Un asunto sentimental

Jorge Eduardo Benavides

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Grupo Santillana

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Para Eva, lo único real

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Organizar de tal manera nuestra vida que sea para los otros un misterio, que quien mejor nos conozca solo nos desconozca más de cerca que los otros...

Fragmento 115. El libro del desasosiego

FERNANDO PESSOA

La transparencia es el peor engaño del mundo, solía decir mi padre: Uno es las mentiras que dice.

Los Informantes

JUAN GABRIEL VÁSQUEZ

Con las mentiras se puede llegar muy lejos. Pero lo que no se puede es volver.

Proverbio arequipeño

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Venecia

—Venecia es mucho más que una ciudad, lo sabe todo el mundo, es un estado de ánimo, una leve borrachera feliz de los sentidos, una inexplicable necesidad de amarla y poseerla como a una bella, bellísima mujer, algo siempre inmerecido —me dijo.

Estábamos en la terraza del Hotel Rialto bebiendo una copa de prosecco muy frío, contemplando la niebla casi azul que cubría el Gran Canal, atravesado por vaporettos fantasmales y góndolas ahora vacías, como elegantes espectros de otra época. Llevábamos hablando Albert Cremades y yo un par de horas. Desde el principio, cuando intercambiamos unas frases de sincera sorpresa por encontrarnos en aquella ciudad advertí que Cremades vivía atormentado por algo, como si tuviera una reciente herida a la que aún no se acostumbrara. Cuando le pregunté por aquella novela suya que, según acababa de leer en el avión, empezaba a colarse en la lista de las más vendidas, hizo un gesto, se encogió de hombros, cambió discretamente de tema. No lo conocía mucho, a decir verdad: hacía un par de años habíamos coincidido en una cena con Alonso Cueto, porque él trabajaba como jefe de prensa en la editorial donde mi amigo acababa de publicar y en el transcurso de esos dos años nos habíamos visto por casualidad, siempre rodeados de otras personas y también siempre por cuestiones que laboralmente nos atañían de manera periférica. Cremades era un tipo ligeramente rubio, no particularmente alto, de gafas redondas y, pese a la inminente calvicie, poseía un aire de efímera adolescencia, quizá porque era más bien imberbe y su rostro se teñía de rojo con facilidad. Hablaba con una dicción cerrada del Ampurdán y usaba las manos para enfatizar los finales de sus frases, como si ello le diese a sus palabras una cualidad más exacta y certera que no obstante desdecía ese enfoque como de suspicacia permanente, tan propio de los miopes.

Sin embargo, allí en el bar del Rialto, donde yo hojeaba distraídamente El Corriere della Sera cuando él se acercó, tardé un poco en reconocerlo. Llevaba unos pantalones de lino crudo, una camisa blanca arremangada y un sombrero color beis. Con franqueza, lo encontré algo inverosímilmente tropical para Venecia, y más en esa época del año. Pero tal vez se debía al hecho de que siempre lo había visto vestido de trajes muy sobrios y corbatas, y ahora seguramente andaba de vacaciones. No obstante, su expresión era menos resuelta, sus gestos más rígidos cuando me invitó a tomar una copa con él allí mismo, en el bar del hotel. Conversamos de conocidos y de libros, de cotilleos sobre editores y agentes, y también de lo mucho que se vendían ahora las novelas de género histórico, sorbiendo de a poquitos un par de gin tonics. Pero Cremades parecía ido, los ojos ofuscados de miope, sin concentrarse del todo en la conversación, salpicando lacónicas y estériles frases que iban a morir a orillas de nuestra charla. Picoteó sin suficiente maledicencia el grano crocante de unos cuantos chismes sobre un escritor que le sentaba como una patada en el culo, especuló sin gracia acerca de una novela inglesa recientemente publicada y solo pareció animarse un poco y abandonar su contenido malestar al mencionarme el Perú, donde había pasado unos meses que en sus ojos chispeaban como gemas. Me detalló aquel viaje que había empezado con una invitación de la Casa de España para unas conferencias y que, sin proponérselo, casi sin darse cuenta, «como salen mejor las cosas», acotó, se había lanzado a conocer Machu Picchu y el Cusco, primero, y luego Arequipa. De aquel periplo, Albert Cremades guardaba una nostalgia casi edénica que a mí se me antojaba un poco empalagosa. Incluso aderezó sus frases con términos típicamente peruanos y divagó sobre la posibilidad de escribir una novela ambientada allí o algo relacionado con el Perú, pero una y otra vez se oscurecía, como si hubiese perdido la fuerza necesaria para mantener aquel entusiasmo tan parco. En fin, yo empezaba a maldecir la casualidad de aquel encuentro y Cremades así pareció advertirlo. Terminó de un trago su segunda copa, llamó al barman, atajó con brusquedad mi gesto de pagar y encargó una botella a la terraza. «Si tu debilidad es el cava, como me confesaste una vez, tienes que probar esto», dijo dirigiéndose a mí.

Cuando decidimos dejar aquel algo decadente y lu

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