El gran libro de la mitología

Rosa Navarro

Fragmento

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Primero fueron religión, luego se convirtieron en cultura. Los griegos y los romanos creyeron en los dioses del Olimpo: los compartieron, pero con nombres distintos. El griego Zeus, el padre de los dioses, se llamó Júpiter entre los romanos; Hera, su hermana y esposa, es Juno; Hermes, el dios del comercio, es Mercurio, y su símbolo es el caduceo; Afrodita es Venus, y su hijo, Eros o Cupido, pero las funciones que tienen son las mismas.

Los griegos y los romanos no creían en un solo dios, sino en muchos; de tal forma que uno podía perseguirte y otro protegerte, porque a los dioses les sucedía como a los humanos, que pocas veces estaban de acuerdo; bien es cierto que lo que uno hacía otro no podía deshacerlo, y si alguno de ellos juraba por la laguna Estigia, no podía volverse atrás y forzosamente tenía que cumplir su promesa.

Dos ejemplos paradigmáticos de las contradicciones divinas los tenemos en la guerra de Troya. En esa contienda, la diosa del amor, es decir, Afrodita, el dios de la guerra, Ares o Marte, y los hermanos flechadores, Apolo y Diana o Artemisa —que a su vez representan al Sol y la Luna—, estaban a favor de los troyanos; pero Hera y Palas Atenea, también conocida como Minerva, apoyaron a los griegos. Zeus, por su parte, que es quien a la postre decide, quiso atender los ruegos de Tetis, una diosa marina que lo había ayudado en un momento de peligro y que resultó ser la madre del griego Aquiles, que fue quien llevó con inteligentísima estrategia la suerte de la lucha. Tampoco hay que olvidar a Ulises u Odiseo y ver cómo el dios del mar, Poseidón o Neptuno, fue a por él, a pesar de que Ulises siempre tiene a su lado a la protectora de su gran talento, la diosa de la sabiduría, Palas Atenea.

Esas fábulas están muy presentes en nuestras vidas porque los dioses se han reencarnado en creaciones artísticas, asoman en la música, en las artes plásticas, en la literatura, y actúan además como continuos referentes en la cultura occidental. Si no sabemos el mito de Dafne, no entendemos por qué los ganadores de algunas carreras reciben como premio una corona de laurel, y si ignoramos quién fue Dédalo, no podemos saber por qué se llama así a un laberinto. Son palabras de nuestro día a día, imágenes bellísimas exhibidas en los museos, pero también una imaginativa manera de reflexionar sobre la realidad y de dar nombre a comportamientos: si somos unos narcisos, ya sabemos en qué consiste y cómo empezó todo, y a la vez el eco de las montañas cobra vida si conocemos ese mito. ¿Por qué nos sentimos a veces como Tántalo y a menudo como Sísifo? Si leemos la historia de Perseo y Andrómeda, veremos ahí el comienzo de otra fábula, la de san Jorge, la princesa y el dragón. Escuchar el lamento de Ariadna en la música de Monteverdi nos conmueve hondamente, pero mucho más si sabemos quién es ella y por qué llora. ¿Por qué se llama Vía Láctea a ese camino de estrellas que nos asombra en una noche de cielo diáfano? No se puede ignorar la gran historia de amor de Orfeo y Eurídice, ¡él casi consiguió sacarla del Hades con el poder de su maravillosa música! La de Píramo y Tisbe emociona muchísimo y además entendemos así por qué las moras tienen ese color de sangre.

Los mitos clásicos fueron religión y hoy son parte esencial de nuestra cultura occidental: historias apasionantes, llenas de originalidad y belleza.

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Apolo es el Sol, hijo de Júpiter y de Latona. Nació después de su hermana gemela, Diana, la Luna, que ayudó a su madre a dar a luz. Ambos son dioses flechadores. Las flechas de Apolo son de oro, y las de Diana, de plata.

Apolo mató a la gigantesca serpiente Pitón, que llenaba de veneno y de terror la tierra: fue su primera gran hazaña.

El dios acababa de matar a la serpiente cuando vio al hijo de Venus, el niño alado Cupido, que estaba a punto de disparar una flecha. Apolo se burló de él: «¿Por qué manejas, niño, las armas de los valientes? Enciende con tu antorcha pasiones amorosas y no pretendas la gloria que solo a mí me toca». Y Cupido, furioso, le contestó: «Aunque tus flechas lo atraviesen todo, la mía te va a atravesar a ti». Y volando se fue a la cima del monte Parnaso.

Allí sacó de su aljaba una flecha de plomo, que hacía huir del amor, y otra de oro, que lo provocaba. Disparó el dardo de oro a Apolo mientras estaba mirando a una hermosa ninfa, Dafne, hija del río Peneo. A ella le acertó de lleno con la flecha de plomo, sin punta. Al momento, el dios se enamoró de la hermosa muchacha, y ella huyó más veloz que la brisa.

Con el corazón de Apolo ardiendo de amor, Apolo le dijo a la ninfa: «Detente, Dafne, no soy un enemigo que te persigue, es el amor el que me guía. No soy un pastor, sino un poderoso dios: ilumino la tierra. Gracias a mí, el oráculo revela lo que pasará; gracias a mí, suena la música armoniosa. He inventado la medicina y domino el poder de las hierbas, pero, ¡ay!, ellas no pueden curar el amor que por ti siento».

Apolo corrió tras ella, que se escapaba, y cuando estaba a punto de alcanzarla, ella sentía el aliento del dios en sus cabellos. Entonces miró las aguas del río Peneo y le rogó: «Socórreme, padre. Cambia esta figura mía porque ha gustado demasiado».

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Acababa de formular el deseo cuando una pesada torpeza se apoderó de su cuerpo. Una suave corteza la envolvió, sus cabellos se transformaron en hojas, sus brazos en ramas, sus pies se fijaron en el suelo en forma de raíces. Dafne era ya un hermoso árbol: un laurel.

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Aun así, Apolo la siguió amando, apoyó la mano en el tronco y notó aún cómo temblaba el pecho de la muchacha debajo de la corteza. Besó la madera y dijo: «Dafne, como no puedes ser ya mi esposa, vas a ser mi árbol. Mi cabello, mi cítara, mi aljaba llevarán tus hojas, y los triunfadores en los juegos en mi honor se coronarán con ellas. Y del mismo modo que mi cabellera es eterna, serán tus hojas también perennes».

Al oírlo, el laurel agitó su copa y dijo que sí con sus ramas recién estrenadas.

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cap-2

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Ganimedes era un joven troyano tan hermoso que se decía que era el más bello de los mortales. Guardaba los rebaños de su padre, de la familia real de Troya, en las montañas que rodean la ciudad. Ganimedes también

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