Hippie

Paulo Coelho

Fragmento

Hippie

En septiembre de 1970 dos lugares se disputaban el privilegio de ser considerados el centro del mundo: Picadilly Circus, en Londres, y Dam, en Ámsterdam. Pero no todos lo sabían: si se preguntara a la mayor parte de las personas, habrían respondido: “La Casa Blanca, en Estados Unidos, y el Kremlin, en la Unión Soviética”, porque esas personas se informaban mediante los diarios, la televisión, la radio, medios de comunicación ya completamente sobrepasados que jamás volverían a tener la relevancia que tuvieron cuando fueron inventados.

En septiembre de 1970 los boletos de avión eran carísimos, lo que sólo permitía que una élite viajara. Bueno, esto no fue así exactamente: una multitud inmensa de jóvenes, sobre quienes los antiguos medios de comunicación sólo se concentraban en aspectos externos: cabellos largos, ropa de colores, que no se bañaban (lo que era una mentira, pues los jóvenes no leían los periódicos, y los adultos creían cualquier noticia capaz de insultar a quienes consideraban una “amenaza para la sociedad y las buenas costumbres”), que amenazaban a una generación entera de chicos y chicas estudiosos que buscaban triunfar en la vida con sus pésimos ejemplos de libertinaje y “amor libre”, como les gustaba decir con desprecio. Pues bien, esa multitud cada vez más numerosa de jóvenes tenía un sistema de divulgación de noticias que nadie, absolutamente nadie, lograba detectar.

Sin embargo, el “correo invisible” funcionaba poco para divulgar y comentar el nuevo modelo de la Volkswagen o los nuevos tipos de jabón en polvo que acababan de ser lanzados en el mundo entero. Sus noticias se limitaban a informar cuál sería la próxima gran senda que recorrían aquellos jóvenes insolentes, sucios, practicantes del “amor libre” y que usaban ropas que ninguna persona de buen gusto sería capaz de vestir. Las chicas con su cabello trenzado cubierto de flores y sus faldas largas, blusas coloridas sin ningún sostén que ocultara los senos, collares de todo tipo de colores y cuentas; los muchachos con cabellos y barba que no habían sido cortados en meses, usando jeans descoloridos y rasgados de tanto uso, porque los jeans eran caros en todas partes del mundo, excepto en Estados Unidos, donde habían dejado el gueto de los obreros de las fábricas y ahora eran vistos en los gigantescos conciertos de San Francisco y sus alrededores.

El “correo invisible” existía por las personas que siempre estaban en esos conciertos, intercambiando ideas acerca de dónde deberían encontrarse, cómo podían descubrir el mundo sin abordar un autobús de turismo donde un guía iba describiendo los paisajes, mientras las personas más jóvenes se aburrían y los viejos dormían. Y así, a través del llamado boca-a-boca, todos en el mundo sabían dónde sería el próximo concierto o la próxima gran senda por ser recorrida. Y no existían límites financieros para nadie, porque el autor preferido de todos en esta comunidad no era Platón ni Aristó­teles, ni los cómics de algunos dibujantes que habían ganado el estatus de celebridad. El gran libro, sin el cual prácticamente nadie viajaba al Viejo Continente, se llamaba Europa en cinco dólares al día, de Arthur Frommer. En él podían saber dónde hospedarse, qué ver, dónde comer y cuáles eran los puntos de encuentro y los lugares en los cuales podía escucharse música en vivo sin gastar prácticamente nada.

El único error de Frommer fue haber limitado su guía a Europa en esa época. ¿Acaso no existían otros lugares interesantes? ¿Las personas no estaban más dispuestas a ir a India que a París? Frommer corregiría esa falla algunos años después, pero mientras tanto el “correo invisible” se encargó de promover una ruta en América del Sur, en dirección a la ex ciudad perdida de Machu Picchu, advirtiendo a todos que no comentaran mucho con quien no conocía la cultura hippie, pues en breve el lugar sería invadido por bárbaros con sus máquinas fotográficas y las extensas explicaciones (rápidamente olvidadas) acerca de cómo un grupo de indios había creado una ciudad tan bien escondida, que sólo podía ser descubierta desde lo alto, algo que ellos juzgaban que era imposible de suceder, porque los hombres no vuelan.

Seamos justos: existía un segundo e inmenso bestseller, no tan popular como el libro de Frommer, pero que era ­consumido por personas que ya habían vivido su fase socialista, marxista, anarquista y que terminaron todas en una profunda desilusión con respecto al sistema inventado por quienes decían: “La toma del poder por los trabajadores de todo el mundo es inevitable”. O que “la religión es el opio del pueblo”, probando que quien pronunciara frase tan estúpida no entendía del pueblo y mucho menos del opio. Porque entre las cosas en las que creían esos jóvenes mal vestidos, con ropas diferentes, que no se bañaban, etcétera, era en Dios, dioses, diosas, ángeles y cosas de ese tipo. El único problema era que ese libro, El retorno de los brujos, escrito por dos autores, el francés Louis Pauwels y el soviético ­Jacques Bergier, matemático, ex espía, investigador incansable del ocultismo, decía exactamente lo contrario de los manuales políticos: el mundo está compuesto de cosas interesantísimas, existen alquimistas, magos, cátaros, templarios y otras palabras que hacían que nunca fuera un gran éxito de librería, porque, como mínimo, un ejemplar era leído por diez personas, dado su costo exorbitante. En fin, Machu Picchu estaba en el libro, y todos querían ir ahí, a Perú, donde había jóvenes del mundo entero (bueno, afirmar que “del mundo entero” es un poco exagerado, porque los que vivían en la Unión Soviética no tenían tanta facilidad para salir de sus países).

En fin, volviendo al asunto: jóvenes de todos los lugares del mundo, que lograban obtener por lo menos un bien inestimable llamado “pasaporte”, se encontraban en las llamadas “sendas hippies”. Nadie sabía exactamente lo que quería decir la palabra hippie, y eso no tenía la menor importancia. Tal vez su significado fuera “una gran tribu sin líder” o “marginados que no asaltan”, o alguna de las descripciones ya hechas en el inicio de este capítulo.

Los pasaportes, esos pequeños cuadernos proporcionados por el gobierno, colocados en una bolsa amarrada a la cintura junto con el dinero (poco o mucho era irrelevante), tenían dos finalidades. La primera, como todos sabemos, poder atravesar las fronteras, siempre que los guardias no se dejaran llevar por las noticias que leían y decidieran mandar a la persona de regreso, porque no estaban acostumbrados a esas ropas y aquellos cabellos y aquellas flores y aquellos collares y aquellas baratijas y aquellas sonrisas de quien parecía estar en un constante estado de éxtasis, normal aunque injustamente atribuido a las drogas demoniacas que, decía la prensa, consumían los jóvenes en cantidades cada vez mayores.

La segunda función del pasaporte era librar a su portador de situaciones extremas, cuando el dinero se acababa por completo y aquél no tenía a quién recurrir. El “correo invisible” siempre proveía la información necesaria de los lugares do

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