Prólogo
Cándida, mucho más que la mujer de Aparicio
Hay mujeres que la historia olvidó. A veces deliberadamente, en otras ocasiones fueron escasas o nulas las huellas que dejaron, o siempre estuvieron relegadas y sometidas a la voluntad de los hombres. Tal vez, a los ojos de los que escribieron la historia, se mimetizaron a tal punto con sus maridos que pasaron a ser una misma vida vivida por dos personas. Quizá consideraron que no valía la pena detenerse en ellas, que poco aportaban, que carecían de interés, minimizaron su rol… ¡Qué error!
Este parece haber sido el caso de Cándida Díaz de Saravia. Son decenas y decenas los libros escritos sobre Aparicio Saravia y otros tantos los que cuentan, analizan y retratan el tiempo en que el caudillo blanco se levantaba en armas contra los gobiernos colorados o gobernaba a medio país desde El Cordobés, su estancia en Cerro Largo. Son historias épicas, en las que el coraje de sus protagonistas, sus ideales de libertad y sus sueños de justicia bien podrían ser el argumento de una novela del romanticismo, aunque muy lejos están esos hechos de ser relatos de ficción. Constituyen la historia más cercana que sigue cautivando a quienes la descubren o vuelven a ella, tratando de encontrar claves para entender el presente y, por qué no, imaginar el futuro.
En esos textos, algunos muy bien escritos, Cándida es mencionada al pasar o —cuando mucho— se le dedica un párrafo en el que se dicen y se repiten datos erróneos que alguien escribió quién sabe cuándo. Y siempre, siempre es la mujer del general Aparicio Saravia.
“¿Sabés que tengo unas cartas que su mujer le escribió a Aparicio?”, me dijo una amiga hace un par de años. Para esta persona, Cándida no tenía nombre propio, era la esposa de Saravia. No fue una excepción; a mucha gente que a lo largo de todo este tiempo me preguntaba qué estaba escribiendo, yo deliberadamente contestaba: “Sobre Cándida Díaz”. Sabía que la pregunta siguiente sería indefectiblemente: “¿Quién es?”. “La mujer de Aparicio Saravia”, respondía.
Cuando leí por primera vez las cartas, no podía creer lo que tenía en mis manos. Esas hojas amarillentas, escritas a pluma con una caligrafía irregular y errores de sintaxis, tienen un valor histórico extraordinario. En un lenguaje sencillo, muestran a una mujer que vivía pendiente de los avatares de las revoluciones y guerras en las que luchaban primero su marido y luego su marido y sus seis hijos. Dan una visión diferente de la Revolución de 1897 y de la Guerra de 1904 y, sobre todo, retratan un tiempo y un Uruguay en el que muchos hombres entregaban hasta la vida por sus ideales. Una época en la que algunas mujeres, en silencio pero sin que les temblara el pulso, asumían las responsabilidades que sus hombres tenían en tiempos de paz.
Un libro no se hace solo con una decena de cartas. Ellas fueron el disparador de esta historia, que se prolongó en un largo tiempo de investigación, de lecturas y análisis. Afortunadamente se preserva en buenas condiciones el Archivo Aparicio Saravia y es voluminosa la documentación sobre la mujer de Saravia que existe en el Archivo General de la Nación, así como también en el Museo Histórico Nacional. Para hacer este trabajo fue imprescindible viajar a Santa Clara, hurgar en los registros parroquiales y familiarizarse con el paisaje de El Cordobés. Descendientes del caudillo blanco aportaron, además, materiales y las historias de tradición oral que, justo es decirlo, en la mayoría de los casos se compadecen con los documentos.
En la investigación hubo sorpresas, hallazgos que, si bien no cambian la historia, le aportan precisión. Aparicio Saravia no nació en 1856. Llegó a este mundo el 16 de agosto de 1857, un año después de lo que se ha escrito y afirmado en todas sus biografías. La fe de bautismo —o sea, su partida de nacimiento— así lo consigna. También su casamiento tuvo un matiz no menor que surge del libro de matrimonios de la iglesia San Francisco de Asís de Santa Clara. El lector deberá descubrirlo en las páginas que siguen.
Esta investigación reveló que la señora de Saravia fue una mujer con ideas propias, carácter y fuerte personalidad. Una ferviente católica que supo que su deber no solo era estar junto a su marido, aun a la distancia, cuando él guerreaba, y educar a sus seis hijos, sino que también aprendió a administrar El Cordobés y los otros campos de la familia, a dar órdenes a los peones y controlar que cumplieran sus tareas, a dirigir su hogar. Fue consciente de que al regreso de las revoluciones Aparicio necesitaba un espacio donde descansar; lo entendió desde un principio. Para Aparicio Saravia la guerra era su obligación moral, su trabajo. Los tiempos de paz y El Cordobés, su remanso, aunque allí se dedicara por entero a las labores del campo.
Esas tareas no le impidieron a Cándida ser una mujer coqueta, a la que le gustaba vestir a la moda de París y usar cosméticos importados de Francia que mandaba comprar a Montevideo o Buenos Aires. Supo hacer caridad, verdadera caridad; se ocupó de sus padres siempre y se hizo responsable de ellos cuando envejecieron y se enfermaron. Se esforzó por ser coherente con la religión que profesaba, que en sus postulados esenciales demanda amar al prójimo como a uno mismo. Difícil tarea para alguien que vio muchas veces partir hacia la guerra a su marido y a sus hijos.
La señora de Saravia fue mucho más que la mujer del general. Fue doña Cándida, el remanso de Aparicio.
Diego Fischer Requena
29 de octubre de 2018
Los misterios dolorosos del rosario
Cándida tampoco durmió esa noche. Desde que le informaron que Aparicio había sido herido, el sueño la abandonó por completo. Más que nunca y con desesperada unción, pasaba horas rezando hincada en el reclinatorio, frente a un Cristo agonizante. Aferrada a un rosario de cuentas de marfil que había sido de su suegra, encomendaba a su marido al Espíritu Santo y le rogaba a la Virgen de Montserrat que protegiera con su manto a sus hijos que guerreaban junto a su padre. Y una y otra vez imploraba por la paz. Rezaba los misterios dolorosos porque creía que a través de ellos la Providencia comprendería más su penar.
El lunes 5 de setiembre le habían dado la noticia, y desde entonces resultaron inútiles sus intentos por saber cómo y dónde se encontraba Aparicio. Quería verlo. Sus hijos también. No sabía cuántos días habían pasado desde la batalla. Lo poco que le habían comunicado era que el general había sido herido en una pierna en un enfrentamiento registrado en Masoller, entre Salto y Rivera, muy cerca de la frontera con Brasil.
De nada servían las tisanas que le preparaba la negra Celina y que Cándida bebía a desgano. El insomnio era la forma en que su cuerpo manifestaba la angustia que durante el día intentaba disimular frente a Exaltación y Ramón, dos de sus seis hijos, que permanecían con ella, y al personal que la acompañaba en el circunstancial hogar en Bagé. En los veintisiete años que llevaba junto a Saravia, había aprendido a ocultar sus sentimientos y a esperar. Desde que conoció a su marido supo que la vida con él no sería fácil. Muy temprano tuvo que acostumbrarse a sus prolongadas ausencias, pero, lejos de lamentarse, tomó las riendas de la casa y de los campos.
Todos sabían que aquella mujer de cuerpo menudo, piel muy blanca, ojos castaños y melena oscura, siempre cuidadosamente peinada y vestida, daba órdenes con conocimiento y autoridad. Su hablar escaso, sereno e imperativo, y el andar ágil y seguro avalaban sus palabras. El tintineo del manojo de llaves atado a la cintura por una cadena de plata, que siempre llevaba consigo, anunciaba su presencia. En los tiempos de El Cordobés, esa cadena simbolizó el poder de Cándida. Sus eslabones representaban el infinito: ¿Infinito amor, infinita paciencia, infinita entrega, infinito dolor, infinita desesperanza? ¿Infinita fuerza? ¿Infinita esperanza?
En ausencia de su esposo, asignaba con su misma potestad las tareas a los peones, disponía el pago de sus jornales y reprendía a sus hijos si era necesario. Sorprendía por su capacidad y habilidad para manejar las tijeras de la esquila, la máquina de coser, organizar lo que se cocinaba en su casa o preparar ella misma comidas especiales para la familia. Estaba al tanto de todo lo que sucedía en su hogar y nada importante se hacía allí sin su autorización. Era la mujer del general Saravia, es cierto, pero también era doña Cándida, respetada por todos y querida por muchos con devoción.
Hacia el Quebracho vio partir por primera vez a Aparicio, a la revolución en la que blancos y colorados juntos intentaron derrocar a Máximo Santos. Había perdido la cuenta de las veces que su marido le acarició la mejilla, la besó en los labios con gran amor y se despidió con la misma frase: “Por nuestros hijos, por la patria…”, a lo que ella respondía con resignación: “Lo sé, lo sé”. Su actitud fue la misma cuando Aparicio comenzó a sumar a sus propios hijos a las patriadas, aunque la angustia fuera aún mayor. Y quizás pensando que las lágrimas son una muestra de debilidad, se tragaba el llanto hasta que las siluetas de los suyos se perdían en el camino. Luego se encerraba durante horas en su habitación. Nadie nunca se atrevió a interrumpirla, ni siquiera Celina, la mujer que la servía desde siempre y que sabía interpretar cada uno de los gestos y miradas de su patrona.
Cándida llevaba noches de vigilia. Las dos últimas había mojado con lágrimas las fundas de su almohada. No podía parar de llorar y estaba casi sin fuerzas, agotada por la incertidumbre. Desde un primer momento supo interiormente que Aparicio estaba grave. Aunque todos se lo negaban, su corazón le decía lo contrario.
“¡No me tomen por idiota!” sentenció en más de una ocasión. Como el general, era tajante cuando se la contradecía y un volcán a punto de entrar en erupción si se enojaba.
Había hechos objetivos que indicaban que algo andaba mal. Después de una batalla, Aparicio nunca demoraba más de dos días en mandarle un telegrama o una carta, por un chasque o una persona de su mayor confianza, con noticias de él y de sus hijos. Saravia tenía sobre sus hombros más de una veintena de combates y escaramuzas, y siempre, siempre había dado señales de vida. Esta vez no. Cándida creyó enloquecer.
Un rayo de luz se filtró por la celosía, atravesó la habitación e iluminó el tintero del pequeño escritorio. Ella se sobresaltó, bajó de la cama, se puso las pantuflas, cubrió sus hombros con una mañanita y abrió la ventana y los postigos. El aire helado le dio escalofríos. Su mirada se detuvo por un instante en el horizonte a medio clarear. El rojo anaranjado que pintaba la lontananza y que trataba de abrirse paso entre espesas nubes la conmovió. Notó con tristeza que no se oía el canto de las calandrias, que siempre presagia buenas nuevas. Apretó la falleba, anudó los visillos para que entrara más luz y, frotándose los brazos con las manos, caminó hasta la mesa de trabajo. Se sentó, tomó una pluma, la sumergió en el tintero y empezó a escribir.
Querido esposo:
Deseo que tú al recibir esta, te encuentres restablecido, que siendo así estarán ganados mis deseos. Quiero pedirte que me saques de esta incertidumbre. Vivo desesperada al saber que estás herido y que yo no he podido ir a verte. Ya te imaginarás las lágrimas que he derramado. Ni bien supe que habían peleado, telegrafié, pidiendo noticias tuyas y de los muchachos. Me contestaron que los muchachos estaban bien y que tú estabas levemente herido en una pierna. No me conformé nunca. Sigo creyendo que tu herida es grave. Envié nuevos telegramas y todos, todos me dicen que tú sigues bien. Pedí para ir a verte y me contestaron que no conviene que vaya la familia, que cuando sea posible me avisarán. Y ese aviso nunca llega. Así que me propuse escribirte directamente a ti, pero aquí nadie sabe dónde tú estás. Y nadie sabe decirme dónde estás.
Sigo esperando que me escribas. Quiero verte de cualquier modo. Y si entiendes que no conviene que vaya, quiero ver tu letra. Nuestros hijos que están acá conmigo, esperan tus órdenes. Están ansiosos como yo por verte. Recibe un millón de abrazos de esta, tu esposa que lo que más desea es verte.
Cándida1
Tomó un sobre, escribió el nombre de su marido, dobló la carta y la ensobró. Mojó la solapa y cerró el sobre. Esperaría a que Celina se levantara para despacharlo con un chasque, pero ¿adónde? Caminó hasta la mesa de noche, tomó el rosario y se sentó en el borde de la cama. Con la mirada perdida en el paisaje que se desplegaba a través de la ventana, comenzó a rezar.
[1] Correspondencia de Cándida Díaz de Saravia, archivo del autor. En todas las transcripciones se ha actualizado la acentuación.
Los Díaz
Cándida fue la segunda hija del matrimonio conformado por Feliciano Faustino Díaz de Oliveira y Marculina de Sosa Suárez. Don Feliciano era brasilero y doña Marculina también. Ella de Yaguarón y él del valle de Poncho Verde. A él lo apodaban Cachías. Los Díaz se afincaron en el Uruguay al promediar la década de 1840, en la misma época que los Saravia. Ya por entonces, otras familias con el mismo apellido, de la misma procedencia y de España, estaban afincadas en la zona. Unos y otros habían abrazado la causa de la independencia de Río Grande del Sur, que tuvo en el general Bento Gonçalves da Silva su gran impulsor.
Feliciano y Marculina se casaron el 22 de septiembre de 1856 en Melo, en la parroquia de Nuestra Señora del Pilar y San Rafael del Cerro Largo. Fueron testigos de la boda Francisco Saravia (don Chico), Faustino Díaz y Alberto Izachoza.2 Antes del año nació el primer hijo, al que llamaron Esteban. Y el 29 de agosto de 1859 llegó al mundo una niña a la que bautizaron Cándida en homenaje a su abuela materna, doña Cándida María Piugros.
Los Díaz vivían en una estancia de unos cientos de cuadras con costa al arroyo Las Tarariras, a escasas leguas de los campos que Saravia tenía en Cerro Largo. Don Feliciano era un hombre poco emprendedor y muy afecto a las barajas. En la vejez y ya viudo, su afición al juego le costaría todos sus bienes.
Doña Marculina se encargó de la crianza de sus hijos y puso mucho esmero en trasmitirles su fe cristiana. Con Cándida lo logró, aunque no tuvo la misma suerte con Esteban. La religión era lo que daba sentido a la vida de aquella mujer delgada y de rostro curtido por las tareas de su hogar y de la quinta que abastecía la mesa familiar. Mal hablaba el español y apenas sabía leer y escribir, y siempre atribuía a los designios divinos lo que le sucedía. “Deus sabe por que Ele enviou”, decía en soliloquio y sostenía en voz alta: “Deus me protege”. Cuando aun así no lograba comprender algo, apelaba a los santos paganos que habían signado tanto como los cristianos su niñez y su adolescencia en Yaguarón.
Esteban y Cándida aprendieron a leer y a escribir gracias a un maestro que los fines de semana se trasladaba desde Melo. El hombre, cuya identidad se la ha llevado el tiempo, recorría las estancias de la zona para darles a los niños instrucción y también catecismo.
Al atardecer de un viernes por mes, a veces dos, llegaba a caballo a lo de Díaz y se instalaba hasta el domingo. El sábado, sobre la mesa próxima al fogón, desplegaba cuadernos, lápices, un libro de cuentos y la Biblia. Durante la mañana les enseñaba lenguaje y matemática. De tarde les leía cuentos y, si el tiempo lo permitía, paseaba con los niños por el campo dándoles lecciones de botánica. Las mañanas del domingo las dedicaba a la religión: compartía el Evangelio del día y les narraba pasajes del Antiguo Testamento. Antes de partir, luego del almuerzo, les dejaba deberes hasta la siguiente visita: cuentas, planas para practicar la escritura, figuras para dibujar y, a medida que Esteban y Cándida fueron creciendo y aprendiendo, lecturas.
El maestro recibía como único pago un canasto rebosante de verduras y frutas de la quinta. En tomates y manzanas rojas y lustrosas, en lechugas de grandes hojas, en naranjas y limones perfumados de azahares, en manojos de tomillo y albahaca, doña Marculina expresaba su agradecimiento y la admiración que sentía por ese hombre que no tenía pereza en hacer más de ciento cincuenta quilómetros a caballo, luego de dictar clase durante la semana en Melo, y dar batalla, en solitario, contra la peor de las miserias: la ignorancia.
Cándida y su hermano aprendieron a leer y a escribir, pero también se hicieron diestros en las tareas del campo. Ella ayudaba a su madre en todos sus quehaceres, que nunca fueron pocos ni fáciles. Él acompañó a don Feliciano como un peón más y fue testigo de las ruedas de naipes que se armaban en la pulpería más cercana o en el galpón de la estancia. Esteban vio cómo, en una noche de juego y caña, su padre, vecinos y forasteros llegaban a jugarse lo que les había costado meses y hasta años de trabajo ganar. En otras presenció cómo un hombre, facón en mano, mataba a otro que se había negado a pagar una deuda de juego. Era sabido que las deudas de juego son deudas de honor y pueden costar la vida.
Cándida fue siempre una niña retraída, de pocas palabras. Su mundo había sido hasta entonces esa pradera grande en la que nació, con el arroyo Las Tarariras que marcaba el límite de la propiedad, los cerros pedregosos en el horizonte más lejano y las noches cubiertas de estrellas. Un par de veces al año viajaba con su madre a Melo, y otras tantas visitaba la estancia de don Chico, quizás para su santo o el de doña Propicia, su mujer, o a la celebración de algún bautizo, que en ese hogar eran tan frecuentes. En aquellas ocasiones veía a otros niños.
Cuando el clima lo permitía, pasaba horas jugando sola en la orilla del arroyo, que en su curso sinuoso hacía un pequeño salto para permitir que en las piedras que dejaba al descubierto se posaran los pájaros. Allí se hizo amiga del eco el mismo día que lo descubrió. Gritaba y su voz reverberaba y volvía a sus oídos luego de cruzar Las Tarariras y asomarse al monte criollo. Pasaba tiempo observando las calandrias, las viuditas, los churrinches y las golondrinas que en los meses de primavera y verano, en vuelo rasante, bebían el agua del arroyo o refrescaban su canto en las rocas.
Una tarde se sorprendió al ver un casal de palomas blancas en una rama inclinada del ombú que crecía junto a la casa principal. Esteban comenzó a tirarles piedras con una honda. A una le pegó y cayó mortalmente herida en la tierra; la otra voló a tiempo. Cándida desesperada salió a recogerla, pero ya estaba muerta. La tomó en sus manos y el hilo de sangre que salía de entre las plumas del pecho del ave le manchó las manos. Lloraba de angustia. Esteban celebraba su puntería.
Doña Marculina estalló de furia cuando vio la obra de su hijo.
—O que você fez?! —clamó.
El niño no entendía el porqué de tanto enojo.
—Cacé una paloma —y le mostró la horqueta con la tira de cuero.
—Ele não sabe que as pombas brancas trazem boa sorte e representam o Espírito Santo? Vá caçar papagaios, se quiser! —bramó.
Cándida no paraba de llorar. Su madre la abrazó y juntas buscaron una pala para cavar un pozo y enterrarla.
—Nunca deixe uma pessoa indefesa ser ferida —le dijo de regreso a la casa.
A la tarde siguiente, cuando Cándida jugaba con el eco, la otra paloma volvió y estuvo rato posada en la piedra más alta del arroyo. Era grande, con la cola levantada y de un blanco reluciente. Lavaba sus plumas con el pico, como para que lucieran aún más inmaculadas. Antes de marcharse, levantó vuelo y dio un giro sobre Cándida, como saludándola. Desde ese día regresó todas las tardes. Al domingo siguiente, cuando el maestro se proponía darle a ella y a su hermano la lección de religión, le preguntó:
—¿Qué es el Espíritu Santo?
El maestro se sorprendió y respondió:
—Es la forma que Dios toma para que se cumpla su voluntad.
—Maestro, no entiendo —dijo Cándida apoyando los codos sobre la mesa y sosteniendo con sus manos su rostro redondo.
—Veamos, tenemos a Dios Padre, a su Hijo, Jesucristo, y al Espíritu Santo. Juntos forman la Santísima Trinidad. Cuando Dios quiere protegernos o hacer cumplir su voluntad, nos envía al Espíritu Santo, que se presenta como una paloma blanca.
—Es verdad, maestro —comentó Cándida con ojos de sorpresa y le contó que desde hacía más de una semana una paloma blanca iba todas las tardes a visitarla en el arroyo.
—Maestro, ¿será que Dios me quiere decir algo? —preguntó con inocencia e ilusión.
Esteban, pálido, seguía la conversación con atención y sin decir una palabra. Temía que su hermana contara lo que había sucedido.
—No todas las palomas blancas son el Espíritu Santo. La mayoría de las veces ni siquiera se lo ve…
—Maestro, yo creo que esta es.
—Entonces, con más razón, vamos a prestar mucha atención al catecismo de hoy.
Cándida tenía ocho años cuando llegaron Bartola y Celina, dos negras brasileñas que don Feliciano llevó para que ayudaran a su mujer en las tareas del hogar, luego de una seguidilla de buenas manos en la timba. Eran madre e hija. Doña Marculina nunca preguntó de dónde habían salido, pero tenía la sospecha de que alguna de las dos podía ser hija de su marido. La madre duplicaba exactamente en edad a la hija: veintiocho y catorce años respectivamente. Eran analfabetas y no tenían apellido, pero sabían rezar, algo que a la dueña de casa le resultó determinante para aceptarlas.
En el preciso momento en que desembarcó en lo de Díaz, Bartola supo que el resto de su vida lo pasaría allí y que su hija se marcharía de la casa cuando Cándida se casara. Eran leyes no escritas que se cumplían siempre. Para Bartola era lo mejor que les podía suceder, porque servir en una estancia les aseguraba casa, comida y unas monedas todos los meses, y las preservaba de transcurrir y terminar sus días en un quilombo. Claro que no las ponía a salvo de un régimen de trabajo de cuasiesclavitud y de poder ser raptadas en una leva de revolucionarios o por soldados del gobierno en alguna guerra, pero de esto último tampoco est