Seguimos siendo tú y yo 2

Elsa M.R.

Fragmento

seguimos_siendo_tu_y_yo-2

1

Apenas son las ocho de la mañana y ya estoy oyendo los gritos en tailandés que profiere el loco que tengo como compañero de piso. Intento tomarme mi café con calma, no pensar en que tengo una larga jornada de trabajo por delante y que voy a tener que mantenerme despierta durante casi veinte horas. Me quito las gafas lentamente y me froto la cara, con cansancio. Cuento hasta cinco antes de levantar la voz para que me escuche todo el maldito vecindario.

—¡Cierra la bocaza! —chillo.

Suspiro con alivio cuando los gritos se convierten en un murmullo lejano. Sigue siendo en tailandés, pero ya no me importa. Me hundo en la silla de la cocina y miro al techo blanco mientras saboreo el café amargo. Cuando era una adolescente lo tomaba con leche, con la mayor cantidad de azúcar posible y, a poder ser, con mil aditivos más que le añadieran dulzor. Pero después de pasarme cuatro años y medio bebiendo expresos en la barra de una cafetería cien por cien italiana, me he acostumbrado al café sin azúcar. Ni siquiera le pongo una cucharada. Oigo el tictac incesable del reloj de la pared, así que han debido de pasar varios minutos cuando mi prima aparece por la puerta:

—Ojalá me muera de una vez.

Jiho solo tiene diecisiete años y, aunque le va bien en el instituto, tiene amigas y es alta y guapa, eso es lo primero que dice todas las santas mañanas al despertarse. Pongo los ojos en blanco y me digo a mí misma que debe de ser la edad. Jiho agita su larguísima melena casta­ña y se sienta a mi lado. Me mira expectante, esperando a que yo diga algo.

—Pues muérete ya. ¿A qué esperas? Así no se me acabará el tra­bajo.

Me levanto, y como todas las mañanas desde que estoy de vuelta en Seúl, le ofrezco un café y ella lo rechaza. Cuando yo tenía su edad, sobrevivía únicamente a base de café y comida basura. Salgo de la cocina, recordándole a Jiho que debe prepararse para ir al instituto, y sigo la rutina de siempre: voy a mi habitación, abro el armario, veo que todas las prendas son de color negro, elijo unos pantalones y una camisa, me visto y me preparo en el baño que compartimos, frente al espejo. No tengo tocador. En Italia sí tenía uno. Para ser sincera, echo de menos el apartamento que tenía en Roma. Aunque era algo viejo, resultaba muy acogedor, con las paredes altas y balcones en cada habitación.

También echo de menos estar allí. Nunca pensé que iba a tener nostalgia de un país que no es el mío. Echo de menos trabajar en el atelier, estudiar patronaje, recibir a las clientas de mi jefe y tomar sus medidas, caminar entre tules y sedas... Cuando descubrí que la música no era para mí, decidí apuntarme a un curso de moda. Estaba incluido en la beca —debía seguir estudiando algo relacionado con las artes si no quería tener que volver a Corea—, así que un par de meses más tarde estaba creando mis propios diseños, paseando por las calles de Roma con tacones y ayudando a vestir a las clientas de un diseñador italiano. No trabajaba en una gran casa italiana como Versace, pero estaba contenta. Aunque de pequeña la moda ya era una de mis pasiones, en Italia empecé a soñar con tener mi propia marca. Cuando volví a Seúl, el único trabajo que encontré fue en una jodida funeraria.

Al menos maquillo muertos. Ser tanatopractora combina las prácticas de anatomía de la universidad con el curso de maquillaje que hice en Italia. Son mis dos pasiones juntas, pero en una versión algo más ma­cabra.

Después de ponerme las lentillas, de pintarme los labios de un color discreto y de taparme las ojeras para no parecer uno de los cadáveres que maquillo, salgo del baño. Resoplo al oír que los gritos en tailandés aún no han cesado. Si no llegara tarde al trabajo, entraría en la habitación de Thai y le gritaría que se lanzara por la ventana. Y sí, lo llamamos Thai. Su nombre es demasiado complicado para poder pronunciarlo bien, y cuando él nos lo repite, solo distingo «taktaktak». Así que se quedó con Thai. En el fondo, es un buen amigo. ¡Pero grita demasiado!

Recojo mi cabello en un moño bajo mientras me dirijo a la puerta de la casa. Nunca había tenido el pelo tan largo; siempre lo he llevado a la altura de los hombros. Pero si ni siquiera tengo tiempo de tomarme un café, ¿cómo voy a tener tiempo para cortarme el pelo? Me aseguro de que todo lo que necesito está en mi bolso —también de color negro— y ahogo un grito.

Corro pasillo arriba, cruzándome con Jiho.

—¡Mi iluminador! —exclamo.

Puedo olvidarme de llevar los zapatos, pero nunca en la vida puedo olvidarme de mi iluminador. Nunca. Veo a Jiho pegarse a la pared para dejarme paso en cuanto vuelvo con un pequeño tubo de plástico en la mano. Me despido de ella y me calzo lo más rápido posible. Me pongo mis comodísimas Adidas —negras—, me echo el bolso al hombro y salgo corriendo por la puerta con la terrible sensación de que voy a perder el autobús.

Vuelvo a seguir la rutina de siempre: corro para doblar la esquina, veo el morro del autobús asomarse por la calle, corro aún más para no perderlo, saludo al conductor nada más subirme, jadeando, me siento al final y espero a recorrer medio Seúl para llegar a la funeraria. Está en las afueras, cerca del hospital en el que, en teoría, debería estar haciendo algunas prácticas. Miro hacia el alto edificio con algo de melancolía. Parece ser que no me voy a poder graduar hasta los cuarenta. Mi vocación de médico se va apagando poco a poco y sigo preguntándome qué voy a hacer con mi vida. Mi trabajo no es fijo, aún dependo de mis padres y el futuro cada vez pinta más oscuro. Ya no es gris, es casi negro.

Veo el enorme cartel de la funeraria y dejo de pensar en el futuro de mierda que me espera. Agito la cabeza y me peino el flequillo ayudándome de mi reflejo en el cristal del autobús. Bajo junto a unas ancianas que se ayudan entre ellas. Siempre suelo mantenerme al margen de todo, pero no puedo evitar ofrecerle mi brazo a una de las mujeres para que se apoye en mí y baje fácilmente del autobús. Me agradecen el gesto con una sonrisa. Me siento un uno por ciento más realizada que a las ocho de la mañana.

La zona donde trabajo es como el triángulo de las Bermudas: un hospital mayormente geriátrico, una morgue y una funeraria. Si entras en él, no sales. Al menos no sales vivo, claro. Solo tengo que caminar un par de metros para llegar al trabajo. Es un edificio bastante pequeño. Trata de ser acogedor, cálido, como para contrarrestar el frío que se pasa en la zona de tanatopraxia. Me parece bien que quieran que los familiares se sientan como en casa cuando están velando a sus muertos, pero no deja de ser irónico. Para sentirte cómodo mirando a un cadáver durante horas debes ser estudiante de medicina, forense o un trastornado.

Empujo la puerta de la funeraria, recorro el camino de siempre hacia la pequeña habitación que se utiliza como sala de reuniones, pasando la cafetería, y saludo a mis jefes. Es un matrimonio de la edad de mis padres, quizá algo más mayores, a los que les estoy bastante agradecida por ofrecerme el trabajo.

—Parece que no has dormido mucho hoy, Aerin —dice la señora Lee, mi jefa. Me tiende una carpeta negra como mi pelo, mi ropa y mi futuro, y la tomo con delicadeza mientras sonrío como diciendo: «Qué le vamos a hacer, salgo del trabajo a las diez de la noche y me paso

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos