?
Curioso, pienso. Porque también soy hija de la emoción exaltada. Entonces, Lorrie Moore sí, y Lydia Davis sí, y Amy Hempel sí, y Louise Glück sí, pero dónde pongo todo lo demás, que es tanto, y tan distinto. Por ejemplo, la escena del Juan Moreira de Leonardo Favio, cuando Moreira grita: «¡Acá está Juan Moreira!» y arremete contra la milicada que lo hace pedazos, que lo corta en tiras, y sale a la intemperie chorreando sangre, sonriendo como un loco, y camina bajo el sol hacia una tapia que nunca trepará porque van a chuzarlo por la espalda mientras suena, épica, excesiva, una banda de sonido inolvidable. Curioso, pienso. Porque ¿dónde pongo todo lo demás? Que es tanto.
¿Escribiría igual si no hubiera visto Dogville, de Lars von Trier? ¿Si no hubiera visto Mala sangre, de Léos Carax, y El hombre herido, de Patrice Chéreau, y La decadencia del imperio americano y Las invasiones bárbaras, de Denys Arcand, y Fanny y Alexander, de Bergman, y Saló, de Pasolini, y Betty Blue, 37.2 por la mañana, de Jean-Jacques Beineix, y Un ángel en mi mesa y La lección de piano, de Jane Campion, y Terciopelo azul y Carretera perdida, de David Lynch, y esa locura incendiaria que fue Twin Peaks, la nave madre de todas las series de televisión? ¿Y si no hubiera leído a Clarice, a la loca de Clarice, a la exaltada de Clarice Lispector que le dejaba al linotipista, que le cambiaba las comas de lugar, mensajes como este: «Y si a usted le parezco rara, respéteme. Incluso yo me vi obligada a respetarme». ¿Y si no hubiera leído a Idea Vilariño que escribió ese poema como una zarza ardiente: «Si te murieras tú / y se murieran ellos / y me muriera yo / y el perro / qué limpieza»? ¿Y si no conociera el verso de Héctor Viel Temperley: «Vengo de comulgar y estoy en éxtasis, aunque comulgué como un ahogado»? ¿Escribiría igual si no hubiera visto la escena de la muerte de Molière, la sangre en arcadas mudas sobre la camisa blanca mientras los actores de su compañía lo arrastran por una escalera interminable en ese film de Ariane Mnouchkine que dura cuatro horas y que vi en el cine Libertador de la calle Corrientes, clavada en la butaca como si me hubieran hecho una maldad o un hechizo? ¿Escribiría igual sin esa escena que me hizo pensar «Quiero hacer alguna vez con alguien esto que está haciendo ella conmigo. Es decir, matándome»?
Curioso, pienso, vuelvo a pensar. Porque Lorrie Moore sí, y Coetzee sí, pero con los años aprendí que la escritura es un animal sinuoso, sibilino, y cuando sus pérfidas células permanecen esquivas o son piedras difíciles de mover necesito desentumecerlas con droga dura: con altos picos de alta emoción. Como el video de Nicanor Parra en el que se lo ve salir al balcón de la Casa de la Moneda, en Santiago, y declamar ante la multitud, como un santo lunático:
El hombre imaginario
vive en una mansión imaginaria
rodeada de árboles imaginarios
a la orilla de un río imaginario
De los muros que son imaginarios
penden antiguos cuadros imaginarios
irreparables grietas imaginarias
que representan hechos imaginarios
ocurridos en mundos imaginarios
en lugares y tiempos imaginarios
O como el comienzo del libro Conquista de lo inútil, de Werner Herzog, un canto de horror a la naturaleza amazónica, que dice: «en este paisaje inacabado y abandonado por Dios en un arrebato de ira, los pájaros no cantan, sino que gritan de dolor, y árboles enmarañados se pelean entre sí con sus garras de gigantes, de horizonte a horizonte, entre las brumas de una creación que no llegó a completarse. Jadeantes de niebla y agotados, los árboles se yerguen en este mundo irreal, en una miseria irreal; y yo, como en la stanza de un poema en una lengua extranjera que no entiendo, estoy allí, profundamente asustado». O como la nota autobiográfica del libro de Fogwill Cantos de marineros en La Pampa, que, marcial, exhibicionista, solfeada, dice: «Pasé mis primeros veinte años nadando, remando y navegando bajo el sol del Río de la Plata: eso arruinó mi piel cuyo envejecimiento prematuro, que fue instrumento de seducción hace veinte años, es ahora un testimonio del estado del alma que me ronda. Durante diecisiete años fui objeto del psicoanálisis y eso me acostumbró a ser mal entendido. Durante más de quince años fui fumador de pipa y eso fue deformando mis maxilares hasta arrasar mi dentadura. Por más de diecisiete años fui cocainómano y eso alteró mis relaciones sociales y me robó un tiempo precioso, que nunca compensará el pequeño consuelo de saber que el tiempo se habría perdido igual sin el regodeo con recuerdos de grandes horas de omnipotencia y heroísmo gratuitos, que evoco como muestra de lo que quise y quizás supe, pero que seguramente no he podido ser».
Cuando las células de la escritura permanecen esquivas leo una o algunas o todas esas cosas, y mi valentía se alza desde el fondo de mí, como una cobra, y escribo.
También puedo ponerme delirante. Podría decir, por ejemplo, que mi manera de escribir tuvo un período Cortázar, un período Bradbury, un período Bioy Casares, un período Bryce Echenique, un período Caparrós, un megaperíodo Lorrie Moore. Todos esos períodos han tenido, a su vez, subperíodos y combinaciones: el período Lorrie Moore con subperíodo Caparrós combinado con subsubperíodo Richard Ford; el período Cortázar con subperíodo Bryce Echenique combinado con subsubperíodo García Márquez. Pero también he tenido el período Cuarteto en sol menor opus 25 de Brahms, el período Variaciones Goldberg de Bach, el período David Lynch, el período Drácula, de Francis Ford Coppola, el período Lars von Trier, el período Edward Hopper, el período Leonard Cohen, el período Tim Burton, el período Pearl Jam, y hasta el período «me fui de vacaciones a Indonesia, me quiero quedar a vivir ahí y estoy deprimida porque no me atrevo a hacerlo».
Hay, por supuesto, experimentos que se hacen con deliberación. Sé, por ejemplo, que cuando vi Ángeles sobre Berlín me gustó tanto la forma en que Wim Wenders hundía la película en una burbuja de silencio usando, para eso, la voz en off (con aquel poema de Peter Handke que recitaba un viejo filósofo y que decía: «Cuando el niño era niño andaba con los brazos colgando, / quería que el arroyo fuera un río, / que el río fuera un torrente y que este charco fuera el mar»), que quise llevar ese efecto —esa melancolía producida por el cambio de registro en el volumen— a la escritura. Creí encontrar el modo, y lo sobreutilicé durante años, fragmentando los textos, transformándolos en esquirlas, intercalando escenas mudas, testimonios, descripciones ascéticas, pero sólo encontré la manera años después de haber visto la película de Wenders y gracias a otra, llamada El nuevo mundo, de Terrence Malick, con una voz en off bajo cuyo influjo escribí muchos de los artículos de los que hablo, hasta agotar el recurso o hasta que el recurso me agotó o hasta que nos agotamos mutuamente.
No sé cuándo hice mía una frase que alguna vez leí y que se le atribuía a Jack London: «ningún hombre sobre mí». Esa es mi bandera también en este territorio resbaloso de la escritura. Pero me pregunto qué hubiera sido de mí sin, por ejemplo, Homero Alsina Thevenet, editor uruguayo, fundador del suplemento cultural de El País, de Montevideo, que podía llamarme por teléfono desde Uruguay para decirme: «Muchacha, tu nota está buenísima pero se ve que en el final te cansaste. ¿Por qué no buscás otro final que esté a la altura del resto?». Qué hubiera sido de mí sin Elvio Gandolfo, mi primer editor para un medio extranjero, que me dijo: «Tu nota está fenomenal, ¡pero si te piden diez mil caracteres no escribas el doble! Cuando cortás a la mitad, la estructura cambia por completo». Y qué hubiera sido de mí sin Hugo Beccacece, editor del suplemento cultural de La Nación que, cuando yo recién empezaba a trabajar en el diario y me vio encandilada con temas de pobreza, villas miserias y muertos, me dijo: «No te olvides que no hay nada más marginal que una recepción de gala en el Ritz», y me abrió una nueva forma de ver el mundo. Y qué sería de mí sin Maco Somigliana, que forma parte del equipo argentino de antropología forense, que trabaja identificando restos de los desaparecidos durante la dictadura, y que un día, mientras lo estaba entrevistando, me dijo algo que me hizo pensar desde cero la forma en que contamos a las víctimas y a los victimarios: «Por supuesto que mi trabajo tiene partes malas. Cuando vos sos el familiar de un desaparecido, tuviste que aceptar la desaparición, la aceptaste, estuviste treinta años con eso. Te acostumbraste. De golpe viene alguien y te dice no, mire, eso no fue como usted pensaba, y además encontramos los restos de su hijo, su hija. Es una buena noticia. Pero te hace mierda. Cuando vos te das cuenta que la lastimadura es muy fuerte, hasta qué punto no estás haciendo cagada al remover esas cosas. Pero no hay nada bueno sin malo. Lo cual te lleva a la otra posibilidad mucho más perturbadora: no hay nada malo sin bueno». Y qué sería de mí sin Roberto Arlt, de quien aprendí la prepotencia del trabajo y la mirada insomne. Y qué sería de mí sin Rodolfo Walsh, y sin Susan Orlean, y sin la delicadeza de lirio de Joan Didion. Y qué sería de mí si jamás me hubiera topado con la serie de cuadros llamada Nadie olvida nada, de Guillermo Kuitca, donde, en medio de espacios abrumadores, pequeñas figuras humanas parecen sorprendidas en el minuto exangüe y tenso de una tragedia que acaba de empezar. Y qué sería de mí sin Matías Rivas, poeta chileno, editor (y mi editor), que un día, en Santiago, me dijo: «Un buen editor es un tipo que trabaja con animales salvajes. Que hace que los animales salvajes produzcan y que nunca los domestica». Qué sería de mí sin su convicción de que puedo hacer hasta lo que no puedo —sobre todo lo que no puedo—, sin su capacidad de envalentonarme, sin su perfidia delicada, sin su elegancia de punk llegado de un futuro sin futuro, sin sus mails insomnes que, en la quietud de las horas desesperadas, me han sacado de profundidades donde sólo hay lodo y dolor blando e invisible.
Yo no sé si tuve héroes o maestros. Sé que a veces, cuando algunas preguntas flotan como un humor malsano dentro de mi cabeza, además de alegrarme de que nadie pueda verlas, extraño a mis mayores. A Piglia, por ejemplo. Alguien que no daba consejos pero que podía darse cuenta de todo y entonces decir «Cuidado», o «No te preocupes, eso no va a pasar». Lo entrevisté por primera vez en 2009. Él acababa de sacar Blanco nocturno, su primera novela desde Plata quemada, que era de 1997. Estábamos hablando desde hacía rato cuando le pregunté: «¿Hubo un momento en el que te sintieras escritor, en el que dijeras “ya está”?». Piglia me cazó al vuelo. Entendió que yo quería preguntarle algo que no se puede preguntar: que yo quería preguntarle cómo se hace para seguir siendo Piglia después de ser Piglia, cómo se sigue escribiendo después de Respiración artificial, su novela de los ochenta. Entendió que quería preguntarle si con la publicación de Blanco nocturno se sentía temeroso, si dudaba, si se preguntaba: «¿Soy ahora mejor de lo que ya fui?». Y él, que sabía tanto de literatura como de naturaleza humana, me miró con esos ojos llenos de picardía e inteligencia, atentos, afables y burlones, y, como quien dice «Piba, a papá mono con bananas verdes», me dijo: «Cada profesión tiene su enfermedad. La enfermedad del escritor suele ser una mezcla de narcisismo, con arrogancia, con competitividad, que son todos elementos que forman parte del trabajo. No se puede ser un escritor si no hay algo de eso. Pero si tuviera que contestarte…» Hizo una pausa, se rascó el nudillo y me dijo: «Vos lo debés saber. Uno nunca está seguro del todo. Uno siempre tiene que empezar de cero. No porque uno tenga algo ya publicado está más seguro. Pero es importante tener una cierta incertidumbre. La incertidumbre está conectada con lo que la literatura es, con el deseo. Hay como chispazos. Como epifanías. Y de pronto no, todo es una llanura. Y de pronto hay otra vez conexiones maravillosas. Y eso buscamos, creo. Pero nunca podemos estar seguros, ni tener la arrogancia de creer que uno tiene la llave para acceder a esos lugares. Uno avanza relativamente. Con el tiempo, tiene más destreza. Pero no hay que pensar que la obra de uno avanza. Son momentos. Uno puede saber cómo era estar ahí, en esos momentos. Pero sólo los reconocés cuando te vuelve a pasar y decís: Era esto, era esto». En momentos de duda, en momentos de desastre, me aferro a esa idea de la que hablaba Piglia: uno nunca está seguro del todo, uno siempre tiene que empezar de cero, uno sólo avanza relativamente. Uno siempre es un amateur. Y eso, supongo, es mucho más que un héroe: alguien que cobija y salva aunque ya no esté.
Y también está mi santo patrono. El hombre con un ojo hipersensible capaz de descubrir horror extremo en una feria de langostas o la condensación de la banalidad de la existencia en un crucero de lujo por el Caribe. «No soy codicioso con el dinero: soy codicioso con el respeto», decía ese hombre, que se llamaba David Foster Wallace. El autor divertido más triste del mundo que, en Esto es agua, el discurso que leyó durante la ceremonia de graduación de los alumnos del Kenyon College, les advertía acerca de «la esencial soledad de la vida como adultos» diciendo: «Estoy seguro, chicos, de que ahora ya saben lo extremadamente difícil que es mantenerse alerta y concentrado en lugar de ser hipnotizado por ese monólogo constante dentro de sus cabezas. Lo que todavía no saben es cuántos son los riesgos en esa lucha». El rey de las frases de brazadas largas, el príncipe de las digresiones, el campeón de las metáforas, fue capaz de hacer algo para lo cual es necesario tener coraje, humildad, erudición y soberbia: considerar varios puntos de vista a la vez —el suyo, el de otros— para construir párrafos de los que nadie salía indemne, cargados de algo mucho más peligroso que la incorrección política: la ausencia total de hipocresía. Sus artículos eran, a la vez, completamente arbitrarios y profundamente honestos, inquietantemente subjetivos (y hasta prejuiciosos) pero rebosantes de un raro equilibrio —un aire de nobleza, elegancia y equidad— que los alejaba de toda idea de capricho. Su máquina de mirar era el telescopio Hubble: un artefacto de sensibilidad alienígena, capaz de ver lo más distante y remoto, y transmitirlo a la Tierra con niveles de detalle y belleza asombrosos; capaz de combinar chirridos dispersos repletos de estática y hacer, con ellos, una sinfonía prodigiosa. Leer una sola página de algunas de sus crónicas me produce el mismo efecto que me produciría contemplar la erupción de un volcán escuchando el Réquiem de Mozart. La frase final de Esto es agua —«les deseo mucho más que suerte»— hace que la parte de mí que nunca llora quiera que exista Dios. Foster Wallace, que decía que «la tarea de la buena escritura es la de darles calma a los perturbados y perturbar a los que están calmados», se ahorcó en 2008, en el garaje de su casa, después de haber llevado mucha calma y maravillosa perturbación a varios lectores. Si el encontronazo de 1999 con Lorrie Moore fue una demolición que me autoinfligí, sé que, en los años por venir, el inmenso planeta Foster Wallace estará absorbiéndome y dejando vestigios de muchas y muy diversas formas, y estoy ansiosa y aterrada por saber qué vendrá. Por saber si algo vendrá.
Finalmente, qué sorpresa. Miren lo que había ahí, después de todo: Juan Moreira y Molière, Lorca y Lorrie Moore, Góngora y Urdapilleta, Piglia y David Lynch, mi abuela y el señor Equis. Suicidas, pintores, Brahms, el festival de San Remo. Sin embargo, nada de eso explica nada. La pregunta sigue en pie: escribo como si boxeara. ¿Por qué, siempre, siempre, siempre, escribo como si boxeara?
Hubo un actor español llamado José María Vilches, que fue mi primer muerto. Murió en un accidente de autos en 1984, mientras yo estaba de viaje de egresados. Lo vi por primera vez, siendo niña, en un unipersonal llamado El Bululú, un recorrido por textos clásicos de Cervantes, Lope de Vega, Quevedo. Tenía una forma de decir espesa y dulce y yo, escuchándolo, entraba en trance. Lo vi cada vez que pude, durante años. Cuando la obra terminaba, corría a escribir, urgida cual ninfómana, tratando de retener ese momento de elevación. Una vez conseguí que alguien me llevara hasta su camarín, en un teatro. Subí unos escalones de cemento y allí, en un espacio estrecho y precario, estaba él. No me escuchó llegar. Vestía de negro y el rostro, maquillado a medias, parecía una máscara de tiza, la cara trágica de un tuberculoso. Le miré los dientes de predador, rodeados de una boca untuosa y pérfida. Dije: «Hola». Él se dio vuelta y me miró. Era satanás. Era bellísimo y fuerte, y tenía la pureza del odio y la fragilidad del amor, y unos ojos de maldad exquisita con esquirlas de ternura. Me sonrió, me dijo: «Hola, nena». Yo miraba el sudor que le caía por la frente. Exudaba sordidez y potencia y daba miedo y soledad, y era puro como una llama y sucio como el asfalto. Y de pronto entendí que lo que hacía ese fauno endemoniado desde el escenario no era llenarme el corazón de euforia sino de venerable pánico, de completo pavor. Nunca dejé de buscar —en lo que escribo— algo que se vuelva hacia mí, me mire a los ojos y me diga: «Hola, nena: yo soy tu diablo». No soy nada sin él. Sin eso.
Crónicas y perfiles
El gigante que quiso ser grande[1]
El País Semanal, España
18 de febrero de 2007
No.
Esta no es una tierra extraordinaria. La provincia de Formosa, en el noreste argentino, es una planicie sin elevaciones con una vegetación que fluctúa entre el verde discreto de las zonas húmedas y los campos agrios de la sequía. No hay lagos ni montañas ni cascadas ni animales fabulosos. Apenas el calor del trópico mezclado con el polvo en una de las regiones más pobres del país. Y sin embargo allí, a orillas de un río llamado Bermejo, un pueblo de nombre El Colorado —donde diecisiete mil personas viven del trabajo en la administración pública y la cosecha del algodón— tiene, entre todas sus criaturas, a una criatura extraordinaria: El Colorado es la tierra del Gigante.
Son las dos de la tarde de un día de noviembre. Las calles del pueblo se revuelven a cuarenta y tres grados de calor y en el hotel Jorgito una mujer joven, de andar cansado, dice:
—Pase, le muestro su cuarto.
Los cuartos son así: cama, ventilador, la mesa, el baño. Cuando la mujer se va suena el teléfono y una voz honda, —la excrecencia del eco de una catedral o de una bóveda, —dice:
—Al fin. Ahora estás en mi territorio.
Desde su casa, a cinco cuadras del mejor hotel del pueblo, Jorge González, el gigante, se ríe.
Un resumen diría lo que sigue: que Jorge González nació el 31 de enero de 1966 en El Colorado, a mil doscientos kilómetros de Buenos Aires, hijo del matrimonio de Mercedes y Felipe, ama de casa ella, empleado de la construcción él, y que vivió con esa familia compartiendo lo poco que compartir se podía: un cuarto con sus hermanos (Plácida, Zunilda, Ricardo, Omar) y apenas la comida. Diría, también, que después de iniciarse a los nueve años en trabajos de los brutos —cosechar algodón, desmontar monte cerrado— a los dieciséis le propusieron integrar un equipo de básquet en un club de la vecina provincia de Chaco y él dijo sí. Que jugó en la Selección Argentina, fue elegido en el draft de la NBA, devino estrella de la lucha libre, viajó por treinta países, participó en la serie Baywatch, tuvo mujeres, tuvo chofer, tuvo dinero, y que hoy vive en el pueblo que lo vio nacer sin poder caminar, pobre, solo y diabético. Y diría, también, que todo eso le sucedió a Jorge González por ser una criatura extraordinaria de dos metros treinta y un centímetros de alto —un gigante— y que a eso —a esa altura— le debe toda su suerte. Le debe toda su desgracia.
El aire está asediado por una tormenta líquida que durará tres días con sus noches y transformará al pueblo en un infierno viscoso, pero por la calle Salta —de tierra, a cinco cuadras del centro donde centro quiere decir la plaza principal, municipalidad, un cine— todavía se puede caminar. El barrio es humilde y allí, bajo la galería de una casa cuyo jardín delantero está salpicado por envases vacíos de gaseosa y colillas de cigarro, junto a una camioneta Ford Bronco roja y vieja, sentado en un enorme sillón de madera como un trono, fumando, Jorge González hace lo de todos los días: espera, intenta hacer sus bromas.
—Ya me viniste a molestar. Pasá.
Después se pone de pie y se aferra a la silla de ruedas de construcción casera que usa como caminador —negra, de hierro, chirrido de hospital cuando la empuja— y queda claro que dos metros treinta es la altura de una casa.
En el living hay una computadora, un sillón enorme como el de la galería, videos de Terminator y El padrino. En las paredes, un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús, fotos de antiguas glorias de la NBA —Spud Web, Glenn Doc Rivers, Dominique Wilkins— y de Jorge González embutido en un catsuit de «Hombre Montaña» apretando a Pamela Anderson en bikini en el set de Baywatch. A un lado está su cuarto, siempre cerrado, al que llama «El templo del amor». Hacia el fondo, una cocina sin ventanas donde el mobiliario llega al pecho de una persona de un metro setenta. En diagonal, el baño con el inodoro y el bidet montados sobre un escalón de cemento y dos botiquines: uno, a una altura esperable; el otro cerca del techo. Frente al baño, el cuarto de Carlitos —medio hermano de Jorge, ocho años, hijo del segundo matrimonio de su padre— con un televisor siempre encendido y perchas con portatrajes de dimensiones jurásicas cubiertos de polvo. Detrás, un jardín con parrilla, un perro, un lavarropas pudriéndose entre pastos altos.
Jorge González empezó a construir esta casa junto a aquella en la que pasó su infancia el mismo día en que se fue de El Colorado, cuando tenía planes de volver e instalarse aquí con la mujer que más quería, la que más quiso: Mercedes, su tan querida, su doña madre. Ahora, a un lado y otro, pared por medio, viven sus hermanos: Omar —treinta y dos años, empleado de un taller mecánico— y Ricardo —treinta y tres, desocupado, padre de Valentino, un niño de dos.
—Carlitooo.
—¿Queeé?
—¿Me traés la insulina, papi?
Carlitos —el pelo corto, los modos hoscos— aparece con los aplicadores de las ciento cincuenta unidades de insulina diarias que necesita su hermano mayor. Jorge se levanta la camiseta, apoya un aplicador en la cintura, duda un segundo, aprieta.
—Carlitos vive acá desde que murió mi viejo, en agosto pasado. Sabe que no lo necesito. Que se puede ir si quiere, pero que para quedarse acá tiene que cumplir mis reglas.
—¿Y cuáles son tus reglas?
—No te las voy a decir, a mis reglas.
Después, asegura que sólo tiene buenos recuerdos de su infancia.
—Cuando uno no es consciente de la miseria, lo pasa bien.
Jorge González creció sabiendo qué cosa eran los lujos: todo lo que él y su familia no podían hacer. Ir al cine, comprar ropa, tomar gaseosas, un helado.
—Éramos muy pobres, pero yo tenía un gran alivio cuando llegaba a casa. Mi mamá era todo para mí. Yo le ponía la cabeza en el regazo y ella me empezaba a tocar despacito, como cuando los monos les tocan la cabeza a los monitos. Me sentía tan vulnerable, tan protegido…
Empezó a trabajar a los nueve años vendiendo diarios, lavando autos, cortando el césped, cosechando algodón, y aunque a los seis parecía de catorce y a los doce medía un metro noventa, nadie —ni él ni su madre ni su padre— vio en eso nada extraño. Pensaron, simplemente, que era un niño alto, un niño grande.
—Para mí la altura era una cosa normal. No era un problema.
Sin embargo Blanca Ocampo —vecina y amiga, más de cincuenta años, dos hijos, un metro dieciocho, enana— dice otra cosa:
—Él siempre fue acomplejado con la altura. Los chicos se reían de él. Nosotros estábamos mucho tiempo juntos y la gente decía «Uh, el gigante y la enana». A mí nunca me molestó. Pero a él le molestaba que le dijeran grandote.
Sea como fuere, a los trece años la altura empezó a dejarlo afuera de algunas cosas. Del futuro, por ejemplo.
—Cuando empecé el secundario no conseguía zapatos de mi tamaño, y me hacía fabricar unas sandalias franciscanas. Iba así al colegio, hasta que un día el director me dijo «En sandalias no puede venir más». Y el hijo de puta no me dejó entrar más.
La vida siguió, sin colegio y con trabajo, hasta la mañana del 21 de septiembre de 1982 cuando —con dieciséis años y dos metros dieciocho— Jorge González entró a aquel bar.
—Era un pool, pasé antes de ir al trabajo y me vio un viajante que estaba dejando mercadería. Me dijo que iba a hablar con los dirigentes del Hindú Club de Resistencia, un club de básquet. Dos días después vinieron dos tipos. El viajante les había hablado de mí. Del monstruo de El Colorado. Me dijeron que si quería probarme tenía que ir con ellos. Yo no quería, pero mi vieja me convenció. Me dijo «Andá, probá, acá siempre va a haber lugar para vos». Me fui ese mismo día, a las ocho y cuarto de la noche.
—¿Te gustaba el básquet?
—Era un trabajo. A quién le gusta su trabajo.
Y así, sin vocación, Jorge se fue.
—Se fue por nosotros —dirá después su hermano Omar—. Si hubiera sido por él, no se hubiera ido nunca. Pero no pensó en él.
Aquel septiembre el hijo de Felipe y de Mercedes tuvo una ambición desmesurada: no la de ganar dinero ni la de hacerse rico ni la de ser famoso, sino la de salvar a un pequeño grupo de personas: Felipe, Mercedes, Plácida, Zunilda, Ricardo y Omar. Sus padres, sus hermanos. Cuando marchó feliz a su futuro ya era —y no podía saberlo— un inmolado.
Llegó a Resistencia, capital de la provincia del Chaco, vecina a la provincia de Formosa, con lo puesto: un jean, una camisa, un bolso vacío.
—En el Hindú Club me mandaron a un hotel y me dieron un adelanto de plata que era el equivalente a lo que yo ganaba en seis meses. Le mandé la mitad a mi vieja, me compré diez cigarrillos, encendedor, me fui a un bar y me emborraché. Yo nunca había estado en un hotel, así que cuando me bañaba secaba los azulejos, tendía la cama. La primera vez que quise bajar no sabía cómo funcionaba el ascensor. Entraba y salía, y pensaba «¿Cómo bajo?». Volví a la habitación, levanté un teléfono, un tipo dijo «Hola», le dije «Mire, quiero bajar y no sé». Me tuvieron que venir a buscar. Pero yo estaba en la gloria. Yo no conocía el jabón de tocador, siempre me había bañado con jabón de lavar la ropa, café no había tomado nunca. Y en Resistencia había de todo. Jabón, café, ravioles, bifes. Nada podía ser mejor que eso.
Empezó a aprender las reglas de ese deporte que ignoraba, y aunque nunca, mientras estuvo en el Hindú, intervino en un partido, la noticia del enorme jugador que entrenaba en aquel club de provincias no tardó en llegar a Buenos Aires. El 8 de marzo de 1983, en una emblemática revista deportiva llamada El Gráfico, el periodista Osvaldo Orcasitas publicaba un artículo titulado «Nuestro básquetbol tiene un diamante de 2,17»: