El amanecer de un mundo diferente

Fragmento

PRÓLOGO

El mundo cambió. El mundo se conmocionó. El mundo sufrió y sigue sufriendo las consecuencias del embate de una pandemia que ha sembrado el dolor y la muerte a lo largo y ancho del planeta.

Un enemigo invisible nos ha puesto de rodillas y nos ha hecho comprender de la manera más dura e implacable que los seres humanos no somos todo lo fuertes que creíamos. Esa vulnerabilidad se tradujo en la impotencia que demostramos en poder contener el avance destructivo del coronavirus.

También nos quedó claro que la medicina no tiene todas las respuestas para las enfermedades, y la covid-19, en particular, nos ha hecho ver que, hasta la aparición de vacunas confiables, la actitud que pudimos asumir los seres humanos afectados fue y sigue siendo el mejor antídoto para evitar el contagio.

Muchos creyeron que todo dependía de la edad de quien sufría el contagio. Craso error; si bien las complicaciones se presentaron con mayor frecuencia en los adultos mayores, también hubo jóvenes fallecidos, o con secuelas importantes luego de transitar por la enfermedad. Fuimos perdiéndole el respeto al agresor y fue lo peor que pudimos hacer.

El virus entonces comenzó a golpear con una fuerza inusitada, sembrando el dolor y la muerte, ante la mirada atónita de millones de personas que perdieron a sus seres queridos sin poder siquiera acompañarlos en los últimos momentos de su vida.

Triste, muy triste todo lo que nos tocó vivir, pero también triste y muy triste el comportamiento de aquellas personas que nunca creyeron en la gravedad de lo que estaba sucediendo y que con su conducta favorecieron que la enfermedad se diseminara y creciera en forma exponencial.

Aun cuando llegamos a una alerta roja que encendió todas las alarmas hubo un grupo de personas que continuaron negándose a acatar las sugerencias de los comités científicos y las exhortaciones que hacía el gobierno a través de sus voceros.

La complejidad de la pandemia destruyó lo que hombres y mujeres teníamos incorporado como “una vida normal”. Todo se modificó como si un deslumbrante rayo hubiera caído sobre la tierra, sembrando el desconcierto y la incertidumbre respecto de nuestro futuro.

Poco a poco y a medida que los días y las semanas fueron transcurriendo, fuimos tomando conciencia de cómo estaba azotando a la humanidad. La economía dañada, el desempleo, el teletrabajo y un desesperado intento por volver a la “vieja normalidad” fueron los desvelos de los científicos y de los gobiernos de los diferentes países.

Sin embargo todos los esfuerzos contrastaban con el número de infectados, que crecía en forma permanente, y las camas de los centros de tratamiento intensivo que se fueron poblando cada vez más, obligando a las autoridades a dar marcha atrás en los tímidos avances que se habían conquistado.

No solamente la economía, el turismo y otros rubros fueron afectados, sino también las emociones de cada uno de nosotros. Resultaron duramente golpeadas, sumiéndonos en un caos interno, al no saber qué actitud asumir ni qué camino recorrer para recuperar la seguridad perdida y sobretodo cómo contener la amenaza a nuestra salud.

Por ello cabe la pregunta: ¿cómo te ha afectado a ti la pandemia? Claramente no hay una respuesta única que englobe a todos los seres humanos. Cada uno de nosotros recibió un determinado impacto al ver cercenadas nuestras actividades y nuestro derecho a la libertad en su más amplio concepto.

Nos dimos cuenta de que para sobrevivir a este flagelo llamado coronavirus debíamos ser flexibles y admitir que lo principal era y es preservar la vida frente a este agresor.

Nos costó mucho entender que sin vida y sin salud nada tiene sentido. Por lo tanto actividades sociales, viajes, turismo, reuniones familiares o eventos de cualquier naturaleza fueron relegados a un segundo plano, con la consiguiente repercusión emocional en cada uno de nosotros.

Asimismo muchas personas ingresaron en una zona crítica de su existencia, sin poder cubrir sus necesidades básicas, al perder su trabajo o en el mejor de los casos haciendo uso del seguro de desempleo.

Si miramos nuestra vida en perspectiva, comprenderemos que estamos atravesando una etapa difícil, pero que seguramente pasará, dejando una estela de dolor, de frustración y de muerte. Los seres humanos hemos sido puestos a prueba. Fue puesta a prueba nuestra soberbia y nuestra altivez; un simple virus fue suficiente para desmoronar el sentimiento de superioridad que muchas personas venían ostentando a través del tiempo.

La covid-19 no respetó ni respeta clases sociales, condiciones socioeconómicas, color de piel o inclinaciones religiosas de cualquier tipo. El coronavirus nos igualó a todos y puso en zona de riesgo a quienes no llegaron a entender su gravedad.

El gobierno entendió que conservar y proteger la vida de los ciudadanos del país era el objetivo primordial. Conscientes de las repercusiones que las medidas de restricción iban a producir, no dudaron en priorizar la salud de la población. Claro está que, como en todo Estado de derecho y democrático, hubo voces disidentes con las medidas que se fueron adoptando.

Hoy nos aproximamos a una “nueva normalidad”, con todo lo que ello significa. Será ingresar en un territorio desconocido y ello nos produce un cierto escozor, al no saber a ciencia cierta qué es lo que nos deparará el futuro cercano y sobre todo cómo nos posicionaremos en este nuevo escenario.

Hagamos de cuenta que tenemos por delante una pizarra blanca y se nos entrega un marcador. Ya no podemos mirar hacia atrás. El pasado ya forma parte de nuestra historia y ahora tenemos dos opciones bien claras. O dejamos la pizarra tal cual está, sin escribir nada, o comenzamos a esbozar una estrategia para abordar nuestro futuro.

Es posible que no podamos volver a todo lo que hacíamos antes de la pandemia, por distintas razones. Queda entonces únicamente edificar un futuro para cada uno de nosotros. Cada uno con sus herramientas, cada uno con sus capacidades, cada uno con sus potencialidades puestas al servicio de la necesaria reinvención, exigida por las circunstancias que estamos viviendo.

Somos eternos aprendices, o por lo menos deberíamos serlo. La pandemia por un lado nos destruyó y dio por tierra con muchos de nuestros sueños, pero a la vez nos enseñó a ser humildes y a tomar conciencia de que no todo lo podemos lograr y que ello no debe provocarnos un sentimiento de frustración. Debemos fluir con los acontecimientos, sabiendo que somos pequeños e insignificantes en muchos sentidos, incorporados a una naturaleza que es inconmensurable y que no dominamos.

Un virus invisible ha sido el artífice de la destrucción de parte de la población del planeta. ¿Qué más necesitamos para darnos cuenta definitivamente de que no somos invencibles y que no somos lo más sofisticado de la creación? Somos vulnerables como cualquier otro tipo de ser viviente y es bueno que nos lo repitamos varias veces al día, los trescientos sesenta y cinco días del año.

A pes

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