PRÓLOGO
No por azar aventura es del género femenino. Las correrías con riesgo han sido y son dominio de la mujer tanto como del hombre. Claro que cuando se trata de ilustrar el espíritu de aventura, la historia retiene primero a los nombres de Marco Polo, Colón, Magallanes, Elcano, Cook, Stanley, Amundsen, Lindberg.
Eso se explica porque la historia está escrita por hombres. En la sombra quedan Débora, que condujo a las tribus de Israel a la victoria, Balkis, la reina de Saba que desde Etiopía se fue a seducir al rey Salomón, el de los juicios salomónicos y las minas ocultas en el corazón de África, Malinche la bella azteca que siguió a Cortés en su conquista, de la donostiarra monja Alférez, de Ángelica Duchemin que fue la primera mujer condecorada con la Legión de Honor (por Napoleón), de María Cabeza-de-Madera, mujer soldado que dio a luz en la batalla de Marengo y murió en Waterloo, de esa galería de mujeres emprendedoras que van desde la primera enfermera Florence Nightingale o Isabel Eberhardt, de Alexandra David-Néel o Amalia Earhart hasta la astronauta rusa Valentina Terechkova.
Ya es hora de que salgan a la luz las peripecias de las mujeres-viajeras. En su libro Wayward Women Jane Robinson reúne cuatrocientos nombres de escritoras de viajes y tan sólo en inglés. Hace una excepción con una abadesa gallega (o del sur de Francia según otras fuentes), Etaria o Egeria, que es la santa patrona de los trotamundos. Hay otra razón que ha ocultado estos y otros nombres universales. Viajar es cosa de hombres, pero las mujeres no se quedan en casa y con la pata quebrada. Salen, se rebelan, viven, buscan la libertad y rompen los clichés. En la Edad Media son todas santas, brujas o putas, en la Era Victoriana sumisas amas de casa. Las hay, sin embargo, que pegan una patada al hormiguero decididas a correr mundo por las más diversas razones, místicas o religiosas, personales, filosóficas, amorosas, hedonistas, de curiosidad o de fuga de un mundo hostil o tedioso. Partir es vivir. Pero que no se corra la voz: podría cundir el ejemplo.
¿Por qué hay tan poca literatura escrita sobre las mujeres viajeras hasta que la intrépida y marilyniana Cristina se ha puesto a la tarea? Creo que porque nunca se dieron importancia, nunca sintieron ese afán masculinista de sacar pecho, de batir plusmarcas, de presumir de sus hazañas en sociedades geográficas, de gritar al mundo «yo fui el primero», de epatar a plebeyos, burgueses y aristócratas. Como diría Stevenson lo esencial es moverse, por lo demás, la puesta en escena, la vanidosa exaltación de esas andanzas, la publicidad, la necesidad patológica de batir al compañero en una cima, una selva tupida o un río, para lograr una medalla sobre la que centelleen los flashes es cosa de hombres. Somos como niños necesitados de cariño y aplausos.
«Por fin —diría Mary Kingsley— mis piernas eran libres.» Cuando es un hombre el que viaja es un Cid Campeador, si lo hace una mujer hasta la mismísima cazuela del antropófago es una excéntrica. «Peregrina salió —asegura el refrán alemán del medioevo— puta volvió.» Pero «el milagro hay que esperarlo de una mujer», ¿verdad Lamartine?
Para una mujer viajar desde el siglo IV, el de la abadesa Egeria, hasta el siglo XIX (en la Gran Bretaña por lo menos) era una heroicidad, si ni siquiera las dejaban salir de casa. Egeria la bendita, de ella nos habla Cristina en este libro tan divertido y tan esclarecedor, pudo salir para mayor gloria de Dios y escribir en el año 385 un libro que rezuma devoción y energía, La peregrinación de Santa Silvia de Aquitania a los Santos Lugares. Esta mujer es la primera que no presume de nada. Ni una línea de autoglorificación o de acento innecesario en el peligro a la incomodidad del viaje que la lleva desde la tumba de Job a la zarza de Moisés hasta el pilar de sal de la mujer de Lot. El texto de la monja gallega es de una sencillez y una capacidad de observación aplastante. Va al grano con una desusada naturalidad, franqueza e inocencia. En sus dos exploraciones de Egipto lleva el libro de Éxodo para contrastarlo con la geografía por la que pasa, incluida la ascensión al monte Sinaí. El periódico de hoy es ya viejo, pero Egeria es nueva cada amanecer.
El denominador común de las mujeres viajeras-escritoras es esa llaneza de la que hace gala la abuela Egeria, tan alejada de la altanería, la hipérbole, la grandilocuencia y fantasía de tantos hombres-viajeros trotamundos del «ego-trip». Estas damas no ven volar burros como Marco Polo, sino que se atienen a la realidad, la describen con tino y un cierto distanciamiento irónico. Cristina Morató hereda estas y otras virtudes porque lejos de complicarse y complicarnos la vida a sus lectores con giros fantásticos y adornos innecesarios va al tuétano. Se escribe como se es y la autora de Viajeras intrépidas y aventureras nos regala la cortesía de la claridad, de un texto ordenado y funcional. Por añadidura no interfiere en la exposición de vidas tan desconocidas ni trata de colar un ejercicio de estilo. Cristina es así, limpia, rápida, desprendida, de veloz y atenta mirada. Así fue también como se lanzó muy joven a la aventura. «Es tan débil el hombre —escribía Alfred de Vigny en Diario de un poeta— que cuando alguno de sus semejantes se presenta clamando “Yo lo puedo todo”, como Napoleón, o “Yo lo sé todo”, como Mahoma, puede ya darse casi por vencedor. Tal es la causa del éxito de tantos aventureros.»
Vivir satisfecha de una misma es muy aburrido, de modo que Cristina abandona una carrera fácil, una popularidad efímera en televisión o un despacho con alfombras persas y mirós en las paredes por la aventura pura y simple. Tampoco presume de nada, no es políglota, ni siquiera se cree valiente, pero lo prueba todo con la sonrisa, la alegría, la audacia, el romanticismo, la facilidad de comunicación y el sentido del humor que le son congénitos, Madame Matata como la llamaban en lingala se lanza al puenting o al paracaidismo, pasea su cámara por aquí y por allá. Lo que más le gusta, por eso es periodista independiente, freelance en nuestra jerga, es poder decir adiós. Ni tiene coche, casa propia, nada que le ate en exceso a un punto fijo, aunque vamos a ver qué pasa a partir de ahora que es mamá feliz. Seguro que carga a su niño Alejandro en la mochila.
En fin, que empuña su cámara, sabe mirar alrededor y es feliz así. No va de etnóloga, antropóloga o socióloga con citas por delante de Margaret Mead o Levis Strauss. No, ella peregrina por la vida sin brújula ni compás. De pequeña leyó a Tintin y a Conrad y con ese bagaje y nuevas lecturas ha ido al fin del mundo preguntando y gesticulando, arrojándose sin temor y con fruición a la piscina de todas las culturas, sobre todo latinoamericanas o africanas. Ha salido intacta de estas y otras singladuras, de modo que nunca nos echará el sermón al uso sobre lo duro y espinoso que es viajar. «Lo mío, dice, es la gente.»
Otra de las características que Cristina comparte con las colegas sobre las que escribe es el inconformismo, el desparpajo, el desasimiento de cosas materiales, la compasión, el relato del miedo o la soledad sin exageraciones. Estas damas son de carne y hueso.
«En el fondo —escribió Freya— la verdadera literatura de un país es su atmósfera.» Cristina es bachiller en atmósferas. Jorge Luis Borges llamaba vestíbulos a los prólogos. Éste es sólo un vestíbulo para la «poeta del viaje» catalana. Ya que navega en el segundo plano habrá que pedirle que tras animarse a contar con éxito aventuras ajenas nos cuente un día las suyas.
MANU LEGUINECHE
Las viajeras nos encontramos en serios aprietos. Si no decimos nada más de lo que se ha dicho ya, somos aburridas y no hemos observado nada. Si decimos cosas nuevas, se burlan de nosotras y nos acusan de fabulosas y románticas.
Lady MARY MONTAGU, Constantinopla, 1718
Sólo siento indiferencia ante lo que pueda ocurrir, ya sean dificultades, sufrimientos, vida y muerte. En realidad, uno cae en la inquietud y el temor porque le importa su vida y su confort. Soy vieja y he conseguido más o menos todo lo que he deseado en este mundo. La sabiduría consiste, pues, en no permitir que me invada la agitación. Si el final está cerca, no tiene la menor importancia.
ALEXANDRA DAVID-NÉEL, Tíbet, 1920
En cuanto a mí, sólo deseo tener un buen caballo, compañero mudo y fiel de una vida soñadora y solitaria, algunos servidores casi tan humildes como mi montura, y vivir en paz, lo más lejos posible de la agitación —en mi humilde opinión, estéril— del mundo civilizado, en el que me siento de más.
ISABELLE EBERHARDT, Argelia, 1900
I
ESPÍRITU AVENTURERO
No comprendo la existencia de personas que se levantan todos los días a la misma hora y comen cocido en el mismo sitio. Si yo fuera rica no tendría casa. Tendría una maleta y a viajar siempre.
CARMEN DE BURGOS, 1927
Todo empezó en 1986 cuando trabajaba como reportera en un programa de tarde en televisión. No sabía muy bien cómo estrenarme así que decidí entrevistar a unos jóvenes que practicaban el puenting —modalidad que consiste en lanzarse al vacío sujeto sólo con un arnés a la cintura— y grabar sus espectaculares saltos. Al final, cuando ya nos íbamos a ir, uno de ellos me dijo que por qué no probaba la experiencia, que la sensación era increíble. Así que con el corazón en un puño solté las manos que se agarraban a la barandilla y mientras caía chillé todo lo que pude. Cuando el reportaje se emitió fue un éxito, los taxistas no me cobraban la carrera, en el mercado me regalaban fruta y mi madre me rogaba que no lo volviera a intentar. Durante un tiempo me gustó probar otros deportes de riesgo como el paracaidismo, los viajes en globo o el parapente. Para mí no era más que la posibilidad de vivir nuevas emociones y divertirme.
Desde entonces me cayó el sambenito de «intrépida». Yo me lo tomaba un poco a guasa porque ya hacía cuatro años que viajaba por el mundo con mi cámara de fotos haciendo reportajes y había vivido algunos contratiempos más serios que el puenting. Pero no me importaba, nunca me he considerado valiente, sólo he sido una viajera curiosa y apasionada más enamorada de las gentes que de los paisajes. También he tenido suerte o un ángel protector porque he viajado sola a muchos países y nunca encontré el peligro del que me hablaban.
Cuando empecé este libro no imaginaba la aventura en que me metía. Como a la mayoría, me sonaban los nombres de algunas ilustres viajeras como la monja Alférez o la famosa exploradora Alexandra DavidNéel, pero poco más. Recuperar las hazañas de aquellas pioneras no era tarea fácil, la historia no se preocupó de ellas hasta el siglo XVIII. Así que sólo quedaba recorrer bibliotecas y empezar a leer las escasas biografías publicadas. Descubrí sorprendida que la lista de viajeras era más larga de lo que me imaginaba. Desde las heroínas castellanas del siglo XII hasta las astronautas que hoy viajan al espacio, ha habido tiempo para ver mundo. Un mundo, el de entonces, sin fronteras, pasaportes y aún por cartografiar.
En cualquier tiempo pasado una mujer que viajara, y más sola, era una extraña criatura. En el siglo XIX, cuando surgen las más singulares y atrevidas trotamundos, la mujer nacía para cuidar del hogar, educar a los hijos y atender al marido. Ese ambiente asfixiante de la época victoriana, que reprimía el talento de muchas mujeres y las enfermaba de por vida, propició el milagro. La aparición de mujeres como Mary Kingsley, Isabella Bird o la misma Gertrude Bell no fue casual. A una edad en que la sociedad les cerraba todas las puertas, sobre todo si eran solteras, los viajes eran una válvula de escape para aquellas mujeres cultas, inquietas y fuera de lo común.
Así que un puñado de valientes mujeres que se negaron a llevar una vida de segunda decidieron romper moldes. Y lo hicieron sin renunciar a ser unas elegantes damas del Imperio británico. Mary Kingsley, la más divertida de todas, comenta en uno de sus libros: «Me encontraría ridícula si en mi viaje a África me vistiera de otra forma a como suelo hacerlo en casa. Me parece que lo que resulta correcto para Cambridge y Londres lo será entre los africanos». Y así como si fueran de picnic viajan con sus apretados corsés, pesadas enaguas, largas faldas, medias, botines y la inseparable sombrilla. Otras más prácticas, como Alexandra David-Néel o la arqueóloga Jean Dieulafoy, usan cómodos pantalones. Un buen número de ladies que recorre Oriente se disfrazan de árabes para pasar desapercibidas, montan a caballo como los beduinos y duermen en las tiendas de los nómadas.
En sus extraordinarios viajes a las selvas de Borneo, la sabana africana o las montañas del Himalaya algunas viajaban casi con lo puesto, otras a lo grande como auténticas reinas. La almohada, el té y en ocasiones una bañera de zinc son los caprichos más comunes. Algunas se atreven a más, la exploradora May Sheldon viaja en un enorme palanquín de mimbre y en la bandera americana que abre la expedición se puede leer: «Noli me tangere», es decir, «No me toquéis». La inglesa Gertrude Bell nunca renunció a cenar en vajilla de porcelana y de cristal en medio del desierto.
A pesar de la ironía y el humor que impregnan los relatos de aquellas pioneras sus viajes constituyen auténticas proezas. Los peligros a los que debieron enfrentarse, caníbales, animales salvajes y enfermedades, no eran ninguna tontería. Y, sin embargo, es muy raro que alguna de ellas se queje o lamente por haber salido de casa. La humildad y la ingenuidad es común a todas. Ida Pfeiffer dio dos veces la vuelta al mundo y se enfrentó a los temidos cazadores de cabezas de Borneo. Isabella Bird, la primera mujer aceptada por la Real Sociedad Geográfica de Londres, dio tres veces la vuelta a la Tierra. Alexandra David-Néel fue la primera occidental que entró en la ciudad prohibida de Lhasa. Ninguna reconoció al final de sus días que hubiera hecho algo especial, tan sólo «habían visto un poco más que las demás», como dijo lady Anne Blunt a su regreso de la península Arábiga.
Nada hace suponer que tras una apacible madre de familia numerosa o una mojigata «solterona» se esconda un inquieto espíritu aventurero. Ida Pfeiffer, una perfecta ama de casa, dejó perpleja a su familia cuando, sola y con apenas dinero, se lanzó a recorrer remotas regiones. Mary Kingsley, que no conoció en treinta años más mundo que la casa familiar, a la muerte de sus padres se embarcó tambien sola al África occidental que por entonces era «la tumba del hombre blanco». May Sheldon fue quizá la más moderna al dejar a su marido en tierra firme y emprender una arriesgada expedición a Kenia. La «maldita» curiosidad femenina arrastró por igual a monjas, reinas, conquistadoras, ladies y exploradoras. El problema, como decía Freya Stark, es que «a uno le sobreviene una especie de locura a la vista de un buen mapa». Todas, con sus prejuicios a cuestas, fueron las primeras, y con su esfuerzo y tenacidad abrieron el camino a las arqueólogas, zoólogas o historiadoras del siglo XX que recorrieron sus mismas rutas.
Claro que su comportamiento resultó escandaloso en su época y propició todo tipo de burlas y críticas. Los hombres las tachaban de «locas y excéntricas», además de «marimachos y ridículas». La reina Victoria, principal baluarte de la moralidad, se negó a invitar a la mujer del explorador Samuel Baker a la ceremonia de su investidura como caballero, porque viajaron juntos a África sin estar casados. Florence Baker calló, como otras muchas, pero tanto ella como Isabel Arundell, esposa del capitán Richard Burton, contribuyeron en gran medida a los éxitos de sus maridos.
Este libro no iba a ser en un principio tan extenso, pero a medida que pasaban los meses unas mujeres me presentaban a otras y así sucesivamente hasta que tuve que decir basta. Por ejemplo, cuando leía las memorias de Fanny Vandegrift, la mujer del escritor Robert Louis Stevenson, aparecía el nombre de una tal tía Maggy que viajó con ellos a los mares del Sur. La tal Maggy no era otra que la madre de Stevenson, Margaret, que embarcó con ellos para un «crucero» de dos años y medio por la Polinesia. Esta mujer victoriana, viuda, que no había ido más allá de los balnearios europeos aprendió a montar a caballo con sesenta años para poder ir a misa los domingos y se sentía feliz descalza, sin corsé, vestida como una samoana.
En otra ocasión leyendo el libro del capitán Richard Burton, Las Montañas de la Luna, el autor hacía alusión a unas holandesas que habían llegado a Gondokoro, en el Alto Nilo. Esperaban poder conseguir porteadores y víveres para emprender su viaje al interior del continente africano: ¿Mujeres organizando una expedición a las fuentes del Nilo?, la idea parecía descabellada pero era muy real. Las holandesas no eran otras que Alexine Tinne y su madre Harriett, tan ricas y audaces como para organizar su propia expedición a África viajando con más de doscientos porteadores.
A lo largo de estas páginas desfilan un buen número de mujeres fuera de lo común, pero quedan todavía muchas por descubrir e investigar. Éste no es un libro histórico, ni un ensayo sobre las viajeras, tan sólo unas páginas que rescatan lo mejor —y lo peor— de sus increíbles odiseas, apenas un boceto de unas vidas excepcionales. He incluido algunas anéctodas de mis viajes alrededor del mundo que coinciden con los países que ellas visitaron.
Es cierto, como apunta Manu Leguineche en el prólogo, que no he podido evitar identificarme con ellas. Mi sentido del humor y mi carácter extrovertido me han ayudado como a Mary Kingsley en más de una ocasión a salir de un apuro. Como a ella me ha gustado probar en mis viajes «la cocina selvática», aunque el menú fuera carne de mono, orugas y termitas fritas. Y no me ha importado en absoluto abandonar el confort de un hotel por una buena hamaca en la selva o el suelo de una choza maya en México. En el Amazonas aprendí a pescar pirañas y en la Patagonia a cazar marás para llenar el estómago.
Al final, de eso se trata, de ver mundo, aprender y conocerse a sí mismo. Freya Stark, en su obra Un invierno en Arabia, escribe: «Las cinco razones para viajar que me dio sayid Abdullah el relojero: dejar atrás los problemas, ganarse la vida, adquirir conocimientos, practicar las buenas maneras y encontrar un hombre honorable». Yo añadiría una sexta, alargar la vida. Nuestras más notables y curiosas viajeras han sido más bien longevas. Alexandra David-Néel mandó renovar su pasaporte cuando había cumplido los cien años «por si acaso»; Freya Stark, con ochenta años atravesó a caballo algunos pasos del Himalaya a más de cinco mil metros de altitud. Por alguna de estas razones, o por todas, las mujeres empezaron a viajar desde la más remota antigüedad. Nadie sabe lo que pasaba por la cabeza de nuestras antecesoras a la hora de emprender semejantes hazañas. A lo mejor lo mismo que por la mía cuando hace veinte años subí a un avión rumbo a Centroamérica.