
Como Murrún era muy chiquito, se lo probó, es decir, se acurrucó dentro del zapato, y comprobó que le iba de medida. Y que además era abrigado y no dejaba pasar la lluvia. (No sé si ustedes habrán observado que los gatos y las gotas no se llevan nada bien.)
Ronroneó y se durmió, con la puntita de la cola asomada por el agujero del zapato.
Durmió y réquete durmió. Roncó y réquete roncó y a la mañanita se despertó.
Murrún quiere desperezarse y lavarse la cara, pero… ¿qué pasa?
El zapato está lleno de tierra húmeda. Murrún no puede respirar, se ahoga, tiene que darse vuelta trabajosamente y asomar el hocico por el agujero para tomar un poco de aire.
¿Qué es esto? ¿Quién ha llenado de tierra mi casa mientras yo dormía?
Murrún se pone a arañar valientemente para remover los terrones. Le cuesta mucho, porque están endurecidos por el sol, que ya brilla en el último piso del cielo.
Por fin consigue asomar el hocico al aire... ¿Y qué es lo que ve?

¡Una Plantita! ¡Una Plantita, muy instalada y plantada en el zapato, en su zapato!
—¡Qué bonito! —dijo Murrún.
—Gracias —contestó la Planta, creyendo que era un piropo.
—¿Quién te ha dado permiso para instalarte en mi casa?
—Estaba tan cansada de vivir siempre quieta en el mismo lugar... —le contestó la Planta—, soñaba con mudarme a un zapato y pasearme de aquí para allá, de allá para aquí, ir a visitar a la mamá del alhelí.

—¡Eso sí que no! —rezongó Murrún—, está muy bien que un Gato Murrungato viva en un zapato, pero tú ¿para qué quieres zapatos si no tienes pies?
—Yo soy Planta —le contestó ella muy orgullosa—, y aunque no sea planta de pie, igual tengo derecho a vivir en un zapato, sí señor.
—¡Pero este zapato es mi casa y no quiero inquilinos! ¡Fffff!
—¡Qué lástima! —lloriqueó la Plantita—, tendré que pedirle a Felipe que me trasplante otra vez a la vereda donde todos me pisotean... ¡Ay, yo que soñaba tanto con viajar en zapato por el mundo! ¡Ay, qué va a ser de mí, de mí y de la mamá del alhelí!
Murrún se lavaba la cara de muy mal humor.
—Justo cuando había encontrado una casa tan linda... —rezongaba entre lengüetazo y lengüetazo.
—Bueno, si te molesto me voy —dijo la Planta.
—¿Cómo te vas a ir si no tienes patitas, tonta?
—Y, esperemos que pase Felipe y me trasplante a la vereda —dijo ella lloriqueando.
—Esperemos que pase Felipe... —suspiró Murrún con cara de mártir.
Y mientras esperaban los dos muy callados, la Plantita, ya que no tenía nada que hacer, se puso a dar flores.

Un montón de flores, como cuatro:
una celeste,
una colorada,
una amarilla
y una más grande.
Murrún vio las flores y se puso bizco de la sorpresa. No atinó a decir ni mu ni miau ni prr ni fff.
Estiró la patita para juguetear un poco con ellas... Y el viento las movía, y Murrún trataba de acariciar las flores muy suavemente, escondiendo las uñas.
—Cuidado, no las arañes —dijo la Planta.
—Debo reconocer —contestó Murrún sin dejar de jugar— que aunque eres una Planta muy molesta, tus flores son realmente lindas y peripuestas.
—No faltaba más —dijo la Planta modestamente, bajando las hojas.
—Y tienen rico perfume —dijo Murrún con el hocico pegado a los pétalos—. La verdad es que me gustaría tenerlas siempre cerca, para jugar.
—Si ahora te gusto más —dijo tímidamente la Planta—, ¿por qué no me llevas a pasear en zapato, como era mi ilusión?
—¿Estás loca? —contestó Murrún.
—Todo el mundo te miraría con admiración, porque nadie ha visto nunca algo tan maravilloso.

Viajaríamos... Yo andaría de aquí para allá, de allá para aquí, vería a la mamá del alhelí.
Entonces Murrún lo pensó bien. Él también estaba cansado de vagabundear solo. Y dijo:
—Bueno.
Murrún se olvidó de su mal humor y empuñó los cordones.
Allá se fue, llevando a la Plantita con sus flores a pasear en Cochezapato por el mundo.
Y así, con un garabato,
se acaba el cuento de Murrungato.

La Plapla
Felipito Tacatún estaba haciendo los deberes. Inclinado sobre el cuaderno y sacando un poquito la lengua, escribía enruladas emes, orejudas eles y elegantísimas zetas.
De pronto vio algo muy raro sobre el papel.
—¿Qué es esto? —se preguntó Felipito, que era un poco miope, y se puso un par de anteojos.
Una de las letras que había escrito se despatarraba toda y se ponía a caminar muy oronda por el cuaderno.
Felipito no lo podía creer, y sin embargo era cierto: la letra, como una araña de tinta, patinaba muy contenta por la página.

Felipito se puso otro par de anteojos para mirarla mejor.
Cuando la hubo mirado bien, cerró el cuaderno asustado y oyó una vocecita que decía:
—¡Ay!
Volvió a abrir el cuaderno valientemente y se puso otro par de anteojos, y ya van tres.
Pegando la nariz al papel preguntó:
—¿Quién es usted, señorita?
Y la letra caminadora contestó:
—Soy una Plapla.
—¿Una Plapla? —preguntó Felipito asustadísimo—, ¿qué es eso?
—¿No acabo de decirte? Una Plapla soy yo.
—Pero la maestra nunca me dijo que existiera una letra llamada Plapla, y mucho menos que caminara por el cuaderno.
—Ahora ya lo sabes. Has escrito una Plapla.
—¿Y qué hago con la Plapla?
—Mirarla.
—Sí, la estoy mirando, pero ¿y después?
—Después, nada.
Y la Plapla siguió patinando sobre el cuaderno mientras cantaba un vals con su voz chiquita y de tinta.

Al día siguient