Ama tu soledad

Borja Vilaseca

Fragmento

I. Este libro es terapéutico

I

Este libro es terapéutico

Una noche fría de invierno un grupo de erizos se encontraba a la intemperie —en medio de la planicie de una elevada montaña—, sin ningún lugar donde resguardarse. Y para evitar morir congelados empezaron a juntarse en busca de calor. Sin embargo, al aproximar sus cuerpos se herían los unos a los otros pinchándose sin querer con sus afiladas púas, lo que provocaba que volvieran a alejarse. Pero al hacerlo sentían nuevamente un frío insoportable.

Esta desagradable situación sumergió al colectivo de erizos en la siguiente disyuntiva: acercarse y lastimarse o distanciarse y congelarse. Pasadas unas horas, finalmente encontraron la forma de ubicarse los unos junto a los otros manteniendo una distancia adecuada: ni demasiado cerca ni demasiado lejos. De este modo consiguieron sobrevivir y preservar su calor corporal sin recibir dolorosas punzadas.[1]

1. Confesión del autor

Voy a ser muy sincero contigo desde el principio: desde que tengo uso de razón he odiado estar solo. Me causaba mucha angustia, tristeza y ansiedad. De ahí que escribir este ensayo forme parte de mi terapia. Se trata de un «libro terapéutico». Para ello, voy a abrirme en canal, compartiendo contigo asuntos muy íntimos que espero te sirvan en tu propio proceso. Y es que aprender a amar la soledad está siendo uno de los retos más grandes de mi vida. Me ha llevado a confrontar mis heridas de infancia y los fantasmas de mi pasado. Y también a perder a algunas de las personas que más he querido.

Mi historia —como la tuya y la de todos— comenzó el día de mi nacimiento. Tuve un parto muy complicado, de los que en la mayoría de casos se muere el recién llegado. Apenas podía respirar. Mis pulmones se ahogaban debido a los residuos originados por el desprendimiento de placenta que padeció mi madre durante el octavo mes de embarazo. Nací prácticamente muerto. Y una de las enfermeras me devolvió a la vida tras realizarme la reanimación boca a boca. Por poco no lo cuento. Todavía me pregunto si aquello me convierte en alguien que nació con estrella o simplemente estrellado.

Debido a la gravedad de mi salud, mi primer mes y medio de existencia lo pasé metido en una incubadora. Solo. Sin apenas contacto físico. Con un aparato de respiración asistida enganchado a mi nariz. Y numerosas ventosas adosadas a mi cuerpo para medir mis constantes vitales. Así fue mi bienvenida a este mundo: solitaria y dolorosa. De hecho, al salir del hospital padecí fotofobia. Mis ojos no paraban de llorar por no soportar la luz del sol.

INFANCIA COMPLICADA

Irónicamente, lo peor comenzó al llegar a casa. Como muchos otros seres humanos nací en el seno de una familia disfuncional. Me tocó crecer en un hogar marcado por la violencia psicológica. Mi madre —que en paz descanse— era una mujer muy atormentada y narcisista. Estaba muy traumada como consecuencia de ser hija de un hombre extremadamente frío, exigente e iracundo. Y tiranizada por sus demonios internos, nos maltrató psicológicamente a mí y a mis hermanos hasta que los tres nos fuimos de casa por la puerta de atrás, completamente desquiciados.

Mientras, mi padre —totalmente ausente— decidió mirar para otro lado, refugiándose en su despacho para no tener que lidiar con semejante drama. Se limitó a ejercer de proveedor a nivel económico y material. Nunca nos faltó de nada. Y eso es algo por lo que siempre le estaré agradecido. Eso sí, en la jerga psicológica se le llama «padre avestruz»: enterró su cabeza debajo de la tierra para evitar el conflicto. Y no le culpo. En sus peores momentos mi madre se convertía en un monstruo irreconocible. Y enfrentarse a ella sólo hacía que empeorar las cosas, agravando el nivel de gritos, tensión y malestar.

Si bien el día a día en casa era un auténtico polvorín, de puertas para afuera mis padres fingían que todo iba bien, aparentando ser un matrimonio feliz. Por eso desde muy jovencito he repudiado la falsedad, la mentira y la hipocresía. El mundo de los adultos me sigue pareciendo un teatro repleto de máscaras y farsantes... Finalmente a los 19 años toqué fondo. Entré en una profunda depresión y pensé seriamente en suicidarme.

ROTO POR DENTRO

A pesar de mi insoportable vacío existencial no fui a ningún terapeuta. Les tenía mucha manía. Seguramente porque mi madre trabajaba como psicóloga familiar... Tampoco me tomé ningún antidepresivo. Eso sí, mi manera de escapar del dolor fue tapándolo todo lo que pude. Me volví adicto a morderme las uñas, a la nicotina, a la marihuana y al azúcar refinado. Y los fines de semana me emborrachaba hasta el olvido. Estaba tan roto por dentro que durante mi adolescencia me convertí en un suicida en potencia. Probé todas las drogas que pude. Y estuve a punto de morir en varios accidentes de moto y de coche provocados por una mezcla explosiva entre embriaguez, inmadurez e inconsciencia.

Intenté desesperadamente compartir mi sufrimiento con mis amigos de aquel entonces, pero me sentí muy incomprendido. Ni yo mismo sabía qué me ocurría. Así es como me fui volviendo un joven asocial, aislándome voluntariamente de los demás. Todo me parecía una mierda. Me generaba un profundo rechazo la sociedad. De la noche a la mañana rompí con mi grupo de colegas, desapareciendo radicalmente de mi entorno social. Sin embargo, me sentía como el «lobo estepario»:[2] era incapaz de estar con otras personas, pero tampoco sabía estar solo...

Como consecuencia de mi maltrecha autoestima, cada vez que me enamoraba de una chica terminaba preso de la dependencia emocional. Y me poseía un irracional miedo al rechazo y al abandono. No en vano, estaba convencido de que la felicidad procedía de las relaciones en general y del amor de una novia en particular. Paradójicamente, este exceso de apego insano destruía mi capacidad de amar y de ser amado de verdad. Ésta es la razón por la que estos vínculos sentimentales siempre terminaban de la misma manera: con más sufrimiento.

RETIROS DE SOLEDAD

Mientras escribo estas líneas acabo de cumplir cuarenta y tres años. Madre mía lo que ha llovido desde entonces. He mantenido una relación de pareja de dieciocho años que me ha transformado por completo. Y para la que sólo tengo palabras y sentimientos de agradecimiento. Y lo mismo me ha sucedido con la paternidad. Mis dos hijos me han hecho de espejo, reflejándome con su inocencia lo traumado que estaba. Sin duda alguna, la familia que he creado está siendo mi mejor medicina. Ahora mismo son mi fuente de inspiración para ser un hombre consciente, un padre amoroso y un compañero estable, generoso y cuidador. Éste es mi mayor compromiso y el proyecto más importante de mi vida.

A lo largo de todo este tiempo he realizado una veintena de retiros de soledad. Todos ellos rodeado de silencio y acompañado por la naturaleza. También he viajado varias veces como mochilero en solitario por diferentes rincones del planeta. Y tengo que reconocerlo: cada vez que me quedaba a solas conmigo mismo había momentos en los que no podía parar de llorar. En todas esas ocasiones mi corazón se volvía a inundar de angustia, tristeza y ansiedad. En la zona del plexo solar sentía un dolor agudo y punzante, como si un cuchillo en llamas empezara a cortarme y despedazarme por dentro.

Con el paso de los años —y fruto de mi proceso de introspección, sanación y transformación— he ido soltando los diferentes parches que empleaba para evitar sentir aquella horrible y desquiciante sensación. Y poco a poco he conseguido liberarme de las adicciones que otrora gobernaban mi existencia, armándome de valor para sumergirme en aquel gigantesco agujero negro. Al principio estaba todo oscuro y sentí un terror inmenso al asomarme a lo que parecía un abismo infinito. Sin embargo, en la medida en que fui adentrándome acabé encontrando la forma de encender una luz desde el interior. Fue entonces cuando por fin vi lo que había detrás de mi dolor: un niño pequeño herido, asustado y abandonado... Nunca he derramado más lágrimas en toda mi vida.

Este descubrimiento significó un punto de inflexión en la forma de relacionarme conmigo mismo. Desde entonces mantengo una relación mucho más sana y nutritiva con mi niño interior, procurando que mi autoestima se nutra del amor propio que me profeso a mí mismo. Así es como evito —en la medida de lo posible— que mi bienestar emocional dependa de alguien o de algo que proceda del exterior. En este sentido, desde finales de 2019 vivo sin WhatsApp. Esencialmente porque me di cuenta de que lo utilizaba —sobre todo— para anestesiar mi miedo a la soledad. Abandonar voluntariamente el uso de esta aplicación fue un proceso bastante parecido a desintoxicarse de una droga... Cuantos más años cumplo, más alucino con todo lo que he hecho, todo a lo que me he atado y todo lo que me he engañado para evitar sentirme solo.

EL FALLECIMIENTO DE MI MADRE

A su vez, este trabajo interior me posibilitó finalmente perdonar a mi madre y amarla con todo mi corazón. Durante sus últimos diez años de vida mantuvimos un bonito vínculo basado en el afecto y la complicidad. Harta de sufrir, ella también inició su viaje de autoconocimiento y experimentó su propio despertar de consciencia. Fue una abuela ejemplar y por momentos pude disfrutar de su verdadera esencia: el amor, el altruismo y la humanidad. Aquejada por una enfermedad terminal falleció a finales de 2021. Y lo cierto es que la echo de menos. Con mi padre mantengo una bonita relación llena de complicidad. Muchos de los valores esenciales que mueven mi vida —como la honestidad, la integridad y la generosidad— se los debo a él. Me gusta mucho poder contar con sus consejos —es abogado mercantil—, aunque a menudo se queja de que no le hago tanto caso como a él le gustaría...

Sea como fuere, la muerte de mi madre provocó —de forma sincrónica— que algo se desbloqueara dentro de mí. Fue entonces cuando por fin me metí de lleno en mi viaje hacia la soledad para liberarme —de una vez por todas— de la excesiva dependencia emocional que desde siempre me ha acompañado. E hice lo que nunca creí que llegaría a hacer: iniciar un proceso psicoterapéutico con un psicólogo clínico. Siento que es una manera de honrar el legado de mi madre. Y la verdad es que me está yendo de maravilla.

Desde entonces ya no sufro ni temo tanto la soledad como antaño, sino que la necesito y la busco más de lo que hubiera podido imaginar. Y hoy puedo decir con una sonrisa que he aprendido a disfrutar de mi compañía. Siento que he encontrado un sano equilibrio entre estar conmigo y pasar tiempo con los demás. Por fin sé cómo crear vínculos genuinamente satisfactorios y auténticos. Tengo la fortuna de contar con bastantes amigos de mucha calidad. Y hace ya muchos años que no hago ningún papelón social. Me siento libre para ser quien verdaderamente soy sin tener que justificarme ni dar explicaciones.

Sin afán de parecer masoquista, doy gracias por haber tenido que recorrer este camino tan arduo e intenso, pues es precisamente el que me ha permitido convertirme en quien hoy soy. A eso se refieren los filósofos estoicos cuando dicen «amor fati». Es decir, «amor al destino». Eso sí, por medio de este libro voy a compartir contigo lo que me hubiera encantado que alguien me hubiera contado cuando comencé mi sendero espiritual. Espero de corazón que mi pequeña experiencia vital te sirva para allanar y facilitar el tuyo. ¡Buen viaje!

En lo más profundo del invierno,
sentí que había en mí un verano invencible.

ALBERT CAMUS

2. El dilema del erizo

Si te fijas en tu existencia, te darás cuenta de que se trata de un pulso invisible entre la soledad y la sociedad. Es decir, entre estar solo y estar con otras personas. En general te cuesta encontrar el tan ansiado punto de equilibrio entre sentirte realizado como individuo y gozar de vínculos verdaderamente auténticos y satisfactorios. Hay una verdad incómoda —y seguramente negada— que te ha llevado a interesarte por este libro: no te sientes del todo pleno por ti mismo. Ni tampoco te acaban de llenar las interacciones sociales con los demás. En el fondo de tu corazón sigues sintiéndote solo y vacío. ¿Por qué será?

Por un lado, estar a solas contigo no te termina de colmar. Es como si te faltara siempre algo o alguien para sentirte del todo completo. Y por el otro lado, relacionarte y convivir con el resto de personas que componen tu entorno familiar, social y profesional te pasa factura en forma de desencuentros y sufrimento. Tanto es así que posiblemente ahora mismo estás instalado en la resignación —quedándote en una especie de tierra de nadie—, amparándote en la mítica expresión «no puedo vivir contigo ni sin ti»...[3]

Esto es precisamente lo que plantea «el dilema del erizo».[4] Esta parábola pone de manifiesto la paradoja de nuestra condición humana: no podemos vivir del todo juntos, pero tampoco del todo separados. Somos seres sociales, lo que contribuye a nuestro desarrollo y supervivencia. Nos necesitamos los unos a los otros. De ahí la expresión «ningún ser humano es una isla».[5] Eso sí, teniendo en cuenta la importancia de preservar nuestra independencia y mantener nuestro propio espacio. En caso contrario, el conflicto tiende a aparecer con más frecuencia.

LAS PÚAS DEL EGO

Seguro que lo has experimentado: cuanto más cercano e íntimo es tu vínculo con alguien, más probable es que l

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos