Alaska

Fragmento

Cuando era chiquita quería ser grande. Es normal, les pasa a todos los niños. Sin embargo, ahora que crecí, me doy cuenta de lo mucho que idealizaba el hecho de ser grande y de cuánto extraño algunas veces lo simple de la niñez. El tiempo pasa demasiado rápido y puede ser doloroso aceptar que hay ciertas cosas que nunca van a volver a ser como antes.

Cuando iba a la escuela no veía la hora de pasar al liceo, y en el liceo, mi mayor deseo era llegar a sexto año y graduarme. Pensaba que de esa forma iba a tener la libertad para poder salir cuando quisiese, para ir a bailar y hacer todo ese tipo de cosas que, según yo, otros hacían solo por ser más grandes.

Pero como muchas veces sucede, idealizar puede jugarnos una mala pasada y en ocasiones las expectativas acaban cayendo por su propio peso, así que cuando llegué a sexto de liceo comprendí que solo era una etapa más de mi vida igual de importante que las demás y que había fantaseado en exceso al respecto de lo que podía pasar.

Hay algo que es cierto, cuando crecés vas ganando algunas libertades, pero la contracara de esto es que al mismo tiempo vas perdiendo otras. De chicos amamos pasar tiempo en los juegos de la placita o del patio de la escuela, pero cuando crecemos y estamos en el liceo preferimos quedarnos sentados en un banco, como si fuera un delito movernos o jugar. Y la verdad es que a mí, con la edad que tengo, me siguen dando ganas de subirme a una hamaca siempre que las veo vacías. Y me subo. Y vuelvo a ser niña por un rato, aunque obviamente la gente me mira un poco mal, pensando: “¿Qué hace esta gurisa? Qué inmadura”.

Cuando era chica el paso del tiempo no era algo que me preocupaba, es más, parecía ser infinito. Ahora siento que se pasa volando y me cuesta no pensar en eso. Las veces que hablo con otras personas acerca de este tema me suelen comentar que les sucede lo mismo y que, a medida que pasa el tiempo, les da la sensación de que cada año transcurre más rápido que el anterior. Qué loco, podés tener todo el dinero del mundo y comprar lo que quieras, pero nunca vas a poder ir al súper y comprar tiempo. Amo a mi perro Rody con todo mi corazón, puedo darle amor, cuidarlo, comprarle juguetes y pagar por lo que él necesite, pero de lo único que no puedo protegerlo es del tiempo. Ya me deprimí.

De chiquitos siempre hay tiempo para todo, para jugar un poco más, para reír, bailar y soñar. De grandes la cabeza le gana al corazón. Los niños por lo general suelen ser muy cariñosos y no tienen problema en expresar lo que sienten, ay pero los grandes… a algunos adolescentes o adultos no los escuchás decir un te quiero ni por milagro. Nos cuesta mucho más.

Cuando comenzás a sumergirte en la vida de los grandes la cabeza te empieza a ir a mil por hora, te la pasás todo el tiempo pensando en lo que tenés que hacer y en tus obligaciones, te torturás con suposiciones de si te va a alcanzar o no el tiempo. Entonces estás con tus amigos tomando unos mates pero… ¿Realmente estás ahí? Tu cabeza no lo está, porque está pensando en otras cosas. En el trabajo que tenés que entregar mañana, y que en realidad ni siquiera sabés si vas a llegar a terminar (bueno, esto también tiene que ver con dejar todo para último momento, muy típico), en tus planes para el fin de semana y en lo que te pidió tu hermano que hagas al llegar a tu casa.

Cuando sos chico casi nada te preocupa, o al menos no se trata de preocupaciones reales. No te importa tanto lo que opinan o dicen lo demás, hacés lo que te nace y lo que te gusta sin cuestionarlo, te movés, saltás y gritás, pasás horas y horas soñando y estás convencido de que los sueños se cumplen. Pero después vas creciendo y el mundo te pasa factura. Te empezás a preocupar, te das cuenta de que en realidad el planeta no es un lugar tan feliz como te mostraban las pelis de Disney y que pasan cosas terribles. Lo que dicen tus compañeritos te empieza a importar demasiado y hasta puede ser que sin darte cuenta empieces a cambiar solo para ser aceptado. Y en la clase te dicen que no te muevas, no saltes y no grites, que te quedes sentadito cuatro horas escuchando. De a poquito tus sueños se empiezan a pinchar y ya no hacés lo que te nace, porque aprendiste a reprimirte en todo momento. Bienvenido a la vida adulta. Tenés cinco segundos a partir de ahora para salir corriendo y huir.

Bueno, tampoco es tan terrible la vida adulta… Quizá la magia se encuentra en seguir haciendo algunas de esas cosas que tanto nos gustaban y que tan felices nos hacían de chicos.

A veces se me parte el corazón en pedazos y me acuesto con mi mamá, como cuando era chica, ella no lo sabe pero eso lo sana un poquito.

Otras veces paso horas jugando con mis amigos, o nos ponemos a hacer pavadas en cualquier lugar sin importar que la gente nos esté mirando y piensen que somos unos locos o inmaduros. De ahí nacen las risas más genuinas.

Es que eso de querer ser grandes es un bajón. En algunas ocasiones veo a mis primos con algún juguete y me pongo histérica si escucho que les dicen “cómo vas a jugar con eso, ya estás grande”. Cómo si jugar fuera algo exclusivo de la niñez.

Mi infancia fue relinda y puedo afirmar que formo parte de una de las últimas generaciones que creció bastante lejos del Internet. Si bien en esa época obviamente ya existían los celulares, demoré una eternidad en tener uno. No era algo común tener un celular, nada que ver a ahora, que si decís que no tenés nadie te lo creería.

En casa no tuvimos Internet durante muchos años, y por esta razón, con mi hermano nos la pasábamos yendo al ciber. Había cibers por todos lados, literal que uno por cada esquina del barrio. Hoy en día ya casi no existen, así que por las dudas y por si alguno de ustedes no los conoce me veo obligada a explicar lo que son. Se trata de un lugar repleto de computadoras en donde pagás por usarlas; en aquel entonces nos cobraban entre cinco y diez pesos la hora.

Algunas veces íbamos a buscar información para los deberes de la escuela, pero otras acudíamos simplemente para disfrutar de los juegos. Mi hermano amaba jugar al GTA y yo era fanática de Los Sims. Siempre elegíamos las mismas computadoras y le pedíamos al señor del ciber que por favor nadie nos desinstalara los juegos. Una vez pasó y casi me da un ataque.

Cuando por fin llegó el Internet a mi casa lo teníamos por gigas. Esto significaba que no podíamos ver ni un solo video, mucho menos una película (de esas páginas que en realidad te bajaban mil virus antes que la peli), porque si lo hacíamos sobrepasábamos los gigas y mamá se enfurecía porque venía un disparate para pagar.

Tampoco existía Netflix, por lo tanto si queríamos ver una peli teníamos que ir a alquilar devedés. Con mi hermano pasábamos horas leyendo la sinopsis de cada película y decidiendo por cuál optar. Algunas veces elegíamos películas horribles y lo descubríamos recién cuando llegábamos a casa, pero como era lo único que t

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos