Candombe beat

Nelson Caula

Fragmento

La cumbre del Plaza

«Hugo y Osvaldo Fattoruso son, a mi criterio, un caso excepcional en el jazz uruguayo. Además de ser intuitivos, versátiles y creativos, siempre mostraron un swing poco frecuente en músicos latinos. El Hot Club de Montevideo, institución en la que se formaron jazzísticamente, siente enorme satisfacción en este feliz momento del reencuentro junto con Ruben Rada y Hugo Thielmann. Bienvenidos. Paco Mañosa».

Así recibía el eminente jazzista a sus hijos pródigos en el programa del Gran Cine Plaza, que todavía conservo como uno de mis preciados trofeos, a poco de iniciado el otoño del 81; tiempo de esperanzas aquel, luego de que la larga noche de dictadura militar fuera iluminada por el reciente plebiscito que hizo historia, de la mejor del país, al estamparle un NO.

La leyenda del Opa, que primero fue trío y luego casi cuarteto de uruguayos, nacido en la meca musical del mundo, se hacía ahora terrenal en el terruño. La prevista presencia de Eduardo Mateo y la sorpresiva aparición de Jaime Roos, a las que se sumaron un emergente Jorginho Gularte, con toda su tradición familiar a cuestas, y hasta las cuerdas de tambores Ansina y Cuareim, tanto tiempo idealizadas, ¡juntas!, pautaron en el escenario el añorado y demorado encuentro de músicos prácticamente hermanos de casi toda una vida que se abrazaban a las generaciones continuadoras de lo que ellos habían inventado. Algunos ya andaban en la vuelta en los asados de antes de los espectáculos: Chichito Cabral, Federico García Vigil, y entreverados entre el público unos cuantos más. Apenas meses después el estrujón se hizo extensivo a Pippo Spera y Eduardo Márquez, con quienes conformaron Barcarola y sellaron una grabación para Gastón Ciarlo, Dino, con el fundacional «Cuando robaron la luna». Estaban tan juntos como lo habían estado siempre y habían llegado lejos, muy lejos, con su música. Y venían de lejos también.

Los había juntado el Hot, el Taller de los Inútiles, el Candombe! de un tío argentino-franco-uruguayo de Jaime, los conciertos beat, las musicaciones, los recitales de la Rosa, innumerables y multitudinarias salas bailables. Por sobre todas las cosas, un sonido sinigual del que son sus creadores: el candombe beat.

Era una fiesta popular largamente esperada por los músicos y por la gente –saludó a aquella noche el avezado joven Luis Restuccia–. Un reencuentro en el que todos estábamos dispuestos a participar espontáneamente. Resultó emotivo y reconfortante confirmar que éramos muchos los que habíamos vibrado con las grabaciones del Opa que nos llegaban desde el extranjero, reinyectando una energía que creíamos perdida y la esperanza de que algún día volveríamos a reunirnos en una fiesta de reencuentro popular como esta.1

Casuales causalidades, la magia aportó lo suyo. Lo imposible se hizo diametralmente lo contrario. Hugo Fattoruso llega al Plaza y apenas pone un pie en el camarín, Ringo le dice:

Ringo: ¡Mirá quién está acá!…

Entonces le digo:

Hugo: ¿Quién es?

Ringo: ¿Cómo quién es? ¡Miralo!

Hugo: ¿Vos quién sos?

Jaime: Soy Jaime Roos.

Hugo: No me jodas, loco, vos no sos Jaime Roos.

¿Sabés lo que me decía?

Jaime: Soy yo, en serio, soy yo…

Yo había visto la foto, pero para mí era otro tipo este. Y le digo:

Hugo: ¿Vos sos Jaime Roos? Vos me estás jodiendo.

Así como tres veces, y el pobre me decía:

Jaime: Soy yo, yo soy Jaime.

Así que ese día Jaime llegó de Holanda, fue a la casa de la madre, le dejó la valija, le dio un beso y se fue derecho para el Cine Plaza.2 Jaime también ha contado lo impactante que fue para él ese día y especialmente que lo invitaran a tocar un par de temas suyos: «Carta (a poste restante)» y «Sí sí sí», acompañado por una banda que integraban Rada, Mateo, Osvaldo, Hugo y Ringo. Ni hablar, como él ha dicho, que después le pasaron «muchas cosas importantes y muy gratas, pero nunca volví a vivir un momento como aquel».3 Luego de las novedades sobre su nieto, fue su mamá la que enteró a Jaime de que en un rato actuaba el Opa, por lo que el resto de lo mucho que había para conversar quedó para otro día.

Y otra mamá, la de los Fatto, fue la que envió a Los Ángeles los discos Mateo solo bien se lame y Candombe del 31. «Me llegaron juntos… ahí conocí a Jaime, al punto de que me enamoré… y dije “Este loco ¿qué negocio?”, y ahí no sé cómo conseguí lo que había grabado en Europa: Para espantar el sueño y Aquello. Bueno, Aquello me estalló la cabeza hasta el día de hoy».4 Jaime también tenía las ediciones norteamericanas del Opa y hasta le llegaban las características postales de la época en las que Hugo lo alentaba a seguir adelante. Creo haber tenido algo que ver para que se produjera tal contacto; en ese entonces recibía mucha correspondencia y hasta casetes con respuestas de Jaime que pasaba en la radio. Le advertí, seguramente a través de Rada, que lo escuchaban y lo elogiaban.

Al final de la última función casi todos los músicos, numerosos amigos y hasta buena parte del público se fueron a festejar al bar de los más ambientados del momento, el San Antonio, en la esquina de San José y Andes. Pero la jarana tuvo un fin, hasta si se quiere, esperado: llegaron varios patrulleros y por más atestadas que estaban aquellas mesas, uno por uno fueron detenidos y encarcelados en la tétrica Inteligencia y Enlace de la Policía. Alegaban buscar drogas (que no encontraron ni un caramelo de miel), pero sabían muy bien quiénes estaban allí. Hugo, Jaime y los demás pasaban por uno de los tantos momentos desagradables a los que los músicos que habían permanecido en el país estaban acostumbrados. Típico sacudón de aquel momento sociopolítico en el que –luego de que el pueblo expresara en las urnas que quería volver a la democracia– empezaba una clase de pulseada más pareja. Se aguó la fiesta, pero de ninguna manera el ánimo gozoso. A la mañana siguiente, ya liberados, la resaca de grapa con limón se aliviaba con cortados y bizcochos en el boliche de enfrente a la cana y hasta hubo llamada a cargo de Tambores de Ansina, parte de la barra que pasó la noche en Maldonado y Paraguay. Y así se cerraba el capítulo del regreso, que había comenzado durante la última semana del mes anterior.

El arribo del trío Opa a Montevideo se produjo a las seis y media de la tarde del 23 de marzo. El clima era de total emoción y nerviosismo en el aeropuerto de Carrasco; al encuentro tantos años postergado fueron unas doce personas, entre familiares y amigos. El martes 24 y el miércoles 25 se dieron las lógicas, eufóricas y profusas reuniones con un sin fin de amigos, un montón de «inútiles» tales como Chichito Cabral, Federico García Vigil, Eduardo Mateo, Paco Mañosa y otra gente, además de visitas al viejo y muy vigente Hot Club. Rincones, esquinas, el barrio, que –según ellos– no tuvo demasiadas transformaciones, ocuparon el resto de los días. El jueves 26, en el Hotel California, donde estaban alojados, se llevó a cabo una muy concurrida conferencia de prensa. En forma totalmente fresca, natural y espontánea, como su manera de encarar la vida y su música, marcaron el tono de sus declaraciones. Antes de comenzar, mientras se dirigía a la mesa, Hugo se choca inadvertidamente con Cacho De la Cruz, el gran cómico y trompetista de los tiempos de los Hot Blowers: «¡¿Pero qué hacés, hijo de puta?!», dijo estruendosamente el segundo y se abrazaron con fuerza ante la carcajada general de todos los que estábamos allí presentes. El viernes 26 ya los tenía cómodamente instalados en el estudio de la radio.

«¡Amigos, quiero ver amigos! Quiero calle, yo soy de la calle; charlar, tomar unas copitas»;5 tales eran las imperiosas necesidades de Hugo Fattoruso apenas llegó, casi dieciséis años después si tenemos en cuenta los transcurridos en Buenos Aires, antes de partir bien al norte. «Parece que me acosté a dormir la siesta, me levanté y es lo mismo. Son un montón de años, yo sé que pasaron cosas que las tengo que pensar con la cabeza. Los discos del Opa o los de Airto no los miro nunca, ahora los veo acá y digo: “Pero mirá esto, bo”… Estuvimos tocando ahí, grabaciones y todo lo que quieras… Dolores de cabeza, líos, problemas, falta de dinero y muchas satisfacciones, pero no me interesa todo eso»,6 me recalcaba Hugo por aquellos tiempos. «Al fin y al cabo cuando llegás acá es todo lo mismo. El tiempo pasa pero las cosas que te pertenecen quedan».7 O a las que se pertenece también, y era él por entonces puro entusiasmo.

Y también le importa recuperar el tiempo, en realidad jamás perdido, porque vaya si se aprovechó bien el largo período en que anduvieron fuera, claro que no compartido con quienes fueron forjando una música popular uruguaya bien expandida en calidad y cantidad de géneros. «Vinimos más que nada a juntarnos con los de acá, a mezclarse de una manera que todo sea lo mismo. Que el grupo tenga un nombre no quiere decir nada. A mí, como a los demás que lo integramos, no tienen por qué vernos siempre juntos; donde me inviten estoy anotado». Y fue así nomás desde que pusieron un pie en su tierra. Las actuaciones del Opa fueron poquísimas: Ringo volvió de inmediato a California; Rada a Buenos Aires y a cualquier rincón del mundo al que lo convocaran, más o menos como siempre, así que tanto Hugo como Osvaldo, muchas veces juntos y otras tantas no, tocaron «con todo el mundo», como suele decirse. Luego, el mayor de los Fatto marcharía a Brasil.

«Yo no puedo parar. Caminando parecemos zombis», agregaba por aquellos días Osvaldo. «Mirá… te acordás de aquello… Una gran alegría, estamos muy emocionados, y comiendo mucho; no hay como la comida de acá en ninguna parte del mundo, los norteamericanos comen cartón». En realidad, más que de Los Ángeles, Florida o Nueva York, el trío Opa «sale de La Comercial. De la calle Justicia –aclara Hugo–. Anoche fuimos al Jardín de la Mutual. Siempre recibíamos discos de murga y carnaval allá, pero nos impresionó tanto ver una murga en vivo. Hace doce años que no estoy y el parque Rodó tiene el mismo olor y la playa Pocitos también. Me fui a pasear por todo Montevideo en una motito y es un asado Montevideo. No importa por qué calle andes, hay olor a asado. El choripán es una cosa bárbara».8

En lo mucho que charlamos personalmente con Hugo y Osvaldo no pararon de insistir en la importancia vital de «desaparecer acá», de volver «a mamar» directamente de las fuentes: «En cualquier esquina de Montevideo te encontrás con verdaderos capos en música», insiste Hugo. «Muy lindo tocar con Airto, con Hermeto y todos esos maestros, pero en el Barrio Sur o en cualquier barrio de acá, yo sé que hay un montón».9

El lunes 30 de ese marzo tan removedor –y a escasos cuatro meses del NO a una dictadura que no se reponía de su perplejidad, por lo tanto el anuncio de la venida al Plata se sumaba a la alegría popular–, los Fatto pasaban a Buenos Aires para iniciar el breve ciclo de cinco presentaciones del Opa en el Río de la Plata. Fue una corta vacación de una semana en la que además promocionaron muy bien sus funciones en el Plaza montevideano.

A la tarde del mismo lunes me cruzaba por el viejo Paraná Guazú, donde me esperaba mi cuate Alberto Silva, con quien no perderíamos detalle de tan histórica movida, a la que ya volveremos.

Establecimiento Industrial Los Inútiles

«Los inútiles» es una muy bella creación de Manolo Guardia que estrenó con el Quinteto de la Guardia Nueva a principios de los sesenta, agrupación que dejó para siempre al final de la década con la primera formación de Camerata de Tango. Alternan en la pieza estallidos de una gran fuerza y vigor con una honda y muy sentida melancolía. Surgió en un momento de gran madurez compositiva de Manolo y cuando estaba en la cumbre sonora ideal que tanto había buscado; un homenaje a la barra de muchachos, hinchados de tanta bohemia, casi todos músicos incipientes que harían historia. En pleno y orgulloso barrio La Mondiola, «el corazón de Montevideo» –enunciado de Mario Chichito Cabral entrevistado por un periodista muy especial: Eduardo Darnauchans–,10 en calle Pagola entre Luis Lamas y 26 de Marzo, que muchos confunden como de Pocitos, supo existir el Taller de Moisés, luego bautizado Los Inútiles, ya hace años aplastado por un edificio de varios pisos. Desde que Chichito Cabral me contó eso la primera vez que lo entrevisté, siempre me fascinó su exorbitada manera de decir, no haciendo otra cosa que aumentar lo que era difícil de digerir que no fuera pura ficción. Poco después, mientras devoraba un reportaje a Federico García Vigil en un semanario de Pocitos, fui aumentando mi entusiasmo: «El taller funcionaba en el fondo de la casa de Caio (Vila), viví increíbles anécdotas y el común amor a la música junto con Caio, Hugo Fattoruso, Manolo Guardia, Heber Escayola, Mingo Medina, Edunio Gelpi, Pelín (Capobianco), Chichito Cabral, Eduardo Useta y otros… daba la casualidad de que todos vivíamos en la misma manzana, pasábamos metidos allí». En su oficio «la empresa» apenas funcionaba. Prosigue Federico: «Como el garaje era medio “Tara-Service” (una historieta creada por el gran humorista Eduardo Ferro, muy popular, en la revista argentina Patoruzú), llevabas algo a arreglar y te lo hacían bolsa, le pusieron Taller Los Inútiles. Había asados permanentes y unas “pedeces mundiales”».11

Federico vivía en la esquina de Pagola y Lamas, en una casa grande de una hermana de su mamá a la que se mudó tras el fallecimiento de su padre. Con el Shaker Caio se había amigado desde muy chico en La Isla de los Niños, un grupo de teatro infantil. Pero fueron unos cuantos los que se fueron desarrollando juntos, como él mismo diría: «Una barra de amigos que nació en el barrio… Con ellos compartí el crecimiento, la adolescencia primera, la juventud después, la noche y la bohemia, siempre».12

No perdí oportunidad de seguir hurgando en sus recuerdos cuando tuve la oportunidad, y Federico se descuelga con una de sus tantas espontáneas e insondables definiciones: «Ahí nació… quizás una búsqueda de nuevas formas de hacer la música y en base a un conocimiento bastante profundo de la ¡música música!… En el tema “Los inútiles” se compuso una fuga barroca, por ejemplo; no era cualquier cosa… se trataba de elegir muy bien qué se hacía y éramos un poco… hasta clasistas –lo seguimos siendo– en relación a la música inferior, barata, cascarria, de eso nos reíamos violentamente».13 Le había preguntado si fue la cuna de un determinado sonido, esa fue su respuesta. Y me dijo más. Y me encantó el concepto de templo, que no lo escuché de ningún otro que estuvo allí.

Se generó como una peña ahí. El taller estaba en el fondo de la casa de Caio. Era toda gente de muy buena onda. Era llegar y no dejarlo trabajar a Moisés, que era mecánico y tocaba la guitarra eléctrica. Llegaba Chichito, que le daba a la lata sin parar… iban cayendo ahí y era hablar de música. Y cayó Manolo (Guardia), y (Hugo) Fattoruso, y (Luis) Pasquet y Hebert Escayola, Rada al final… Mateo pasó alguna vez… Mateo no era de la barra, Mateo era marciano: fue, miró y desapareció. Siguió con una onda muy personal y muy individual… felizmente. Mateo era un tipo que vivía en su cápsula… espacial. Yo trabajé mucho con él en la obra Libertad libertad en el Galpón. En el taller se empezó a generar un cambio de opiniones, cambio de esto, de lo otro. Tito Cabano hizo el tango «Un boliche» en relación con el bar de la esquina en 26 de Marzo y Pagola, se lo escribió el Mingo Medina, otro pianista que se pasaba ahí adentro. El taller era un poco templo. Hubo un momento que empezó a crecer y ya no era más un taller, era como una asamblea de gente que creaba, una asamblea piola donde todo el mundo se llevaba bien; se discutían algunas cosas, pero era lindísimo.14

Urbano Moraes, testigo privilegiado, coincide en cuanto a este verdadero taller de música y de músicos: «El taller fue muy importante en la formación de muchos, muchos músicos, sobre todo de la generación anterior a la mía. Lo que pasa es que yo lo curtí de chico, antes de empezar a tocar».15 Sucede que Urbano es el hermano menor de Carlos Caio y Jorge Chocho Vila. «Fue la casa donde yo nací y en la que viví hasta los 18 años. Era un taller de los músicos. Se los había dado mi abuelo», me cuenta Urbano. «Tenía un garaje grande con una fosa y en realidad no había autos desde hacía millones de años. Se lo dieron a Moisés (Rouso), que era el guitarrista de los Hot Blowers, y él arreglaba motos y autos; arreglaba es un decir porque ahí quedaban, hechos pedazos, las motos y los autos y era un divague azul (risas), se hacía más música que mecánica». Ese «cantante de blues acandombado», como bien define Macunaima a Urbano coincide con la vida típica del supuesto taller, y continúa: «Y ahí venían todos… Chichito, que vivía a una cuadra; Federico García Vigil, que es como el hermano de Caio; los conozco desde que nací, maestro y admiración total… Manolo Guardia, otra bestia, que vivía a la vuelta de casa».16

Este último, que transformaría en sentidas notas ese espíritu de la mítica casona, y quizás con toda la intención de ayudar a la empresa –como lo hacía prácticamente toda esa barra musiquera insistiéndole a sus amigos que llevaran sus fierros descompuestos allí–, también colaboró como cliente: «Uno de los primeros autos que supo entrar fue el mío, que curiosamente estaba nuevo, y no sé por qué lo llevé: la chapa malograda por el salitre, y no sé qué producto le puso Moisés porque al poco tiempo el auto se empezó a despedazar (risas). Pero era un lugar estupendo porque era el encuentro de todos los atorrantes maravillosos de aquella época. Los Fatto eran chicos, Federico jovencito…». Y siguen desfilando nombres de todos los palos del árbol genealógico de la música uruguaya en construcción: «El maestro Hugo Balzo, (Jaurés) Lamarque (Pons); los mejores músicos de jazz…». Y la muy loca bohemia pura y dura: «Las comilonas que se hacían ahí… El único que laburaba era Moisés y los inútiles, todos nosotros, lo mirábamos y le dábamos consejo: “Mirá, ¿por qué no hacés tal cosa?”. Y una vez dijo: “Si ustedes son una manga de inútiles, ¿qué vienen a darme a mí consejos y no saben nada?”. Y ahí quedó Los Inútiles. Y a uno se le ocurrió poner un cartel: Establecimiento Industrial Los Inútiles».17 Ese «uno», según pesquisa unánime, no fue otro que el propio Manolo Guardia.

Además de los casi tres decenas de nombrados, que al caer cada tarde podían disponer del taller, de su parrillero y sobre todo de abundante bebida espirituosa para guitarrear y tamborilear a sus anchas, también estuvieron Daniel Bachicha Lencina, por supuesto, uno de sus grandes animadores; Arturo Mono Santoro y Héctor el Loco Prendes, que según nada menos que Roberto Galletti –el gran baterista de Totem–, fue ese colega suyo de instrumento, junto con Carlos Bebe Bassi, el inventor del toque de candombe para batería. Menudo detalle: eran mayores que él y Luis Sosa (de El Kinto) y fueron «los primeros en grabar con Manolo Guardia, con Escayola; allá por el 66 ya estaban rimando candombe como locos en la batería»,18 dice Galletti. Claro está que instrumentistas tan creativos como lo eran él y Sosa dejarían igualmente su huella personal. Manolo Guardia compuso uno de sus temas más distintivos, «Chicalanga», inspirado precisamente en Héctor Prendes: «Le hice un homenaje al loco, un baterista maravilloso; tocaba los tamboriles, de todo, un personaje… al que le decían “Chicalanga”, ahora está en los Estados Unidos».19

Por la puerta trasera del garaje había comunicación directa con el parrillero, otra de las fuertes atracciones del «templo» de artistas, y estaba incluido en el alquiler que el viejo Vila, a pesar de su cómoda vida de jubilado bancario, había convenido con Moisés. Lo que para nada estaba contemplado en el contrato era el gallinero que también ocupaba parte del amplio patio del fondo, motivo por el cual cuando la colecta de aquellas interminables jornadas apenas daban para el vino, las aves iban a parar directo a la parrilla. Y hubo momentos de crisis agudas en los que del gallinero solo quedó el alambrado, y no solo ello: habían otros gallineros en la manzana y también se fueron vaciando de sus plumíferos habitantes. Lo sé de muy buena fuente.

Y, con toda lógica, como casi todos, Moisés se acostaba y se levantaba muy tarde; las reparaciones de los vehículos se hacían mal o se demoraban, y lo que para la época era un buen negocio se fue transformando en todo lo contrario. El récord lo tuvo un vecino al que, y por una insignificancia, le demoraron siete meses el arreglo de su auto; para amainarlo una noche, atraído por el sonido, lo invitaron a escuchar y hasta le dieron un tambor para tocar. Todo parece indicar que solamente lo terminaron de arreglar porque necesitaban un motivo poderoso para festejar con gran jolgorio. «Era un quilombo esa casa, mi viejo no sé cómo aguantaba (risas)», me dice Urbano.

Entre que aquellos muchachos se fueron haciendo famosos y que Moisés mudó «lo mecánico» a la calle San Martín, bien lejos de La Mondiola, aquel establecimiento industrial fundacional de la música uruguaya entraría muy discretamente en la historia y la leyenda a la vez. Y por qué no, en el olvido. Había pasado por allí el jazz tradicional y el ingenioso bop del Hot, el candombe y el tango de vanguardia; maestros y jóvenes prometedores del área culta. Las letras hablaban del boliche de la esquina.

Hasta los pelilargos de Liverpool, no de Belvedere precisamente sino de La Comercial, La Mondiola, Pocitos y otros barrios montevideanos, harían su entrada triunfal. Continúa Urbano: «Caio vivía ahí y muchas veces iban los otros Shakers, no a ensayar necesariamente, igual que Los Delfines pasaban por ahí; Chocho también vivía ahí, una casa muy grande en realidad. Hubo un momento que estábamos las tres bandas que eran los Shakers, los Delfines y yo con los Knacks».20

Candombe de VanGuardia

En tanto el Plata empezó a ser sacudido por Los Delfines, algo londinenses; Los Shakers, Los Knacks y Los Malditos de Mateo, onda Merseyside, sumados a Los Gatos de Dino y Los Mockers a la manera stones, el candombe comenzó a liberarse definitivamente de las comparsas ante el llamado de los géneros de la música moderna. Ya mencionado al pasar por Galletti, el fenómeno fue tan vanguardista, potente y ambicioso a la vez que pasó casi desapercibido en su momento. Y supo ser un hito fundamental –aunque quizás todavía no conocido ni reconocido– que explica el disco despedida de Los Shakers en Buenos Aires, el también futuro Totem y, claramente, el estallido de Opa en Estados Unidos.

Gestaron tal maravilla los inútiles del Hot: Manolo, Escayola y Bachicha; la tradición de los barrios Sur y Palermo, tan bien aplicada por el genio Pedrito Ferreira, y la rica bonhomía intelectual y el buen gusto musical del periodista, publicista, escritor y cantante Georges Roos, argentino de cuna, francés de paladar, pero con mucho mundo encima, fallecido en 1995 con exactos setenta años de edad. Cuenta Jaime, el sobrino de Georges, que cuando este tenía 18 años «los Lecuona Cuban Boys estuvieron en Montevideo y se lo llevaron de gira por Latinoamérica. Luego se fue a Europa y a fines de la década del cuarenta tenía una orquesta tropical en París, la orquesta Carabalis, cuyo pianista era Lalo Schifrin. Y el segundo saxo era el Gato Barbieri». Qué dos, ¿no? «Cuando yo era chico Georges vivía acá y era director de la Peña de Jazz… Las letras también las hacía Georges. “Palo y tamboril” tiene mi candombe… ¿Te das cuenta? Esa letra la hizo Georges, ¡un franchute!».21

Fue charlando con Jorge Cuque Sclavo en las noches de la vieja radio Treinta que me enteré de semejante experiencia. Algún tiempo después Quique Abal, en Sondor, el sello discográfico de su familia, que conservaba un original de Candombe!, nos «cortó» en su fábrica un vinilo especial para mí y otro para el Bocha Washington Benavides, por lo que caigo en la cuenta de que en materia de pasta poseo uno de los dos últimos. Lo asumí en principio como una suerte de eslabón perdido, ya que me faltaban datos para entenderlo como el origen de todo, y por supuesto, no podía creer lo que estaba asaltando mis oídos. Y algo después el mismo Cuque me arrima un recorte de La Mañana del domingo 26 de junio de 1965 que todavía conservo, así presentado de puño y letra y firmado: «Nelson: Como te había prometido y no cumplido, chau. Un abrazo». Uno de los artículos se titula «Estampas de la capital: el nuevo candombe». Y el otro «Gente en obra»: «“Cuando robaron la luna” es un triunfo del candombe». Vamos con el primero:

Quienes siguieron a los negros por las calles céntricas, sintiendo hervir la sangre con el bombo, el piano, el repique, con el ritmo de «chico»… quienes sienten el candombe como algo propio y nuestro, con su ritmo viril, contagioso y casi guerrero, tuvieron oportunidad de vivir el jueves una experiencia nueva, que abre un compás de esperanza sobre las posibilidades de enriquecimiento musical del ritmo negro… resultó una noche de fiesta para el candombe, al realizarse en Club de Teatro el lanzamiento internacional del Candombe 1965, una nueva creación de dos músicos compatriotas excepcionales: Enrique Almada y Hebert Escayola. Y el ritmo viejo con savia joven, con timbres metálicos que explotan como una llamarada de calor y alegría en medio del repiquetear alucinante de las lonjas, se imponen a la frialdad y tranquilidad que suelen tener para estas cosas los uruguayos. Si alguna prueba hacía falta para demostrar como bueno este ritmo contagioso, la tuvo este jueves, cuando el público que asistía con espíritu crítico subió espontáneamente al escenario de un teatro, rotas todas las inútiles inhibiciones que nos suelen incapacitar par el gesto franco y espontáneo.22

Acababa de nacer algo en el panorama musical en la mitad del año y de una década singular.

El segundo artículo, escrito por Raúl Aguerreberry, es suculento en aportes y nos permite vivir la escena como se dio entonces. Comienza señalando con acierto bellísimos temas, ya en su concepción: «El candombe» (Georges Roos, Enrique Almada), «Cheché» (Georges Roos, Manuel Guardia), «Palo y tamboril» (Georges Roos, Manuel Guardia) y «Cuando robaron la luna» (Enrique Almada, Jorge Sclavo) son para el crítico «cuatro composiciones llamadas a alcanzar un resonante éxito popular». Y percibió claramente el original fenómeno:

Este acontecimiento rebasa la esfera de la crítica sobre música popular, la que tendrá a su cargo la calificación valorativa de las obras que con tanto entusiasmo se presentan a la conquista del mercado. El candombe uruguayo es por indiscutibles méritos un elemento valiosísimo para la promoción de las atracciones de nuestro país en el extranjero. Por muchas razones –pero fundamentalmente por la de poder dar un mensaje permanente al exterior en alcance y dimensión popular– es importante definir una música uruguaya auténtica. Inspirada en la forma popular de emocionarse. El tamboril, con sus repiqueteos, el candombe, hace ya mucho tiempo que vienen marcando la manifestación rítmica de las alegrías de nuestro pueblo. Aquí en el Uruguay, ningún otro género rítmico puede comparársele como forma de expresión popular. Las obras comentadas están fundamentadas en esta verdad. Merecen el aplauso por la dignidad creativa. Los vanguardistas músicos compatriotas parece que hayan seguido a una comparsa lubola, identificándose con el conmovedor borocotó para intervenir con él, con su arte, en la fiesta final. Sus obras reflejan eso, la vibrante emoción de las calles montevideanas en su día de fiesta. De esos memorables, como cuando triunfa la celeste… originalidades populares uruguayas, un gramillero, una mama vieja, una escoba, un tamboril, no son ya elementos conservados por el espíritu de una ciudad en calidad de evocación de una época, son los personajes y las cosas de un hecho actual que ocupa un lugar en la galería de grandes aciertos de la música llamada popular.23

Manolo Guardia, de entre todos los involucrados en el proyecto seguramente el que lo vio y vivió con mayor avidez, hace una espontánea y muy llamativa definición de aquello a más de tres décadas de sucedido. «Con Georges Roos, de quien me hice muy amigo, por 1965 grabamos los primeros candombes beat que se hicieron acá». Sorprendente sin dudas. Igualmente, retoma enseguida el aserto en el que coinciden los pocos investigadores que se han ocupado de tan elevada experiencia: «Los candombes de vanguardia… Fue la primera piedrita que se puso y por suerte después brotaron un montón de cosas fenómenas… Fuimos unos de los primeros que pusimos vientos, después de Pedro Ferreira… Pobre Pedro, meter un candombe en aquellas épocas, pero por suerte todos venimos atrás de Pedro, entre los que me incluyo»,24 completa Manolo.

Su gran amigo Hugo Fattoruso, otro de los inútiles del taller, le decía que al disco «lo tenían de cabecera… se despertaban allá en Buenos Aires (cuando estaban con Los Shakers) y era lo primero que hacían… era como comulgar, lo ponían en el tocadiscos».25 Otros más lo sabían, entre ellos Coriún Aharonián: «Hugo y Osvaldo lo han dicho muchas veces. Hugo admira este material».26 Se cuenta que, en el ínterin que va de un disco a otro del Opa en Estados Unidos, Hugo estaba desesperado por incluir –por cierto que sin posibilidad alguna– una cuerda de tamboriles en algunos temas del grupo. Recién se pudo sacar las ganas en la mencionada cumbre del Plaza en Montevideo, porque incluso unos días antes en Buenos Aires solo contó con la clásica tumbadora de Rada. ¿De dónde le vendría tal cosa? Más allá de la tumba candombeada, otro elemento correlativo entre El Kinto y Totem, y por más que el Opa haya recurrido a emblemáticas versiones de ambos, noto una línea directa entre los candombes de vanguardia de Guardia-Lencina-Escayola y el Opa, sin pasar necesariamente por las estaciones El Kinto-Totem. Los temas «Candombe» y «Más largo que el Ciruela» del último álbum de Los Shakers sugieren ser un puente más seguro.

El entrañable Quique Almada –fuertemente trascendente como uno de los más grandes cómicos de la televisión uruguaya; inolvidable su personaje de El Chicho, bofetada semanal a «los gobernantes» de la dictadura– «fue una especie de alma mater, consejero y mano derecha de Georges en esta aventura»,27 me cuenta Coriún. «Él aportaba conceptos, ideas, se entusiasmaba», le dice el propio Roos a Coriún en parte de la correspondencia mantenida por décadas. «Quique era el que estaba metido en el aspecto telúrico de la cosa ciudadana… Formaba parte de su persona lo del candombe, lo de los tambores, conocía (a toda) la gente que hacía candombe en Montevideo».28

Las dos páginas centrales de la reciente edición completa en CD ya descubren un claro fin didáctico. Incluye un dibujo en el que una pareja enseña diez pasos de la coreografía del candombe hecho por Numen Vilariño, y su respectivo texto con obvios fines didácticos para recién llegados al ritmo y también para muchachos jóvenes bien blancos, como lo establece la foto de la tapa del disco de Escayola, elegida también para el disco mencionado. El varón es el polifacético Horacio Buscaglia, breves años más tarde fundacional principalísimo del candombe beat. «Lo hacen con veteranos de la colectividad negra opinando y descartando tal cosa porque sí o porque no»29, dice Coriún. Lo que enseñan pretende mejorar deformaciones de los blancos y de afrodescendientes también. La coreografía jugaba un papel fundamental a la hora de la presentación. Nuevamente lo aclara Coriún: «Había una experiencia… el primer rock and roll había sido lanzado con sentido coreográfico, el twist también, el chachachá igual... Era muy de los cincuenta y comienzos de los sesenta eso de que la primera puesta musical fuera acompañada por un planteo coreográfico. Después se fue abandonando».30

Los planes incluían atrapar vacacionistas extranjeros en un lugar acorde; habían solicitado a la intendencia el restaurante El Retiro, frente al clásico Parque Hotel, pero no llegó a concretarse. Igualmente aparecen en la lámina las notas de la percusión del chico, el repique y el piano sencillamente expuestas. Una mínima muestra de la amplitud de lo que se intentaba. También figuraban personajes típicos de las Llamadas, como la mama vieja o el gramillero, de la mano de un plástico ya muy prestigioso, el afrouruguayo Ruben Galloza, y otras colaboraciones de ese nivel, como la del dibujante Blankito (Luis Blanco). Tan afanosa producción no descartaba la publicación de partituras, importantes todavía en esa época. Solo cinco temas lo lograron: «El candombe», «Cheché», «Palo y tamboril», «Negro en sol menor» y «Cuando robaron la luna».31

Un criterio de for export, en este caso plenamente digno, estaba por demás latente. «Roos –cuenta Coriún– era un hombre que había recorrido ya mundo… y estaba convencido de que el candombe afromontevideano podía ser un idioma exportable para el Uruguay en el sentido de ser una renovación de las danzas bailables socialmente, pero que aportara una cosa propia nuestra que pudiera incorporarse a un mercado internacional».32

Juan Carlos Borde, un verdadero maestro de maestros como técnico en sonido, buen músico también, tuvo a su cargo las grabaciones; las realizaba en el estudio Eco y probablemente a algunas pequeñas tomas en los estudios de Radio Ariel, donde fungía como jefe de operadores –acompañado en esas funciones por Quito de Lema y Gastón Ciarlo, sí, el mismísimo Dino–, cuando no eran usados para los cometidos de la emisora, y donde todo el mundo iba a registrar una, dos, tres, diez… y no muchas más placas de acetato.

De todos modos, y como bien especifica Coriún Aharonián, «muy pocos afortunados lograron obtener algunos de los vinilos fugazmente editados o trabajosas copias obtenidas de amigos». Placas editadas, y sobre todo cintas originales, fueron confiscadas y desaparecidas. Y en las dos hermanitas del Plata. «Una desinteligencia entre el productor Georges Roos y el editor León Jurburg llevó a una denuncia policial de Roos seguida de demanda judicial. La pesadez del sistema judicial uruguayo hizo el resto: los materiales se retiraron de circulación y las cintas magnéticas con las fascinantes grabaciones fueron a morir a un juzgado montevideano».33 Jurburg ya estaba al frente del sello Clave, que empezaba a ser verdaderamente trascendente, incluso como representante de sus similares ingleses y norteamericanos. Del conflicto con Roos probablemente derivó el sello Chic, inventado para la ocasión. A todo esto se sumó el manifiesto desinterés por parte de las autoridades nacionales y municipales del área cultural o turística en el proyecto en general. Seguramente incidió también una sociedad que todavía mantenía el mito de ser la Suiza de América, cargada de racismo, en la que «las cosas de los negros» estaban bien en su compartimento estanco del carnaval en febrero. Por ahí andaría la mentalidad de los leguleyos de entonces, y sus oídos mucho más inclinados hacia el tango y el folclore mañanero o a la basura comercial que saturaba las frecuencias de amplitud modulada.

También hubo cortocircuito con el editor argentino Ben Molar (Mauricio Smolarchik Brenner), cuyo sello «llegó a poner en venta algunos vinilos por un breve período».34 Molar, dueño de la provechosa discográfica Fermata, era uno de los zares de la industria musical argentina. «Fabricante de estrellas», como le llamaban, manejaba desde el rutilante Club del Clan o las Trillizas de Oro hasta a la floreciente Mercedes Sosa. De lo meramente comercial a la riqueza de producciones de extrema calidad. A su iniciativa se debe el Día Nacional del Tango en su país, y fue miembro de las connotadas academias de Tango y de Lunfardo.

Fallecido en 2015, ostenta lo que quizás sea su gran aporte histórico a la identidad musical y cultural de Buenos Aires: 14 con el tango. Convoca a 42 personalidades de lo más granado de la música, la literatura y la pintura. Los primeros componen y ejecutan, los segundos crean los versos y los terceros ilustran. Están allí Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, Aníbal Troilo, Juan D’Arienzo, Mujica Láinez, Astor Piazzolla, Héctor Stamponi, Julio De Caro, Leopoldo Marechal, Carlos Mastronardi, Héctor Basaldúa, Zdravko Dučmelić, Onofrio Pacenza y Santiago Cogorno, entre varios más de igual nivel. Sábato y Pichuco firman la autoría de «Alejandra», el tema que abre el disco, en la voz de Reinaldo Martín y con orquesta dirigida por Alberto Di Paulo. Enrique Dumas interpreta la composición de Borges y José Basso: «Milonga de albornoz». Fernández Moreno y el Gato Astor conciertan «Setenta balcones y ninguna flor» para el canto de Ricardo Verón y su Quinteto Vocal. Cada uno respetando su estilo, al igual que los plásticos con el trazo que los identifica, van deletreando el universo porteño: «He vuelto a aquel banco del parque Lezama. Lo mismo que entonces se oye en la noche la sorda sirena de un barco lejano» («Alejandra»); «En la última esquina sin ochava de un San Telmo sin negros… En la esquina de Borges y Carriego. O en la esquina de Sábato y Pichuco…» («¿En qué esquina te encuentro, Buenos Aires?»); «Albornoz pasa silbando una milonga entrerriana; bajo el ala del chambergo sus ojos ven la mañana…» («Milonga de albornoz»). Pocos ejemplos que ya revelan una obra extraordinaria y magnífica. El álbum fue premiado como el «boom musical del año» y tuvo profusos reconocimientos más, así como resonancia internacional al ser editado en países de cuatro continentes.

Valgan estos datos para hacer dos o tres consideraciones. La primera es que Roos estaba negociando los discos de candombe no solo a un alto nivel de la industria y el espectáculo en Argentina sino además con el hombre más adecuado, el que tenía la suficiente oreja como para entender de qué se trataba ese sonido que venía de los conventillos y el swing caliente de las cuevas del otro lado del Plata. Ello queda demostrado, por otra parte, al pretender la poesía de maestros de la literatura ya encumbrados, y otros en camino hacia ese destino, redondear una cultura de tango en perfecto equilibrio con los grandes músicos del género. La selección de Molar no dejaba por fuera a Piazzolla, todavía muy cuestionado por su estilo personal; ya estaba percibiendo lo que serían capaces de hacer una década después.

Y una última reflexión, hipotética, claro está, tiene que ver con las equivalencias entre el Candombe! de Georges Roos y el 14 con el tango de Ben Molar. Este tuvo su lanzamiento en Buenos Aires unos quince meses después del montevideano. No había fama ni prestigio, salvo en reducidos ámbitos, en el equipo congregado en Montevideo, y el candombe estaba muy lejos de la masividad del dos por cuatro en Argentina. Pero eso de reunir «poetas pintores músicos», como se subtitulaba el emprendimiento argentino, tenía bastante del anterior lanzamiento uruguayo. En chiquito, sí, a escala, si se quiere: había un gran pintor como Galloza; dibujantes, como se dijo; hasta las telas de Carlos Páez Vilaró –si bien solo aporta una canción en texto y música, había una cuantas inspiradas en su atelier del Mediomundo– más adelante bien podrían sumarse. Enormes músicos, y unos tímidos pasos, pero intento al fin y al cabo, de elevar las líricas. Aparte de mucho recurso onomatopéyico y de frases que fotografiaban los barrios negros; alusiones al «río mar», el asfalto del «Montevideo que se hizo canción», y aparecía la buena poesía que narraba cómo los negros se roban la luna blanca y quieta en un balde, la curan con ajo y se la llevan entre los dedos. El mismo Roos, Cuque Sclavo y Quique Almada se esforzaban en ello. Molar era un avión a la hora de descubrir talentos y apuntalar ideas. ¿Vio un filón en la que le traían los yoruguas y la adaptó para un propósito personal apuntalado en toda la fuerza de su ingenio? No se sabe, pero da para pensarlo.

Y no fue el único en tironear desde su país. «Llevamos los candombes a Punta del Este con Pelo De Boni, armamos una flota maravillosa –cuenta Manolo Guardia–… Y no pasó nada… Fuimos a Buenos Aires, donde la cubana Zaima Beleño, que estaba enloquecida con eso, movió la cosa, pero ahí quedó».35 A Zaima –Clara era su nombre real–, panameña de nacimiento, radicada de pequeña en Cuba, donde se incorporó al célebre Cabaret Tropicana con el cual, en una de sus giras, llegó a costas porteñas y se quedó, le gustaba mucho el candombe, al que conoció cuando venía a «la zafra» de los carnavales de Uruguay como cantante y vedete; también estuvo radicada en Montevideo por algún tiempo. Fue famosísima en el Río de la Plata, y en Buenos Aires participó de muchas películas. Su nombre, además, brillaba en las luminarias de los teatros de revistas de la calle Corrientes; también era habitual su presencia estelar en los largos shows en vivo de la televisión, como en el caso de los Circulares de Mancera. Por si fuera poco, era medio hermana de Celia Cruz.

Hay un par de muy buenas filmaciones extraídas de sus películas, en las que canta y danza muy bien y descuella sensualidad, con dos clásicos provenientes del tango: «Candombero»36 y «Tamboriles».37 El primero fue popularizado por Alberto Castillo y el segundo pertenece a Romeo Gavioli, pero ambos están hechos a la manera de Pedrito Ferreira o los Lecuona Cuban Boys, estilos que a esta mujer le calzaban a medida e interpretaba en voz y movimientos magníficamente. «Candombero» es un fragmento tomado del filme Ritmo, amor y juventud, estrenado en octubre de 1966, un musical en el que estuvieron nuestros sanduceros Los Iracundos y un panel de artistas de la talla de Raúl Lavié, Pinky, Mimí Pons, Jorge Sobral, Susy Leiva y Estela Vidal entre muchos más. Poco y nada se sabe (a propósito de las danzantes de las comparsas) que el autor de este tema que hizo tan afamado al «cantor de los cien barrios porteños» es el muy uruguayo Luis Alberto el Fino Carvallo, padre de la mítica e insuperable Rosa Luna. La versión de «Tamboriles» es una joyita de 1968, incluso por el lenguaje cinematográfico que aplica, y llama la atención que cambia la palabra morenos del texto original de Gavioli por los negritos, todo un avance conceptual. Es indudable que el abrazo entre esta mujer y el «nuevo candombe» de Roos, Bachicha, Manolo y compañía se daba naturalmente, si bien para Beleño en un ámbito bastante más sofisticado. Es fácil imaginar cómo hubiera quedado de impecable una interpretación suya completa, o sea en canto y baile, de «Biricunyamba», por citar un solo ejemplo.

Como bien dijo Manolo, toda la trabajosa, planificada e intensa movida en escueto tiempo y espacio no pasó de ser un buen intento. Como suele suceder, las vanguardias vanguardias son y o demoran mucho en imponerse o mueren en el ensayo. Y ese es todo un motivo. No obstante, el embargo de los discos, el desperdicio de su inversión monetaria en la agencia de publicidad de Julio Roig –en la que trabajaba Georges–, que era la más importante del país, más el no establecimiento de esa «especie de casa de candombe para turistas» y la desidia de imprescindibles apoyos «oficiales» colaboraron bastante. Georges –que debió acumular un fuerte cansancio– emigró al exterior. Coriún me cuenta que «quedó desmoralizado por una cosa fea que le hizo gente en la que él había confiado plenamente. En correspondencia posterior él me comunicaba esa amargura muy grande».38

Georges se habrá ido, pues, pero de ninguna manera se llevó lo que fue capaz de forjar. Los mismos músicos que participaron de esta movida fueron avanzando en la vida con ese sonido en la piel, y ellos y sus piezas son de una gran impronta referencial para generaciones siguientes. Roberto Galletti, Santiago Ameijenda, Eduardo Useta y Ringo Thielmann integraban el grupo de Bachicha, Antonio Lobo Lagarde y Eduardo Mateo (que parece haber metido una viola) estaban en la orquesta de Manolo, y Caio Vila en la de Escayola. Tres futuros Totem, un Opa, dos El Kinto y un Shakers respectivamente.

Galletti, pero especialmente Nancy Charquero, la gran compañera de Mateo, dan cuenta de la hiperactividad de este último, que grababa de todo, incluso muchos jingles comerciales, así como de su estrecho vínculo con varios de quienes participaron de estos discos. «En esa época –dice Nancy– Mateo se reunía con Bachicha Lencina, García Vigil, Rada, Manolo Guardia… eran unos divagantes hermosos. Tocaban lo mejor donde no ganaban… se miraban y ya sabían lo que estaban haciendo. Y había que verlos tocar, y reírse unos con otros, de felices, por cómo iba saliendo la cosa». Por su parte, el baterista explica que por los años 65 y 66 a Mateo «lo contrataban mucho… lo veías grabando con Pasquet, con Escayola, con pianistas… lo llamaban para hacer un determinado trabajo de guitarra».39 Y así continuaría haciéndolo más adelante, acompañando a Vera Sienra y a Diane Denoir en discos históricos, por ejemplo, incluyendo a El Kinto como grupo de apoyo de otros artistas: Aldo y Daniel, Roberta Lee, etcétera.

Negro en sol menor

El concepto de vanguardia del encare estético del emprendimiento, por más que Manolo lo hubiera usado o no como parte del juego humorístico-musical que le acompañó toda su vida, estaba muy lejos de ser rupturista, parricida y todo lo contrario al under. Ni siquiera irreverente, como breves años después sí lo sería la iniciativa de Bergeret con los conciertos beat, o lo de Buscaglia y Mateo con las musicaciones. En realidad, se modernizaba a secas el gran y exitoso paso dado por Pedro Ferreira y sus candombes caribeños. Y lo hacía con un aluvión de saxofonistas, trompetistas, pianistas y un par de bateristas que diseñaban el toque de candombe entre sus tambores y sus platos, como se dijo. A la idea de Ferreira se adhería básicamente el jazz, y en manos de un montón de muchachos alucinados por el bebop. Y eso sí lo hacía vanguardista, por más que la intención fuera integrarse a lo que ya había, tendiendo los ganchos indispensables para hacerlo lo más popular posible, divertido y, como se vio, bailable.

Lo que es verdaderamente trascendente: nuevas canciones, muy logradas en casi todos sus aspectos, sobre todo las de un muy inspirado Manolo Guardia; un puñado de la cuales rápidamente se transformaron en clásicos: «Yacumensa», «Palo y tamboril», «Chicalanga», «Cheché», «Cuando robaron la luna»… De todos modos, el único disco de la serie que lleva el nombre Candombes de vanguardia es el de Bachicha, y quizás se lo distinga así por ser el que tiene un mayor tratamiento jazzeado, un poco más cool. Los nombres de los discos y de los grupos marcaban la intención de lo que se buscaba. Grupo del Plata, el de Escayola, apuntaba, como se estableció en la relación con Ben Molar y Zaima Beleño, a devolverle a los porteños de aquel lado un sonido que también les pertenece desde la época colonial, desde las procesiones a San Baltasar. Y fundamentalmente conquistar el gran mercado. Una voz femenina del coro que arma Escayola, bien destacada, es precisamente una argentina: Mabel Mikel. El de Manolo fue rebautizado allí, seguramente por un acento más de este lado, como «su combo candombero».40

Recién fue posible conocer a fondo la obra editada entera en el año 2012. Increíble, pero cierto. Que haya tenido tanta mala suerte algo tan rico y tan bien elaborado todavía cuesta asimilarlo. Y fue gracias a la feliz iniciativa del sello Ayuí. «Fue una decisión difícil determinar cómo iban los tres grupos», me dice Coriún. «Bueno, ahí Jaime tuvo una incidencia decisiva; siempre es una persona muy seria, muy concentrada, muy mesurada y muy autoexigente, y fue muy importante haber trabajado con él en las decisiones, además».41 Jaime Roos y su hijo Yamandú quedaron como herederos de las grabaciones. El que aparezca, tal cual como establece su carátula, «la colección completa», permite evaluarla y disfrutarla en su totalidad. Acá está todo. «Aparentemente sí, es todo lo que existió», afirma Coriún, quien también me agrega lo investigado sobre la secuencia original: «Tenemos igual algunos misterios que no hay quien los responda con firmeza… Fueron un primer chico de vinilo –el Extended de Escayola–, que fue el lanzamiento principal… Luego viene un long play que pone seis piezas de Grupo del Plata y seis del Conjunto de Manolo Guardia. Y luego tenemos dudas diversas… aparentemente quedan como unidades un disco de Manolo Guardia y uno de Daniel Lencina. La duda es si llegan a aparecer en Uruguay (por esa cosa de la requisa), pero sí en la Argentina». Sin tenerlos, he visto originales de casi todos, salvo del grupo de Manolo (que he escuchado y visto fotos de su tapa en internet); el de Bachicha que conozco efectivamente tiene el sello Fermata. En esta conversa el maestro Coriún me hizo algunas acotaciones que quedaron por fuera de los comentarios del CD:

Lo interesante es que está hecho con enorme respeto… Hay varias cosas de antología, a nivel instrumental y a nivel vocal. «Biricunyamba» cantado por Cheché Santos es increíble. Bachicha Lencina haciendo cosas con su trompeta con mucha sobriedad y buen gusto. Es curiosísimo porque el trabajo que hace acá es muy bueno. Manolo Guardia está manejando varios lenguajes a la vez. Era tanguero de vanguardia –como queda expuesto en los materiales del Quinteto de la Guardia Nueva de julio de 1964, un tipo de tango muy avanzado hasta para la época actual–. Fijate que es el mismo tipo que está haciendo eso y esto, y todo con un nivel de calidad impresionante. Él acá queda muy bien parado y es una prueba más del talento enorme del jovencito Manolo… Escayola era la apuesta a la orquesta grande, hace la mitad de los surcos de los demás. Es muy interesante el criterio arreglístico y las sonoridades que logra y la interacción con el cantante solista y el coro. Y qué bien que afinaban, además… Y hay un uso muy respetuoso de los tamboriles, tocados por los tamborileros de veras, digamos, además de una interacción muy interesante con las baterías.42

En un ámbito en el que casi todos participan de todo, esos tamboriles estaban a cargo de los hermanos Bonasorte: Enrique y Ricardo, que ya eran un clásico cuando desde el tango o lo afrocubano los necesitaban, conformando toda la cuerda –con Domingo Medina– del grupo de Manolo. Además también había otros hermanos, los Silva: Juan, Waldemar, Cachila y Raúl, estirpe de la que emanó el toque de Cuareim 1080 en el patio del conventillo.

Siguiendo el orden establecido por Coriún en el CD, que no escapó a ser subido a YouTube,43 como se vio, se inicia con el disco Manolo Guardia y su Combo Candombero (cuyo original del sello Fermata completo también se encuentra en la plataforma de videos en la web).44

El piano es el de Manolo, no hay caso; es su sabor inconfundible ya desde el primer track. El que se nos hiciera más familiar desde Camerata, el de toda su vida. «Yacumensa» es un candombe de calle, de arranque de llamada, que marca una onda hitera muy presente en los tres conjuntos. Lo sigue «Palo y tamboril», que nació para ser un clásico. Tiene una linda cadencia –claro está, con el diario del lunes–, con sabor a El Kinto en la melodía y sobre todo en los coritos. Anda un aire a Mateo por ahí deambulando, y es un señor texto y una increíble música, trabajos compartidos de Georges y Manolo abriendo caminos. La interrelación entre los coros y los vientos sobresale en todo el conjunto. «Celestino» es de los más tropicaloides; no le falta el humor de la casa y un delicadísimo final, detalles que si no existieran nadie los reclamaría pero que hablan a las claras de un rico sentido de la estética. Quizás como un homenaje al inspirador del tema, «Chicalanga» tiene una base de tambores poderosos. «Ahí va la comparsa», clásico de Pedro Ferreira, referente inmediato y muy presente, no podía faltar; con todo el respeto del caso, no se lo cambia mucho y se lo interpreta a la manera de los nuevos vientos que corren. Temas de Pedrito y sin un sentido puramente comercial.

«Jackleg» es del norteamericano Samuel Hurt, grabada en Nueva York en 1956 con un despliegue excepcional de los hermanos Nat y Cannonball Adderley; seguro que de allí la tomó Manolo, para en este caso compartir el lucimiento con la «asordinadita» y todo trompeta de Bachicha, pero con unos tambores potentes que son los que arrancan y andan acelerados todo el tiempo. «Negro en sol menor», de la autoría de Bachicha y también interpretada por este con su conjunto, es un punto muy alto. Uno no sabe con cuál de las dos quedarse. La percusión es tremenda, la batería y los aros de sus tambores son una maravilla. Bachicha manda sus soplidos, que trata de que no se parezcan mucho a los de su versión; gran capacidad de improvisación. Y cuando aparece el piano de Manolo… cerrá y vamos. Es una fusión tan redonda como adelantada y una de esas piezas a las que hay que volver siempre de tanto en tanto. La composición de Bachicha es excelente, pero el arreglo de Manolo es tal que bien la podrían haber firmado juntos. «Baracutanga», de Páez, es interesante por su texto adherido al sentido de deletrear sonido, que además tanto le interesaba a Georges Roos: era, le escribe a Coriún, «como definir el candombe en un par de palabras… Hay una división seca del candombe: patá-patatá-patatá. Esa división yo la utilicé en las letras que hice… Quique (Almada) lo tenía muy adentro, esto».45 El siguiente, «Farándula», se le parece, y como dice su nombre, es de los más bailables. La intervención de Eduardo Giovinazzo y de Wilson de Oliveira a través de «Epursimuove», con unos vientos que se alternan juntos y soleando con mucho bri

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